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Ilustración Laura Carrasco

Ilustración: Laura Carrasco 

 

Por María José Olivera Mazzini 

Desde ya hace varios años se repite que estamos viviendo un auge de la literatura femenina. Incluso se ha hablado de un nuevo boom: el de las escritoras latinoamericanas. Esto es, en gran medida, resultado de distintas discusiones y disputas en el campo cultural que han confluido con la legitimidad que brindan traducciones y reconocimientos internacionales a un espectro amplio de autoras. En Uruguay, la visibilidad provocada por los premios Cervantes otorgados consecutivamente a Ida Vitale (2019) y Cristina Peri Rossi (2021) se sumaron a reediciones, celebraciones, homenajes y a una notoria presencia de la obra de mujeres que escriben en los catálogos editoriales.

En este estado de cosas, no han faltado voces que, por lo bajo o por lo alto, sugieren que estamos en tiempos de equidad cuando de literatura se trata y que, por ende, se han vuelto innecesarias —e injustas— las iniciativas, promociones, ediciones o discursos que tengan como eje la relación entre escritura y diferencia sexual. Esta tensión presente en la circulación de la opinión tiene su correlato en la academia, la crítica y, por supuesto, el mercado. Paralelamente, las discusiones sobre la categoría literatura femenina y sus variantes (literatura de, por, sobre mujeres) no han quedado circunscriptas a la teoría y crítica literaria, sino que han sido también las escritoras las que plantean cierto malestar, incomodidad o desacuerdo con su uso.

Existe, desde fines de los años 70, una profusa bibliografía que pone en relación teoría literaria, género y análisis del campo cultural. En las últimas décadas, los procesos y efectos de lectura adquirieron especial relevancia para conocer de qué modo condicionan, modelan o transforman, tanto individual como colectivamente, los sentidos y las concepciones de la autoría. También, para acercarse a la comprensión —siempre escurridiza— de la circulación.

El objetivo de este texto es recorrer algunos problemas vinculados a las condiciones de producción y a la autoría, para contribuir a la comprensión de este momento de peculiar visibilidad de las mujeres escritoras.

Las condiciones

Gracias a la producción historiográfica de la vida privada y de las revisiones con énfasis en la historia y rol de las mujeres, en la actualidad resulta improbable que alguien desestime que las mujeres han sido agentes en la producción y construcción de los campos literarios y del conocimiento. En Uruguay, el trabajo de investigadoras pioneras como Graciela Sapriza y Silvia Rodríguez Villamil, así como la producción de María Inés de Torres e Inés Cuadro permiten dar un marco a las mujeres en su tiempo y dialogan con los aportes de José Pedro Barrán. Numerosas críticas, docentes e investigadoras del campo literario han llevado a cabo iniciativas, tanto académicas como de divulgación, que nos han permitido llegar hoy a conocer a escritoras que ni siquiera eran mencionadas con nombre propio en las narrativas canónicas. Vale señalar, por ejemplo, el aporte que supuso el descubrimiento de Virginia Cánova (1998), de la primera novela feminista del país publicada en 1860: Por una fortuna una cruz, de Marcelina T. de Almeida.

Sin embargo, esto no ha supuesto la superación de la lógica presencia / ausencia (que subyace a la dicotomía aún más usada, visible / invisible). Todavía es necesario comprender por qué fue tan tardía y/o excepcional la circulación de sus obras, su inclusión en el canon y la discusión sobre sus cualidades estéticas.

En 1929 se publica el fundacional ensayo Una habitación propia, de Virginia Woolf que llega al Río de la Plata seis años después, gracias a Victoria Ocampo. Allí, para responder a la pregunta sobre la ausencia de escritoras en el canon, Woolf establece que es necesario preguntarse por el problema del acceso a la instrucción, así como sobre los procesos de lectura, en la conformación de la subjetividad. También, sobre los motivos por los que sería lógico postular que anónimo fue una mujer. Históricamente, las mujeres han tenido mayores restricciones en el acceso a la educación. Por un lado, solo las personas pertenecientes a grupos sociales acomodados podían brindarles a sus hijos educación, por otro, el destino para ellas estaba fuertemente vinculado a lo doméstico y reproductivo, en el marco de la constitución del Estado nación. La dependencia, fundada en lo natural o teológico y cristalizada en lo jurídico y simbólico, hizo que el proceso de inclusión de las mujeres en la educación formal fuera lento y con obstáculos agregados.

La cuestión, entonces, excede el problema del acceso o del contexto como escenario. Tiene que ver con las condiciones materiales y simbólicas en las que produjeron y que posibilitaron la ausencia o la presencia tanto en su tiempo como en la historia intelectual.

