Conmemoración del Premio Día Nacional del Libro 2012

En 2012 la Academia Nacional de Letras decidió otorgar el premio anual a la correctora de estilo María Cristina Dutto.
En la ceremonia de entrega del premio realizada en la Fundación Unión Espacio Latino participaron el presidente de la academia Adolfo Elizaincín, los académicos Juan Grompone y Gerardo Caetano, la escritora Melba Guariglia y el editor Heber Raviolo. Se puede leer más abajo algunas de las intervenciones realizadas ese día.
Melba Guariglia
A propósito del Día del Libro
Escritora, docente universitaria, correctora, editora, Nació en Montevideo en 1943.
Residió en México desde 1978 hasta 1986, donde trabajó en periódicos, revistas y editoriales como periodista y correctora. En Montevideo, desempeñó las mismas tareas en diarios, editoriales e instituciones públicas y privadas.
Ha publicado libros de poesía: El sueño de siempre (México, 1984), La casa que me habita (Montevideo, 1986), A medio andar (Montevideo, 1987), Señas del derrumbe (Montevideo, 1991), Oficio de ciegos (Montevideo, 1998) -Segundo Premio (compartido) del Ministerio de Educación y Cultura de Uruguay en Poesía inédita y Mención de Honor en Poesía édita-, Sublevación del silencio (Palabras de exilio) (México, 2000), Entredichas palabras (Montevideo, 2007), Pequeñas islas (Montevideo, 2009), y de narrativa: La furia del alfabeto (Montevideo, 2011). Coautora de La palabra entre nosotras, Memorias del I Encuentro de Literatura de Mujeres (Montevideo, 2004-2005).
Integra diversas antologías de poesía y cuento en México y Uruguay, es fundadora y ex presidenta de la Casa de los Escritores del Uruguay, directora de Ático Ediciones y actualmente consejera de los Fondos de Incentivo Cultural del Ministerio de Educación y Cultura de Uruguay.
Buenos días o buen día, como prefieran.
Antes que nada agradezco a la Academia por la invitación a esta mesa en el marco del Día del Libro, y a María Cristina Dutto por su labor realizada en el ámbito de la corrección de textos. Es un honor estar aquí junto a trabajadores de la cultura y a lectores amantes de los libros. Gracias y felicitaciones.
En mi caso reúno el ejercicio de varios artes u oficios, los cuales se han alternado a lo largo de los años y permanecido como un mandato inevitable: autora, correctora, editora. Desde el texto escrito al texto leído -o viceversa- pasar por una cadena de producción tratando de cumplir fielmente cada personaje no ha sido sencillo para mí, aunque sí placentero. Por eso me animo a reflexionar sobre algunos tramos de mi experiencia diversa, donde crear un único protagonista no siempre fue posible. Y viene a cuento de esta celebración, entre lecturas retocadas y libros de todos los días del año.
Lo difícil de cada una de las labores emprendidas por mí fue intentar que cada personaje imitara al arte, es decir, tuviera una finalidad estética y expresara una visión del mundo. Y digo difícil porque los seres humanos aspiramos a la perfección a pesar de que ese intento requiere una corrección permanente de nuestros actos. De ahí que como autora continúe en la búsqueda del lugar de la belleza y el valor de lo imposible, como correctora la flexibilidad y el esplendor para lograr la comunicación plena, como editora la capacidad de unir los eslabones de esa cadena y producir el libro de toda la humanidad.
Lo placentero de mi actuación, en diálogo con estos personajes, ha sido descubrir por medio de las palabras el amor al lenguaje, a la comunicación, a la lectura y al deseo apremiante de saber.
Y encontrar en el ejercicio de cada tarea pequeños trazos de humor que la transforman en imprescindible.
Ahora bien, deteniéndome en el arte y oficio de la corrección, cuyo desempeño iniciara en México hace ya muchos años, creo que además de un trabajo apasionante, este ha sido una buena manera de canalizar mis obsesiones por los diccionarios, desacralizar mis disputas con la be y la uve, la ce, la ese y la zeta, denunciar el poder de las mayúsculas sobre las minúsculas, rescatar la voz en el humor de la Hache, y comprender que cada día se abre una nueva forma de comunicarse entre quienes tercamente crean y recrean, en las distintas épocas, signos de acercamiento.
La corrección de textos está ligada a los orígenes de la escritura, pero es desde la invención de la imprenta cuando ha sido reconocida y considerada “el alma del libro”. “La mayor perfección y pureza de la impresión consiste en los correctores”, afirmaban los eruditos en esa época. Estas opiniones se fueron diluyendo en el transcurso del tiempo, a través del cual la imagen del corrector de páginas pasó a ser casi invisible, cuando no inexistente. Sin embargo, detrás de cada libro o texto impreso hay personas que laboran con la palabra tanto o más que los autores y editores, y auscultan letra por letra, rastreando formas, contenidos y significados, atienden gerundios y adverbios, eliminan anfibologías, cacofonías, muletillas, argumentan modificaciones acordes a los cambios de la lengua.
Oculta entre las páginas de un libro está esa figura que ha cambiado sucesivamente de nombre porque no es el nombre el que designa, sino la función que ocupa y pre-ocupa: castigator, corrector, revisor, preparador, enmendador, asesor lingüístico, etc., el corrector merece presencia, celebración, por ser parte de la producción de un objeto real o virtual surgido en el ámbito de la comunicación escrita. Una esforzada y puntillosa tarea donde los duendes no escapan a sus ojos, ni los párrafos a sus oídos.
En el bosque mágico de la escritura, en la intersección de autores y editores, entre el tronco del lápiz y la pantalla donde navega el rápido ratón, concentrados en la mirada de los destinatarios lectores, los y las correctoras existen con la velocidad de sus sentidos en busca de erratas, conceptos, guiones, tipos y fuentes de transparencias.
