Aníbal Luis Barbagelata
Aníbal Luis Barbagelata
(Discurso de Ingreso a la Academia)
Semblanza de Justino Jiménez de Aréchaga
El altísimo honor que me concede este Cuerpo al incorporarme a su seno, es así -lo he tomado y así lo recibo- sólo un homenaje que en uno de sus discípulos se ha querido rendir al Maestro que ya no puede estar aquí en humanal presencia. Por eso, si el protocolo de este acto no llamara -como llama- a trazar la semblanza del gran ausente, más allá de las formas ceremoniales, del afecto entrañable, y de la admiración bien ganada, un ineludible deber de justicia y gratitud me lo haberla impuesto igualmente.
No parecería fácil sin embargo, evocarlo hoy. Aquel aciago y gris atardecer de febrero, todavía tan cercano en el tiempo, cayó sobre nosotros como un pesado manto de tristeza La lluvia de verano, copiosa, incesante, se nutrió de lágrimas. El rápido final que todos temíamos, sin atrevernos a confesarlo, había ocurrido. Ello presintió. Su reserva a "entregarle el cuerpo a los médicos" hasta el retorno del programado viaje a Europa, era en su irónico decir-genio y figura- el lúcido y premonitorio convencimiento de que estaba jugándole, en desventaja, una trágica partida a la muerte. El dolor sigue siendo, desde entonces, una sombra inseparable de las almas. Empero -y esto es lo que torna posible la evocación- aquel llanto cuaja ahora en recuerdos memoriosos.
Justino Jiménez de Aréchaga -el "Vasco" para el círculo recoleto de sus íntimos-; "Justino", así, a secas, como cariñosamente le llamamos los demás, fuera de su presencia; "Aréchaga", con una é fuertemente acentuada y muy larga, como se nombraba a sí mismo, fue -estoy seguro de manifestar lo que hubiera resultado más caro a su espíritu- un Maestro. Un Maestro cabal más, el Maestro por antonomasia Y éste no es título que se discierna en las universidades o en las fábricas del saber. Sí, Maestro en el aula y en la vida Maestro de la palabra y de los silencios. Maestro de la ciencia y de la actitud Por gracia y trabajo. Por vocación y por arte.
De tierra y sangre vascas por vínculo paterno -un origen éuscaro al que pudorosamente atribuía su fuego liberal y su pertinacia- y por línea materna, escocés como el güisqui de buena cepa, prestamente salió nuestro Justino a andar ya enseñar: historia, Derecho... y conducta.
Nieto e hijo de juristas de nota, la egregia prosapia intelectual no fue para él una impedimenta o una carga, sino un estímulo y casi un desafío. De su abuelo -al que no conoció- y de su padre -al que tan poco tuvo a su lado, pero al que amó entrañablemente- aunó las mejores virtudes. La claridad conceptual la lógica del razonamiento, la fuerza suasoria y la fluidez de estilo, del primero. La riqueza de ideas, la erudición, el rigor científico y el cuidado por la expresión, del segundo. El talento y la agudeza, la honestidad intelectual, el denodado espíritu combativo, la responsabilidad, la firmeza de carácter y el señorío, de los dos.
Pero fue él, otro, uno, impar.
En la heráldica de la vida no heredó blasones. Aquistó por si las piezas de su escudo. En su caso, como en el de las clásicas trilogías de la antigua dramaturgia helénica, la autonomía y valor singular, intransferible, de cada parte, no se afecta y desmerece, sino que se realza, por la continuidad argumental y la relación entre los personajes de la serie.
Por eso, quizá, su recóndita alegría, más que su confesa diversión, cuando algún abrumado bibliotecario extranjero se maravillaba de la matusalénica longevidad de ese insólito Justino Aréchaga que en 1883 había escrito "La libertad política" y que en la agonía de la actual centuria seguía escribiendo, tan campante.
