¿Tomarías un café con una extraña que vino desde el sur a conocerte?

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Por Nina Blau

Reseña híbrida a propósito de los escritos romántico-eróticos de Cristina Peri Rossi

Pocas veces encuentro algo que me identifique, pero, cuando lo hago, procuro sostenerlo como una antorcha en medio de la selva. Eso me pasó con esos versos que se me cruzaron en el camino, nudillos contra el piso de asfalto. Era una feria de verano propicia para la divulgación de los aspectos de la literatura que no llegan al estampido comercial. Árboles, noche calurosa, música y tumulto, lugares que prefiero evitar, pero que a veces me doy el gusto de visitar para desafiarme en mi tozudez. Y por suerte hago eso, porque así es que encuentro lo que estaba buscando con esa faceta inconsciente que funciona a pesar de mí. Así fue que vi la foto de un rostro en matices grises, en la portada de un libro tamaño pocket, con letras amarillas, con el característico estilo de Estuario editora. Las cejas arqueándose altas, la mano sosteniendo un cigarrillo, dos dedos apoyándose en el mentón. Me pareció sensual y, debo admitirlo —aunque moleste a los literatos—, este fue el único motivo que me impulsó a levantar el libro de la mesa. Tampoco soy de comprar antologías poéticas y esta Arqueología amorosa lo era. Pero yo venía con la premonición de una ruptura amorosa, como quien lleva en el bolsillo una sentencia escrita y no se anima a leerla, y necesitaba llorar hasta quedarme sin aire y sin motivos y esto, frecuentemente, me lo causa la poesía. Así que abrí una página cualquiera y leí:

La pasión

Salimos del amor

como de una catástrofe aérea

Habíamos perdido la ropa

los papeles

a mí me faltaba un diente y a ti la noción del tiempo

¿Era un año largo como un siglo 

o un siglo corto como un día? 

El efecto fue instantáneo: un enamoramiento íntimo, que comienza a crecer con la palabra exacta y se expande, lento, silencioso, conquistándolo todo, dejándola a una incapaz de continuar con lo mundano de la vida. Tuve que salir casi a las corridas de ese lugar donde todo me impedía entreverarme con las palabras, dirigí unos saludos cordiales ocultando mi prisa —aunque esté urgida de amor o de lectura no debería olvidar al resto de los mortales, eso lo aprendí en terapia—. Crucé unas calles llenas de tránsito y de familias monoparentales con niños que gritaban y me fui a la habitación que tenía en ese momento, donde estaban mis dos muebles (la biblioteca, el cajón) y, lo más importante, mi gato, ajeno del todo a mis sobresaltos. Abrí la ventana para no asfixiarme con la intensidad que estaba a punto de desatar y me senté en el suelo con el libro, una, dos, tres horas. Acaricié la portada como si saludara a una íntima amiga. Y seguí leyendo: 

…por los muebles, por la casa

despojos rotos:

vasos fotos libros deshojados

éramos los sobrevivientes

de un derrumbe

de un volcán

de las aguas arrebatadas

y nos despedimos con la vaga sensación

de haber sobrevivido

aunque no sabíamos para qué. 

Otro flash. Mirar adentro de un poema es mirar adentro de una persona. Y yo solo tenía un vistazo, una primera impresión que podría borrarse si me dejaba atropellar por la vida cotidiana —que además me demandaba trámites de mudanzas, visitas médicas y diálogos desamorados—. Busqué su narrativa para conocerla más. En una especie de trance evasivo con el mundo, solo quería habitar en la ficción. Me topé con Los amores equivocados y lo devoré con pausas, once cuentos llenos de extraños que quieren acariciarse. Deseos políticamente incorrectos. Deseos que irrumpen en las oficinas, en los consultorios, en los espacios más estructurados. Deseos que se cuelan por debajo de las puertas y se trepan a los cuerpos, deseos que explotan con exuberancia, que duran toda la noche, toda una tarde o un solo minuto. Inesperados, urgentes. Cuerpos solitarios que se encuentran, se lamen, se rozan, se desbordan, se gimen. Instintos domesticados que se rebelan. Subjetividades insorteables, soledades palpitantes. Más de diez orgasmos explícitos y unos cuantos malentendidos. Terminé de leerlo con la sensación de haber sido una voyeur en la vida de varios extraños, de haber hurgado en sus cajones, de haber olido, a escondidas, su ropa interior. 

