Algunas observaciones sobre Víctor Lima

Recomendaciones

 
*****

Ilustración de Federico Murro

Por Guilherme de Alencar Pinto

El año pasado fue el centenario de Víctor Lima, quien fue recordado y homenajeado en distintas instancias. Si no hubiera sido por su vínculo con Los Olimareños, que registraron veinticinco canciones de su autoría y convirtieron a varias de ellas en éxitos y clásicos de la música uruguaya, lo más probable es que su nombre y su existencia hubiesen caído en el olvido. Lima fue un poeta que se parecía a la poesía misma, o mejor aún, a un momento poético fugaz.

El relato de su vida puede ser tan conmovedor como su poesía. Nació en Salto el 16 de junio de 1921 y desde chico se aficionó a escribir versitos. Publicó el libro de poemas Canto del Salto oriental (1948) y dejó otro pronto, que se editó seis días después de su muerte, en 1969 (Milongas de Peñaflor). 

Sin embargo, según cuentan quienes lo conocieron, por lo general no empeñaba esfuerzos en fijar sus creaciones: luego de verlas plasmadas en algún papelito u hoja de cuaderno, muchas veces las dejaba por ahí. No consta que se haya movido por cobrar sus derechos de autor (que no deben de haber sido nada despreciables) y no le importaba ver algunas de sus canciones atribuidas a otros compositores.

No completó el liceo. Sin embargo, vecino de la familia de Quiroga, pariente cercano de Onetti, amigo de la familia de Marosa Di Giorgio, empezó a pesarle, en las muy intelectuales tertulias familiares, servir solo para cebar mate y decidió autoinstruirse. Se convirtió en un lector voraz, tanto así que se vio apto para circular por distintas localidades del país dando conferencias sobre grandes poetas de idioma español (Lorca, Machado, Miguel Hernández) y desempeñó cargos docentes interinos. En esos viajes, tenía afición por reunirse con los niños de las escuelas y enseñarles algunas de sus canciones, que cantaba a capela. Uno de esos niños fue Braulio López, de Treinta y Tres, futuro integrante de Los Olimareños. En su libro de memorias Entre andanzas y recuerdos describe aquellas instancias como experiencias magnéticas, que la clase atendía con total compenetración. 

Si escuchamos el único registro existente de la voz de Lima —un disquito con un par de canciones acompañado por Uruguay Zabaleta en guitarra— constatamos su manera tan honda de cantar, su voz bonita, esa manera de ornamentar algunas notas con apoyaturas y, sobre todo, esos finales preciosos de frases en que la voz cantada se derrite, resbalándose hacia lo grave y lo medio hablado, gesto vocal quizá inspirado en los cantores de ordeño.

Su vida fue mayormente itinerante. Usaba siempre la misma ropa, durante años, y la solía lavar de noche con la esperanza de que a la mañana siguiente se hubiera secado. Hay largos tramos de su biografía que todavía no fue posible reconstituir, porque se le pierde el rastro entre sus muchas andanzas. Uno de los lugares en que se afincó durante unos cuantos años fue Treinta y Tres, donde se hizo amigo de Rubén Lena a partir de 1949. Su hábito de componer canciones resultó motivador para el maestro treintaitresino.

Más allá de su desapego y libertad, a veces le pesaba la soledad y la fragilidad insegura de ese vivir sin ataduras. Sus últimos años fueron atormentados por la depresión y alcoholismo. Se internó voluntariamente en distintos institutos psiquiátricos, lo cual fue también una manera de resolver la alimentación y el alojamiento, una vez que carecía de ingresos. De regreso a su Salto natal, se suicidó el 6 de diciembre de 1969, a los 48 años, tirándose a las aguas del río Uruguay.