Al culminar sus estudios en la Facultad de Derecho tras el augural y trunco noviciado en los Institutos Normales, su paso a la docencia superior fue un tránsito imperceptible, incluso para él. Que se produjo sin extrañar a nadie. Con la fatalidad de las cosas naturales. Sin pruebas ni compulsas. Por su misma mesmedad Es que los apóstoles no se eligen. Son. Y Aréchaga era profesor antes de revistar como tal en las plantillas presupuestales. Si hasta se creería que lo fue siempre! A nativitate.
Más Juan de Mairena que Próspero. Sus clases no terminaron nunca al cumplirse los rutinarios cuarenta y cinco minutos lectivos. Se extendieron informalmente, y sin límite de tiempo, más allá del aula, en la puerta del salón, en los inhóspitos corredores, en las escalinatas de la Facultad, en la rueda del legendario café "Sportman", en el espontáneo cortejo callejero y después, mucho después, en cada encuentro. Bien lo sabemos quiénes fuimos sus discípulos, quienes nos sentimos sus discípulos, quienes habremos de seguir sintiéndonos sus discípulos.
No necesitaba él imponer disciplina, ni reclamar atención. Le bastaba con ingresar lentamente a la poblada sala, situarse frente a la clase y repasar por dos veces con sus elocuentes manazas su fuerte perfil de medalla Era el mudo anuncio. El sordo preludio. Para el atiborrado auditorio de muchachos' recién salidos de la adolescencia y, por eso, generalmente desconfiados y acerbamente críticos, el embeleso didascálico comenzaba de seguida. En un pianísimo inicial y luego, con el suave "in crescendo" de su voz clara, resonante, modulada, habría de ir desgranando un asombroso caudal de ciencia y sugerencias y operando una suerte de fascinación docente sobre un alumnado en el que de allí en adelante nunca nadie miró, ni de soslayo, el reloj.
El rico y cálido mensaje docente vence la volandera fugacidad de la expresión oral. En las versiones estenográficas que de esas, sus lecciones, se conservan, diríase con la galana frase unamuniana, que "se siente hablar al hombre". Literalmente. Realmente. Porque desde lo más hondo, su palabra llega con el soplo que la acompañó.
Hasta con el timbre abaritonado de su voz...
Asiduo, puntual, celoso en el cumplimiento de los deberes funcionales, jamás invocó ¡y bien que habría podido hacerlo! -su condición de profesor emérito para eludir la dura corvea del examinador de su tiempo y, como el más humilde, malgastó en su estéril ejercicio, y sin reproches, horas que sabía que estaba restando- ¡ay! a la producción científica, a la preparación de su legado literario, a la prolongación escrita de su nombre y de su ser, y si se quiere, a su testamento ológrafo espiritual. De su probidad en la ardua faena de la enseñanza hay pruebas inconcusas. Nunca repitió una clase. Jamás dejó de prepararla Antes prefirió no darla ¡El, que como ninguno, habría podido improvisarla!
Las esquemáticas pautas, escrupulosamente meditadas en la noche anterior o en la propia mañana, y recogidas con prolijidad en blancas hojas de papel, pequeñas y rectangulares tan parejas en su presentación y escritura que se hubiera llegado a pensar que eran las mismas cada día encauzaban su actividad docente, sin jamás constreñirla. Por el contrario, cómo le gustaba saltar las tenues vallas de esos estudiados apuntes a la menor insinuación escrutadora de algún alumno, siempre recibida con acucioso interés. Se volcaba entonces en toda la imponencia de su magisterio. Como un torrente y ¡con qué eficacia!
Arúspice de vocaciones e impulsor de tempranos aleteos desde sus irrepetibles Seminarios, se mantuvo fiel a sí mismo. Y mientras fue profesor, no le cerró el paso a nadie y resistió hasta su retiro el acaparar cátedras o clases, como se le ofreciera.
