La obsesión por lo inasible

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Directamente para video, de Emilio Silva Torres, Uruguay, 2021

 

Por Diego Recoba

 

La industria del cine existe desde hace casi un siglo. En Uruguay quizás menos, pero, a pesar de eso, en la medida de lo posible y más allá de particularidades locales, se ha acompasado a las tendencias globales. En todo ese tiempo, la industria ha generado que el cine sea muchas cosas, distintas según cada época y cada contexto, pero quizás nunca como en estos últimos años transformó a la creación cinematográfica en algo tan poco diverso, tendiente a la homogeneización. 

Más allá de excepciones, que siempre habrá, el cine en la actualidad es bastante parecido entre sí. No afirmo que el cine de ahora sea peor que el de los setenta, por ejemplo, pues no creo que seguir con las comparaciones a la hora de analizar el arte sirva para algo. Busco marcar que un montón de factores (sería largo de explicar, pero tienen que ver con los cambios en la producción, la distribución, la exhibición, la relación con la tecnología o el mercado) han emparejado al cine al punto de que hasta aquellas expresiones que podríamos llamar no industriales —eufemismo imposible— o experimentales parecen haber pasado también por un tamiz igualador. Siguiendo este afán, expresiones realmente disidentes, experimentales, periféricas, que plantean otros modelos de producción, difusión y exhibición no son censuradas, pero sí invisibilizadas por la indiferencia con el sistema. 

Hay dos problemas que han contribuido a este estado actual: la cooptación de las propuestas under por parte del mainstream y la fuerte normalización de las narrativas. Para explicar brevemente esto, en primer lugar, es necesario comentar que siempre hubo under, que luego terminó integrándose al mainstream, incluso con suceso (pensemos en Almodóvar o John Waters, por ejemplo). Lo que casi ha desaparecido es la visibilidad de propuestas que prefieran mantenerse en su circuito under o periférico. El mercado se ha dado cuenta de que ese cine también tiene su público y, si se puede vender, debe estar dentro del circuito. 

Por otro lado, y quizás también por influencia del mercado, que necesita productos más simples y efectivos para venderlos mejor y más fácil, la diversidad de narrativas, los distintos modos de hablar el lenguaje cinematográfico, se han visto reducidos a aquellos que se adaptan al esquema narrativo tradicional norteamericano o al del cine de autor que, al también tener sus fórmulas repetidas, de diferente con el industrial no tiene mucho. 

El cine perdió no solo diversidad sino, lo que es más importante, magia. Eso que, aunque se dediquen libros, artículos y estudios, es imposible de desentrañar y comprender. Eso que hace que una película nos genere cosas que no entendemos. Lo que hace, por ejemplo, que películas como Acto de violencia en una joven periodista, de Manuel Lamas, siga generando sensaciones inexplicables en espectadores que continúan viéndola devotamente y que es la pregunta inicial de Directamente para video, la película de Emilio Silva Torres. 

El primer gran acierto de la película, que determina los aciertos posteriores, tiene que ver con evitar el camino fácil. Nadie desconoce que sobre la película de Lamas también pesa un estigma de película mala o de tan mala que es buena. Las veces que se han hecho acercamientos a obras con estas características ha sido desde la parodia, el consumo irónico o la declaración de objeto de culto o secreto mejor guardado. Todas esas formas de vincularse con la obra parten de una superioridad estética y moral. Como nosotros sí podemos darnos cuenta de cuando algo no es de buena calidad o tiene mal gusto, estamos en una posición de superioridad en relación al creador de la obra y a su obra.

Afortunadamente, la película de Silva Torres no cae en esas trampas poco interesantes y tan poco sensibles. Da un paso más allá, esencial, para poder vincularse con la obra de Lamas de forma más directa. No se mete en la discusión sobre si la película es buena o mala, eso no le interesa, sabe lo inocuo de esa discusión y se centra en el misterio en torno a la obra que admira. Para tomar una dimensión de la importancia de esta decisión, si fuera más común este tipo de acercamientos, películas nacionales como El chevrolé o Sábado disco, por nombrar dos que comparten con la de Lamas cierta tendencia desmesurada y alejada de los cánones hegemónicos de belleza y buen gusto, tendríamos más estudios que amplificaran y enriquecieran el debate. 

Al aproximarse tanto a la obra, casi al punto de la inmersión, poco a poco, la propia película de Silva Torres se empieza a mimetizar o a compartir la energía de la de Lamas, algo que parece buscado por el director y, cuando no lo es, deja que suceda. Como una abducción, la obra y la figura de Lamas comienza a invadir el propio proceso de investigación, lo que deriva en que, por un lado, el tono de la película se ve tomado y, por el otro, la investigación, que en un principio sigue carriles tradicionales, casi científicos, se desmadra y se vuelve, más que un proceso de pesquisa, la historia de una obsesión. Por este motivo, la película se torna una especie de documental de suspenso, donde no hay nada que asuste o que intrigue, sino que lo realmente inquietante es que cada paso dado sumerge al investigador y a la propia película en una nebulosa cada vez más extraña. En este sentido, y no solo por la banda sonora o por cierta narrativa ochentera, se vuelve una obra carpenteriana, que dialoga permanentemente con los contenidos y con la atmósfera de películas como El príncipe de las tinieblas o En la boca del miedo