Sensibilidad ancestral

Víctor Lima no tocaba instrumento alguno. Su padre, con quien convivió poco, tocaba algo de guitarra y quizá le haya trasmitido algo de su musicalidad. Sea como sea, Lima descubrió su propia facilidad y vocación para urdir melodías. Incorporó ese tipo de sensibilidad trovadoresca, hoy día casi extinguida, en la que el hecho central de la creación son los versos, pero en que las melodías eran bienvenidos accesorios que ampliaban la dimensión de las palabras metrificadas y rimadas.

No conozco referencias a sus influencias musicales o a sus gustos en ese terreno. Es probable que no hablara demasiado de música. Es evidente que el folclore argentino, tan manijeado por el primer gobierno de Perón, le pegó fuerte, como a tantos uruguayos de su generación. Sus canciones ilustran ese fenómeno, que vale remarcar, de cómo el folclorismo argentino exportó al Uruguay, aparte de sus productos específicos, un patrón para la expresión de lo propio, sobre todo en lo referido al medio rural. La zamba, que es la especie de la mayoría de las canciones de Lima, no existe en el folclore uruguayo y, sin embargo, fue el ritmo que adoptó (y que el público de Los Olimareños incorporó con naturalidad) para expresar su apego atávico al río Olimar o para expresar la nostalgia de Salto o de Paysandú. 

Con excepción de algunos candombes, casi todas sus canciones se encuadran en especies argentinas (zamba, chacarera) o comunes a ambos territorios (gato, vals, milonga), a los que se suman algunas canciones de especie indefinida, aunque siempre cercana a referentes folclóricos. 

La distribución de esas especies se asocia a ciertas temáticas: la zamba se vincula con el campo descrito desde la perspectiva bucólica o filosófica. A veces extendiéndose a los trabajadores pobres y la exposición de sus duras condiciones de vida; el vals aparece en las canciones históricas sobre Artigas, Varela o la independencia (quizá Lima las planteó como cielos); los candombes hablan de negros y protestan contra el racismo.

Algunas de sus canciones se ciñen al tipo de armonía elemental que uno podría esperar de alguien que componía sin la referencia de instrumento alguno y, probablemente, sin conciencia de los acordes. La chacarera «El dinero», por ejemplo, oscila entre dos acordes básicos, y el gato «El clinudo» emplea los tres acordes básicos del sistema tonal. Esta última es, además, una de sus rarísimas canciones en tonalidad mayor: la inmensa mayoría de ellas está en menor, lo que refuerza su perspectiva seria, melancólica, nostálgica, inconformista. Queda claro que la armonía elemental en las canciones antedichas fue una opción estilística para ámbitos que Lima sintió que pedían ese andamiaje rústico. Muchas de sus canciones exploran la tonalidad de una manera mucho más extensiva, jugando con trasladar el énfasis a la relativa mayor en las digresiones o estribillos, echando mano de dominantes individuales y algún localizado cromatismo. Quizá la más sorprendente es «Cosas de Artigas», que tiene un inicio algo extraño, descolocado. Braulio la canta de manera medio indefinida, pero parece insinuar una subdominante con sexta agregada y oncena aumentada —el nombre complicado se corresponde al fenómeno sonoro, es decir, un acorde retorcido, disonante, al borde de sonar errado—. Más allá del inventario de recursos técnicos, es notorio para cualquiera que se trató de un melodista consumado, inspirado, capaz de producir unas canciones emotivas, con perfil propio, memorables, pegadizas, que se acoplaban muy bien a sus letras. Hay mucha gente recibida en el conservatorio que no logra nada parecido a esto.

Sus textos transitan distintos tópicos. Las canciones de protesta son más convencionales. Sin duda sumaron —en el fragor de los conflictos encendidos de los años 60 y 70, cuando se difundieron— estímulos y respaldo a la lucha de la izquierda en sus distintos frentes y estrategias. Además, la presencia de esas canciones en su repertorio parecía confirmar cierta noción idealista de que los poetas dados a la reflexión existencial —sobre todo los que conectaban con las raíces (camperas)— eran de izquierda. Sin embargo, las canciones de protesta de Lima esencialmente cortan medio grueso y terminan expresando cosas que posiblemente ni el propio autor sabría defender («No hay humildes que no tengan la razón»).