En mi diario quehacer, ubicua en la tríada autora-correctora-editora, sumado mi papel de lectora todo terreno, he visto y escuchado roer a las erratas en medio de largos rollos de papel escrito, galeras y pruebas, y advertido sus orejas asomadas entre una fronda de letras o su hocico levantado en la sombra de un párrafo, mientras procuraba el cuidado más pulido del discurso. Es un desafío continuo y genuino sorprenderlas y sopesar su riesgo: inocuo, banal, oscuro o capaz de modificar la historia.
A pesar del peso de los pesares, más allá de la imaginación creadora, encontramos que los equívocos o yerros que aparecen en el dominio de la escritura nos llevan de la mano al concepto de trabajo humano. A propósito Neruda reconoce: “Tenemos que descender de nuestro castillo verbal y comprender la infinita labor que se ocultó bajo cada línea: movimientos de ojos y manos, los socios anónimos del pensamiento, los trabajadores que desde Gutemberg siguen perteneciendo al ejército que combate con nosotros”.
Sí, el producto libro es el resultado de un trabajo colectivo, y para quienes convivimos muchas horas con el alfabeto una tarea extensamente compartida. Son las erratonas, las buscadas en primer lugar por los trabajadores de los Departamentos -mal llamados de “Corrupción”- de diarios, revistas, empresas editoriales, ahora también conformados en espacios virtuales que escapan al automatismo de las máquinas. Ellas se cuelan subrepticiamente con sus largas colas entre las palabras, bordean las letras, arremeten contra las mayúsculas y acechan en las cláusulas menos pensadas, sin temor a las consecuencias. Bailotean con los duendes, se toman de las patitas con tanto candor que muchos escritores se han visto beneficiados con esta danza, y por ende, los editores. Claro que no todos. Algunos se ven obligados a perseguirlas porque cambian el rumbo de la frase y se alejan demasiado de la intención primera. Para esto están los correctores custodios, para que el “perdón” sea “imposible” sin la coma, la verdad no sea tal, con o sin ella. O el “no, espere”, no se transforme en un desesperado no esperar. También están allí para rescatar un juicio sobre Sor Juana Inés de la Cruz, en aquel texto que decía: “Por su excelencia poética fue llamada ‘La pésima musa’”.
Y en la novela de Saramago cuando su personaje con una simple interjección negativa evitó el sitio de Lisboa. Para advertir también, como Mark Twain: “cuidado con los libros de salud porque podemos morir por culpa de una errata”.
Poética o no, literaria, científica, académica o técnica, las palabras impresas sobre cualquier soporte hoy -y cada vez más- asume el desafío de perderse en el caos si no es acompañada del conocimiento profundo del idioma y de los procedimientos del arte y el oficio de editar y publicar, es decir, de llegar al pueblo, según la misma raíz etimológica, con la calidad y claridad que éste merece.
Mucho deben los autores y editores al corrector en el manejo del lenguaje, a sus competencias específicas, cada vez más profesionales y especializadas, más allá del salvataje de los roedores- errores garrafales que hacen de esta figura un eficaz flautista. Con base en la espontaneidad de los textos algunos escritores subestiman la importancia de comunicar correctamente, aun cuando son conscientes de que sus palabras están destinadas a ser públicas. Y algunos editores se otorgan la potestad políglota y universal sobre la elaboración exclusiva de los libros. Es cierto que algunos correctores no pueden con sus ansias de transformar sus comentarios y señales en “deleátures” digitales, asear compulsivamente frases y palabras, y deslizarse a la ultra-corrección entusiasta o a embellecer con nuevos giros idiomáticos lo que supone escueto sin advertir su inmodestia, pero ahí está el editor para distinguirse y equilibrar los aspectos formales en salomónica triple alianza.
Mientras debatimos el sexo del lenguaje, los límites de la corrección y los peligros de su perfeccionismo, la dinámica social de los idiomas, la incorporación de nuevas palabras, los cambios de la era digital, las polémicas polémicas de las Academias, la modificación del antiguo nombre de duende de las imprentas por el de virus o bacteria informática, aparecen todavía quienes creen que “el corrector” es el líquido paper o un programa de Word.
No obstante, también aparecen estudios que destruyen mitos, por ejemplo, el de la idea original de la primera edición del Quijote.
Estos descubren que en ella se percibe “la mano de quien lo preparó y quien lo compuso”. Francisco Rico, reconocido lingüista español, encuentra razones para afirmar que el primer texto de Don Quijote, impreso en 1604, era muy distinto del que salió de la pluma de Cervantes. Su investigación muestra que una misma copia, leída por correctores o componedores diferentes en el Siglo de Oro, podía dar lugar a importantes variaciones gramaticales y léxicas. Es así que el famoso libro magistral puede haber sido escrito o reescrito por esos otros duendes ilustrados, los cuales por ahora son llamados correctores, y correctoras como lo prefieren los estudios de género.
Por otro lado, confieso que la eterna insatisfacción que me asalta como autora continúa presente en mis otros personajes, no puedo enmendar la plana de nadie en el significado profundo del texto, ni tomar el pulso a un libro desde mi pequeño lugar de editora sin esperar algo más. Pienso que un trabajo como el de la corrección -arte y oficio- no dejará de existir nunca porque corregir es perseguir la verdad y he seguido al pie de la letra el Libro de los Consejos cuando dice: “Mientras no alcances la verdad no podrás corregirla. Pero si no la corriges, no la alcanzarás. Mientras tanto, no te resignes”. Y ese es mi lema.
Gerardo Caetano
Homenaje a la corrección y a quienes la protagonizan
Académico, profesor egresado del Instituto Artigas, licenciado en Historia y conocido historiador. Ha dado a conocer sus investigaciones y estudios en numerosos libros que circulan por el ámbito de lengua española y que ya son clásicos y referentes ineludibles. Su tarea universitaria y de extensión es conocida y amplía el perfil de su trayectoria destacada.
Gracias, Adolfo. Felicitaciones, Maqui. Buenos días a todos.