Por ejemplo, en los estudios sobre la vida y obra de Juana de Ibarbourou suele repetirse que tuvo una escasa instrucción formal. Sin embargo, la llamada Juana de América, se constituyó como una figura de especial relevancia, tanto en el escenario público y político del país como en el mapa de la literatura hispanoamericana de la primera mitad del siglo XX. Sobre esta paradoja, predomina una explicación: su excepcionalidad.

Delmira Agustini, por su parte, también estuvo signada por la construcción de un perfil excepcional, a raíz de su historia trágica (en su historia intelectual, Alberto Zum Felde la incluyó en una tríada tropo-emocional junto a Alfonsina Storni y Gabriela Mistral). En el caso de la primera, su promoción oficial fue, a la vez, un agente domesticador de una poeta cuyo lado menos visible era el de la poeta que escribía versos como Caronte… y legitimador de los intereses del statu quo. En lo que refiere a Delmira Agustini, su biografía fue condición de posibilidad para reafirmar los estereotipos asignados a la literatura de mujeres. En ambas, la escisión entre sujeto real y sujeto poético fue borrada.

Diferente es lo que pasó con la obra de María Eugenia Vaz Ferreira, que fue abriéndose espacio entre los discursos que fijaron su presencia sospechosa y brumosa de forma muy paulatina —e injustamente lenta—. Es de especial relevancia el libro de Elena Romiti María Eugenia Vaz Ferreira, entre filósofos y sabios (2019), ya que ofrece, además de un minucioso trabajo de recuperación y archivo, la posibilidad de comprender su obra sin tantas intermediaciones.

La reflexión crítica sobre los parámetros y las condiciones de producción lleva, inevitablemente, al problema de la temporalidad. Julia Kristeva[1] propone como modelos alternativos de pensar el tiempo de las mujeres basados en la relacionalidad, la coexistencia con el otro y la no linealidad. Un acontecimiento interesante para pensar en este sentido es la reciente publicación de Amores prohibidos (Tusquets, 2022) de la reconocida crítica literaria Graciela Mántaras, porque es una novela póstuma de estilo erótico que abre dimensiones nuevas, no solo sobre su obra, sino también sobre las genealogías literarias y el marco de posibilidad simbólica que deviene en la publicación.

En suma, las condiciones en que las escritoras lograron escribir y publicar y en las que fueron o no leídas, visibles o no, promovidas o no, son más que un telón de fondo o una mentalidad de época; determinaron la propagación de la dialéctica norma-excepción.

Autoría

Mientras que el autor en general se configuró como sujeto universal, neutro y presente —masculino—, las escritoras que lograron visibilidad tuvieron que cargar con el peso de la excepcionalidad. De modo que, cuando de mujeres escritoras se trata, el problema de la autoría tiene que ver con la autoridad y la construcción de jerarquías.

A primera vista puede parecer que la Generación del 45 contradice esta afirmación, considerando que la presencia de mujeres fue de mucho peso. Sin embargo, basta señalar el repetido énfasis en que la Generación del 45 fue la generación de los críticos, la racionalidad y el rigor, en suma, de los hombres y lo masculino. Entre tanta notoriedad, poetas como Orfila Bardesio —que, en el año de su centenario cuenta, al menos, con la reciente compilación de su obra poética, Yaugurú, 2019—, como Amanda Berenguer —genio y no musa[2] de su esposo, el profesor y crítico José Pedro Díaz—, quedaron extrañadas en un segundo plano. La necesidad de revisar los cortes generacionales y sus integraciones teniendo en cuenta la variable de la diferencia sexual se puso de manifiesto en el proceso de revisión de las genealogías. En este sentido, los aportes de Sylvia Molloy[3] han sido muy relevantes, ya que, al explorar las estrategias de autoficción de distintas escritoras, desarrolló métodos que permitieron situar los procesos de visibilidad-invisibilidad en sus contextos. 

Josefina Ludmer explica que el mecanismo de tomar la palabra desde el artificio de la sumisión implica corroer «no solo el sentido de ese lugar, sino el sentido mismo de lo que se instaura en él»,[4] en Las tretas del débil (1985). Una de esas tretas es la construcción de una identidad literaria ficcional que consiga poner en jaque la lectura biográfica lineal a través de la impugnación de la idea hegemónica de autor. Ese es, por ejemplo, el caso de Lalo Barrubia y lo fue el de Armonía Somers. Sin ir más lejos, es notable que la primera novela de Somers, La mujer desnuda, prácticamente coincida con la fecha de publicación de El segundo sexo. En ese libro, Simone de Beauvoir hizo una crítica del canon literario para mostrar que lo corriente era que las mujeres no aparecieran representadas como sujetos de su propia existencia. Rebeca Linke, protagonista de la novela de Somers, resuelve cortarse la cabeza y volvérsela a poner y, al hacerlo, provoca un sismo simbólico-erótico en un pueblo que la fuerza a ser objeto y no sujeto.

