Guido Zannier

Nacido en Údine (Italia) el 2/5/1923. Doctor en Letras Clásicas en la Universidad de Padua. En febrero de 1951 llegó a Uruguay. Fue Docente en el Instituto de Profesores Artigas de Montevideo (1953-1983). Su trayectoria en la Facultad de Humanidades y Ciencias incluyó: Director del Departamento de Lingüística, Director interino del Departamento de Filología Clásica y Profesor Emérito (1995).

Guido Zannier
(Discurso de Ingreso a la Academia)

 

Aportaciones de Alfonso el Sabio a la formación de la prosa castellana

 

Señor Presidente de la Academia Nacional de Letras, 
Señores Académicos,
Señor Embajador de la República Italiana,
Señor decano de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales, 
Señor decano de la Facultad de Humanidades y Ciencias, 
Queridos colegas y amigos que me acompañan,
Señoras y Señores:

 

Es con profunda emoción que accedo al sillón “Francisco Acuña de Figueroa” de la Academia Nacional de Letras del Uruguay y no sin preocupación voy a aceptar el honroso cargo con que ese alto cuerpo quiso distinguir a este modesto cultor de la lingüística románica en nuestro país.

Al asumir el gran compromiso que conlleva el ejercicio de esta función siento, según el verso de Dante,

“tremar le vene e i polsi...”

y pido a vosotros, ilustrados académicos, que me ayudéis a cumplir con dignidad y eficiencia la tarea que me habéis confiado.

Por cierto que los amables conceptos vertidos hace unos instantes por la academia y profesora señora Nieves de Larrobla están por encima de mis méritos en el campo de la enseñanza y la investigación lingüística y son fruto más de su generosidad, para conmigo, que de mi limitada actuación.

De lo expresado por la señora de Larrobla creo, sin embargo, que puede ser rescatable, por sobre todo, un hecho que considero positivo para mí y es el que se refiere al entusiasmo, al tesón y, de manera particular, al amor con que trabajamos largos años en el viejo Instituto de Profesores “Artigas” de la calle Sarandí, cumpliendo con la noble tarea de preparar para la docencia media y superior a decenas y decenas de jóvenes profesores que son y serán el orgullo de la enseñanza nacional.

En el viejo IPA, bajo la guía de la mente iluminada de aquel gran forjador de las cultas juventudes uruguayas que fue el doctor Antonio Grompone, he tenido la suerte de ser compañero de tareas de preclaros educadores y filólogos, dentro de los cuales quiero reconocer tan sólo a la patriarcal figura del doctor Francisco Anglés y Bovet, al cultísimo Prof. Luis Piccardo, al malogrado profesor Don Domingo Bordoli, quien ocupara antes que yo este honroso sillón “Francisco Acuña de Figueroa” de la Academia Nacional de Letras del Uruguay, a las profesoras Nieves de Larrobla, Celia Mieres y Elida Miranda, integrantes de este alto cuerpo al que honran con su prestigio y su sabiduría, al estimado doctor Eugenio Coseriu, mi amigo y maestro, que con su alta cultura ha alcanzado en el campo de la ciencia lingüística fama y prestigio internacional, y a muchos otros que el tiempo no me permite siguiera nombrar.

Y todo esto, profesora Larrobla, ha sido y sigue siendo para mí sumamente positivo.

Viviendo entre vosotros he aprendido mucho: he organizado y enriquecido mi preparación filológica, sobre todo en el campo de las letras hispánicas, y, por sobre todo, he depurado mi cultura de todas las escorias dejadas en ella por el drama y el caos de una tremenda guerra, destructora de valores espirituales y materiales, en medio de la cual me tocó vivir mis años estudiantiles y cumplir mi heterogénea instrucción universitaria.

Toda esta larga experiencia de estudios y de enseñanza al lado de vosotros ha sido para mí altamente positiva.

Os agradezco, pues, de todo corazón y aquí me tenéis ahora con los umbrales de esta cultísima Academia tratando de devolver un poco de lo mucho que he recibido de vosotros.

No puedo terminar estas palabras de introducción a mi primera intervención en este alto cuerpo sin volver, una vez más, con mi mente a quien me precedió en la titularidad del sillón “Francisco Acuña de Figueroa”: el cultísimo, bondadoso y simpático profesor, crítico literario y ensayista que fue don Domingo Bordoli quien por largos años me honró con su amistad.

Con su muerte precoz las letras uruguayas, esta Academia, la enseñanza del país, todos sus amigos y colegas hemos perdido un gran hombre, uno de aquellos preclaros varones no comunes en nuestros tiempos y a los que no es fácil remplazar.