En primer lugar creo que es muy bueno que el libro tenga su día, más allá -y esto tal vez sea algo obvio, pero no trivial- de que todos los días tienen que ser el Día del Libro, aunque fuere un poquito. Pero eso no quiere decir que no sea necesario organizar una conmemoración especial, que incluyamos la celebración específica en nuestro calendario.
Y qué mejor para conmemorar el libro que hablar con mayor profundidad de la fragua compleja del libro. Qué mejor que centrarnos en uno de los protagonistas, a menudo olvidados y a mi juicio fundamental, de todo libro, que es quien desempeña el oficio -que así debe ser considerado- de la corrección.
Ustedes saben que la Academia Nacional de Letras tiene una misión, un compromiso integral con el idioma. Y ese compromiso se traduce en múltiples perspectivas de trabajo. Se traduce, por ejemplo, en la defensa del idioma como un instrumento de comunicación, de defensa de los derechos, un instrumento que otorga a las personas capacidad para mejorar su propia calidad de vida y para pelear por la mejora de la calidad de vida de la sociedad en su conjunto.
La Academia Nacional de Letras, en esta defensa integral de todo lo que involucra el idioma, también tiene, como dice el compañero Juan Grompone, una visión que trasciende fronteras y que se proyecta en clave internacional. En ese sentido, somos internacionalistas, no podemos no serlo. Porque entre otras cosas, el idioma español, que en realidad, como me han enseñado, cada vez más es un idioma español americano, es un idioma del mundo, hoy peleando los primeros lugares. Es un idioma en construcción, que va transformándose en el itinerario de su propia historia. Claro que se transforma, nunca queda igual, vive en el cambio y a través del cambio. Pero esa transformación incesante no se realiza contra la tradición: la historia del idioma fluye desde tradiciones, que es la mejor manera de cambiar.
Cuando se cambia desde la escisión cultural respecto a lo que somos o hemos sido, contra las tradiciones que portamos en nuestras alforjas, por lo general somos hablados de manera inconsciente por esas mismas tradiciones que queremos negar. Y lejos de generar una transformación profunda, terminamos “inventando la bicicleta” o ingresando en callejones sin salida.
En esta tarea de defender el idioma y de cambiar junto a él, en búsqueda de una mayor comprensión de sus rasgos e identidades, el libro es un instrumento especial. Por cierto no es el único instrumento. Las peleas por el idioma no solamente se dilucidan en el libro, se definen en múltiples ámbitos, pero el libro es un escenario particular. Que en ese escenario hoy premiemos a Maqui Dutto, tiene la fuerza de un símbolo.
A Maqui la conozco desde hace bastante tiempo, no voy a decir cuántos años, pero son varias décadas. En primer lugar, conocí a Maqui antes de que se construyera como la correctora profesional que es. Y puedo dar fe de que siempre, la primera señal que Maqui daba era una enorme capacidad cultural. Es una persona culta en el sentido más profundo del término y creo que ese fue uno de sus principales razones a la hora de configurarse como una correctora. ¿En qué se ve su cultura? En muchas cosas, pero en una particularmente: es una gran curiosa.
Tiene la curiosidad de la cultura genuina, tiene el rigor intelectual de hurgar en torno a las palabras, de disputar y tratar de reconocer y explorar la historia de las palabras, el sentido de las palabras, la magia de las palabras. Esas múltiples huellas que dejan las palabras en su historia constituyen una red de vínculos fuertes. No es un vínculo sencillo, no es un vínculo siempre cordial, no es un vínculo apacible. No, es un vínculo intenso que muchas veces a uno lo deja muy inquieto.
Por eso en estos largos años con Maqui tuvimos muchos vínculos de trabajo compartido. También fue correctora de muchos de mis libros y, antes que nada, debo decir que a menudo tuvimos diferencias y hasta algún conflicto. Esa es la primera prueba... Ese es el primer filtro conceptual para entender qué es un buen corrector: alguien que tiene con el autor una relación complicada, que muchas veces llega al conflicto. En verdad se trata de una interrelación exigente, como la amistad, como cualquier forma de un vínculo amoroso, en este caso con la cultura, con las palabras.
¿Por qué esta es una relación difícil y por qué Maqui para mí es una extraordinaria correctora pero a partir de asumir ese vínculo complicado con la corrección de cualquier texto? En primer lugar, porque Maqui defiende algo a lo que yo finalmente terminé adhiriendo y que los editores tendrían que adoptar: lo primero que debería hacerse al establecer una relación con un autor es darle una estatuilla, que obligatoriamente debe tener en la mesa de trabajo, y que diga “el lector”, que represente al lector. Que el autor tenga, cuando levanta la vista, la visión imaginaria y omnipresente del lector.
Esto es muy importante. Les puedo decir, desde el campo de las ciencias sociales, que no es solo que se escriba mal -y se escribe muy mal-, es que no se piensa en el lector. Y a veces ex profeso -por falta de rigor intelectual, porque eso denota problemas de pensamiento, de reflexión- se elude al lector. Se saltea ese filtro conceptual básico que es tratar de presentar y de defender cualquier hipótesis de una manera en que quepa en la brevedad y pueda ser entendida por alguien que no es un colega. Muchas veces, la falta de rigurosidad conceptual lleva a esas escrituras ininteligibles -para el que las hace, y ni que hablar para el que las recibe- por no pensar en el lector.
Maqui siempre fue una especie de fiscal de corte del lector. Esta figura del fiscal de corte es una figura institucional muy importante pero también muy polémica, que la Constitución señala que no está subordinada a ningún poder porque representa a la sociedad. Y ese aspecto que constitucionalmente es revolucionario no ha podido ser traducido en la realidad institucional cotidiana: de allíese conflicto que hay entre los fiscales y el poder político, que pasan los gobiernos y sigue en términos de una relación complicada.
Maqui construye su oficio representando a los lectores, representando a la comunidad interpretativa, y lo hace de manera muy exigente.