La construcción de la figura autoral de las mujeres ha sido un territorio de disputa. Esto hizo que en algunos casos las escritoras hayan quedado rehenes de relatos singulares, a veces misóginos o al menos despectivos, sobre sus vida y obra. El caso de Idea Vilariño es claro: la muletilla de querer descifrar detalles privados de su vínculo con Juan Carlos Onetti[5] a partir de su obra ha sido la clásica estrategia de titulares. Menos visible es el estudio de la incidencia de sus poemas políticos, el magistral dominio del lenguaje, su ejercicio docente, las disrupciones con la Generación del 45, su imperecedero y fuerte eco en las generaciones jóvenes. Incluso, el episodio de censura[6] del verso «un pañuelo con sangre semen lágrimas», que la lleva a renunciar al semanario Marcha, fue interpretado como un desborde característico de su «intensidad». Atravesada por los mismos sesgos está la insistencia en adjetivar a Marosa di Giorgio a través de una isotopía que demuestre su excepcionalidad (extraña, misteriosa, entrañable, huidiza, en suma, diferente a las demás). Injusticia poética, si las hay, la de intentar modelar a una de las autoras más sobresalientes de la poesía en español.

Desde que Roland Barthes postuló la muerte del autor en 1968 y Michel Foucault intervino  preguntando qué es un autor, se han sucedido innumerables abordajes sobre el estatus autoral. Pero en lo que respecta a la construcción de la figura de las escritoras, algunos abordajes disruptivos advirtieron que esas discusiones siguen anclándose en un sentido de autor general que omite la relevancia que tiene, para las escritoras, el nombre propio. Esa persistencia es la que contribuye a la reproducción, tanto en la teoría como en la crítica y la divulgación, de ideas como que su literatura es inevitablemente sentimental, desbordante, subjetiva, genderizada, en resumen femenina y que, además, suele reflejar el estado de las mujeres en una época a partir de la experiencia particular.

Mientras tanto, las escritoras desmontan la hegemonía discursiva con su obra. Es lo que pasa actualmente con la destacada narrativa de carácter policial de Mercedes Estramil, Cecilia Ríos o Mercedes Rosende. Cultivar una literatura que históricamente fue considerada menor es, en este caso, una feliz señal, pues significa que hay libertad y espacio simbólico para las mujeres de dedicarse a una literatura menos prestigiosa.

También se han abierto otras discusiones, como la vinculada a la publicación de antologías de escritoras, que son oportunidades. Por un lado, hay posiciones que las defienden argumentando que es evidente la ausencia/exclusión de mujeres en las antologías, hecho que reafirma que cuando se piensa en un sujeto universal este coincide con escritores hombres. Por otro lado, hay un conjunto de posiciones contrarias que sostienen o bien que las antologías y ediciones basadas en la diferencia sexual reproducen la lógica de la invisibilidad, porque niegan la individualidad de la autora, o bien que son iniciativas guiadas por intereses de mercado.

Seguir con el problema

Si bien el mentado auge de las escritoras es más un cliché que un fenómeno sostenido o un postulado teórico, es claro que los premios Cervantes y el Sor Juana, otorgado a Fernanda Trías, generaron un movimiento moderado en la circulación, edición y lecturas. Un ejemplo es la reedición en la editorial Hum de Evohé, de Peri Rossi, que tuvo su primera edición en 1971. Si bien su valoración fue matizada y su circulación, intermitente, ha resurgido un notorio entusiasmo. En este escenario, es importante ensayar también nuevas preguntas. Por ejemplo, ¿en qué medida el exilio (político, económico o de otra índole) abre posibilidades para las escritoras en el campo literario internacional? ¿Cuáles son las peculiaridades que presenta el cruce entre género, exilio y legitimación?

Vale señalar que en Uruguay también han sido reconocidas numerosas escritoras. Mercedes Estramil fue la ganadora del premio Bartolomé Hidalgo en el 2020; en el 2021, Fernanda Trías. Las ganadoras del Premio Onetti del año 2021 fueron Magdalena Portillo, en poesía y María Alejandra Gregorio, en dramaturgia. En narrativa lo obtuvo Gabriela Escobar, autora que integra Devotas. Antología de poesía lésbica (Fardo, 2021), cuya novela fue recientemente publicada por Criatura editora.

A esta altura nadie desconoce que el mercado es otro actor determinante en el campo literario. Es usual encontrar en la prensa, a escala global, listas de «los mejores» o de «los más vendidos», así como reseñas sobre las novedades editoriales que incorporaron la etiqueta «literatura de/por/sobre mujeres». Como si fuera necesario aclarar, el mercado, cuando conviene, publica aquello que vende por acercarse a cierto estado de la cuestión en el debate público. Cuando no conviene, deja de hacerlo.