Aceptó las críticas con la gallardía del Maestro y del hombre superior que era y hasta se aplicó a considerarlas para apreciar su grado de legitimidad y eventualmente, de entenderlo así, admitir y proclamar sin ambages su procedencia y fundamento.
Irreverentes aprendices veinteañeros en ese entonces, con rubor y agradecimiento podemos hoy dar fe sobrada de esa amplitud de criterio. Y de esa nobleza.
Comprensivo, indulgente, al juzgar las hesitaciones y las dificultades, e incluso los errores, de los estudiantes esforzados, nada le molestaba tanto como la audacia descarada de los robadores de exámenes. En su inútil intento, la suerte para ellos estaba echada de antemano.
Jovial, jocundo, y en ocasiones aguda y limpiamente dicaz sabía introducir una pizca de sal que sazonaba el relato en las jornadas sin fin a que obligaban las interminables tandas de exámenes orales, cuando en la larga noche, entre el cuarto de prima y el de la modorrilla, el letargo amenazaba vencer a los sacrificados integrantes del tribunal de las pruebas, un chiste suyo, siempre de "buena ley, ayudaba a mantener abiertos los ojos y el espíritu".
Su iniciación en la docencia coincide cronológicamente con la caída de la España republicana y con el casi inmediato estallido de la segunda gran guerra mundial. El tercero de los Aréchaga, encrespado, como lo hubieran estado sus insignes antecesores, apostrofó al fascismo y denunció sus falacias y sus crímenes con todo el poder de su razón y con toda la vehemencia y energía de que era capaz. Mas, en épocas de fáciles embaucamientos, no se dejó engañar por el comunismo y sus alabarderos. Se plantó frente a uno y a otro. De pie, firme, inconmovible. En el ecuador de la libertad.
No fue por acaso que su primigenia obra, siendo todavía estudiante y con una colaboración, por muchos motivos, para él, muy querida, se refirió a la teoría del estado peligroso en materia penal y concluye en el sabio y protector rechazo de "la fórmula del estado peligroso sin delito", porque -se afirma categóricamente- "su aplicación, en la práctica, supondría, una amenaza constante contra la libertad individual”, pues se aclara a pretexto de la defensa social de una mal concebida defensa social "se sustituye el peligro del delincuente por el peligro", mayor aún, "que representa el Estado".
No fue por acaso, tampoco, que sus primeros escarceos como profesor universitario se concretaron en unos cortos, sí que compendiosos “Apuntes sobre Derecho Público Español”, ya que ellos le permitirán un provechoso y reconfortante galope histórico y jurídico por un mundo de fueros y libertades, de fazañas y albedríos, de pactos y cartas pueblas, de altivas Cortes que reclaman potestades y derechos y de monarcas que sólo "de voluntad de las Cortes estatuescen y ordenan".
Y también, exaltar "la idea de la soberanía popular, la gran invención del pueblo visigótico" y la garantizadora, y por su modernidad casi inverosímil institución del Justicia Mayor de Aragón, "elevada por encima de las miserias de la tierra como una voz impersonal de la conciencia y como una encamación viva del derecho", "que condenaba por injusta una rebelión" o "declaraba tirano a un Rey y autorizaba al pueblo a destronarlo".
Adversario del historicismo hasta por genética determinación, el método jurídico de que se serví a para la interpretación y explicación del Derecho Público, en general y del Derecho Constitucional, en especial la materia de sus principales desvelos no le llevó a olvidar que el derecho está hecho por hombres y para hombres y que únicamente habrá de llenar a satisfacción su trascendente finalidad social e individual cuando por su inspiración y concretas formulaciones normativas, contribuya a consagrar y asegurar la efectiva vigencia de los grandes valores que dan forma substancial a una genuina convivencia democrática. Lo que es, por otra parte, su sola válida fuente de justificación.