La bondad de Mingo Bordoli, su rectitud, la pulcritud de su alma, la erudición y la cultura de su espíritu estarán siempre presentes ante nosotros: Domingo Bordoli, profesor y educador ha de ser siempre ejemplo y modelo para todos los profesores que nos dedicamos al arte de enseñar y educar a las juventudes que mañana regirán los destinos del país y transmitirán a otras juventudes nuestra cultura humanística y milenaria.

El tema que he elegido para mi primera intervención en esta Academia es un capítulo de historia de la lengua española, acaso el más importante entre todos: el que nos habla del momento preciso en que el castellano deja de ser dialecto hispánico para tomar su rol de lengua nacional, es decir de instrumento lingüístico plenamente valedero para expresar todas las manifestaciones del pensamiento español, en los distintos aspectos de la actividad humana y cultural de aquel pueblo.

Las aportaciones lingüísticas de Alfonso el Sabio a la prosa castellana son verdaderamente determinantes en el proceso de maduración de este dialecto que, por ellas, va adquiriendo virtualidad de lengua, en el sentido más completo que la ciencia lingüística moderna adjudica a esta última palabra.

En efecto, para nosotros, si queremos que un habla tenga rango y dignidad de lengua es preciso que la misma desempeñe todos los papeles de la comunicación social, desde los más humildes de la trasmisión inmediata y familiar hasta los más elevados del lenguaje literario y científico: lengua es la que empleamos no sólo hablando con los amigos, sino también con los extraños y en público, no sólo en los bares y en el trabajo, sino en las asambleas, en las iglesias, en el foro y en la escuela, y esta lengua no tiene que ser sólo hablada sino también escrita y debe ser empleada no sólo para escribir sonetos y poemas y comedias costumbristas sino también para escribir diarios y revistas, libros científicos, técnicos, filosóficos, ensayos de distinta naturaleza, leyes, traducciones, y que se emplee dentro y fuera de los órganos de la enseñanza pública y privada.

Trataremos ahora de destacar cómo Alfonso cumplió con esta noble tarea que él mismo se impuso durante su larga actuación literaria.

El siglo XIII es, sin duda, de capital importancia para la historia de la formación de las tres grandes lenguas literarias de la península ibérica y uno de los más ricos en lo que se refiere a la creación de modelos lingüísticos que se proyectarán, luego, sobre toda la evolución de estos tres poderosos vehículos de la cultura hispánica en los siglos posteriores.

En este siglo caen, una tras otra, las barreras regionales literarias que parecían renovar en España lo que había sucedido, en tiempos lejanos, en la Grecia clásica, donde los dialectos principales se habían repartido, en cierta medida, el campo de los géneros literarios: el jónico-ático para la lengua de la poesía épica y gnómica (con Homero y Hesíodo), la poesía dramática (con Esquilo, Sófocles, Eurípides) y la prosa (con Herodoto, Tucídides, Jenofontes, Platón, Aristóteles), el cólico para la poesía lírica monódica (con Alceo, Safo, Anacreón) y el dórico para la poesía coral, tanto lírica (Píndaro) como dramática (coros de las tragedias de los principales dramaturgos) y para la poesía bucólica (Teócrito).

En efecto, en la España de los siglos XI y XII, el castellano había acaparado el primado de la poesía épica de los retumbantes cantares de gesta (de los que El Cid es el mejor ejemplo) y de las austeras composiciones dramáticas religiosas (de las que el Auto de los Reyes Magos es otro buen ejemplo), el catalán iba desarrollando maduros modelos de prosa militante, tanto religiosa (Homilies d´Organyá), como jurídica (los Usatges, el Llibre Consolat del Mar, los Costums de Tolosa) e histórica (con las Crónicas d´En Muntaner, d´En Jacme y de Bernart d´Esclot) y el gallego-portugués había monopolizado casi todas las manifestaciones de la poesía lírica, con sus cantigas de amor, cantigas de amigo y Cantigas de Santa María, hasta tal punto que el mismísimo rey de Castilla, Alfonso el Sabio, empleó esta lengua para toda su producción poética.

En este siglo XIII, en cambio, los catalanes rompen los lazos lingüísticos y literarios que los ataban al mundo poético y lingüístico de Provenza y los impulsaban a poetar en lemosín y va naciendo así paulatinamente la poesía catalana, representada primeramente por el Cançoneret de Ripoll, luego por las cálidas estrofas de amor de la Reina Constança de Mallorca y, por fin, por la titánica y atormentadora poesía de Ramón Llull, el mayor poeta de las letras catalanas de todos los tiempos.

En este mismo siglo XIII surgen en Portugal las Crónicas donde encuentran lugar los primeros clásicos de la prosa literaria arcaica portuguesa.