No a través de esa deriva, que tanto nos preocupa, de la banalización de la escritura para que, como alguien ha dicho, los libros se puedan leer en bajada. Hace muy poco tiempo escuché que el mejor elogio a uno de los best sellers uruguayos era “este libro se lee en bajada”. Era cierto, se lee en bajada, pero la bajada no se interrumpe nunca y no diré donde termina… La reivindicación del lector no es ayudar a construir esos “libros en bajada”.
El corrector discute con el autor, pero finalmente el que decide es el autor. Está bien que así sea, porque mala cosa sería que resolviera el corrector. No lo admitiríamos. Pero buena parte del éxito de un libro está en la capacidad de negociación, en el mejor de los sentidos, entre el autor y el corrector. Esto es particularmente difícil cuando entre el autor y el corrector está la intermediación del compilador o del coordinador de libros colectivos. De esto puedo dar fe, tengo bastante experiencia y es muy complicado. Porque ahí hay como dos filtros, muy difíciles, y una interacción humana muy complicada.
Esta relación exigente y difícil entre el corrector y el autor no solamente pasa por la corrección técnica, que es muy importante; incluso podríamos abundar mucho en torno a qué podemos llamar técnico. Pero aquí la función del corrector, y en el caso de Maqui lo he visto muchas veces, va mucho más allá y forma parte de la forja de un rigor conceptual más profundo. No solamente están en juego las reglas: están en juego conceptos, y además conceptos que muchas veces no están sometidos a reglas, que tienen que ver con el rigor intelectual. Esto que en esta cultura de lo instantáneo, en esta cultura del fast, cuesta. Escribir cuesta. Hay como una idea peregrina de que escribir es un “vuelapluma”, de que es un “daimón” que de alguna manera nos aborda en un momento y que escribimos prácticamente con los ojos cerrados.
No, escribir es durísimo, la página en blanco es terrible. Y muchas veces uno está sometido a una pugna, a una lucha que exige mucho rigor y que exige dolor, por qué no decirlo. Y no es que seamos masoquistas, pero exige dolor. Para llegar a una idea, a veces hay que dar tres, cuatro, cinco, diez vueltas, y a veces uno tiene la tentación, en medio del cansancio, en medio del agobio, en medio de los plazos, de ceder. Bueno, en esos trances, Maqui nos tortura, nos pide siempre una vuelta más. Y esto es muy importante.
Por eso no es solamente una corrección técnica sino también conceptual, que nos lleva a pensar con más rigor intelectual, que tiene que ver con la forma como está escrito, pero también con el contenido que se busca trasmitir.
Muchas veces decimos: “Tenemos que adaptar el contenido a una forma que nos permita llegar a más lectores”. La cuestión es que muchas veces ese objetivo depende del contenido más que de las formas. Es como cuando quieren separar la gestión de la teoría: “Tiene las ideas claras pero es mal gestor”. No, las ideas no las tiene claras, gestiona mal porque no tiene el rumbo definido. Esa muchas veces es la explicación por lo menos para la confusión. Y allí la figura del corrector, cuando trabaja como lo hace Maqui, es sumamente importante.
La corrección es hoy particularmente relevante, entre otras cosas, porque vivimos en una sociedad que no corrige. En una sociedad donde la idea de la corrección es una mala palabra. Es una sociedad en la que nadie quiere evaluar, en la que nadie quiere corregir, en la que se escribe y no se vuelve a leer lo que se escribió, en la que muchas veces el mal uso de un instrumento fantástico como el Internet nos impone atajos perezosos.
Las nuevas tecnologías de información y comunicación nos permiten corregir como nunca nadie pudo hacerlo, con apertura de posibilidades que autores de siglos pasados hubiesen dado cualquier cosa por tener. Y sin embargo, esta sociedad del fast food, del instante, tiene frente a la corrección un bloqueo. La defensa de la corrección me parece un tema hasta de política cultural sumamente importante.
Y además hacerlo profesionalmente. Y en esto hay un registro que quiero destacar muy particularmente. Siempre hubo correctores, y muy buenos. A veces incluso hubo correctores que eran autores y corregían a otros, casi siempre.
Sin embargo, como incorporación de un proceso de maduración y modernización de prácticas, Maqui ha protagonizado algo que yo creo que ya está instalado pero que tiene que profundizarse mucho más, que es la profesionalización, con todo lo que esto implica, del rol del corrector.
Hay un momento en que el autor no puede seguir corrigiendo lo que escribió, en que necesita una lectura externa. En ese trance, los amigos tampoco pueden ayudarlo, tampoco sus colegas, aunque puedan hacer otro tipo de contribuciones. Hay un momento en que se necesita una corrección profesional, sometida a reglas del oficio, que termine de construir, como Maqui y otros lo han hecho en el Uruguay, un oficio, como se hace en el mundo.
Tuve el honor de proponer a Maqui como merecedora de este premio. Lo hago desde una convicción profunda, y agradezco a mis queridos compañeros de la Academia que de inmediato hayan aceptado entusiastas la idea. Estoy seguro de que no me equivoco. Yo he formado la convicción de la relevancia enorme de la figura del corrector justamente a partir del trabajo que Maqui ha hecho con muchos de mis textos. Entonces, esta propuesta surge de una convicción muy formada que tiene mucho tiempo.
Y con el más que justo premio a Maqui Dutto, en la Academia queremos simbolizar la necesidad de ir a esos otros productores invisibles del libro, para que el lector conozca más, para que la comunidad interpretativa profundice en torno a lo que recibe cuando lee un libro. Para que conozca los múltiples oficios que convergen en esta tarea, que es una tarea colectiva, en la que muchas veces el que se lleva todos los honores es el autor.
Allí hay actores invisibles que merecen también el reconocimiento y que más de una vez hasta podrían ser considerados como coautores de una labor que es colectiva, cada vez más colectiva.