De ahí la impugnación ardorosa -¿y por qué no decirlo?- excesiva que él hace del formalismo de Kelsen al sostener que la prescindencia absoluta y deliberada que de lo político y de lo ético realiza éste en una investigación a la que pretende puramente jurídica se traduce en una concepción "pasterizada" y "castrada" del derecho que termina por identificarlo con el "mandato de quien" tiene "o detenta el poder" y por convertir a "todo Estado" -el totalitario, incluido- en "un Estado de Derecho".
Y de ahí también que, rechazando con igual vehemencia "el decisionismo sin normas" de Carl Schmitt, sus preferencias sobre el punto se inclinarán del lado del desventurado Herman Heller -"desgraciadamente muerto para nosotros" tan temprano, se lamentó en la "Teoría del Estado"- al que fue de los primeros en celebrar y atribuir el rango científico que sólo muchos años después habría de adquirir en su patria alemana -de la que en tiempos de Hitler debió huir- y en la Europa toda.
Universitario auténtico, las largas y muy ásperas contiendas que en ese medio hubo de librar, fueron siempre por la Universidad y contra los extravíos que tan caro habrían de pagarse después.
Empero, no se le comprendió. Peor aún, no se le quiso comprender por quienes, sin duda, no eran de su misma laya. En esas condiciones, su voluntario e inevitable adiós a la cátedra -que dolorosamente habría de cerrar para siempre la magnífica etapa de su docencia activa y directa- fue una muestra desgarradora -¡y cómo!- de abnegación y firmeza cívicas, acorde con la que había sido la: inmaculada historia de aquélla tribuna y de sus ilustres regentes, pero que todavía está aguardando día vendrá en que esto ocurra el acto de nacional contrición que lo reconozca y haga justicia a su autor.
Lector sin fronteras ni prejuicios, de formación cosmopolita y humanística, profundo conocedor de las grandes corrientes del pensamiento político universal, de la historia y del derecho constitucional comparado, de preferencia abrevó su ciencia en la doctrina juspublicista hispánica, francesa y alemana y después de su eléctrico deslumbramiento al primer contacto con tierra y pueblo norteamericanos "éste es el ombligo del mundo", nos gritó desde Nueva York a poco de arribar también en la doctrina estadounidense, antigua y moderna.
Su magna "opera major", “La Constitución Nacional” y complementándola: "La Constitución de 1952" -una enjundiosa colección que anticipara un tratado que, por desgracia, ya no podrá ser, pero que sin ese nombre y sin advertirlo están leyendo igualmente, todos los días, cuantos la consultan- es la historia razonada del constitucionalismo uruguayo, la pristina y más completa interpretación de sus principios y normas y la sabia cuenta de sus aciertos y de sus fallas y carencias. En suma, ¿hay acaso mérito mayor y más perdurable? -lo decimos sin miedo a incurrir en deformación apologética- la base imprescindible y esclarecedora de cualquier estudio presente o futuro en ese orden de cosas.
De "jure condito" o de "jure condendo".
Su aporte científico más original se halla quizá en sus ensayos sobre la radiodifusión -verdaderos modelos en el género y asunto al margen-, en su investigación y definición de los derechos fundamentales de los grupos, que publicó como tantas veces, con la modesta vestidura de un folleto. "La libertad sindical" -su libro póstumo- es un rico desarrollo particular de esa primicial y fermentativa tesis jurídica.
La libertad sindical cuyo presupuesto es la libertad de asociación aparece, en efecto, como un derecho fundamental, pero no de los individuos, como ésta, sino de las asociaciones profesionales y "su contenido, que ha tallado progresivamente a través de luchas incesantes", se traduce en el derecho de organizarse, auto-gobernarse, actuar y subsistir con libertad y sin discriminaciones o injerencias arbitrarias de la autoridad.
Una anécdota relativa a la aparición de este libro retrata al autor en los que habrían de ser sus últimos días. Y ofrece su imagen de siempre. En una instancia histórica para la comarca y la patria americana toda, se acerca personalmente a la editorial, alarga unas cuartillas y con humildad no afectada, ni de garabato, se limita a decir: "a lo mejor pueden servir”...
