La modista infame (Capítulo 1)

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La escritora Mercedes Estramil, flamante ganadora del premio Bartolomé Hidalgo por su novela Mordida (Hum, 2020), les ofrece a los lectores de e r m un adelanto exclusivo de su próxima novela La modista infame. 

Foto Mercedes Estramil

 "Manos" , de Hernán Piñera.

Por Mercedes Estramil
 

Antes de frenar, voy pensando en la ancestralidad. A la entrada de la Planta dos hombres impiden el paso. Uno es negro, bajo y con algún gen centroamericano en los maxilares. Detrás de él veo la empresa, una caja de zapatos envuelta por un cielo negro. El otro, esmirriado y con rosácea bajo la barba, tiene un arma en la cintura. Con la mirada le pregunto a Pedro III qué hacemos. Leo en sus ojos, de un color que no es el mío sino el del penoso padre, que si fuera por él pondría marcha atrás y abandonaba. El caso es que llevo días llamando y mensajeando y nadie me responde. Y toda no respuesta es imperdonable. Me bajo. 

El alfeñique toca el arma y el negro dice “Doña, hoy no se puede pasar”. Siglos ha que no oía un “Doña”. Eran vocablos de los tiempos de mi madre, que también decía “que en gloria esté” por cualquier muerto. Les explico que fui contratada y que traigo el encargo. Voy subiendo el tono con respetuosidad calculada. Seguida por los guardias abro la caja y les muestro la entrega. Setenta fardos cerrados, uniformes, que quedé de entregar hoy, 24 de junio. Agrego que cuento con ese pago para llegar a fin de mes. La muestra del trabajo parece conmoverlos un segundo. Tengo constancia de la cortedad del tiempo. No se puede, Señora, lo siento. A punto estoy de llorar por la doble consideración, pero veo el cañón del arma, la mano habilitada, el labio inferior desviado, la mirada marcial, y recalculo. Oigo explosiones que vienen de adentro del predio. ¿Empresa logística? ¿Matadero? Es un año extraño y nada me sorprende. Mi hijo, que pocas veces conecta subliminalmente conmigo, pone en marcha el motor, cierro la caja, saludo con cortesía sin darles la espalda, y subo. Los guardias se hacen polvo en el retrovisor y abro un Monster. Pedro III arrancó con la delicadeza que no pondría en desvirgar a una niña. 

Me pregunta qué hacemos con los fardos. Como si por ser madre supiera qué hacer con ellos o con cosa alguna. Qué creés que hubiera hecho tu abuela, le pregunto. Se encoge de hombros pero enseguida responde que la abuela hubiera vuelto al día siguiente o quizá habría “pernoctado” en las cercanías. Lo insto a mirar las cercanías. Vamos por el puente 329 hacia la Ruta 6 para salir de este desierto y él habla de pernoctar en cercanías. Como me dijo alguien alguna vez, hay que tener cuidado con quién se acuesta uno para tener hijos. Vamos a tirarlos por ahí, le respondo, y se encoge de hombros. Me llevó ciento treinta y tres horas hacer el trabajo, que convertido a días completos supondrían unos cinco y pico, pero en verdad absorbió casi dos meses, entre hacer los moldes de los distintos talles, cortar con precisión, hilvanar, sobrehilar y los mil detalles de cómo hacer encajar las rayas de los bolsillos, las grifas, el planchado. Pagaron una seña del diez por ciento. 

En la mitad del puente le ordeno parar. Nunca puedo pensar bien mientras conduce otro. No hay nada alrededor, ni casas ni autos ni gente ni animales, ni olor a monte ni a río. Miro el cuenta kilómetros antes de bajar y pienso que hay que hacerle un service; el tanque ya está en la reserva. Recostados contra las barandas del puente, admiramos la belleza fría de la tarde, sin hablar y sin sentir cosa alguna, como extraños que beben juntos pero solos en un bar. Pedro recuesta la cabeza en mi hombro y me pregunta si estoy bien, el tipo de pregunta insegura y ansiosa que conozco de sobra, porque alguna vez la hice. Le acaricio el pelo y le aconsejo que deje pasar el tiempo sin preocuparse. Mando un mensaje al que me contrató: “Carga entregada en tiempo y forma. Aguardo acreditación. Saludos”.