Pero es por sobre todo en Castilla que este siglo abre nuevos y fecundos caminos para su idioma, que terminarán por darle rango y dignidad de lengua.

El castellano, que había sido empleado a lo largo de los siglos XI y XII esencialmente para los cantares de gesta y en la poesía religiosa de las sagradas representaciones, tendrá en el siglo XIII una más amplia gama de usos como lengua literaria de entonación popular o culta y como instrumento lingüístico de las variadas manifestaciones escritas de la cultura de esos tiempos.

Asistimos, así, al nacimiento de la primitiva poesía lírica que, con dificultades, se irá abriendo camino en un ambiente donde dominaba universalmente, para este tipo de manifestaciones literarias, el gallego-portugués, empleado, como se ha dicho por el mismo rey de Castilla Alfonso X en toda su producción poética.

El castellano tendrá, ahora, también largo empleo en numerosos poemas narrativos de tipo juglaresco, imitados o traducidos directamente del francés.

Pero, por sobre todo, la lengua castellana será, en este siglo, el instrumento lingüístico de numerosos poetas doctos, quienes al oponerse por su misma cultura y su fina sensibilidad estético-literaria a la poesía de entonación popular de los cantares, de las narraciones y de la poesía lírica primitiva, elaborarán una lengua más culta, amoldada sobre las estructuras clásicas del mundo latino. 

El primero y mejor representante de estos nuevos poetas del denominado mester de clerecía será Gonzalo de Berceo.

Y, por último, cabe destacar que en este siglo XIII nace también la prosa literaria castellana por obra del ilustrado monarca Alfonso X, el Sabio, quien nos ha dejado estupendas páginas de lengua jurídica, científica, histórica, recreativa, moral.

Nuestra conversación de hoy quiere, justamente, enfocar este último logro de la actividad lingüística del siglo XIII: el nacimiento de la prosa castellana y los determinantes aportes a este proceso por parte de Alfonso.

La más antigua prosa castellana aparece por primera vez en documentos notariales de fines del siglo XII, de gran importancia lingüística, pero ajenos a todo fin artístico-literario.

De principios del siglo XIII son, en cambio, algunos escritos históricos de carácter didáctico, sumamente sencillos y concisos, donde se nota un mayor esmero y cierta aspiración literaria.

Los más antiguos son, como se sabe, el Liber Regum o Cronicón Villarense, una especie de concisa cronistoria de las monarquías del mundo desde Adán hasta los reyes de León, Castilla, Navarra y Aragón, y los Anales Toledanos Primeros, Segundos y Terceros que incluyen la narración de la Historia de España hasta la segunda mitad del siglo XIII.

Se trata por lo general de escritos palaciegos, realizados por escribas reales o por clérigos de cierta cultura, destinados a la enseñanza y la rápida consulta de los hombres de la corte. Su lengua es, pues, pulida, correcta y latinizante, con cierta tendencia a la fijación de normas lingüísticas de carácter gráfico y morfológico.

La prosa literaria castellana nace más tarde, por la segunda mitad del siglo XIII, en el ámbito de una intensa actividad traductora que en la Península tiene su centro en la llamada escuela de traductores toledanos.

Toledo, como se sabe, fue la primera gran ciudad de Al-Andalús reconquistada por las fuerzas cristianas de Castilla (1084). En ella se encontraron muy pronto grandes bibliotecas árabes y una colectividad judía muy culta y dinámica, dispuesta a colaborar con los conquistadores, como ya lo había hecho con sus antiguos amos árabes. A partir del siglo XII, confluyeron a Toledo estudiosos de todo el mundo occidental cristiano para conocer la doctrina filosófica y científica, tanto árabe como hebraica, que, a su vez, los llevaba hacia la cultura helénica y helenística que el medioevo occidental había olvidado e ignorado.

Es por el trabajo de traducción de gran cantidad de textos árabes de estos hombres de estudio que Europa recupera el conocimiento de la filosofía griega en general y aristotélica en particular.

La técnica empleada para llevar a cabo tales traducciones del árabe al latín o al romance era, a veces, complicada y azarosa.

En el prólogo de la versión latina del De anima de Avicena se nos dice que el judío converso Juan de Sevilla traducía oralmente, palabra por palabra, del árabe al vulgar romance (“... singula verba vulgariter proferente...” y el castellano Domingo Gundisalvi trasladaba a su vez, palabra por palabra, este vulgar al latín “... et Dominico Archidiacono singula in latinum convertiente, ex arabico traslatum...”).

A través de todas estas peripecias y alambicamientos lingüístico-filológicos, sin embargo, el romance castellano, en esta posición de intermediario entre el árabe o hebreo y el latín, se iba paulatinamente adecuando a la expresión del pensamiento filosófico y científico y adquiría una riqueza y madurez que muy difícilmente se podía encontrar en otros romances fuera de España.