¿No es acaso de antiguo cierto que "abájanse los adarves y álzanse los muladares"? Colocada en el acápite de la obra, una frase de Dardo Regules, su ilustre antecesor en el sillón "Horacio Quiroga" de esta Academia, descubre su designio, a cuyo logro aplica con paradigmática simetría, la serenidad del científico y la pasión encendida y militante del demócrata consecuente.
"Para que el Sistema Americano sea realmente vital tenemos que ajustarlos derechos que proclamamos a la política que realizamos". "No podemos sostener la impunidad de los quebrantamientos constitucionales contra la persona humana como ley de América, si queremos que el Continente lleve a cabo sobre la base de la persona humana su vocación rectora y protagonista en la civilización".
Aréchaga vio en la democracia, no simplemente una forma de gobierno -el solo "gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo" de que hablara el genio de Lincoln- sino de modo más ancho y ambicioso: una concepción especial del mundo y de la vida Centrada en el hombre “el bípedo implume” de sus preocupaciones y afirmada en el respeto debido a la “eminente dignidad” que hay que reconocerle. Individualista, personalista, racionalista. De libertad, de igualdad, de justicia, de tolerancia, de comprensión, de fraternidad y de paz.
Porque la concibió y la sintió así, fue un demócrata de la única manera en que se lo es en autenticidad: por convicción y por sentimiento. Pero no se limitó a pensar, a sentir y a actuar, en todo y por todo, como tal. Fue de ella un ideólogo eficaz y un predicador permanente. Un democracista y un democratizador si se me permiten los neologismos. Y a esos respectos, también un Maestro incomparable.
El sano orgullo patriótico que al fijar "en el desnudo lenguaje a que habitúa el ejercicio docente" -suya es la expresión- lo que describe como "las líneas maestras, los cimientos más profundos en los cuales se apoyan nuestras instituciones políticas y su positivo grado de realidad”, rezuma en las páginas del “Panorama institucional del Uruguaya mediados del siglo XX” -epítome del que fuera emulador proceso jurídico y político de la República- se explica, no por un nacionalismo trasnochado y cerril, que en él no podía tener cabida sino por la gloriosa consubstanciación que descubre entre nuestro sistema y los grandes valores de la democracia. La identificación del Uruguay y su pueblo con esos principios esenciales de la existencia democrática -que arranca de Artigas- refuerza así su acendrado amor al terruño.
Aún en los críticos momentos en que los sucesos del mundo y los riesgos para la democracia y el hombre le llenaron el alma de amargura, ahogaron en indignación las frases que habría querido pronunciar y, expresado en su léxico mordaz e inimitable, "sólo le hacían brotar interjecciones", tuvo fe en ella y en su inexorable triunfo final. Como tuvo fe siempre en el destino democrático de nuestro país.
En tiempos de esperanzada pero difícil transición, Subsecretario del Interior -único cargo de gobierno que ocupara- actuó en su desempeño con la capacidad y dignidad que le eran propias y que, además, recogí a por dictado de la sangre.
No buscó la popularidad, y no habría vacilado en desafiarla de requerirlo la consecución de sus ideales. No estaba hecho para eso. Eran otros sus caminos. Sin embargo, gozó -¡y de qué manera!- de esa forma exquisita de la popularidad que se alcanza sin buscarla y que se manifiesta en el respeto reverente que a todos movía y que en todos creaba la sola enunciación de su nombre. Que es otro modo de decir: -la universal conciencia de la autoridad y prestancia de su insigne personalidad- es que, sin concesiones demagógicas, pensó siempre en el pueblo y en la felicidad del mismo. Y obró en consecuencia Redivivo Quijote de su ideario, solo y maltrecho a la vuelta de su única y quimérica aventura en la arena política, Aréchaga no abdicó de él y en la derrota, pero no vencido, fue uno y el mismo y como Alonso el bueno, templado por el infortunio, en lugar de abjurar de los partidos políticos y de imputar a la esencia de estos los vicios y las formas de actuación destructiva de que había sido víctima, tuvo la ecuanimidad y la altura de miras suficiente para considerar eso como el producto evitable de un exceso patológico, extraño por ende a la naturaleza y al funcionamiento normal de los mismos, y reclamándoles la "unidad de acción y de pensamiento" de que adolecían, seguir presentándolos, hasta en el que sería su postrer artículo periodístico, como instrumentos indispensables para "organizar la formación y la expresión de este libre consentimiento" por cuya virtud "cada cual puede ejercer el derecho inalienable a ser no solamente súbdito, sino al mismo tiempo gobernante".
