Borges y Emir: un cuento a desarrollar

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foto Emir Rodríguez

Foto: Emir Rodríguez Monegal y Joaquín Rodríguez Nebot. Archivo familiar.

 

Por Joaquín Rodríguez Nebot

 

En el cuento “La otra muerte”, el hombre muere dos veces: la primera, en una épica batalla, y como héroe es enterrado; la otra, casi cuarenta años después, en un oscuro lugar de la Argentina, muere sólo y desamparado, casi sin ruido y sin que nadie lo llore.
Me pregunto, ¿cuántas veces puede morir un hombre? ¿Son las formas de su muerte, su destino y su pasado o el futuro en el recuerdo de los otros hombres aquello que marca su signo vital?

 

1975
En una habitación de un hotel en Buenos Aires, padre e hijo discuten, el tema poco importa, ya que de pronto el padre se atreve a hablar del innombrable.
Me queda el vago recuerdo de la lágrima rodando por la mejilla, el dolor y el sufrimiento de ese hecho remoto que marcó el signo, el estigma y su existencia mucho antes de advenirse en hombre. Estuvimos hablando o, más bien, monologando hasta muy entrada la madrugada. Me fui de allí con un peso sobre los hombros, dejando al hombre solo en la habitación.
A la noche siguiente, fuimos a escuchar una conferencia de Borges sobre la Cábala y otros asuntos. La sala era pequeña, y la voz de Borges un susurro que creaba un espacio de intimidad. Parecía que el Viejo le estaba hablando al uno mismo y no a la multitud. Me llamó la atención que cuando terminó, mi padre no quiso ir a saludarlo. Una "corte" de aduladores formaba una espesa muralla. Le pregunté por qué no ir a saludarlo y me dijo: "Ese es otro Borges, ya lo veremos pronto".
A la mañana siguiente, salimos a caminar con Borges y fuimos a un boliche de la calle Maipú. La conversación estaba centrada en Shakespeare —Hamlet, para ser más precisos— y el Viejo sostenía que Hamlet no estaba loco y que la locura es cosa de los otros... De allí, pasamos a los sueños como formas de la memoria y terminamos con Robert Browning. En esa mesa, padre comentó los avances y el armado de la biografía literaria que estaba construyendo. Borges guardó silencio un rato y rompió comentando: "Cuando se acercan las biografías, se aproximan también las formas de la muerte".
 

1929
Estando en Río de Janeiro y en otro cuarto de hotel, a la pregunta de cómo estaba el abuelo, padre responde que recientemente murió. Fue como un balde de agua fría —yo no tengo casi recuerdos de Manolo—, sin embargo, el tono de su voz cambió y me relató que hacía tres años lo había visto, que lo encontró muy bien y que se pudo reconciliar luego de años de no verse.
¿Y cuál era el tema de conflicto?, le pregunté. Por respuesta solo hubo una sonrisa... Y luego un abrazo y la siguiente declaración: "Tú sos mi padre ahora".
Como yo soy —era— más alto que mi padre, su cabeza se recostó sobre mi pecho. Le acaricié el negro pelo y lloró... Ambos lloramos. Yo por él, y él por su historia.

 

1983
Mi padre está sentado en el escritorio de la casa de México haciendo unos dibujos de caballos y tigres para Hernán, su nieto. Mi padre dibujaba muy bien, con la mano muy suelta y mientras lo hacía, le contaba a su nieto historias de animales fabulosos. Estuvo toda la mañana y luego, al medio día, me comentó que se sentía tan bien, tan joven y tan abuelo que era como un tan, tan, tan de campanas... “Es como un árbol enorme que sus raíces se extienden por todo el continente y todas las bibliotecas".
Es como la biblioteca infinita de Borges, le comenté, o el Libro de arena, infinito y laberíntico. Luego en la tarde, conversando en el jardín a la sombra de un viejo olivo, hablamos de cómo Borges era su padre, su mentor y su guía; y cómo lo había descubierto cuando era adolescente y también me relató su primer encuentro en Montevideo en el 45.
Si Borges era el padre de mi padre, ¿en dónde quedaba el otro? Quizás ocupaba el centro del laberinto o era la pieza del puzle que termina por dar forma al tapiz.
Ese otro padre, ¿sería otro muerto sacado del lugar, quizás por no poder asumir lo que se le demandaba? Si no puedes ser padre y marido, entonces, ¿eres nada?

