Héctor Balsas
Sillón Raúl Montero Bustamante
Héctor Balsas
(Discurso de Ingreso a la Academia)
Diccionario, enseñanza y realidad
Sr. Presidente de la Academia Nacional de Letras.
Señores Académicos.
Autoridades de la enseñanza.
Señores Profesores y Maestros.
Señoras y señores:
Luego de oídas las palabras del Sr. Presidente de la Academia Nacional de Letras, Prof. Antonio Cravotto, y del Ac. José María Obaldía, me siento realmente emocionado y casi inhabilitado para expresarme. Con esfuerzo, logro articular estas ideas que van brotando como de una corriente impetuosa. Son ideas y palabras que se dirigen a quienes hicieron posible que yo esté aquí hoy.
Sin la bondad y la confianza de esas personas –íntimamente ligadas a la Academia– nada de esto se estaría viviendo. Al agradecimiento profundo y sincero, agrego la disposición más ferviente para el cumplimiento de mi actividad en esta augusta corporación y deseo con fuerza ser digno de la confianza depositada en mí. Espero que, entre todos, uniendo el tesón, la capacidad y los conocimientos de cada uno, sean cuales fueren, podamos dar a la Academia más lustre del que ya ha obtenido a través de gente sin par y de reconocida solvencia intelectual.
No puedo dejar que pase esta ocasión sin recordar a aquellos que me precedieron en el sillón "Raúl Montero Bustamante", que es el que me correspondió. Fueron personas de relieve en el medio cultural y educativo. Fueron dos grandes exponentes de los estudios lingüísticos –en particular gramaticales– en el Uruguay. Esto solo es suficiente para que me sienta comprometido doblemente en mi futura actividad académica. Me refiero a Adolfo Berro García y Celia Mieres, esta última sucesora del primero en el sillón y mi antecesora directa.
Berro García no necesita elogios ni halagos. Está consagrado como docente e investigador desde hace muchísimo tiempo y la Academia lo contó entre sus grandes propulsores. Celia Mieres tampoco requiere elogios. En este recinto está vivo el recuerdo de cómo volcaba sus inquietudes y su saber, día tras día.
La casualidad quiere que mi humilde persona ocupe el mismo sillón de estos dos distinguidos profesores uruguayos, pioneros en la labor de lexicología y lexicografía, principalmente. Parece haber un hilo invisible, que se entretiene en reunir a unos y a otros, con las mismas preocupaciones profesionales, en un alargable y duradero continuum, de tal modo que el sillón "Raúl Montero Bustamante" mantenga la tradición académica de recibir a profesores que dedicaron toda la vida al estudio y la propagación de la lengua materna.
Repito mi agradecimiento a todos, presentes y ausentes, así como declaro mi felicidad por hallarme en este santuario del idioma de Cervantes. Y ahora, cumpliendo con las normas de rigor, paso a la lectura del tradicional discurso académico.
Esta disertación, cuyo título es "Diccionario, enseñanza y realidad", constará de un conjunto de reflexiones sobre el diccionario en relación con quienes tienen en sus manos la tarea de impartir los conocimientos básicos para el manejo del idioma materno. Maestros y profesores de lengua entran en este grupo humano que ha abrazado una actividad por de más delicada y compleja.
No se me oculta que el desarrollo de tal propuesta presenta sus bemoles, en particular porque hay que vencer, desde el comienzo, la resistencia que ofrece a algunas personas el tratamiento de un tema que ellas consideran fútil y trivial, así como vencer también su falta de aparatosidad, lo cual, para mí precisamente por eso mismo, hace que resulte más atractivo y digno de ser tomado en cuenta frente a otros, rutilantes y proclives a la polémica y el lucimiento del disertante.
Sea cual fuere la posición de cada uno de los oyentes, creo que el diccionario no será causa de ruptura entre nosotros y que, en lo sustancial, estaremos de acuerdo al finalizar la exposición de las ideas que se me han ocurrido al respecto y que derivan todas ellas, por encima de toda otra consideración, de la experiencia personal adquirida durante un lapso muy largo en contacto con el diccionario y los alumnos.
Empecemos por el principio. ¿Por qué el diccionario? Muy simple: porque es una fuente ineludible a la que recurrir en nuestra tarea diaria y en nuestra formación permanente; porque es valioso auxiliar para los alumnos tanto en el aula como fuera de ella; porque recoge, en cantidad asombrosa o en cantidad medida, el léxico de la lengua materna para brindarlo a quien lo quiera poseer con el fin de utilizarlo en la comunicación con sus semejantes o para disfrutarlo personalmente, individualmente, en un acto de comunión que tiene mucho de positivo. El diccionario, libro como cualquier otro, es un colaborador ideal: está al lado nuestro en todo momento si así se desea (véase que hasta se puede llevar en un bolsillo o en la cartera, como una agenda o un paquete de pastillas), ofrece material abundante y organizado con facilidad para su consulta, resuelve las dificultades idiomáticas más inmediatas de la gente, que son las que se vinculan con el contenido de las palabras y con su expresión fonético-ortográfica.
