A donde va la canción

Recomendaciones

 

editorial

Ilustración de Dani Scharf

 

 

En esto de andar cantando

a lo diario del camino,

solo conocen mi rumbo

la piedra, el árbol y el río.

Víctor Lima

 

Por Denisse Ferré y Jorge Costigliolo

 

Las canciones no siempre fueron de acá. Por reflejo de lo que pasaba al otro lado del río, se cantaba a la luna tucumana, a un Buenos Aires querido, al candombe de los negros al compás del tamboril (del otro lado del Plata) y así. No toda la música popular, pero casi.

En los sesenta, varios músicos uruguayos sintieron la urgencia de crear un cancionero popular que hablara de lo que los rodeaba, de lo que veían y sentían, de lo que los oprimía. Algo que los representara, una identidad musical.

Fue así que, con más o menos intención, comenzaron a bucear en el imaginario popular para construir un repertorio forjado en algo propio, buscando el lenguaje y la voz que los diferenciara de los éxitos de la radio que llegaban desde el otro lado del río, y se preguntaron a qué cantarle. Y cómo.

¿Cómo trasladar los sonidos, las imágenes y el sentir de un país a su música? ¿Y cómo llamar a eso que no tenía nombre? ¿Folclore, canción protesta, canto popular, música de autor? ¿Acaso música popular uruguaya? 

Hubo, como en todas las historias, personas y momentos que marcaron una dirección. Un viaje del maestro y poeta olimareño Ruben Lena a Venezuela lo puso de frente a una carencia: Uruguay no tenía canciones propias para mostrar. Lo mismo le pasó a Anselmo Grau en una visita a Chile; allí descubrió que el folclore que llevaba en su guitarra era importado.

De regreso a Treinta y Tres, Lena se topó con el salteño Víctor Lima. Entre los dos, echaron los cimientos de lo que hoy conocemos como música popular. En el 62 se encontró con Los Olimareños, con quienes formó una fecunda sociedad en la que jugaron con los folclores de la región, pero también, y esto es lo importante, llevaron la murga, el candombe y la serranera (síntesis de milonga y pericón, acuñada por el propio Lena).

«El origen de la canción popular uruguaya es el origen de la canción de texto uruguaya, en la que empieza a valorarse el texto no como un texto funcional simplemente para determinada melodía o para determinada voz, sino que tiene valor en sí, despojado de la música, como lo que ocurría con los grandes trovadores medievales», decía el profesor, músico y poeta Washington Benavides.

Y esas canciones se ramificaron y construyeron un legado frondoso que de formas explícitas o imperceptibles todavía reverbera en los parlantes.

El Uruguay no es un río

«Éramos tipos del interior, rurales, éramos eso y cantábamos lo que nos sucedía ahí. ¿Quién iba a estar más emparentado con nosotros? ¿Bob Dylan o Atahualpa Yupanqui?», dice Pepe Guerra.

En los años sesenta «los textos ya no hablan del paisajismo argentino. Ahí aparece Víctor Lima hablando de sus dos querencias, de Salto y Treinta y Tres, hablando del Olimar. No es casual que en esa época están todos esos discos como Folclore oriental de Anselmo Grau, Poemas orientales de Osiris (Rodríguez Castillos), Poemas y canciones orientales de Alán Gómez. Empiezan a intentar mirar a los géneros campesinos locales, los que no son danzas, si es una milonga de estilo y todas las danzas, polkas, rancheras, cielitos, y Los Olimareños, que son el gran crisol de nuestra música, ahí incorporan candombe, murga y tango», cuenta Ruben Olivera.

La geografía y su simbología milenaria fue uno de los tópicos con mayor protagonismo en esas primeras canciones de autor que intentaban comenzar a contar un país. «Treinta y Tres, Tacuarembó y Cerro Largo son los lugares donde están los otros Uruguay a nivel cultural fuerte, y el litoral ni hablar, tienen que ver con el lugar. ¿Qué cosas trascienden? Lo que trasciende es si podés hablar de tu lugar, si tenés pertenencia, si podés decir algo como «No venga a tasarme el campo / Con ojos de forastero / Porque no es como aparenta / Sino como yo lo siento» («Como yo lo siento». Osiris Rodríguez Castillos). 