 

1921
Verano en Melo. Los disparos suenan en la calle. Un hombre cae y otro sostiene un revolver aún humeante. Los protagonistas de este drama en la frontera están movidos por fuerzas oscuras y diáfanas que alimentan el honor, la pasión, la desesperación.
Es en el acto en que la cobardía, humillación y vergüenza adquieren cuerpo y, por sobre todo, ¿quién es el hombre que merece vivir aunque lleve la marca de la muerte del otro?
La sangre derramada era la de Héctor Fermín Suárez Saravia, el amante furtivo de Hilda Monegal. Los Suárez vivían muy cerca de la casa de los Monegal. En las sombras y en las tardes de siesta, se tejió este romance entre Héctor e Hilda allá por la primavera del 20. En esas largas tardes de calor y sudor, los cuerpos se encontraron y engendraron a Emir. Dicen las mentas que Héctor no aceptó la situación de ser padre y marido; para lavar la afrenta Casiano —hermano de Hilda— se encomendó a la ira de los dioses.
El Emir nació sin padre y luego, cuando tenía 8 años, Manuel Rodríguez le otorgó su apellido. Su infancia, ampliamente relatada en el hotel ABC, el tío Bonilla y el gineceo de mujeres entretejían la red de la vida de Emir. Vivía en un mundo de ilusiones hasta que aconteció el episodio de Los Magos. Es cuando su madre le revela la verdad de que los Reyes Magos son los padres. Pero la pregunta de Emir no tiene respuesta: “¿Y dónde estaba papá?”.
Siendo un joven adolescente, el Emir va a Melo buscando, quizás, respuestas. En una supuesta borrachera agrede a su tío Cacho, el ultimador. Ahí es rescatado por su tío Pepe y es devuelto a Montevideo con un surmenage: una elegante forma de nombrar a una psicosis aguda. Es aquí donde mi padre muere por vez primera. La revelación abominable de ser un bastardo lo acompañó toda la vida. Es en ese momento en que dejará de ser niño protegido para hacerse hombre. Como no puede encarar ni el puñal ni el revólver, usará la pluma como fuente de disparos, dictámenes y muertes literarias.
Es a la salida de estos acontecimientos que va a conocer a su futura esposa, mi madre Zoraida.
 

1983
México D.F. Nos dirigimos caminando hacia el auto luego de haber cenado con Octavio Paz. Veníamos comentando el libro de Gabo, Crónica de una muerte anunciada. El análisis que realizaba el Emir sobre la novela era soberbio, como lo era él. Relataba la estructura de tragedia griega que contenía el relato, etcétera, etcétera, etcétera. Yo le comenté que, en realidad, el relato era de otra escena que había acontecido en 1921 allá en el viejo Melo. Mi padre enmudeció y luego con voz apagada, dijo: "Siempre le guardé un profundo rencor porque me sentí rechazado, y esto es también como un cuento de Borges."
En uno de los cuentos de Borges, los dos personajes tienen un duelo de puñales, lucha universal más allá de los tiempos. La venganza es un más allá de la muerte del otro, eterna e infinita.
Le comenté a mi padre que me parecía que Héctor y Casiano habían sido atrapados por este universal furioso, que fueron protagonistas eternos y que aún la escena continúa con ellos como fantasmas en las calles de Melo.
 

1985
New Haven, primavera. "Este hombre se muere". La frase apareció en mi mente cuando vi a mi padre bajando las escaleras, su extrema delgadez, sus pómulos y sus ojos marcaban un rostro peligrosamente parecido a la máscara mortuoria de la abuela Hilda en el féretro. Durante ese año, fui a verlo tres veces y me quedé hasta su final, su segunda muerte. Quien moría era el Emir y, mientras moría, renacía mi padre por el acto de escribir sus memorias, llenas de recuerdos encubridores, mentiras y secretos.
Escribía su novela familiar buscando encontrarse con el otro. Reelaborando su historia, nos pasamos hablando del otro, también de los otros y las mujeres. De cómo por una mujer se pierde la vida y de lo peligrosas que son; de sus dificultades para poder armar una familia; y de sus intentos y proyectos literarios frustrados porque el cuerpo ya no lo acompañaba. Conversamos sobre las teorías de
Wilhelm Reich, las biopatías y cómo los secretos hacen cuerpo y luego devienen en mortífero cáncer.
Entre medio de la escritura febril de sus memorias, y como defensa vital, el Emir no dejaba de hacer proyectos: uno de ellos era el “Lautréamont austral”, con la colaboración de Leila Perrone. En el verano, se fue a España a buscar la retórica de Hermosilla, para ver y releer mil veces a L'Autre-Mont —el otro monte.
Retornó a Montevideo a dar su última conferencia. Mientras su cuerpo se iba deconstruyendo, padre iba recorriendo lugares desesperadamente, sacando interminables fotos para que logren salvar su memoria y de esa manera poder despedirse. A esa altura ya era una sombra.
Posteriormente en New Haven, en el sanatorio la Sombra, luego de casarse con Selma, su compañera, dejó de escribir. El único acto que lo mantenía con vida.
Esos días quedaron muy fijos en mi memoria porque hablamos y hablamos y, entre medio del sopor de los pain killers —morfina mediante—, yo era su padre, Joaquín Suárez, que lo acompañaba en su lecho de muerte. Por eso me digo que Héctor Fermín Suárez Saravia, emparentado quizás con Leonor Acevedo Haedo (madre de Borges) y también con Aparicio Saravia, murió la otra muerte con mi padre el l4 de Noviembre de l985.

 

foto Joaquín Rodríguez

 

 

 

Joaquín Rodríguez Nebot
Psicólogo y académico

 

 

 

 

 

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