Hay mayor tensión poética en la otra veta, más introspectiva, que juega constantemente con las fuerzas contrapuestas del apego y de la pulsión nómade de libertad. En cuanto el yo poético está arraigado en un lugar, el camino lo llama en forma irresistible y, en cuanto lo emprende, ya está añorando lo que dejó hacia atrás («Me voy con pena a cumplir caminos»). 

En poetas más beat, más roqueros, ese tipo de pulsión viajera se cristalizaría en la carretera, pero esto ya suena más desarrollado, motorizado. Lo de Lima es el camino, el que se recorre a pie, que permite apreciar los detalles, devanear en silencio. En sus muchas canciones al respecto él expresaba esa contradicción anímica: «Es caracú de mi ausencia el ansia de aquerenciarme», el acto de recordar como el «mejor compañero» del caminar. La palabra-valija andasueños («La piedra, el árbol y el río») expresa la conexión entre el caminar y los sueños, mientras que andapago («La sanducera») contiene ella misma la contradicción entre arraigo y viaje. En ese embate insoluble, inagotable en su fascinación, pero también corrosivo en la imposibilidad de una satisfacción, el camino a veces parece ser algo más: «Pero mañana saldré al camino/ por esa sendita clara / que va rumbeando al destino» («El aguaterito»): ¿qué otra cosa puede ser el destino, en esa visión de mundo, que no la muerte? 

En una especie de exacerbación lírica, interior y exterior, se dan vuelta y el camino se confunde con el poeta mismo: «Todo camino vive hacia adentro en un silencio de buen soñar» («La sanducera»). 

En «A orillas del Olimar», el camino parece ser la vida misma: «Cuando mueran los caminos / que sueñan andando yo / que junto al dulce Olimar querido / se vuelva tierra mi corazón», es decir, no es el poeta el que, en forma prosaica, vive, recorre y sueña en los caminos y al morir faltará en ellos, sino los caminos los que hacen su vida, sueñan por él y lo mueren. La muerte literaliza ese juego: al descomponerse, los restos mortales se integrarán, físicamente, a la tierra del camino.

Con su proverbial poder de síntesis, Rubén Lena, en su «Homenaje a Víctor Lima» (1970), entremezcló en pocas palabras, ya en su primera estrofa, las dimensiones esenciales de esa figura entrañable: «Hermano de voz clara, tu corazón / tenía los caminos abiertos de tu voz/ Amanecía cantando la libertad / soñando en cada sueño tu americano andar».

 

***

 

Guilherme de Alencar Pinto nació en San Pablo, Brasil, en 1960. Es profesor de asuntos vinculados a música y a cine en la Facultad de Comunicación de la Universidad ORT. Es periodista (Brecha, La Diaria y otros) e investigador. Es autor de los libros Razones locas / El paso de Eduardo Mateo por la música uruguaya (1994) y Los que Iban Cantando / Detrás de las voces (2013).

Produjo y arregló varios discos de música popular uruguaya.
Actualmente es presidente de la Asociación de Críticos de Cine del Uruguay.

 

 

Foto

Federico Murro (Montevideo, 1980) es dibujante y animador. Ha ilustrado más de cincuenta libros para las editoriales Fin de Siglo, Criatura, Santillana, Editorial B y Topito Ediciones. Como guionista y animador realizó más de un centenar de animaciones para el programa La mano que mira, de TV Ciudad. Más recientemente, participó como dibujante en la serie animada Anselmo quiere saber, producida por Tarkio Films, y en la serie animada Dos pajaritos, de Palermo Estudio.
En 2011 fue premiado por los fondos concursables para la cultura del MEC para la edición del libro de historietas Historiatas (reeditado en 2018) y en 2013 para la realización del corto animado El payaso y la equilibrista.

 

 

Volver al inicio

Enlaces relacionados

Etiquetas