Se va formando, así, en un ambiente que, por la determinante presencia de árabes y judíos no experimenta sino marginalmente el peso de la tradición latina, una conciencia lingüística nueva que empieza a desenvolverse libremente, sin las consabidas muletillas del latín.

Es así que por el año 1250 se completa la primera traducción al castellano del Viejo y Nuevo Testamento, llevada a cabo no solo sobre la Vulgata latina, sino también (sobre todo por lo que se refiere a los salmos) directamente sobre el texto hebraico.

Con el círculo toledano podría relacionarse también el más antiguo texto ibérico en prosa que no es una pura y simple traducción: la Fazienda de Ultra mar, una curiosa y, a veces, fantasiosa descripción de los lugares sagrados recabada de los Intineraria para uso de los peregrinos y de los pasajes bíblicos que hacen referencia a los mismos.

Paralelamente a estos desarrollos, las necesidades de la vida social, en el ambiente abierto del reino de Castilla, llevan al uso más amplio y seguro del vulgar romance como lengua jurídica.

Es así que, bajo el reinado de Fernando III, padre de Alfonso el Sabio, se realiza la primera traducción al castellano del Forum Iudicum (el Fuero Juzgo), el antiguo código penal, promulgado durante el reino visigodo de Toledo por el rey Chindasvinto, para unificar la legislación de hispanorromanos y godos, que servirá ahora de base a la legislación general del país.

El texto romance está escrito en un castellano fluido y escueto, con algunos matices leoneses, donde más que los valores literarios se aprecian los rasgos de la lengua del derecho que precisa justamente un ejemplar claridad y una inequívoca normatividad, que aquí se logran plenamente.

Digamos que la Academia Española lo ha considerado como uno de los trabajos que “más contribuyeron a formar el nuevo romance y a darle pulidez y hermosura”.

Adquiere muy pronto también un considerable desarrollo, aunque no alcance una verdadera dignidad literaria, la prosa didáctico-moralizadora, representada por florilegios de máximas y recopilaciones gnómicas, sacados de los tesoros de la novelística oriental, que nosotros no analizaremos aquí por razones de tiempo.

Ocupa, en esta época, un sitial muy destacado en la historia de la formación de la prosa castellana, como dijimos, el rey Alfonso X, denominado El Sabio, cuya obra descuella sobre toda la actividad lingüística y filológica de sus tiempos.

Dejando de lado su muy discutida actividad de gobierno y sus capacidades políticas, es cierto que en el orden literario y cultural este rey desempeñó una misión excepcional.

Impulsó, como nadie, las ciencias y las letras, difundió en sus reinos la cultura de árabes y judíos e hizo que la prosa castellana adquiriera desarrollo y virtualidad literaria.

Alfonso escribió directamente sólo algunas obras poéticas: una serie de Cantigas de amor y, por sobre todo, las Cantigas de Santa María, de gran valor literario, pero que nosotros tampoco examinaremos por estar escritas las unas y las otras en lengua gallega, de acuerdo -como se ha dicho- con las costumbres del tiempo.

De mayor importancia para nuestro tema es, en cambio, otra actividad literaria del sabio rey, en la que, auxiliado por un equipo de doctos colaboradores, dispuso la redacción de numerosas e importantes obras en prosa castellana que él mismo revisó y corrigió, a veces con su propia mano.

Estas doctas prosas vierten sobre derecho, ciencias, filosofía, historia, pasatiempos, etcétera.

En el campo del derecho diremos que bajo la guía de Alfonso no sólo se tradujeron del latín al castellano viejos textos de legislación hispánica, como el nuevo Fuero Juzgo, sino que se redactaron en esta última lengua varias obras legislativas originales, como el Fuero Real, el Espéculo y otras.

Pero la que coloca su nombre a excepcional altura en el campo de la legislación y de su instrumento lingüístico es el código de las Siete Partidas.

En la redacción de esta obra, llamada así porque está dividida en siete partes, intervinieron seguramente los jurisconsultos más preclaros de la época, como maestre Fernando Martínez, notario mayor del reino de Castilla, maestre Jacobo Ruiz “de las Leyes” y otros, quienes trabajaron bajo la permanente supervisión del propio rey.

Merced a su excelente plan, a la validez jurídica de sus preceptos y al elevado espíritu filosófico que la informa, ésta es la mayor obra de derecho de la Edad Media hispánica, y acaso, europea.

Desde el punto de vista lingüístico-literario las Partidas constituyen un monumento inapreciable, en que la prosa castellana aparece ya suelta y vigorosa, hasta el punto de haberse dicho de ella que es superior en gracia y energía a todo lo que se publicó después, hasta mediados del siglo XV.