Por eso, desde una convicción intelectual muy firme, estoy muy contento de que en esta ceremonia del Día del Libro en el año 2012 reconozcamos la figura del corrector y lo hagamos premiando a alguien como María Cristina Dutto. Muchas gracias.
Heber Raviolo
Arte y oficio del corrector
Profesor de Literatura egresado del Instituto Artigas. Fundador de Ediciones de la Banda Oriental, sello que ha difundido a los grandes maestros de la literatura universal y a centenas de autores nacionales de significación, amén de las obras de otras disciplinas. Su aporte al proceso de la cultura uruguaya contemporánea es inestimable y a través de sus prólogos y estudios ha cumplido un trabajo de esclarecimiento y producción crítica, ineludibles.
Cuando en 1961 surgió Banda Oriental, las viejas editoriales o ya no existían o eran poco más que simples sellos. Es el caso de Barreiro o Claudio García, por ejemplo. En el caso de Banda, teníamos alguna experiencia previa: algunos de nosotros habíamos publicado durante cinco o seis números una revista de la FEUU y yo en particular había sido colaborador del grupo de la revista Asir. El primer libro que corregí fue El poeta, de Washington Benavides, del año 1959, una edición realizada en el sótano que la Comunidad del Sur tenía en la calle Tacuarembó, frente al hoy demolido Barrio Reus al Sur, el barrio Ansina.
Con estos prolegómenos estoy dando a entender que mi labor como corrector fue totalmente improvisada, sin cartilla y sin maestros, aunque, en realidad, algunos linotipistas de vieja escuela que trabajaban con Carroccio o con Deponti y Mañana y algunos otros talleres de linotipia, como el de Avenir Rossell y su compañera, me fueron dando pautas que me fueron muy útiles.
En realidad, cuando creamos la editorial -éramos doce- lo hicimos con una concepción bastante romántica, vamos a decirlo así, y teníamos muy claros los aspectos positivos que podía tener esa cruzada por la difusión del libro uruguayo a la que nos largábamos, que lo era también en buena medida por la difusión de nuestras ideas latinoamericanistas, que especificábamos en las solapas de nuestros primeros títulos. No teníamos nada claro, en cambio, las dificultades y los trabajos que nos esperaban. El tema de la corrección, por cierto, no fue uno de los menores y con él nos topamos de buenas a primeras. Lo fuimos resolviendo por el conocido método de acierto y error. No teníamos recursos para pagar un corrector de libros, pero tampoco abundaban por ese entonces, si es que los había, correctores mínimamente profesionales y si mirábamos las ediciones de Claudio García, por ejemplo, no se caracterizaban por su pulcritud.
Empezamos con una solución casi demencial: éramos doce, como ya lo dije, y se nos ocurrió formar tres o cuatro parejas de correctores: uno leía el original en voz alta y el otro iba corrigiendo el texto. Los resultados fueron funestos y hubieran llegado a catastróficos si no hubiera salido al descubierto, en esas circunstancias, mi maniática preocupación por todo lo que hacían los demás, que me llevó, sin que nadie me lo pidiera, a hacer una última lectura y corrección de todos los textos. Y es curioso: ahora me doy cuenta, haciendo estas reflexiones, de que, en buena medida, en aquel grupo de origen y concepción bastante anarca que era Banda Oriental, yo terminé siendo su director porque primero fui, sin que nadie me designara para esa tarea ni yo mismo tuviera conciencia plena de ello, su corrector. Como quien dice: toda la responsabilidad -o, si alguno gusta, todo el poder- al que empezó a tener en sus manos la responsabilidad del cuidado de los libros antes de entrar en prensa.
Por supuesto que mi formación en los cursos de literatura del IPA contribuyó en buena medida a todo eso, y así se fue forjando a través de medio siglo mi oficio de corrector, si ustedes quieren un tanto clandestino, porque siempre estuvo en primer plano mi condición de director de la editorial.
Supongo que, en la brevedad pedida para estas tres intervenciones, no me corresponde entrar en detalles que podrían resultar plomizos, pero tal vez ciertos hechos puntuales, si se quiere anecdóticos, puedan ir dando una idea de algunos de mis avatares en la tarea de corrección. Sin duda que uno de sus aspectos más delicados es el de la relación corrector-autor.
No es nada sencilla, porque en ese tema se dan todos los extremos: desde el autor que se desentiende por completo de su texto una vez que entrega los originales y no quiere ni mirar las pruebas, hasta el súper minucioso, que se puede poner a discutir hasta los puntos y las comas.
Entre ambos extremos, todas las gradaciones posibles, que a veces requieren del corrector una particular perspicacia psicológica, si no quiere pisar en falso. Por otra parte, es fácil comprender que no es lo mismo tener entre las manos el texto de un historiador, un novelista, un poeta, un sociólogo o un científico. Hay que tener muy claro, con cada uno, hasta donde se debe ir, pero no vamos a entrar en semejantes laberintos.
Me voy a limitar al respecto a contarles una anécdota y a leerles un texto de un autor y amigo muy querido, que estuvo integrado hasta su muerte a la mejor historia de Banda Oriental. Es algo que tenía olvidado y me volvió a la memoria de pura casualidad, cuando estaba pensando de qué diablos iba a hablar hoy, a raíz de un comentario que me hizo una compañera de la editorial a propósito del uso y abuso del pronombre enclítico en el siglo XIX y durante la primera mitad del siglo XX.
Me vino a la memoria entonces un inesperado encontronazo que tuve, hace como 35 años si los cálculos no me fallan, con Alfredo Castellanos: profesor, historiador, último director del IPA antes de ser intervenido por la dictadura y uno de los amigos más maravillosos que pisó la editorial. También era autor, por supuesto, y cuando hoy leo la “cartilla” que me envió me doy cuenta de que no debí haber calculado bien hasta donde podían llegar mis prerrogativas de corrector, en este caso. Es de señalar la fineza del gesto de enviarnos esa cartilla en quien iba prácticamente todas las semanas por la editorial, y siguió yendo. Pero cuando inopinadamente se puede desempolvar un documento así, lo mejor es leerlo:
CARTILLA A MI SEVERO CORRECTOR
La rectificación indiscriminada del sufijo “se”, forma reflexiva del pronombre personal de 3ª. persona, como partícula enclítica pospuesta al verbo, aparte de su impropiedad es una desconsideración para con el estilo o modo de escribir del autor.