Tengo puesto el reloj Tissot que me regalaron al cumplir quince, una máquina suiza que aún funciona, pero que nunca uso. Cuando me lo dieron tenía vello en las piernas y un alma que empezaba a astillarse. Puedo jurar que fue ayer y que Pedro III ya estaba en los renglones escrito a lápiz como una posibilidad. Me pregunta la hora porque quiere irse a tirar en su cama y jugar jueguitos, pero los hijos desconocen los planes siniestros de los padres. Ya es tarde, le contesto, y con la misma me levanto y termino de entender la tarde y todas las cosas y voy hasta la camioneta, abro la caja, saco los fardos, y de a uno los voy tirando a las aguas guerreras del Río Negro, donde quedan flotando. Pedro no viene a ayudarme, igual que de chiquito era incapaz de ayudar a secar los platos o tender la ropa o sacar la basura, si bien moría por acercarle al padre ausente un tornillo podrido. Conecta por Bluetooth y oye flamenco. Es España, pero no la España de donde venimos, no esa tierra cerril, falsa, doliente y miserable. El río atrae y se lleva los paquetes. 

No quisiera empañar la memoria de mi santa madre hablando con desprecio de una profesión tan exquisita como la suya, pero qué viaje ser modista en este país. Solo porque me empeño más de lo que se empeña el río en arrastrarse. Pienso en el cheque, parada en el lugar de la espera, y mucho más atrás, casi cuarenta años para atrás, veo aquella casa y la primera vez que oí la palabra “fasón”. Trabajar a fasón, decía mamá, y me ordenaba que la ayudara a “sufilar”. Ordenar una ayuda tenía su gracia. En la estela del río puedo ver muchas cosas, la mayoría reales y flotando, pero sobre todo veo recuerdos, que es lo que justamente no quiero ver. El sufilado se hacía siempre con hilo blanco, aunque la prenda fuera negra o bordó o verde, y la respuesta era que como iba por dentro no se veía, las bovinas blancas eran más baratas. Nunca deja de haber un porqué y un orden en las cosas, hasta en las más insignificantes. Quedaba horrible el sufilado en blanco y no me explico cómo las clientas no lo notaban. Eran mujeres aguantadoras, sin duda. Me corrijo, no miraban el revés de las cosas. Todo aquello, puedo nombrar cada detalle, fue parte de algo. 

Pedro III me pregunta si hablo sola. Con quién más. Suena el celular con un mensaje escueto: Acreditado. Chequeo la cuenta y en efecto, entró el dinero. Río abajo, los bultos de la ropa viajan ligeros como hojas de sauce. Mi hijo me pasa el brazo sobre los hombros, en un gesto que interpreto como de cariño segundos antes de verlo como lo que es, puro miedo. Vámonos mamá, antes de que se den cuenta. Inútil explicarle lo que significa darse cuenta. Solo la lista de las cosas que demoré en ver durante décadas me llevaría un tiempo que no hay. Le ordeno que se vaya en la camioneta unos tres kilómetros y que me espere. Ni me discute ni me pregunta qué hacer si no llego, y encima se molesta cuando le pido que me deje los cigarros. 

El ruido del jeep frenando –un Renegade, lustroso- levanta una polvareda que me envuelve junto con el cigarrillo; entiendo que es prudente tirarlo al río y actuar como si nada, con la homeopática educación de un delincuente. Bajan el guardia negro y un señor de traje y corbata. El traje es sobrio; la corbata desentona y tiene una línea corrida sobre una rosa central. El diálogo es breve, el ejecutivo pregunta por la entrega, le digo que la hice y que el hombre aquí presente, lo señalo con el índice, junto con otro guardia la recibieron y exhibo un comprobante firmado y arrugado que saco del bolsillo del jean. Funciona un instante, mientras el ejecutivo mira al negro y este me mira a mí. Pero sonrío, tengo eso. Es esa sonrisa de sobradora que decía mi esposo, una risita leve, apenas la comisura izquierda caída. Entonces el de la corbata con el hilo corrido hace un gesto de suficiencia, un dedo mafioso en el aire y el negro empieza a pegarme, sin más, como los padres de antes, como si yo no pudiera hacer una denuncia de intento de femicidio en toda regla. En un golpe pierdo el equilibrio y caigo. El mundo ha dado muchas vueltas y ninguna buena porque aunque siento dolor y miedo de perder un diente, la verdad es que sigo sonriendo y pensando que solo si me tiran al río y lo miran podrían encontrar los uniformes. Pasan algunos segundos largos. El gentleman dice: “Dejala, ya entendió”. 