Pasando, ahora, a las obras científicas, diremos que numerosos tratados de tal naturaleza se escribieron por orden y bajo la guía de Alfonso.

Recordaremos, aquí también, tan sólo los principales. Uno de ellos es el llamado Lapidario, traducido y, a veces, libremente recopilado del árabe por Rabbi Jehúda Mosca y Garci Pérez, que contiene la enumeración y virtudes de las piedras preciosas, de acuerdo con la astronomía judaica, y que presenta “in nuce” el primer tratado de mineralogía.

Otra obra de renombre está representada por las Tablas astronómicas, conocidas también con el nombre de Tablas Alfonsíes, del mismo maestro judío Rabbi Mosca y del también sabio hebreo de Toledo Rabbi Cag, divididas en 54 capítulos, en las que, después de relacionar la era y el año alfonsí con las eras y años hebreos, árabes, persas y latinos, se exponen las ecuaciones del Sol, y de la Luna y los planetas, los eclipses, etcétera.

Recordemos también los Libros del Saber de Astronomía, en los que se incluyen distintos temas de esta ciencia, basados en el sistema de Tolomeo, y en los que, traduciendo unas veces obras árabes, glosando otras las de aquel astrónomo, y redactando, a menudo, trabajos originales, volcaron su saber los hombres más ilustrados de la época, como Rabbi Samuel Balevi, Maestre Bernardo El Arábigo, Maestre Johan D´Aspa, Maestre Ferrando de Toledo, etcétera.

En la redacción de esta obra intervino directamente Alfonso, quien la corrigió de su puño y la puso en “castellano derecho”.

Por último, corresponde señalar dentro de estas obras científicas, el original y discutido libro denominado Septenario, que trata de los siete saberes o artes liberales de la cultura clásica que formaban el trivium y el quadrivium, donde, variando en algo las disciplinas que se comprendían en la Edad Media bajo aquellas denominaciones, la obra alfonsí discurre con señorío de gramática, lógica, retórica, música, astrología, física y metafísica.

Pasando, por fin, a las obras históricas diremos que dos de ellas son de fundamental importancia: la General Estoria y la Estoria de Espanna, más conocida por Crónica General.

La primera se propone narrar las “grandes cosas que acaescieron por el mundo desde que fue començado fastal su tiempo”. Se trata, por tanto, de una historia universal, que reconoce por base los libros bíblicos, sin que por ello falten relatos tomados de los árabes y de otros muchos escritores medievales.

Mayor importancia tiene la segunda, es decir la Crónica General, no sólo por su valor lingüístico-literario, sino por sus relaciones con la épica popular de la que nos brinda a veces sus únicos testimonios. Esta obra llegó a nuestras manos horriblemente deformada por la tradición manuscrita, que sacó y agregó en forma por demás antojadiza textos ajenos a la misma. Para suerte nuestra, en 1906 don Ramón Menéndez Pidal, valiéndose de los procedimientos filológicos de la crítica textual, de la que él fue ejemplar maestro, publicó el que hoy consideramos el texto primitivo y genuino de la obra.

Como, según dice don Juan Manuel, ilustre sobrino de Alfonso el Sabio, éste escribió también libros “del cacar, como del uenar, como del pescar”, se le atribuyen al sabio Rey unas cuantas obras anónimas como el Libro de Montería, el Libro de los Juegos de Ajedrez, Dados y Tablas, y otros más.

A esta altura de nuestra presentación de la actividad lingüística alfonsí corresponde que precisemos en qué sentido todas estas obras son de Alfonso X.

El tema ha sido ampliamente debatido por lingüistas y filólogos, como Solalinde, Gonzalo Menéndez Pidal, Américo Castro, Diego Catalán, David Romano, Francisco Rico y otros.

El Rey se rodeaba de colaboradores, elegido entre los mejores cerebros de España, fueran ellos cristianos, árabes o judíos, entre los cuales podemos distinguir los traductores (del latín y del francés para las obras jurídicas o históricas, y sobre todo del árabe y del hebraico para las científicas), los extractores de fuentes, los compiladores, los extensores, y hasta los músicos para las Cantigas.

La General Estoria nos aclara la parte que corresponde al rey:

“El Rey faze un libre, non porque´l escriva con sus manos, mas porque compone las razones d´él, e las enmienda y yegua e endereça e muestra la manera de cómo se deven façer, e desí escrívelas qui él mande, pero dezimos por esta razón que él faze el libro”.

El rey es, pues, a la vez, el programador y el organizador del trabajo y también el revisor de los libros escritos bajo su dirección, de modo que aun no teniendo la responsabilidad plena y autónoma del autor individual, él queda el factor determinante de toda la obra de la que asume la paternidad.