Los foros internacionales e importantes misiones del más alto nivel supieron, en ese campo, de su capacidad y de su vigorosa presencia traducida en una acción gravitante. Bogotá, Centroamérica, las Naciones Unidas, señalan algunos de los hitos de esa encumbrada gestión. Y cuantos más pudieron ser, debieron ser.
La cuestión de los derechos humanos la cuestión más relevante de este fin de siglo y del que se aproxima fue la razón de su vida, porque en ella estaban comprometidos su amor al semejante, el respeto integral por éste, un anhelo de armónica coexistencia en lo nacional e internacional y su concepción del derecho como ordenamiento normativo coercible en olor de justicia y humanidad.
Por eso, nada le halagaba tanto como el recordar -dichosa membranza y tal vez su único puntillo de vanidad- que había participado activa y eficazmente en la elaboración de la Declaración Universal de los Derechos humanos. Pero no simplemente por el hecho de "haber sido -como lo dijo- uno de los cincuenta y ocho hombres que contribuimos a redactar aquella Declaración", sino porque -éste era su mayor timbre de honor- fue en los hechos uno de los pocos, de los no más de cinco de entre ellos, que lo hizo francamente y sin eufemismos o reservas de ninguna índole, procurando de veras su plena consagración.
Pero Aréchaga no trabajó por tales derechos sólo en la asepsia del laboratorio de ideas o en la optimista y dúctil abstracción del legislador.
Por años miembro destacado de la Comisión de Derechos Humanos de la O.E.A, cuya Presidencia desempeñó, dolido, crispado, estremecido hasta los tuétanos -como no lo vimos antes, como no lo viéramos nunca- por los aleves ataques a la existencia y dignidad del ser humano que el cargo le llevó a descubrir, para su desazón, no hizo de éste cómodo oficio burocrático, sino bastión insobornable de justicia y, malgrado la penuria de medios, amparo esperanzado contra la iniquidad ¡Cómo habría podido hacerlo de otro modo, él, que no ahorró reproches e inculpaciones cuando se topó con algunos ejemplares de los que calificara como desfibrados y "apátridas funcionarios de las organizaciones internacionales", "insaciables cazadores de dólares y diplomáticos de pacotilla!".
Ponderado, equilibre, invulnerable en su principismo de raíz honda, su negativa a aceptar el ser nuevamente reelecto constituye toda una definición.
Jurista y consultor irreemplazable, activo y diligente abogado de certero criterio y discurrir seguro, su estilo forense solía ser cortante y lapidario hasta la inclemencia. Pero, respetando normas y maneras, la potencia que en razones y frases expresaba en los agonales jurídicos nacía de la sincera convicción acerca de la ínsita justicia de la causa que, patrocinaba. Y de su pasión por aquélla.
La Facultad de Humanidades, cuya rectoría a ocupó después de Vaz Ferreira, se vitalizó a su influjo personal a través de iniciativas dirigidas a evitar que esa Casa de altos estudios se convirtiera en emporio de vanidades sin norte o en distribuidora de oropeles para cultores de un vacuo "dilettantismo" de relumbrón, al que a menudo se confundía lamentablemente con las superiores expresiones del saber puro, de la ciencia por la ciencia y del arte por el arte.