Según “autoridades” consultadas dicha forma de empleo es absolutamenteapropiada cuando la acción se refiere a personas (no a cosas); así es totalmente correcto decir que Fulano de Tal alistóse en filas del ejército cual, púsose en marcha con él, hallóseen tal batalla, vióse envuelto en la derrota, retiróse, etc. etc. (Claro está que no todas estas formas en una misma frase, que aquí se compone a vía de ejemplo…).
En cambio es incorrecto decir: desatóse una tormenta, desplomóse el techo, disparóse el caballo, etc., etc. El autor incurrió, efectivamente, en este último error, pero su meticuloso corrector incurrió más frecuentemente en el primero en su empeño por cambiar indiscriminadamente todas aquellas formas gramaticales. (Menudo trabajo habría tenido, salvas las distancias, si hubiera debido corregir las “pruebas” del Quijote…).
No se justifican ni tampoco se explican los cambios hechos por el corrector de “además” por “a más” (pág. 29), “injerencia” por “ingerencia” (pág. 39) y “excusa” por “excusación” (pág. 99), siendo en este último caso más apropiada la forma original que la sustitutiva…
Tampoco se explican ni justifican la supresión de los párrafos finales relativos a las muertes de Lavalleja y de Rivera (pág. 1), imágenes literarias ni mejores ni peores que algunas leídas en otros textos de esta colección...
El autor no se paga de ellas, pero considera que debieron ser mantenidas por respeto a su “estilo” (¿), no siendo ni chabacanas, ni cursis ni inapropiadas “literariamente”.
Lo mismo puede decirse de la supresión del símil del cónsul romano Fabio (pág. 47 ¿acaso por exceso de erudición para con el lector “liso y llano”…?Respecto a la supresión del cuento “El primer suplicio” de Acevedo Díaz, sin compartir las razones que le fueron dadas para ello, el autor reconoce su error en el título (que tenía fichado correctamente), y está dispuesto a pagar la apuesta perdida de una “vuelta” de grapa para todo el clan ejecutivo de Banda Oriental.
C.
Para terminar, porque el tiempo apremia, me voy a limitar a hacer algunas consideraciones sobre una clase particular de problemas que se le pueden plantear al corrector. Me refiero a las traducciones. Tenía anotados por aquí cuatro o cinco casos entre los muchos con los que me topé, pero solo voy a hacer algunas consideraciones generales y a poner un ejemplo. Una conclusión a la que he llegado es que el hecho de que la traducción aparezca con firma y apellido del traductor y respaldada por una editorial prestigiosa no ofrece ninguna garantía.
No me refiero al caso de textos torpemente escritos pero razonablemente fieles, o al caso contrario, muy bien escritos pero irrespetuosos de la literalidad, sino a errores garrafales, que muchas veces saltan a la vista sin necesidad de leer el original. Para ponerlos “en situación” y terminar rápidamente, les voy a contar un caso que se me planteó hace dos o tres años.
Cuando publiqué en la colección Lectores de Banda Oriental una selección de textos de Washington Irving (W.I.: Rip Van Winkle y otras leyendas de la antigua Nueva York, Montevideo, junio de 2009) me encontré con una vieja traducción de “Rip Van Winkle” y de “La leyenda del valle encantado”, publicada en el año 1920, en Nueva York, por Doubledey, Page & Company. El nombre de la traductora, cuando pensé en aquella época de traductores españoles más bien ampulosos, no era tranquilizador: doña Carmen Torres Calderón de Pinillos. Sin embargo, al cotejar su traducción con el texto inglés, la versión resultó muy fiel y fluida, más allá de algún esporádico término envejecido, propio de la época, fácilmente corregible.
Pero de pronto me acordé de que disponía de una versión mucho más moderna: la publicada por Galaxia Gutenberg, Círculo de Lectores, en una Antología del cuento norteamericano seleccionada y prologada por el gran novelista Richard Ford y presentada por Carlos Fuentes. Es un tomo de casi 1300 páginas con excelente encuadernación, tapa dura, papel biblia (o algo similar), publicado en el año 2001. Una joyita de la biblioteca. Miré el nombre del traductor, a quien no vale la pena nombrar si es que existe, y cuando me puse a leerlo caí de inmediato en la cuenta de que era el mismo texto de doña Carmen, párrafo a párrafo, sin la menor variante sintáctica y con algunas esporádicas correcciones de vocablos. El tomo lo sigo considerando una joyita -después de todo, la traducción era buena- pero no deja de inquietarme cuando pienso en cuál puede ser el origen de las más de 60 traducciones que contiene.
María Cristina Dutto
Palabras de agradecimiento
Muchas gracias a la Academia por este reconocimiento y a Gerardo por la iniciativa y por sus palabras. Con independencia de que la placa tenga mi nombre, me parece justo que, cuando se trata de libros, alguna vez se ponga el foco en la cocina de la edición. Porque es común esa idea, que comentaba Adolfo, de que los libros se hacen solos, o de que la edición es una especie de caño entre el autor y la imprenta donde no ocurre gran cosa. Y según el libro -porque hay libros en que se elabora más y otros en que se elabora menos-, en ese espacio pueden llegar a ocurrir muchas cosas, y el original puede adquirir mucho valor nuevo en el proceso de edición.
No solo por el trabajo del corrector, sino también por el trabajo de edición y de diseño, y muchas veces porque también participan ilustradores, fotógrafos, cartógrafos, un montón de gente que suele ser poco visible.