(...) En «La piedra, el árbol y el río», la canción de Víctor Lima, una de las primeras canciones interpretadas por Los Olimareños, están definiendo la cosmogonía de ese ser humano, sin ningún panfleto político», opina Garo Arakelian. Al pensar en la génesis de la música popular uruguaya, considera que en las canciones del sanducero Aníbal Sampayo (1926-2007) hay una «eclosión, que además es regional». «Porque el río es federal, habla de una cosa criolla mucho más allá del Uruguay, esa mesopotamia y el litoral argentino, el litoral uruguayo, ahí se invisibilizan y se licúan los límites políticos, es la geografía la que hace al cantor criollo», explica.

Trazar el mapa de todos

Ahora bien: ¿la música popular, para ser nacional, debe (o debería) tener una pata enraizada en la música folclórica? Este pelo del huevo viene siendo problematizado desde que el musicólogo Lauro Ayestarán comenzó con sus investigaciones. De cualquier manera, y a riesgo de contradecir a los que saben, parecería que no es necesariamente así o, al menos, no es tan importante. 

«Ayestarán decía que el folclore funciona por deformación, deformación en su más alto y noble sentido, de que todo va mutando y variando según las necesidades de la gente. No hay cosa peor de izquierdas y derechas que pensar en un ser esencial de lo nuestro como algo fijo y congelado», dice Rubén Olivera.

El músico artiguense Ernesto Díaz agrega: «Uruguay está muy atravesado, en poco tiempo, por muchas culturas. Fue potenciándose por vientos históricos, por enconos sociales, realidades sociopolíticas y culturales. Estamos en esa ventolera».

Olivera sostiene que la cuestión del término folclore es complicada, porque significaba una cosa hasta la década del 50. «Esa palabra la encontrabas solamente en los tratados y en los escritos de Ayestarán, en ese tipo de cosas» relacionadas con la musicología. El asunto comienza a tomar otro color cuando, en Argentina, la música «del interior» empieza a vender millones de discos y hace necesaria una etiqueta para colocar ese tipo de producciones, que inevitablemente llegarían a Uruguay a través de los discos, la radio, el cine y la reproducción casi mimética realizada por artistas locales.

Así, en la opinión de Olivera, el folclore comienza a ser visto «como una etiqueta más». 

«Las etiquetas sirven para el mercado», dice Díaz. Cuando empezaron a decir folclore argentino juntaron en las góndolas montones de cosas que eran de distintos lugares, de distintas épocas, distintos lenguajes y las aglutinaron como folclore. Es una cosa más de mercado. Si yo compongo una milonga, puede ser una cosa que tiene un pie en el folclore, que es folclorística, que tiene aire de. Puedo componer con un pie ahí, haciendo una lectura de eso, pero nada más». 

Entonces, si el folclore o lo folclórico o folclorístico es una etiqueta que refiere a cierto paisaje, a las vivencias de determinada gente en un momento histórico determinado, todo podría ser folclore o nada lo es. Marcelo Fernández, guitarrista de Buenos Muchachos, dijo cierta vez que esperaba que su banda, en algún momento, fuera considerada parte del folclore. 

Lucía Severino transita con igual interés las aguas de la canción con aires folclorísticos como la música pop, incluso en sus variantes más electrónicas. Y no solo eso, sino que, con elementos de ambas, viene componiendo un corpus musical original y desprejuiciado. «El folclore es como la música que me acunó, la primera música que recuerdo es esa. El resto viene por un interés más propio, buscar otras cosas, pero familiarmente el primer acceso a la música es ese, los discos de pasta, más por las características de mi familia, más de izquierda, militantes, y después la canción escolar, con Víctor Lima, son letras y melodías que te resuenan, que después te enterás de quiénes son y de dónde vienen. Pero me parece que todo eso primero que recibís en tu oído te genera una base que, si te criaste en Uruguay, es difícil que no tengas, por aceptación o rechazo. En mi caso lo acepto y me encanta, pero capaz otras personas no lo tienen tan arraigado», dice.

En Uruguay, varios artistas entreverados en la música popular de raíz folclorística tomaron nota muy rápido del problema. Olivera recuerda que algunos músicos, como Zitarrosa o Marcos Velásquez, lectores de Ayestarán, se desprendieron de la etiqueta. «Decían: ‘No hacemos folclore, trabajamos sobre algunos de los géneros conocidos como folclóricos, pero no somos folcloristas’. 

De cualquier manera, esos términos terminaron ubicándose en el imaginario, porque ningún músico predictadura de la música popular se decía cantor de protesta y muchos de los músicos de la época de resistencia a la dictadura decían: «Yo no sé por qué me dicen que hago canto popular», Jaime Roos, Fernando Cabrera, pero, sin embargo, cuando uno dice canto popular, se entiende el término históricamente», agrega Olivera.