Empecé a ver fetiches y misterios eróticos por todos lados. Llevaba el librillo en el bolso y, cada tanto, en algún ómnibus, en una sala de espera o mientras desayunaba, lo ojeaba de nuevo, cautivada por la fluidez de las palabras y dolida en la soledad de esos desconocidos. Y me sentía un personaje más, de un cuento por escribirse, solitaria, leyendo y soñando con la autora, un ideal inalcanzable de persona tras un océano inmenso y devorador. 

Pero el enamoramiento y la obsesión nacen de un cuerpo vivo, lleno de vísceras y de pulsiones y, por ende, de muelas que necesitan arreglos: tuve que interrumpir mis ensoñaciones para ir a la dentista. ¡Qué ingenua! Como si pudieran irse, así como si nada. 

Así es que tuve un momento Peri Rossi en la dentista. Estaba allí, recostada, naturalmente, con la boca abierta de par en par y ella introducía sus manos enguantadas—ambas, algo de un procedimiento complejo del que no sé nada— moviendo mi lengua y tocando la parte interior de mis cachetes. La poca sensibilidad que me quedaba en la boca solo me alcanzaba para sentir cómo se me caían irremediablemente enormes chorros de saliva hacia las comisuras, que manchaban mi mentón y algo del traje azul de la dentista. Quiero aclarar aquí que soy una persona bastante introvertida, este grado de intimidad física solo lo tengo, quizá, a veces, con mis amantes. A ella no parecía importarle este exceso de fluidos: maniobraba como una experta, concentrada, con su rostro cubierto por una visera de plástico transparente, empañado por su aliento, muy cerca del mío. Pensé en que si vinieran unos extraterrestres y nos vieran en este momento exacto dirían que ella trataba de introducirse en mí o de arrancarme las tripas, supondrían que era una batalla feroz o alguna forma de acoplamiento genético, quizá un ritual (si es que los extraterrestres tienen cultura, rituales y alguna forma de sexo). En fin. Para poder llegar más cómodamente a mi muela de juicio, y como ella era de complexión pequeña, apoyó su antebrazo en mi pecho, justo entre mis senos, y entonces se me encendió inesperadamente un calor en el vientre que nunca imaginé sentir en un consultorio. Como si fuera poco, debido a la posición de la silla, tuvo que acercar su torso al punto de que yo sentía cómo nuestras respiraciones se agitaban, la de ella por el esfuerzo y la mía por el calor… Me entregué a sus maniobras, respiramos al unísono durante una hora en la que ella me dominó por completo. Me fui del consultorio con la muela arreglada, mucho material para la fantasía y un calor bárbaro. ¿Podría ser esta situación el germen de uno de los cuentos eróticos de Cristina Peri Rossi? 

Otro día me imaginé yendo a buscarla, sí, a Cristina Peri Rossi, a su apartamento en Barcelona. Si nació en 1941, ahora tiene unos ochenta años y esa no es una edad que me resulte atractiva; a pesar de esto, creo que podría charlar exquisitamente con ella y que ella podría seducirme con su inteligencia curiosa, experimentada, de mujer que ha visto mundo y que se dedica a rastrear y desvelar los estadios íntimos del alma. Fantaseé con encontrármela, por casualidad, en algún evento literario en su ciudad. 

—¿Tomarías un café con una extraña que vino desde el sur a conocerte? 

La vi en videos hablando con fluidez, con pasión y realizando lecturas dedicadas a sus estudiantes. La imaginé en sus clases de literatura, hablando de clásicos con una agudeza singular, interpretando y cuestionando e interpelando a las mentes jóvenes. ¿Habrá tenido affaires clandestinos con sus estudiantes? ¿Los habrá imaginado? 

—¿Y con tus profesoras? 