El trabajo alfonsí continúa y desarrolla, pues, la tradición implantada por los traductores toledanos ya señalada anteriormente, y, en un primer momento, experimenta, su influencia por lo que se refiere a la elección de los temas.

Por otra parte, los primeros trabajos científicos alfonsíes emplean también la técnica ya experimentada y que hemos señalado hace un rato, sólo que se detiene en la primera redacción, es decir en la castellana, antes considerada como etapa secundaria del proceso, elevándola a punto de llegada.

Pero no podemos limitarnos a resolver la obra alfonsí exclusivamente en el cuadro de la escuela traductora de Toledo: es cierto que Alfonso y sus colaboradores dependen, al igual que aquella, de la cultura árabe, y gozan de la función mediadora de los ambientes judíos, de los cuales reciben también, con toda probabilidad, la reivindicación del castellano como lengua de la prosa, pero muy pronto, acaso a través de las obras jurídicas, el método de trabajo se afina y se torna más complejo y los planteos y finalidades adquieren una caracterización nueva y típicamente alfonsí.

Por otra parte, aun cuando la valoración del castellano es favorecida por la indiferencia de los judíos para con la tradición latina, la misma termina por trascender toda razón exterior para tornarse exponente de aquella conciencia del puesto que cabe a la nueva lengua en la historia de la nueva España que ha surgido de la lucha contra los moros.

Además el uso del castellano hay otros rasgos que alejan la producción alfonsí de la toledana. En el centro de los intereses de esta última habían encontrado principal cabida los aspectos teóricos, ya sea filosóficos como científicos; el interés de Alfonso es, en cambio, principalmente práctico y es muy significativo el desinterés absoluto hacia Aristóteles que justamente a través de Toledo había penetrado en la cultura europea.

Hay más: mientras que los traductores toledanos habían llegado en su mayoría del extranjero y trabajan por un público casi exclusivamente no español, la producción alfonsí tiene la mirada fija sobre las cosas de España y, por lo tanto, tendrá una influencia determinante sobre la cultura castellana, pero muy poca resonancia fuera del mundo ibérico.

Esto confirma la singularidad y excepcionalidad de la obra de Alfonso, que refleja perfectamente la específica situación cultural española en su excepcional co-presencia de los elementos cristiano, árabe y hebraico y extrae de ellos una síntesis única, justamente cuando la cultura árabe iba declinando tanto en Occidente como en Oriente y luego que la desaparición de Federico II de Hoenstaufen había puesto término a una análoga, aunque muy distinta, tentativa en Italia.

Y ahora, pasaremos a unas consideraciones generales sobre la lengua empleada en los escritos alfonsíes.

Destacamos en primer término, que una producción tan extensa como lo es la de Alfonso el Sabio y de sus colaboradores no puede tener una uniformidad lingüística muy rigurosa. De tal suerte, observamos, por ejemplo, leonesismos en el Libro del Saber de Astronomía y provenzalismos y catalanismos en el Septenario y en otras obras.

Si observamos más de cerca, por ejemplo, la lengua de la Crónica General, veremos que en los primeros capítulos menudean arcaísmos que en los capítulos subsiguientes van raleándose hasta desaparecer casi por completo.

Así, notamos que en la primera parte de la obra los mismos rasgos de la lengua del siglo XII y principios del XIII, como, por ejemplo, la fuerte tendencia a la caída de la e final átona (trist, recib, pued) y la presencia de amalgamas fonéticas de distintas palabras, como quemblo (por “que me lo”), té perdudo (por “te he perdido”), etcétera.

En cambio en la parte más reciente de la obra la lengua posee más fijeza: elimina ostensiblemente el proceso de apócope de la e final, practicándolo en un número limitado de palabras de frecuente uso proclítico, que son las que hoy día se siguen apocopando, y tiende también a eliminar las amalgamas fonéticas de unas palabras con otras, realizando oportunamente los cortes de la cadena fónica del castellano aun no completamente gramaticalizado.

En este cambio de estructuras, hecho sobre la marcha misma de la composición de las obras alfonsíes, fue siempre decisiva la intervención del rey, quien a menudo no se conformó con la obra de los enmendadores del lenguaje, sino que actuó personalmente en la corrección, aportando una serie de ajustes que tendían a fijar progresivamente los caracteres de la prosa literaria castellana.

Por el año 1276, estamos en desacuerdo con la versión que sus colaboradores habían hecho del Libro de la Ochava Esfera, resolvió darle él mismo la forma definitiva, para lo cual

“tolló las razones que entendió eran sobejanas et dobladas et que non eran en
castellano drecho, et puso las otras que entendió que complían; et cuanto en el
lenguaje, endreçolo él por sise:”

Es decir que él, por sí mismo, suprimió las repeticiones y las palabras sobrantes y enmendó la expresión hasta conseguir la corrección pretendida.