Pero si lo folclórico remitía a una raíz campesina o rural, su llegada a la urbe lo contamina de otros matices. Por supuesto, el tango, orillero, porteño en su condición de hijo bastardo de los puertos del Plata, pero también de otros sonidos y colores. 

Arakelian destaca, en ese sentido, que el primer disco del Sabalero se llama Canto popular. «Ahí hay una cosa que es totalmente definitoria. Así como Aníbal Sampayo está en un lugar, después hay varias cosas que son como el terreno basal, pero, cuando sale el Sabalero, sale con un lenguaje que es de tres acordes, toda la cosa criolla que tiene, entre otros, Rodríguez Castillos, que es el dominio de la ejecución, porque la palabra está administrada como te habla el hombre de campo (‘Te hablo poco, soy lacónico’). Entonces es: cuando yo no hablo, habla la guitarra. Sin embargo, el Sabalero utiliza la chamarrita y la tonalidad mayor para hablar de cosas que no son ni alegres ni brillantes. El Sabalero hablaba mucho más en el lenguaje pop post beatlero, es coloquial y es urbano, por más que haya un límite indefinido».

Ahí, entonces, se entrevera la tradición de Bartolomé Hidalgo, la llamada de los ríos de Sampayo y Víctor Lima y los aullidos urgentes de Lennon y McCartney. Y vienen nuevos hijos. Al Sabalero le surgirán hermanos, más o menos parecidos y de padres distintos. Dino, Pájaro Canzani, Eduardo Darnauchans, Jaime Roos, el marciano Eduardo Mateo. Sin embargo, la canción seguirá siendo la misma.

La piedra, el árbol y el río

Las canciones no se hacen solas. Que hay alguien detrás de la creación de los dos elementos que componen un tema (letra y música) no es un misterio. Ahora, cómo llamar a quien hace un oficio de componer canciones e interpretarlas lleva a cierto enredo. La respuesta parece vacilar entre cantautor y cancionista. Las distintas épocas fueron cargando de sentido a estos términos y llevándolos a lugares que exceden al oficio de hacer canciones. 

Ruben Olivera considera que el término cantautor es «una manera de llamar, así como en una época a las cantantes argentinas de tango se les decía cancionistas. Es un término que es aplicable, más allá de que uno diga que puede ser exacto o no, todos entendemos qué es un cantautor, una persona que compone uno de los dos elementos del tema canción. El cantautor ya hace la letra, la música o las dos cosas. Hay otra categoría ahí, intermedia, creativa, que es el que hace versiones, que podría ser alguien, un buen intérprete que no compone, pero que recrea lo recibido, las canciones ajenas que canta».

Respecto a este tema, Arakelian considera: «No importa que hagas una versión, la versión es de una canción, pero no está el mundo trazable en tu obra, tu obra no son tus versiones, porque no estamos hablando de intérpretes, estamos hablando de creadores, que lo que hacen es hablar por los demás o poner en palabras el ímpetu o la sensibilidad imposible de decir en palabras de otros. Yo peleo lo de cantautor, para mí cantautor es una palabra hipermoderna, para mí son cantores». 

A Ernesto Díaz, más allá de que le parece útil para resumir algunas cuestiones, el término cantautor no le dice nada. «Es una terminología a discutir. A mí no me gusta mucho el uso que tiene en el mercado, como etiqueta. Más allá de que está buenísimo que estuviese Yupanqui, el Chango Rodríguez y Falú en la cosa folclorística argentina, que los pongan en la góndola parecida para diferenciarlos de Black Sabbath, está bien. Pero no tienen nada que ver uno con el otro. Resumiendo todo en una etiqueta se pierde toda la riqueza», considera. 

«Ya unir dos palabras, como queriendo definir algo, no me define nada. Es como decir que el gato es un mamífero. ¿El cantante de Black Sabbath no es el que compone? ¿Y quién le dice cantautor a él? ¿No le dicen porque tiene una banda? ¿El cantautor tiene que ser apocado, con una guitarra, peleando contra las luces? ¡Si es un tambor ya no es cantautor!», dice el músico artiguense.

