No es rocío

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Ilustración

Sobre Distancia de rescate, de Samanta Schweblin

Por Gabriela Falchi y Tamara Silva

Encontrar el punto exacto

Distancia de rescate (2014), la primera novela de la escritora argentina Samanta Schweblin, narra las vacaciones de una madre, Amanda, y su hija Nina, en una casona de una zona rural. Aunque se alejan de la ciudad en busca de la prometida tranquilidad del campo, sus días en la casona se ven turbados por la presencia de Carla, que pronto entabla una amistad con Amanda, y de su hijo David, cuya voz lleva adelante la historia. Este niño nos conduce, junto con Amanda, a través del agua estancada y del aire asfixiante de ese verano en el que el punto exacto que desencadena la catástrofe se nos escurre entre las manos: «El punto exacto está en un detalle, hay que ser observador».

¿Cómo puede una madre no darse cuenta? 

El título de la novela tiene que ver con un concepto que obsesiona a Amanda a lo largo de la historia: la distancia que la separa de Nina y sus posibilidades de salvarla de cualquier potencial peligro: «(…) ‘distancia de rescate’, así llamo a esa distancia variable que me separa de mi hija y me paso la mitad del día calculándola».

Evoca la agobiante sensación que siente una madre ante la proximidad del peligro: un hilo que une a madre e hija desde el nacimiento. En palabras de Schweblin, esta distancia de rescate alude a la unión física del cordón umbilical que se rompe de forma violenta momentos después del nacimiento. Una especie de tanza continúa uniéndolas de por vida. Esta idea no solo une a Amanda y a Nina, sino que también trasciende de generación en generación en las mujeres de la familia: «Mi madre dijo que algo malo sucedería. Mi madre estaba segura de que, tarde o temprano, sucedería. Y ahora yo podría verlo con toda claridad, como una fatalidad tangible, irreversible».

La distancia de rescate, además de estructurar la novela, sirve para interpretar las distintas construcciones de la maternidad: una más acostumbrada al peligro de la urbe y otra que ya ni siquiera reconoce el peligro, porque lo entiende intrínseco a su realidad, ya sea en el agua, en el aire, en los alimentos o dentro de su hijo.

Mientras Amanda mide obsesivamente la distancia de rescate que la separa de su hija y está atenta a lo que pueda llegar a salir mal, Carla, madre de David, no tiene esta posibilidad: su proyecto de maternidad quedó trunco con el desapego temprano de su hijo y, en la actualidad, solo convive con las consecuencias: «Pero es un sol, Amanda, te digo que era un sol. Sonreía todo el día».

El quiebre en la relación de Carla con su hijo tiene que ver con un momento de distracción: David, a una edad muy temprana, bebe agua contaminada de un río y el precio a pagar para salvarlo de la intoxicación es demasiado alto. En la desesperación que conlleva un hijo enfermo, Carla visita a la mujer de la casa verde que «puede ver la energía de la gente, puede leerla» y ella le propone migrar el alma de su hijo a otro cuerpo para que parte del veneno se vaya con él y así poder salvarlo. El elemento fantástico aparece en la novela con toda nitidez. Se plantea la posibilidad de salvar a David de un cuerpo enfermo, moviendo la mitad de su alma a un cuerpo sano. Escépticamente, Amanda descree de la historia de Carla y se configuran así dos visiones distintas: la de una madre urbana, acostumbrada a lidiar con diferentes peligros conocidos en las ciudades, y la de una madre que, sabiendo que los doctores del pueblo tardan en llegar y no cuentan con las herramientas necesarias, elige otra solución: acudir a una curandera que salve la vida de su hijo, aunque esto implique una pseudopérdida metafórica de David, que luego se refleja en su distante relación.

No es rocío

Los detalles que Amanda menciona —el agua que no se puede tomar, la piel manchada de David, varios niños con malformaciones congénitas, animales que mueren súbitamente— carcomen el espacio natural idílico. Lo que parecía ser un pueblo inofensivo termina siendo un lugar lleno de peligros invisibles pero mortales. En la reciente adaptación cinematográfica de la cineasta peruana Carla Llosa, estos detalles toman una presencia importante. Construyen desde el silencio lo que en la novela no se nombra y lo que los personajes evaden o, más allá, naturalizan:

«—¿Hay chicos sanos también en el pueblo?