El “castellano derecho” de Alfonso era refractario a la apócopo extranjerizante, y respondía en general al gusto de Burgos, cuna de la lengua, pero con ciertas concesiones al lenguaje de Toledo, capital de la Nueva Castilla.

Durante la actividad lingüístico-literaria de Alfonso el habla toledana, intensamente castellanizada, sirvió de modelo en la nivelación lingüística de la Nueva Castilla, valedera para todo el reino, sin los resabios exclusivistas de Burgos y las sobrevivencias mozárabes de Toledo y de la cuenca del Tajo.

La obra de Alfonso implicó un profundo y radical proceso de codificación del castellano, tanto en el aspecto ortográfico, como en la gramatical y léxico.

En efecto, con relación al primer tópico, diremos que pese a la evolución de la lengua hablada, los amanuenses de cultura latina de España no tenían dificultad en relacionar las formas romances con las etimológicas de la lengua madre. Además, en la Edad Media, todos los romances, cual más cual menos, en su forma escrita -como afirma justamente Ottmar Hegyi- todavía no había alcanzado la individualidad plena de las lenguas nacionales: la rústica romana lingua aún no se concebía como fundamentalmente distinta del latín, sino simplemente como variante funcional de éste. 

Tal actitud se refleja, a veces, inclusive en las obras de la primera etapa de la actividad del círculo alfonsí, donde los términos “nuestra lengua” y “nuestro latín” -según el contexto- puede referirse tanto al latín como al castellano.

En sentido análogo, tampoco parecía advertirse siempre la necesidad de hacer distinciones tajantes entre las variantes regionales de las hablas romances: de ahí los leonesismos, catalanismos y aragonesismos que encontramos en todos los escritos castellanos de los siglos XII y principios del XIII, inclusive en las primeras obras alfonsíes.

El concepto de “lengua” tenía en aquel entonces un sentido más amplio y menos preciso que ahora, con límites difusos tanto en su extensión sincrónica como en la diacrónica.

En vista de tales actividades, nacidas de las circunstancias histórico-culturales y de la peculiar visión del mundo medieval, los sistemas romances de escritura primitivos se desarrollaban en estrecho contacto con las convenciones grafemáticas del latín medieval, de modo que en algunos casos resulta incluso difícil hacer una distinción nítida entre ciertos textos latinos medievales corrompidos y los primeros tanteos auténticos de escribir el romance.

Por otra parte, el que las fronteras entre los varios idiomas romances quedaran difusas o, por lo menos, inconscientes en la mente de los hablantes, podía, a su vez contribuir a vacilaciones y formas híbridas en la representación grafemática, a causa justamente de la facilidad del intercambio de grafemas. En este contexto interesa destacar también que, en los focos de irradiación cultural de un determinado lugar, el equipo de amanuenses frecuentemente incluía extranjeros.

Estos factores, junto con la influencia del modelo latino, deben tomarse muy en cuenta para la génesis y desarrollo del sistema grafemático del castellano antiguo y para destacar, de manera particular, las aportaciones de Alfonso en este particular.

A tales efectos, diremos que el rey tuvo que enfrentarse a menudo con arduos problemas que no siempre recibieron plena solución.

De todos modos, conviene destacar que la grafía alfonsí, a medida que se va desarrollando, se libera de los hibridismos regionales y, por sobre todo, que se destaca en forma evidente un progresivo proceso de afirmación de los elementos grafemáticos de tipo fonético sobre los de tipo etimológico, con una consiguiente notable simplificación de la relación signo-sonido, que es justamente uno de los rasgos que más se destacan al comparar, aun en nuestros días, el castellano con las demás lenguas romances. 

La grafía castellana quedó, pues, sólidamente establecida y podemos afirmar que hasta el Siglo de Oro la transcripción de los sonidos del español se mantuvo fiel a las normas fijadas por la cancillería y los escritores alfonsíes.

La labor de Alfonso X capacitó, pues, al idioma para la exposición didáctica de los varios temas culturales, técnicos y científicos de sus obras.

Para tal logro tuvieron que ser abordados y resueltos dos problemas fundamentales: uno de orden sintáctico y otro de orden léxico.

El primero fue resuelto organizando la expresión castellana sobre la “concinnitas” latina, obteniendo como resultado límpidas construcciones sintácticas donde el pensamiento discurre con arreglo a un plan riguroso, de irreprochable lógica aristotélica, con perfecta trabación entre sus miembros, y una estructura rigurosamente piramidal.