Lucía Severino se considera cantautora. Lo es en la literalidad del término que hace referencia a cantar canciones de su autoría, dice. «Me parece que en el cantautor o la cantautora entran un montón de géneros. Después se pone como un estilo sobre esa palabra, hay muchas cosas que se le agregan al concepto que hacen como algo estilístico, pero que para mí no tienen que ver. Si cantás tus cosas sos autora y sos cantora. Me parece más abierto de lo que se entiende por el término mismo. Ahora he visto que los raperos se dicen cantautores también. Me parece que se está ampliando un poco el término por una cuestión de época tal vez. Lo tenemos más identificado al canto popular, ni siquiera al canto popular de los sesenta, a una cosa más del cancionista solo con la guitarra, como si para ser cantautora tuvieras que estar sola en el escenario con una guitarra», apunta. 

Yo quería ser como vos

De aquellos sesenta hasta acá pasaron las nuevas olas, las crisis, la dictadura, la caída y la construcción de los muros, los signos políticos y las narrativas históricas. Sin embargo, esa música folclorística, a veces entumecida, junto al tango en algunos puntos del dial, mantuvo su bombeo, sobrevive y se resignifica en las expresiones que vinieron después.

Se encuentra, sí, en las recreaciones de Carlos Malo y Anita Valiente, pero también en el aire sucio de las canciones de Panki Breventano, en las milongas deformes de Riki Musso y Buenos Muchachos, en los candombes de Diego Azar, en la obra sólida y consagrada de Jaime Roos y en las cantinas de barrio donde pelan sus composiciones los gurises que recién empiezan.

Esa supervivencia puede tener múltiples explicaciones, pero ninguna de ellas se apoya en los vaivenes de las modas y el marketing. Esas canciones «forman parte de mi vida desde siempre, lo que sí tuve fueron lecturas diferentes, o distintos niveles de profundidad en su lectura. Eso tiene que ver con las herramientas que fui acumulando», apunta, y cuenta que nunca consideró la música de raíz criolla o folclórica como un objeto de parricidio, sino como un lugar donde recostarse, porque sentía que había estado ahí desde siempre, como el río al que le cantó Aníbal Sampayo, «atemporal, eterno, misterioso», dice Arakelian. 

«Creo que la distancia del rock y otros géneros con el canto popular en un momento fue significativa y después, en otro momento, fue como una especie de insulto al mundo que era el mío, el fratricidio, como sustitución del parricidio ¿Cómo va a tener importancia el parricidio si yo vengo de una dictadura? ¿Tengo que hacer el trabajo que no hicieron otros? Yo no lo puedo hacer. Este no es el padre que yo tengo que matar, porque ya lo mataron ustedes, este es el padre que yo tengo que recuperar o quiero conocerlo antes de que se pierda su nombre», agrega el músico. 

Para Lucía Severino, esas fueron sus canciones de cuna, la primera música que recuerda. «Cuando sos niña escuchás lo que admiran los adultos de tu entorno, si los adultos de tu entorno admiran a Chayanne, vas atrás de eso, me parece que tiene que ver con las identificaciones, el valor de esa música viene por varios lados, también desde la escuela», dice Severino.

Por supuesto, el tiempo es quien, en definitiva, pone las cosas en su lugar. Pasados los años y los fuegos de artificio, las obras —cualquiera sea—, terminan mostrando su verdadero valor. Olivera recuerda que a Ruben Rada «desde la intelectualidad le daban palo porque hacía frases como 'Qué lindo sombrero tenía Gardel', que es una preciosa frase de poética popular, que muy pocos logran. Uno de los grandes problemas de la gente de clase media con formación formal es que intentan un nivel de complejidad en la letra de canción que la termina hundiendo». 

Y después, por supuesto, el qué y el porqué de la canción. Esas canciones, dice Arakelian, «tenían una carga moral sobre los elementos que eran discursivos, hablan por mí estas cosas que son milenarias. La simbología de estos elementos trasciende al mundo español del que soy criollo, son mestizas, vienen de antes, posterior a los gobiernos militares de (Máximo) Santos, (Máximo) Tajes y (Lorenzo) Latorre, que fueron los que alambraron el campo, ese fue el gran conflicto, qué es el árbol, la piedra, el río, la extensión, tienen cien años, doscientos años, no es una cosa pop de ahora. Sampayo hablaba del río, que es una cosa antigua, porque el río viene desde siempre. Está hablando de un río que es el dueño del tiempo. Vos sos una circunstancia, con tu canoa como pescador, viendo esos reflejos, viendo esos pececitos que saltan, sos uno en un millón, el río es el personaje, el personaje nunca sos vos, vos sos el decidor, vos sos el que pone las cosas en el contexto histórico, para ser la voz de la gente, pero el río es eterno y vos escuchás la canción y te das cuenta de que es antigua, viene desde el fondo de los tiempos».