Polemista de rápida estocada, pero de alforjas llenas de ideas y proyectos, no hay duda que el país perdió -para su mal- al parlamentario de raza que en Justino había. Yen las horas de desconcierto y tribulaciones, un "radar" siempre orientado hacia las grandes soluciones.
La innata aptitud para escoger los vocablos adecuados y calibrar el contenido significativo de las palabras con la precisión y exactitud de una balanza de farmacia -que él poseyó en grado eminente- permite apenas columbrar el mérito de su aportación al silencioso trabajo colectivo de la Academia Nacional de Letras, que integró. Periodista, un rato, y espontáneo colaborador de la prensa y de la radio cuando algo lo empujaba a decir públicamente su verdad -que nunca calló- sus artículos o sus alocuciones tenían la virtud -privilegio de los grandes- de sacudir el medio y provocar en torno al tema abordado el máximo interés. El de los que querían leerlo u oírlo. Y el de los que hubiesen preferido no leerlo, ni oírlo. Que también en eso se vio al Maestro y fue el Maestro.
Con el Maestro, el hombre. El hombre que hace al Maestro. El hombre que es el Maestro.
Una aparente, bien me consta que aparente hosquedad que, a la distancia, algunos creían percibir en Aréchaga, se quebraba como por arte de encantamiento a la primera aproximación a su persona.
Su afable modalidad, su desenvuelta cortesía y su cultura humanística hacían el resto. Prontamente, hasta el más desprevenido de los interlocutores se sentía atrapado, arrobado. Y sin que nadie se lo propusiera, con mucha frecuencia, el diálogo o el coloquio que acababa de entablarse, se transformaba en un soliloquio cautivador.
El donaire, la gracia, el humor sazonado con algunas gotas del buen vinagre de la iromél, afloraban entonces a la conversación que Aréchaga así, daba más que mantenía, mientras en el fondo de su garganta se asordinaban los cascabelitos de una risa que pocas veces dejaba estallar. ¿Qué era, a esa altura, de la supuesta máscara de severa adustez? ¿Quién osan a descubrirla en su rostro iluminado ahora por un rayo de simpatía?
La bondad y la ternura de su alma -el verdadero ser de Aréchaga- se traslucía en su sonrisa, en su penetrante mirada, en el triángulo de picardía que dibujaban su ojos, en el tono que cobraba su voz, en el giro expresivo y vivaz de sus manos fuertes e inquietas... Leal, amigo de sus amigos, nunca fue injusto con sus enemigos, a quienes, sin esfuerzo, reconoció derechos y méritos, y no sólo llegó a amparar en la indefensión o la desgracia, sino que supo perdonar, en la forma más amplia y más noble: sin hacerlo sentir.
¿Quién de los que estuvieron cerca de su afecto, en la congoja o en el triunfo, no recibió de él la visita o el llamado telefónico, de pesar o aliento? O ¿a quién, en tales circunstancias, no llegó la misiva solidaria, manuscrita con aquella menuda, pareja e inimitable letra que tan bien 10 caracterizara -letra de Justino, podría decirse- pero que, no obstante la notable soltura del trazo, por su perfección y armonía, cabría imaginar dibujada por los laboriosos "miniadores" medievales de los libros de horas? ¿Cuál de sus discípulos - ¡y tuvo tantos!- no lo vio asociado, con inocultada alegría, a sus éxitos escolares o profesionales -si ese era el caso- no lo tuvo resueltamente de su lado cuando debió soportar una injusticia?
El no disipado perfume de un bello ramo de flores con que muchos años atrás su gentileza obsequió a la esposa de quien desde ese momento habría de acompañarle en la cátedra de su puño, el borrador de un acta que tenía que colmar de satisfacción al destinatario; un ejemplar de Los deberes del hombre y el ciudadano del barón de Pufendorf en la preciosa edición ginebrina de 1748, que tomó con abrumador desprendimiento de los anaqueles de su biblioteca la hermosa piedra de ágata que estuvo siempre sobre la mesa de trabajo de su padre; esta tarjeta y aquellas cartas y tantas cosas más laicas reliquias que conservo devotamente dan de todo ello testimonio personal, reiterado, inequívoco. Incontestable.