Ahora, en el caso de la corrección me parece que no solo el corrector es poco visible porque normalmente no está expuesto, sino que además el trabajo en sí es invisible cuando está bien hecho. Vos abrís un libro y si te acordás del corrector es porque encontraste una errata, porque encontraste un error, porque encontraste algo que se le pasó o en que se equivocó, que hizo mal o que no hizo. Pero el trabajo que está bien hecho -que podría ser el noventa y nueve y medio por ciento de lo que había para subsanar-, ese se diluye en la obra y se vuelve indistinguible. Me parece que es otro factor de invisibilidad. No es que la gente sea ingrata y no se fije en los que trabajan en la trastienda, sino que hacemos un trabajo que de verdad, cuando se hace bien, no se puede ver. O sea que no es oficio para el que tiene vocación de famoso.
El del corrector es un oficio viejísimo, como decía Gerardo. Incluso es anterior a la imprenta y es anterior al libro, al códice. Cuando se escribía en rollos ya había correctores. Pero el corrector moderno, el contemporáneo a la imprenta, tuvo durante quinientos años una función primordial, más allá de corregir algunos errores que pudiera tener el original. Esa función era verificar la correspondencia entre lo que decía el original y lo que en la imprenta se componía para imprimir. Porque el original del autor, que en el siglo XX se entregaba escrito a máquina y antes escrito a mano, debía ser compuesto en tipos de plomo para poder imprimirse, y en ese proceso se cometían errores: se salteaba texto, se repetía texto, se incorporaban erratas. Entonces el papel del corrector consistía principalmente en corroborar que la composición coincidiera con el original y en marcar los errores para subsanarlos.
En los años ochenta, con la revolución tecnológica, con la irrupción de la informática en todo el proceso de edición, esa figura perdió razón de ser. Ustedes y todos saben que hoy el borrador que un autor empieza a escribir en su casa, después de sucesivas transformaciones, importaciones, pasar a otros programas, etcétera, se convierte en un PDF que termina en las chapas de ófset con las cuales se imprimen los libros. O sea que es un mismo texto que se va procesando, se va ajustando y finalmente termina en la máquina de imprenta.
Una de las consecuencias de esta transformación fue que dejaron de existir los mecanógrafos. Fue un pequeño -en dimensiones- drama social en el sector: un montón de gente que se quedó sin trabajo en los años ochenta o noventa porque su función había desaparecido. Y con el corrector podría haber pasado lo mismo: dado que todo el proceso se hace con el archivo que entrega el autor, el corrector podría haberse vuelto innecesario. Pero la revolución tecnológica produjo tantos cambios en el sector editorial que creó la necesidad de una figura nueva, que a mi juicio solo puede ser el corrector. Un corrector distinto, que hoy tiene otros requerimientos, otras exigencias, otras funciones que cumplir.
Con las nuevas tecnologías el proceso editorial se abrevió y se abarató muchísimo. Antes para publicar un libro había que ser rico o famoso, o ambas cosas; si no, era muy difícil llegar a ser publicado, por mejor calidad que tuviera la obra. Hoy la gente dice: “Ahora publica cualquiera”, y en parte es cierto, y en parte es bueno, porque la publicación se ha democratizado.
Tiene también sus contras; por ejemplo, se pierden, o se pueden perder, algunos saberes del oficio, en la medida en que la producción de libros se facilita mucho y puede hacerla gente que no conoce la materia. Pero en principio es una buena noticia para todos que publicar sea mucho más accesible.
Esas facilidades han generado una gigantesca sobreproducción editorial. Por lo menos hasta la crisis del 2008 en los países centrales, en el mundo se venía publicando cada año más que el anterior, incluso en papel y pese a la publicación digital. Cada año se publicaba más y se vendía más también, pero se publicaba más de lo que se vendía y eso creaba diversos problemas (entre otras cosas, muchísimos libros terminaban destruyéndose). En este momento hay una crisis descomunal en el sector editorial del primer mundo que veremos cómo se decanta.
Esa sobreproducción de las últimas décadas tiene algunas características generales; por ejemplo, los libros que llamamos de literatura -es decir, ficción, cuentos y novelas- estaban siendo una proporción cada vez menor. Quizá se publicara más narrativa que el año anterior, pero en el conjunto aumentaba más todo lo que es no ficción. Me refiero a libros de texto, libros académicos, libros técnicos, libros de divulgación científica, libros prácticos, de cocina, de autoayuda, manuales… Los géneros no literarios son los que realmente han crecido más en estos últimos años.
Y otra característica es que muchos de estos libros no son producidos por editoriales - considerando la editorial como empresa especializada en la producción de libros-, sino muchas veces por instituciones, universidades, fundaciones, ONG, empresas públicas y privadas… En la medida en que publicar se hizo accesible, se hizo accesible para todo el mundo.
Una característica de esa nueva producción bibliográfica es que la mayor parte, la inmensa mayor parte de esos libros están escritos por no escritores. Con esto quiero decir que los autores no son expertos en escribir, lo cual no significa que escriban mal. Algunos escriben muy mal, otros escriben muy bien y la mayoría escribe más o menos, pero es gente que no escribe por vocación, ni por placer, ni porque sienta un llamado, ni porque se haya especializado en eso, sino porque es profesional en algo, especialista en algo, ha investigado algo y quiere comunicar contenidos. Usa la escritura como herramienta.
Me parece que ese panorama abre un espacio nuevo y muy importante para el corrector, que es el ser auxiliar o colaborador estrecho del autor para que ese libro llegue al lector de la mejor manera posible. Y eso incluye lo que es lingüístico y lo que no es lingüístico también. Gerardo hablaba de algunas de estas cosas. Porque uno podría decir: “Bueno, aquí hay tareas que no le corresponden al corrector; tendría que haber un revisor de contenido, tendría que haber un editor que se sumergiera en el texto…”; pero en la industria editorial uruguaya eso es imposible por razones de estructura de costos. Tenemos un mercado muy chiquito, tirajes muy chiquitos, costos fijos muy altos, entonces en la mayoría de los casos no se va a contratar a nadie más. Y queda allí un espacio que si no lo ocupa el corrector va a quedar vacío.