Mil estrellas en la aurora

Desde que la lunita tucumana se convirtió en la luna olimareña, la canción uruguaya (folclorística, de autor, de protesta, popular) fue deformándose y formándose al mismo tiempo, contaminada de otras músicas y poéticas. «Es difícil reconocer cuál de la música que te va saliendo es la importante, porque uno se queda más con aquello que te aplauden en las reuniones, porque es conocido, es parecido a algo que ya está impuesto. Hay tantas escuelas como tipos que abrieron caminos, esos caminos por los que los demás vamos detrás», apunta Olivera.

Y muchos caminos se abrieron.

De Osiris Rodríguez Castillos, Carlos Molina, Amalia de la Vega, Aníbal Sampayo y Anselmo Grau, por nombrar algunos, salió el primer sendero que transitaron Víctor Lima y Ruben Lena, abriendo la tranquera para Alfredo Zitarrosa, Los Olimareños, el Sabalero, Dino. Luego, imparables, Los que Iban Cantando, Roos, Rada, Cabrera, Estela Magnone, Darnauchans, Dino, Mateo y todos sus hijos, naturales y adoptivos. 

Y ahí Pinocho Routin, Alejandro Balbis, Pitufo Lombardo, Guillermo Lamolle, tan deudores de la murga canción como de Lazaroff; Jorge Schellemberg y Jorginho Gularte, curtidos de lonja; Mandrake Wolf como bomba mateística que explotó sobre Patricia Turnes, Pau O’ Bianchi, Fernando Henry y más; y Fernando Cabrera, alumno de todos y maestro de Gonzalo Deniz y Federico Morosini; y Samantha Navarro, Papina de Palma, Alfonsina, Ana Prada y Mocchi, con algo de cada cosa, y la inclasificable antropofagia salvaje en el caso de Tussi Dematteis, atildada para Diego Presa, monstruosa en Martín Buscaglia, casi susurrada en Nicolás Molina, voraz en Ernesto Tabárez y Sebastián Casafúa; la rareza etérea de Estela Magnone y Mariana Ingold, sí, pero también de Florencia Núñez y Lali Gaspari; y también, y para cerrar una lista por suerte interminable, los a veces milongueros Walter Bordoni, Alejandro Ferradás, Seba Codoni; y por qué no los maragatos AFC, desprejuiciados lengualargas pisando tierra de payadores. Y Jorge Drexler, esa suerte de commodity de la música popular uruguaya, donde todo cabe y se resignifica. Y así.

Arakelian considera que el desafío de quien compone hoy es buscar su río, su piedra, su sauce; reconocerse parte de un linaje, pero no ser un mero reproductor de un modelo extinto. 

Por el mismo camino, Severino sostiene que, si bien encuentra muchos rasgos de la música popular uruguaya en sus canciones, siempre intenta buscarle otras salidas: «Si no, estás haciendo lo mismo que ya se hizo y capaz lo hacés medio mal». 

«Para mí las elecciones estéticas siempre tienen que ver con la época, las herramientas que tenés a tu alrededor. No añoro el pasado, lo valoro y lo respeto, porque en cada época es lo que hay y con lo que hay hacés lo mejor posible. Capaz que ahora estamos recontra limitados, pero dentro de un tiempo capaz se graba de otra manera. Vaya a saber qué puede venir, que en la época que estás es inimaginable. Dino siempre contaba que cuando él le pone la guitarra eléctrica a la milonga aparece otro mundo con los mismos elementos, con las mismas armonías, melodías, estructuras, temáticas que de repente otros manejaban. El tipo hace la diferencia porque aparece un timbre que no es lo que estaba ahí en la vuelta de ese estilo musical», apunta. 

«¿Qué arte hay que hacer para esta época? Más tibia a nivel político, a una socialdemocracia política le corresponde una socialdemocracia artística, en el sentido de que hay menos interés de la sociedad por la novedad. En época de dictadura la gente iba a escuchar con avidez a Leo Maslíah, a Los que Iban Cantando, y pedía vanguardia. En la postdictadura se pidió que el arte produjera más distensión», dice Olivera y agrega: «Siempre hay un montón de búsquedas simultáneas con distintos públicos y cada tanto aparece alguien que reúne ciertas condiciones entre lo sonoro, lo visual, la cuestión carismática, y que encuentra algo de lo no dicho, que reúne una serie de elementos y que aporta una novedad histórica a nivel de estética, como fue Jaime en su momento».