Valgan como ejemplo dos fragmentos que tomamos respectivamente de Lapidario y de las Siete Partidas.

 

  1. Prólogo de Lapidario.

“Aristotil, que fue más complido delos otros filosofos et el que mas natural mientre mostro todas las cosas por razon uerdadera et las fizo entender complida miente segund son, dixo que las cosas que son en los cielos se mueuen et se endereçan por el mouimiento delos corpos celestiales, por uertud que an dellos segund lo ordeno dios, que es la primera uertud et donde la an todas las otras; et mostro que todas las cosas del mundo son como trauadas et reciben uertud unas dotras, las mas uiles delas mas nobles; et este uertud paresce en una mas manifiesta, asi como en las animaleas et en las plantas, et en otras mas esconduda, aussi como en las piedras es en los metales”.

 

  1. De la Siete Partidas.

“Sciencia es dono de Dios, et por ende no deue seer uenduda. Ca assi como aquellos que la han la ouieron sin precio por gracia de Dios, assi la deuen ellos dar a los otros de grado, no les tomando por ende ninguna cosa. Onde quando algun maestro recibiesse beneficio de alguna eglesia por que touiesse esscuela, no deue despues recebir ninguna cosa de los clerigos daquella eglesia ni de los otros escolares pobres. Ca si lo tomasse farie como simonia. Mas los maestros que no recibiessen beneficios de las eglesias bien pueden tomar soldada de los escolares a qui mostraren si las rendas que ouieren dotra parte no les cumplieren pora ueuir honesta mientre. E siles cumple no deuen demandar ninguna cosa, mas deuen les mostrar de buena voluntad. Pero silos escolares dieren algo de su grado no lo demandando ellos, bien lo pueden tomar sin malestança. E esto se entiende delos maestros que son sabidores et entendudos pora demostrar; mas si tales no fuessen, magar las sus rentas no les cumpliessen, no son tenudos cuemo por debdo deles dar ninguna cosa, por que semeia que mas lo fazen por su pro et por que ellos aprendan que no por demostrar a los otros”.

El problema del vocabulario radicaba, en cambio, en la necesidad de hallar expresión romance para conceptos científicos, técnicos e históricos que hasta aquel entonces habían aparecido sólo en lenguas más elaboradas, como el latín o el árabe.

Para ello Alfonso aprovecha las disponibilidades analógicas del castellano y las incrementa forjando denominales y deverbales sobre términos ya existentes: así, de lado (ancho) recaba ladeça (“anchura”, “latitud”), de luengo (“largo”), longueça (“largura”, “latitud”), de eñadir, eñadimiento (“aumento”), etcétera.

Cuando se trata de ideas referentes al mundo antiguo, según destaca oportunamente Rafael Lapesa, sustituye en algunos casos la palabra latina por otra romance que indique algo similar de la actualidad medieval, a veces con una explicación aclaratoria, como cuando nombra las Euménidas o Furias, glosadas como “las endicheras dell infierno, a que llaman los pentiles deessas raviosas porque fazen los coraçones de los homne raviar de duelo”.

Más frecuente es el hecho de citar el vocabulario latino o griego, acompañándolo una vez de su definición castellana, para después poderlo emplear como término ya conocido, sin ulteriores explicaciones, como se aprecia en los siguientes ejemplos, que seguimos tomando de la Historia de Lapesa:

“... fizieron los principes de Roma un corral grant redondo a que llamaron en latín teatro...”

“dizen en latin tribus por linaje...”

“... tanto quiere ser dictador cuemo mandador et dictadura tanto cuemo mandado...”

Los tecnicismos insustituibles, como septentrión, horizont, equinoctial, precisos para los tratados de astronomía, se incorporan decididamente y con naturalidad al castellano, y lo mismo acontece con voces latinas de fácil comprensión, como húmido, diversificar, etcétera.

Alfonso el Sabio, a pesar de haber introducido en sus escritos abundantes cultismos, no se salió nunca de la línea trazada por la posibilidad de comprensión de sus lectores, y por ello casi todas sus innovaciones lograron arraigo.

La prosa castellana quedaba, pues, definitivamente creada y, por sobre todo, la prosa técnico-científica, adelantándose Alfonso, en este último aspecto, en más de tres siglos a la obra de Galileo en Italia y a la de Descartes en Francia.

La enorme gimnasia que supone, pues, la obra alfonsí la había convertido en el vehículo de la cultura que se iba elaborando en aquel entonces en España, cumpliendo así el generoso afán de divulgación expuesto en el prólogo del Lapidario, que decía que el Rey

“... mandolo trasladar del arbigo en lenguaje castellano porque los homnes lo
entendiessen mejor et se sopiessen dél más aprovechar”.

 

Montevideo, 21 de junio de 1984