Si fue pródigo en el afecto, fue igualmente generoso de su saber y de sus cosas. El tesoro de su biblioteca de libros leídos y las gemas de recortes e información, acopiadas pacientemente en grandes cajas azules de cartón, estuvieron siempre a disposición de cuantos manifestaran interés en consultar ese valioso material. Y otro tanto ocurría con su juicio y consejo inestimables.
El Maestro y el hombre. Y el ambiente cotidiano y familiar. Su íntimo hábitat la casona de la calle Pablo de María, cargada de añeja tradición y polo geográfico y afectivo de su existencia. Que ayuda a comprender a ésta ya conocerlo mejor. ¿No hay acaso mucho de nosotros mismos en el paisaje doméstico?
No cuesta reconstruirlo espiritualmente a quien estuvo inmerso en él. Corre el recuerdo. El pasado se hace otra vez presente.
La breve y levemente sinuosa escalera de entrada deja atrás un pavimento de olvidados adoquines. Ya en el rellano, cuando la hospitalaria puerta se abre, el visitante experimenta o renueva una extraña e inefable sensación. Como en la inminencia de un acontecimiento. Como en la antesala de un museo o en el pórtico de un templo. Es un momento de suspenso, casi de recogimiento.
El silencio no se ha roto. Una apacible media luz parece proteger el sueño de antiguos duendes. Pero enseguida, en el ancho patio solariego y en las enormes estancias, entre espesas y abigarradas enredaderas de libros y preciosas telas que tapizan de color las empinadas paredes, la cálida lumbre de hogar y la invariable amabilidad de los anfitriones inundan de vida la escena. Es primero un suave murmullo, una orquesta de voces después. Los genios del aire se ponen a danzar. No hay aduanas en la casa Y de allí en más, todo transcurre como si no se hubiera conocido otra cosa, como si siempre se hubiera estado en ella.
Con el paisaje doméstico, quienes lo animaran. En fácil evocación retrospectiva acuden entonces queridas imágenes. Allá lejos en el tiempo, el encanto de una madre vieja, dulce y conversadora. Más adelante, la inocencia de tres niñas y luego, la gracia de las tres jovencitas en que se transmutaron aquéllas. Después las noveles parejas y la omnipresencia en ausencia de los que están en nostálgica diáspora. Ayer nomás, el jugueteo saltarín y desenfadado del nieto que se quedó con el nombre y el corazón del abuelo.
En todos los instantes y en todos los rincones, Lidia, su esposa y compañera, a quien con tono posesivo e indisimulado orgullo él llamaba: "mi mujer". Y como pintoresco telón de fondo, bandeja en mano y chillona palabra en boca, la estampa de aquella negra de mota blanca, sin edad, que cuidó de todos los Mac Call y que seguramente escapó de un cuadro de Figari.
Decir de alguien que en todo aspecto dio más, mucho más, de lo que recibió y de lo que ciertamente mereció recibir, es hablar de su generosidad y de su altruismo. Yeso es, sin duda, lo que corresponde decir de Justino Jiménez de Aréchaga.
Su figura prócer tiene proyección nacional y dimensión americana.
El Uruguay y América no han alcanzado todavía conciencia plena de todo lo que a su vida le deben y con su muerte han perdido. La Historia, recto juez de hechos y de hombres, no tardará en recordárselos. Dolorosamente.
Este era el Maestro. Este era el hombre. Seguirá siendo el Maestro, seguirá siendo el hombre. En obra, en doctrina, en ejemplo, en sugerencias. Y en el silencio del silencio, se hará voz y será, otra vez, el guía. Por generaciones y generaciones.
Montevideo, 17 de setiembre de 1980