Para ser corrector hay requisitos de competencia técnica. Un corrector tiene que saber de ortografía, tiene que saber de gramática, tiene que saber de normativa, tiene que estar actualizado. Tiene que saber de ortotipografía, que es una materia delicada prácticamente exclusiva del corrector, porque casi nadie más sabe de eso, pero que a mi juicio es la marca de la corrección profesional. Uno va a una librería, abre una novela cualquiera, sin leer nada, se fija en cómo está armado un diálogo, qué rayas (guiones largos) se usaron y cómo se colocaron, y con eso sabe si ese libro fue profesionalmente editado o no. Ese tipo de detalles hace la diferencia entre una edición cuidada y una edición chapucera. La ortotipografía es uno de mis cariños, como ya se habrán dado cuenta.
Entonces tenemos, por un lado, lo que serían las competencias técnicas, y por otro lado considero que hay cuestiones de actitud, a las que apuntaba Gerardo con eso de que el corrector es el fiscal. Antes de escucharlo yo prefería considerarme defensora: “Soy la defensora del lector y tengo que pescar todas las posibles debilidades de este libro.
No solo los errores y erratas, sino todo lo que pueda ser una debilidad subsanable antes de que llegue a la imprenta y a las manos del lector”. Ahí por supuesto no hay fórmulas, porque uno nunca puede pescar todo. No hay métodos. Siempre se pueden escapar cosas importantes. Pero por lo menos se trata de hacer todo lo posible.
Creo que en la actitud hay dos errores extremos. Uno es trabajar a reglamento. Decir: “Ay, bueno, yo qué sé, acá el tipo puso que Artigas murió en 1950, pero corregir la información no me corresponde”. Estrictamente es cierto que al corrector no lo contratan para corregir la información, que esa es responsabilidad del autor. Pero si vos pescás un error de fecha lo tenés que corregir, porque hay un compromiso con el resultado también. El corrector es uno de los hacedores del libro y debe tener un compromiso con el resultado.
También hay que andar con pies de plomo, por supuesto, porque eso de Artigas muriendo en 1950 es claro, pero a veces uno encuentra cosas que no son claras, que son dudosas. “Acá puso Rivera y me parece que quiso decir Oribe”. A los autores les pasa eso. Así como las madres se confunden los nombres de los hijos, los autores también se confunden los nombres de los personajes, pero ahí obviamente tenés que marcar y consultar; no te vas a jugar a cambiar Rivera por Oribe porque podés hacer una calamidad.
Un extremo entonces es ese, el de la actitud del trabajo a reglamento, porque va a dejar un vacío que para el libro puede ser funesto. Nadie más va a volver a leer ese texto antes de que salga publicado.
El otro extremo es el del corrector con vocación de autor, ese que cambia porque así le gusta más. El libro es del autor. Si se genera un conflicto con el corrector y no hay acuerdo, gana el autor.
Autor mata corrector. Eso es algo que tiene que estar claro siempre, porque conflictos hay a cada rato. Uno puede proponer cualquier cosa que a su juicio signifique una mejora, pero toda propuesta tiene que tener fundamento. Si el autor puso “y siguió andando”, yo no puedo poner “y continuó caminando” porque me gusta más. Sin embargo, a veces esas cosas se hacen. Todo cambio, toda sugerencia, toda propuesta o reclamo de ajuste tiene que ser justificable, argumentable.
Tendría mucho más para decir sobre un oficio que me parece hermoso, pero quiero terminar con algunos agradecimientos.
Soy una persona muy afortunada. Tengo la fortuna de haber nacido donde nací, de tener la familia que tengo, la hija que tengo, el novio que eligió mi hija, muchos amigos, algunos de los cuales están por aquí y son amigos de distintos momentos, de distintos ámbitos. A cada uno tengo muchísimo para agradecerle, cosa que no voy a hacer ahora.
Pero ustedes saben que como correctora soy autodidacta, que según el diccionario significa “que se instruye a sí mismo”. Eso en mi caso es una gran injusticia porque no me instruí a mi misma sino que me formé, si quieren, de una manera no sistemática, pero gracias a la generosidad intelectual de un montón de gente a la que conozco personalmente, a la que no conozco personalmente, que escribió libros, que trabajó conmigo, que me enseñó mano a mano, que me enseñó en foros de Internet… Hay una enorme generosidad intelectual de la que me siento absolutamente deudora.
Y de todo eso quiero nombrar un par de lugares de trabajo donde empecé a descubrirme como correctora y a formarme en esa línea, que fueron el CLAEH y Productora Editorial, que es lo mismo que decir Ariel Collazo (h).
Quiero agradecer a Silvana Tanzi, con quien construimos un espacio particular que es el de los talleres de escritura no literaria, muy nutrido de la experiencia de la corrección, y también a Silvia Soler, que después se sumó a nosotras e hicimos un librito que se publicó hace unos tres años.
También a los colegas correctores, de los cuales en el trabajo conjunto, en el diálogo y en el intercambio sigo aprendiendo muchísimo.
Y entre todos ellos, que son muchos, quiero mencionar a Alejandro Coto, a Pilar Chargoñia, a Majo Caramés y a María Lila Ltaif, con quienes comparto las vicisitudes profesionales y también personales de todos los días.
Y por último quiero agradecer a tres maestros maravillosos que he tenido, a uno de los cuales no conozco personalmente. Ser alumna de Patricia Piccolini y de Marcela Castro en el Diploma en Edición me significó redescubrir el mundo de los libros y encantarme con él cuando ya era una correctora veterana, así que les agradezco en el alma. Y finalmente a don Pepe Martínez de Sousa, un autor monumental con el cual, como creo que cualquier corrector de habla hispana, tengo una deuda impagable.
Gracias a todos. Gracias.