No sé cómo es su cotidiano ahora, que respira acostumbrada al aire enloquecido de Barcelona. ¿Se sienta en cafés a escribir? ¿Tiene una oficina, un espacio, una ventana a través de la que mira la lluvia y recuerda? ¿Está en pareja, tiene tantas amantes como las que aparecen en sus cuentos? 

—Si vivís como escribís, tu vida debe de ser intensa, llena de descubrimientos inesperados, de contradicciones y de impulsos. Debés de observar, intrínsecamente, a las personas, debés de quedarte con un ideal o una sensación que después cristalizás en palabras.

Su imaginación es tan amplia, tan voraz, que la veo soñadora, con la cabeza perdida en trenes, siguiendo el recorrido de algún transeúnte e inventándole una historia. 

—¿Tenés fantasías en el tren?

Posiblemente escuche varias radios y lea varios periódicos, quizá use un Facebook o un Instagram y siga a algún medio de noticias. Debe de apuntar datos de interés para luego desarrollarlos en inteligentes artículos de actualidad. Quizá juegue al solitario o al Carta Blanca, como uno de sus personajes de Habitaciones privadas. ¿Escribirá poesía en su casa o lo hará en el banco de una plaza, de la Plaza Catalunya, entre el bullicio y el precipitado caminar de los turistas?

—¿Dónde escribís? Probablemente, tengas una respuesta ingeniosa y poética para esto, porque «tu casa es la escritura». 

—¿Les enviás poemas a tus amantes o los publicás con la íntima esperanza de que lleguen a sus manos? 

—¿Extrañás la calma montevideana, las costas y el acento? 

¿Pensará en el país en el que fue censurada, en dictadura, por el sincero y explícito erotismo de su primer poemario, acompañado de un espíritu crítico y libre y de una aguda lectura de la realidad? 

―Tu nombre fue prohibido; tu palabra, tachada; tu identidad, censurada. Tuviste un doble exilio en España y en Francia y nunca dejaste de escribir ni camuflaste tu escritura debajo de florituras que escaparan a tu estilo crudo, directo, claro. 

¿Sentirá alegría de ver publicado nuevamente ese poemario, Evohé, que explotaba en versos (antes y un poco ahora) demasiado lésbicos y salvajes para la hegemonía? Abrí al azar una página del poemario Diáspora, una noche de lluvia en que no podía dormirme pensando en estas cosas. Decía:

Reminiscencia

No podía dejar de amarla, porque el olvido no existe

y la memoria es modificación, de manera que sin querer

amaba las distintas formas bajo las cuales ella aparecía

en sucesivas transformaciones y tenía nostalgia de todos los lugares

en los cuales jamás habíamos estado, y la deseaba en los parques

donde nunca la deseé y moría de reminiscencias por las cosas

que ya no conoceríamos y eran tan violentas e inolvidables

como las pocas cosas que habíamos conocido.

No puedo volver el tiempo atrás. Probablemente no nos vamos a conocer. El tiempo es de las pocas eventualidades que, aunque la humanidad se mate por controlar, escapa incólume de todas las manipulaciones. Al menos hasta que se invente una máquina del tiempo que funcione y allí será otra historia. Por ahora la máquina del tiempo más veraz es la literatura, y quizá el teatro, el cine. Así que solo puedo evocarte leyéndote… Aunque podría escribirte una carta personal, conseguir tu email, tu Facebook, stalkearte. Por ahora prefiero fantasearte en la ficción. 

¿O me compro un pasaje a Barcelona? 

 

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Nina Blau es uruguaya, nacida en China en noviembre de 1989. Es escritora, principalmente de ficciones cortas e indefinibles, algunas publicadas en Fauna Abisal, (Fardo) y en las antologías final (Hum), #4 Llegaremos a las fronteras (Pez en el hielo) y Género oriental (Irrupciones), en fanzines y en la revista Lento y La Diaria. Escribió artículos de artes escénicas para la revista Sotobosque, de la que luego fue editora. Es estudiante de artes, interesada en los cruces extraños entre disciplinas.

 

 

 

 

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