Estamos ante un estado de la cuestión complejo en el que conviven posiciones más bien opuestas. Por un lado, se reproducen estereotipos bajo la premisa del «empoderamiento» literario y, por otro, en ámbitos especializados, la sexualidad y el género se consideran como efectos de sentido. Además, es necesario insistir en que las escritoras pusieron de manifiesto, antes de que el mercado lo hiciera eslogan, cierto malestar o incomodidad al quedar circunscriptas a parámetros de valoración literaria «femenina» así como a los temas y géneros que se esperan de dicha categorización.

No se trata de engrosar listas para cumplir con cuotas mientras quedan indemnes los criterios de selección canónica, los sesgos interpretativos y el prestigio simbólico de lo universal, sino, más bien, de discutir sobre las categorías conceptuales, condiciones e intereses que hicieron que la dinámica de inclusión/exclusión tenga como uno de sus pilares la diferencia sexual.

El tema es extenso, pero no conviene terminar sin apuntar, como cierre, la relevancia que tienen los recientes abordajes en torno a los efectos de lectura[7] para conocer de qué modo condicionan, modelan o transforman, individual y colectivamente, los sentidos y las concepciones de la autoría, así como el propio concepto de literatura en cada momento. En el pequeño Uruguay, los clubes de lectura, los festivales de poesía, los encuentros de escritores, las mesas de debate y las editoriales independientes son actores claves en la construcción de comunidades interpretativas situadas. Profundizar en las complejidades, resistencias y cambios que habitan el campo literario local —y lo desbordan— necesita de más y mejor conversación.

 

[1] Kristeva, J., & Vericat, I. (1995). «El tiempo de las mujeres». Debate Feminista, 11, 343-365.
[2] La expresión es deudora del trabajo que realiza Griselda Pollock.
[3] Molloy, S. (2000) «La flexión del género en el texto cultural latinoamericano», Revista de crítica cultural, p. 21.
[4] González, P. & Ortega, E. La sartén por el mango, Puerto Rico, El Huracán.
[5] Algo que ha sucedido también con María Esther Gilio. No solamente se la identificó erróneamente como la muchachita de El pozo, sino que incluso se le ha escamoteado el estatus de escritora y se la ha restringido a su rol de periodista, como postuló recientemente María José Santacreu (2022) en «El revés de la trama», artículo que compone el dossier «Volver a ella» que se hizo en el marco de su centenario.
[6] Al respecto, es muy interesante el análisis de Ana Inés Larre Borges (2021) en «Una revolución propia. Idea Vilariño y su poesía política», en Cuadernos Lirico.
[7] En 1978, Judith Fetterley, en el pionero The Resisting Reader, subrayó la importancia política de la lectura. Al llamar la atención sobre los efectos de lectura y la construcción de subjetividades, introdujo la denominación «lectura resistente».

 

 

FotoMaría José Olivera Mazzini es doctoranda en Semiótica en el Centro de Estudios Avanzados de la Universidad Nacional de Córdoba, Argentina; diplomada en violencia de género y políticas de igualdad; especializada en estudios audiovisuales; profesora de literatura.
Es docente en educación media y en numerosas instituciones vinculadas a las humanidades, las ciencias sociales y la formación profesional.
Como investigadora, los ejes de su trabajo atraviesan el vínculo entre literatura, género, representación, tecnologías y mediatización. Se ha desempeñado como guionista y codirectora de proyectos audiovisuales comunitarios. Colabora en publicaciones especializadas del país y la región.
En el campo de la crítica y la divulgación en Uruguay, escribió para diversos medios. Fue integrante, además, del comité editorial de la revista especializada 33 Cines. En la actualidad es colaboradora asidua en el semanario Brecha.

 

FotoLaura Carrasco estudió artes plásticas y diseño gráfico en la Escuela Nacional de Bellas Artes y Serigrafía en la UTU. Continuó su formación con diversos ilustradores de la región y paralelamente estudió literatura en la Facultad de Humanidades.
Finalizados sus estudios en Bellas Artes, viajó a Chile a hacer un Diplomado en lustración en la Universidad Católica de ese país.
En el 2017 obtuvo el 2do. premio de la VI edición del Premio de Ilustración de Literatura Infantil y Juvenil del MEC. En el 2018,2019 y 2020 obtuvo menciones en ese concurso. En 2018 también obtiene el Primer premio en la categoría Dibujo del Concurso de Dibujo y Grabado de la Intendencia Municipal de Montevideo.
En 2021 publicó su primer libro como autora integral ‘Isla de Flores’ con la editorial Le Lettere de Florencia, Italia. 

 

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