Lo único que puedo decir es que la vida de modista de mi madre no era así. Pero quién sabe de verdad cómo era la vida de los padres. El negro me aflojó un diente, eso es seguro, paso la lengua y baila. Pero a medida que camino y el sol va bajando me siento mejor, porque no hay nada como un sacudón, un verdadero problema, sangre y miedo, para entender. Dijo el hombrecito que entendí. ¿Dijo o no dijo? Todas estas empresas truchas levantadas en el medio de la nada, en el corazón mismo de la penillanura ondulada que debería estar llena de vacas y está llena de mierda, ¿para quién trabajan? No lo saben ellos, y lo voy a saber yo. En la caída se me rajó la pantalla del Xiaomi pero aun así puedo chequear de vuelta, y el importe sigue ahí. Alta belleza la de esos ceros rotundos. Con ese dinero voy a comprar el lavavajillas. No está una modista como yo teniendo que exponerse a un corte en los dedos por enjuagar un vaso o un cuchillo. Una amiga lejana me dijo una vez que el lavarropas le cambió la vida, imagínense un lavavajillas. Distingo la camioneta a lo lejos, pero con el ojo derecho la veo borrosa, tan lejos y tan borrosa como una amistad. Pedro III está jugando un tetris, levanta la cabeza y me escanea. Me pregunta si me duele. Le digo que me hicieron desnudar, bajar al río y recuperar los fardos. Es lo que correspondía que hicieras, escupe. 

Paramos en Diagonal, frente a una chapa de dentista colocada en la columna de un porche, en un chalet que no tiene menos de sesenta años. La chapa está torcida como si un tornillo se hubiera aflojado o perdido o hubiese sido robado y el nombre del dentista está irreconocible, cubierto de verdín. Creo que prefiero perder el diente, pero antes de arrancar de nuevo –Pedro es lento con los motores, nunca podría escapar a tiempo de nada- se abre la puerta y asoma una vieja parecida a mi madre. ¿Cómo irme? Nos pregunta si es una emergencia y de pronto estoy sentada en un sillón antiquísimo, impoluto y sin hendiduras, mareada en un aire de alcohol dudoso, con un babero rosado y luz de nave espacial. Me revisa con cuidado y me dice que haga lo que haga perderé la pieza. A punto estoy de llorar. Perder un premolar a los cincuenta no es pavada. Le pregunto si hace implantes y se me queda mirando. No te entiendo, me dice. El tuteo no procede, pienso, y miro alrededor como buscando a mi hijo pero no entró conmigo. ¿Cuánto hace que esta vieja no ejerce? Miro la pared y no hay diplomas sino su recuadro vacío. Sáquela, le pido, casi que le suplico y cuando le oigo decir que está muy inflamado, mi niña, me desmayo. Los episodios de infancia suelen acontecer en la madurez, regresan como ejércitos reabastecidos. Por ejemplo, ahora mi padre, el esposo de mi madre, llega de su trabajo antes de lo habitual. Mamá está dormida sobre la máquina de coser y yo miro una revista porno y ninguna lo oye llegar. Nos descubre como una víbora a su presa y muerde, sin soltar, hasta que mamá y yo lloramos pidiendo perdón. Se me cae el pelo desde esa equivocada disculpa. Despierto cuando siento el tirón, después de todo la vieja sabe el oficio. Me coloca varios algodones y dice que no coma de ese lado por varias horas. No puedo creer que se parezca tanto a mi madre: el pelo, la nariz, las arrugas, un mapa de ripio trillado por mil dakares. 

Pero todos los viejos se parecen. Salgo del consultorio como de un infierno. 

Pedro III está sentado en la caja de la camioneta, balanceando las piernas como un imbécil y hablando con el padre. Sé que es con el padre porque pierde como diez años cuando habla con él, se le aflauta la voz, tartamudea. Le dice que me mandé una cagada. Le manda la ubicación de donde estamos. Cruzando la plaza, a una cuadra de aquí, veo un cajero, y dos casas de por medio, un hotel. Más cerca, una panadería. Escupo el algodón lleno de sangre y mientras recuerdo cómo empezó todo, decido pasar la noche y quizá la semana y tal vez el resto de la vida en Diagonal.  

 

 

Foto: Mereces Estramil

 

 

Mercedes Estramil (Montevideo,) es docente de la Universidad ORT, da talleres y escribe en El País Cultural. Publicó los libros Rojo, (Banda Oriental, 1996; Premio Fundación Lolita Rubial 1996), Hispania Help (Hum, 2009), Irreversible (Hum, 2010), Caja negra (Hum, 2014), Iris Play (Hum, 2016), Washed Tombs (Hum, 2017; Premio Bartolomé Hidalgo Narrativa 2018) y Mordida (Hum, 2019; Premio Bartolomé Hidalgo Narrativa 2020).

 

 

 

 

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