Sin embargo, y a pesar de cierto anclaje en los ochenta, la película tiene búsquedas actuales y en esa confluencia entre dos momentos tan distintos del cine está una de sus mayores virtudes. Por un lado, el trabajo de géneros, que ya no se trata de una simple fusión con recursos provenientes de cada uno, sino, a la manera, por ejemplo, de las películas de Mariano Llinás, de eliminar las fronteras entre las formas, para generar un nuevo territorio narrativo, libre, donde es tanta la amplitud que casi que no valdría la pena detenerse en intentar delimitar zonas genéricas. Esto, de alguna forma, habilita un recurso que algunos podrían llamar postmoderno, otros, frutos de la postverdad, pero que en realidad tiene más que ver con la historia del arte previa a la homogeneización actual que con las posibilidades del futuro, lo rotundo y avasallante que debe ser el pacto con la ficción o la realidad. Estas categorías se difuminan, lo ficcional es verdadero, todo lo real, a su vez, es una construcción y, al poco rato de empezada la experiencia, tanto lo verdadero como lo ficcional son ideas que importan poco. Si jugás el juego, todo es verdad, todo es real. Y de alguna forma lo es. 

Para alejarse de los relatos de la verdad, o racionalmente verosímiles, desde el principio se anulan las herramientas tradicionales para detectar qué es verdadero y qué es falso. En primer lugar, casi no hay fechas ni datos, no hay casi contexto histórico, no hay forma de comprobar nada, lo cual, por un lado, quita al espectador y espectadora el peso de fiscalizar si lo que ve sucedió o no y, por otro lado, alimenta la sensación de que se trata de un universo que podría ser este, el nuestro, o no, confusión que toda buena obra de arte plantea. Por otro lado, y emparentado con lo anterior, la investigación no parece seguir un curso lógico o científico, sino que es la propia energía de la obsesión —y del misterio— lo que va llevando al investigador al sinsentido, a la nada misma, como en la narrativa de Roberto Bolaño, con la cual esta película comparte más de un rasgo. Y, por último, lo más importante y lo que quizás más emparente a Directamente para video con el cine de terror: la idea, contraria a la de cualquier documental, de que quizás lo mejor hubiera sido no destapar determinadas cosas, piedra fundamental de muchas películas de terror, principalmente, a partir de los ochenta. 

Quizás uno de los problemas del cine contemporáneo sea cómo manejar lo oculto, lo subterráneo, lo fantasmal. Sin ir más lejos, el cine uruguayo se ha desarrollado y diversificado como nunca, pero ante esta situación ha optado por dos caminos: mostrar todo, subrayarlo sin miedo incluso de ser redundante y arrojar luz sobre todo o, si no, ocultar cosas, no contar todo, pero como si el simple hecho de ocultar una información o una línea narrativa ya lo transformara en algo oculto. 

En Directamente para video hay una apuesta a desarrollar estos caminos, principalmente, en la figura de Manuel Lamas, pero también en lo relacionado a las otras personas involucradas y a la propia obra posterior de Lamas. Está tan bien integrado lo que no se sabe, lo que no se ve, que casi no nos damos cuenta de que en la mayor parte de la película no aparecen Lamas ni su equipo ni sus películas. A lo sumo un amigo que, por el momento en que aparece y por su situación actual, es tan real como imaginario, es tan verdadero como perfectamente puede ser parte de la imaginación de un investigador que, a esa altura, ya no cree en nada o, al menos, no quiere distinguir entre lo real y lo no real. 

El cine nacional viene experimentado un desarrollo exponencial, quizás insuficiente en materia de apoyos, pero sí fermental en lo relacionado a la factura técnica y a la cantidad de obras producidas. Directamente para video demuestra, además, que es posible recuperar el juego perdido, la magia de hacer cine, bucear en lo imposible de atrapar del lenguaje audiovisual, en lo inasible, en lo desconocido, recuperando narrativas en desuso, experimentando con lo mejor de las narrativas actuales para generar un cine sin certezas, con zonas ciegas, sensible, curioso, que a algunos les gustará más, a otros menos, pero que le aporta un aire distinto a un cine nacional que está en un buen momento, pero todavía pobre en diversidad. 

 

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Diego Recoba (Montevideo, 1981) es escritor, editor y periodista. Fue cofundador de la editorial La Propia Cartonera, donde trabajó desde 2009 hasta su cierre, en 2019. Publicó las novelas Locas pasiones (Estuario, Montevideo, 2019), Sobredosis (Estuario, Montevideo, 2020), El oso (Club, Montevideo, 2021); los libros de poesía Mocasines blancos (Editorial Semilla, Bahía Blanca, 2009), Diario de un viaje al Chuy (Del Imperdible, Zaragoza, 2011), Los violines de Lavoe (Chuy Ediciones, Bahía Blanca, 2014) e Instituciones personales (Caballo Negro, Córdoba, 2016) y el libro de crónicas Hasta Borinquen (Estuario, Montevideo, 2015).

 

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