—Hay algunos, sí.

—¿Van al colegio?

—Sí. Pero acá son pocos los chicos que nacen bien».

Con un recorrido y un manejo similar al de las historias de terror, el «antagonista», que termina envenenando primero a David y luego a Amanda y Nina, está presente desde el inicio en cada gota de rocío, en los alimentos y en el aire:

«Los hombres que cargan los bidones sonríen cuando pasan junto a nosotras, son amables con ella, pero ahora se levanta del pasto y me muestra su vestido, las manos, tiene las manos empapadas, pero no es rocío, ¿no?

—No.».

La presencia constante pero innombrada de los pesticidas acecha a todos los que habitan esa zona rural. Los efectos se extienden antes y después del tiempo que abarca el diálogo entre David y Amanda. Hay una imagen de la adaptación cinematográfica de Llosa que quizás sea la que resuma toda la novela: en un primer plano, Nina juega y ríe con Amanda y ambas corren entre las plantaciones de soja. Mientras, en el fondo, una avioneta rocía el campo con veneno.

Es un relato inquieto, en el que la tensión se mantiene constante. No hay momentos para respiros. A lo largo de toda la novela sentimos un hilo tenso apretándonos el estómago. En este sentido, la narración es clave: las voces de David y Amanda dialogan y nos transportan a diferentes situaciones del pasado, en busca del momento exacto en el que algo sucede, aunque no sabemos qué. Es un diálogo cansado, espeso, que no parece hablado o comunicado con palabras, sino generado mediante imágenes, memorias que Amanda tiene que reconstruir. Es una novela donde el conflicto ya ocurrió. No hay ni se pretende buscar una solución, solo queda ser testigos de los intentos que hace Amanda para entender, y la voz guía de David, que nos recuerda que no le queda mucho tiempo. Una narración que, como las lombrices, parece meterse dentro de la oscuridad para intentar trazar un camino. Con movimientos peristálticos, lectura espasmódica, de contracciones y relajaciones, el hilo que se tensa y se aliviana constantemente hasta que por fin llega el momento exacto en el que todo simplemente cierra.

Expect poison from the standing water

Las preocupaciones medioambientales y estéticas de Schweblin se conjugan en una atendible, sólida novela dialógica en la que se evidencia la emergencia de una conciencia ecológica que vuelve la mirada hacia la monstruosidad de lo invisible: un villano indetectable, antes de que sea tarde, en una tierra sin nombre. El no-lugar en el que se desarrolla la novela nos da la posibilidad de extrapolar la problemática a todas las zonas rurales de Latinoamérica. Ya existen chicos como David y madres como Carla, que no tuvieron elección al nacer y crecer junto a un cultivo contaminado, ni los medios para retirarse a tiempo. Nos encontramos ante el peor golpe de realidad posible: una novela en principio fantástica no es más que un reflejo de lo que ocurre en la actualidad con el uso indiscriminado de pesticidas y herbicidas, y sus consecuencias en las comunidades cercanas a las plantaciones —enfermedades, intoxicaciones a largo plazo, malformaciones congénitas—. En la misma línea que otros autores y autoras latinoamericanas como — Fernanda Trías, Martín Lasalt, Mariana Enríquez y Fernanda Ampuero, entre muchos otros nombres posibles —, esta primera novela de Samanta Schweblin nos invita a repensar las relaciones entre seres humanos y naturaleza y, como menciona Irene Depetris Chauvin en Ecologías líquidas (2019), a «articular reflexiones teóricas sobre la espacialidad dentro de los marcos del arte y de la ecocrítica» (126).

 

Bibliografía

Depetris Chauvin, Irene (2019). «Ecologías líquidas. Geografías acuáticas en las artes audiovisuales de Brasil, Argentina y Chile». 452ºF. Revista de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada (21), 125-150.

Schweblin, Samanta (2019). Distancia de rescate, Buenos Aires, Random House.

 

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Gabriela Falchi (1998) es estudiante de Profesorado de Literatura en el Instituto de Profesores Artigas. Forma parte del Grupo de Investigación de Literatura Fantástica (GILFU).

 

 

 

 

 

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Tamara Silva (2000) es estudiante de Licenciatura en Letras y Corrección de Estilo en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación. Escribe en el blog literario Si los libros no importan.

 

 

 

 

 

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