«La cancionística de acá sigue estallando, sigue apareciendo gente», se entusiasma Díaz. «Es una característica entre la gente que se mueve en un plan más íntimo, que no tiene tanto pie en el mercado, porque no hay, está el placer de buscar y de encontrarse. Yo veo eso. Lo siento. La música popular es la música de la amistad. Es eso. Tiene que serlo».

Para el músico artiguense, estos nuevos artistas vienen «con novedad, pero sin negar la historia», y nombra a Clara García, a Patricia Robaina, a Viviana Ruiz, a Elena Ciavaglia, a Sofía Álvez, a Federico Motta. «Son muchos». 

Severino coincide en un par de nombres y agrega a Sofía Gabard, Mariano Gallardo, la Estela Magnone más contemporánea y Fabrizio Rossi (como músico y como productor). 

«Yo hago canciones porque no tengo más remedio, porque lo tengo que hacer. Si no lo hago, no tengo otra forma de sacarme esto de adentro», traza Arakelian.

Y una vez que esa voz individual aparece y tiene una dirección, se conecta con lo colectivo y sirve a la identidad de un lugar. «Saber que la voz es múltiple y conectarla con tus colegas, saber que tenés una familia y una constelación cultural, en este caso musical específicamente, conocerla, celebrarla y continuarla, respetar el pasado continuándolo, respetar el pasado no es copiarlo», concluye Olivera.

En todo caso, al final del día, lo que importa son las canciones. Cuando el folclore, valga aquí la acepción que uno crea correcta, es mestizo y permeable, cuando el oficio de los cantautores, cantores o cancionistas consiste en crear o reinterpretar composiciones que hablen de las alegrías o la insoportabilidad de la vida, del entorno y las vivencias de los iguales o los parecidos, lo mismo da que se canten solo, en dúo o en bandas eléctricas, o que reelaboren el sonido del Bronx con el pulso repentista de los payadores. «Las canciones son verdad», cantan los Buitres, y debe ser así.

 

[1] ‹http://letras-uruguay.espaciolatino.com/muniz_lucio/ruben_lena.htm
[2] Capítulo 1 de la serie documental Historia de la música popular uruguaya.
[3] Ibídem.
[4] «- Yo toco, sin cuestionarme de dónde sale. En este disco, por ejemplo, hay cosas como con ritmo de candombe. Que le metés un chas, chas, chas y funciona. Y sin embargo no nos suena a candombe. Las cosas que hace el Topo [Gustavo Antuña, guitarrista de Buenos Muchachos], que es un compositor raro, porque tiene formación clásica y mezcla esas cosas de Pink Floyd con la milonga o el folklore, y son rock. Rock con bases uruguayas.
- Quizás lo que ustedes hacen sea el folklore de mañana...
- Claro. Ojalá que sí».
En:‹https://www.montevideo.com.uy/Tiempo-libre/Conversamos-con-Marcelo-Fernandez-de-Buenos-Muchachos-uc275391›.
[5] Para profundizar en esta discusión recomendamos la lectura del libro Ey canción, de Ina Godoy y Ricardo Antúnez y Sonidos y silencios, de Rubén Olivera.

 

 

Foto
 

Denisse Ferré (Montevideo, 1986) es periodista y editora. Dirigió la revista El Boulevard entre 2008 y 2015. Es colaboradora de Lento y La Diaria. Es coeditora del libro Contrabando (2016). Coordina el taller de escritura y fotografía Tiro y Fuga.

 

 

 

 

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Jorge Costigliolo (Buenos Aires, 1973) es periodista, escritor, copywriter. Es autor de Lunáticos viajantes. Las increíbles andanzas de los Redondos en Uruguay (Ediciones B, 2021) y De bichos y flores / La Vela Puerca (Estuario/Colección Discos, 2022).

 

 

 

 

 

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Dani Scharf (Montevideo, 1980). De pequeño, Dani no quería ser futbolista o astronauta: dibujaba mucho y soñaba con hacer eso mismo cuando fuera grande. Se graduó en la Licenciatura de Diseño Gráfico en la Universidad ORT Uruguay y trabajó más de 12 años en el mundo publicitario, donde llegó a ser director de arte de reconocidas agencias nacionales e internacionales. Fue ahí donde aprendió el valor fundamental que tiene conceptualizar una idea.

En el 2018 fue seleccionado para la muestra oficial en la Bologna Children’s Book Fair, al año siguiente también en el Golden Pinwheel de la China Shanghai International Children’s Book Fair y en el 2020 ganó el tercer premio del Chen Bochui International Children's Literature Award de China.

 

 

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