La persona acostumbrada a manejar el diccionario sabe muy bien que todo esto es válido y cierto, lo aprovecha a menudo y aprende a valorarlo sin caer en los excesos de la diatriba ni de la exagerada alabanza. Claro que aún es posible señalar otra ventaja que se le descubre a poco de familiarizarse con él: el diccionario se puede leer. A primera vista, parece que no, pero es así. No se hará esa tarea con la misma técnica con que se lee un libro común. El solo hecho de tratarse de un diccionario es suficiente para comprender que el lector de ese volumen, siempre muy extenso, debe enfocar esa realización de un modo nuevo. Cada uno descubrirá el suyo. Cada uno irá perfeccionando la manera de abordar el diccionario en el caso de querer leerlo, que no es lo mismo que querer consultarlo. Quien consulta abre y cierra el libro con rapidez, porque, por lo general, la duda que se tenía se aclara en poco tiempo (dos o tres minutos, quizá cuatro) y, aunque se complique la búsqueda de la palabra o de la expresión que llevan a abrir ese gran libro, nunca se pasará de un límite corto de tiempo.
En cambio, leerlo implica una tarea distinta, más delicada, más detenida, más reflexiva. Tomar linealmente la lectura, como si fuera un libro corriente (una novela, pongamos por caso), es tedioso y conduce indefectiblemente al máximo aburrimiento, a no ser que la persona que lo lea tenga la paciencia de Job. Sin dudar, el modo más adecuado de encarar la lectura debe relacionarse con la consulta: después de consultar, leer. ¿Y cómo? Simplemente por asociación de términos. Ocurre a menudo que una palabra conduce a otra u otras, contenidas en su definición y que necesitan también aclaración inmediata para llegar a comprenderlas cabalmente. Pasar de un vocablo a otro relacionado con él es echar el germen de la lectura del diccionario. Una vez aclarada la duda, empieza la lectura propiamente dicha. Se continúa por el mismo camino de asociación y, si se lo considera agotado, queda aún la posibilidad siempre presente de enlazar con términos que surgen en el momento y que se ligan aunque sea indirectamente con el vocablo generador de todo este proceso de busca. Véase: Se tiene el sustantivo "olambrilla" (u "olambri/ll/a", ya que somos yeístas por estas regiones platenses). Es un término de la construcción. Cualquiera de nosotros ante tal palabra se queda sin saber qué decir. Supongo –y no me equivoco– que en este salón hay poquísimas personas que lo hayan leído o escuchado alguna vez. Se va al diccionario y se recibe esta información: "f. Azulejo decorativo de unos siete centímetros de lado, que se combina con baldosas rectangulares, generalmente rojas, para formar pavimentos y revestir zócalos". No hay datos etimológicos, lo cual asombra un poco al tratarse de un término tan específico.
Entendemos la explicación porque es sumamente clara y precisa y hasta permite la representación mental del objeto con suma nitidez. Pero, inclusive así, puede aparecer un elemento nuevo que lleve como de la mano a la lectura del diccionario. En vez de cerrar el libro apenas encontrada la explicación, esa explicación tan transparente, se puede, por curiosidad, por interés secundario, por mero corroborar si lo que se piensa es válido, buscar el significado de "zócalo" y "pavimento", voces que, conocidas como lo son, no dejan de tener sus vericuetos. O, también, es muy posible que se produzca una asociación con otras voces y se vaya más allá de la definición del término buscado en un primer momento. Cada persona que busca y rebusca en el diccionario tiene sus razones propias para seguir aferrada a él y leerlo. Es decir: después de finalizar con lo concerniente a la palabra originadora de la apertura del diccionario, se sigue con él, no ya consultándolo en el sentido que habitualmente damos a este verbo, sino leyéndolo, hurgando superficialmente o a fondo, por aquí o por allá, como pescando en el amplio mar que se nos ofrece delante y que está cubierto de piezas de gran atracción para el pescador. Esas piezas, las palabras, son la base de asentamiento de lo que hemos denominado lectura del diccionario.
Si tomamos el sustantivo "zócalo", vemos en seguida que tiene cuatro acepciones, todas ellas relacionadas con la Arquitectura. Leyéndolas, se descubre que "zócalo" es algo más que lo que conocemos como tal y a lo cual corresponde la segunda acepción. El resto del artículo "zócalo", por estar ahí al lado, despierta curiosidad y lo más natural es leerlo totalmente, aunque más no sea para ver qué otros tipos de zócalo existen. Esta extensión permite hallar nuevas palabras que nos resultan desconocidas, como ocurre en la tercera acepción, que dice: "Miembro inferior del pedestal, debajo del neto". De ahí a pasar a la ene para saber qué es neto, hay un pasito muy corto, que se debe dar si se quiere decir que se está leyendo el diccionario. Este encadenamiento puede no tener fin, aunque cada uno sabrá dónde y cuándo buscárselo.
También cada lector sabrá cómo encadenar. El ejemplo propuesto pone de relieve una manera sencilla de practicar la lectura del diccionario. Es como una bola de nieve, pero, cuando finalice su recorrido, no provocará ningún contratiempo a nadie, pues ese fin lleva consigo la luz, la claridad, la transparencia de muchas voces que pasan a enriquecer el caudal léxico personal y, si las circunstancias lo permiten, pasan a circular, pues el hablante que adquiere mayor cantidad de vocablos no los recibe para archivarlos y dejarlos en un rincón de la memoria, como trastos viejos, sino para darles salida y difusión en la oportunidad precisa, sea hablando, sea escribiendo. Todo esto se desencadenó a raíz de la palabra "zócalo" y queda todavía el sustantivo "pavimento", capaz de generar una cadena tan abundante como la ya vista. Es decir: de atrás para adelante y de adelante para atrás, recorriendo el diccionario no a la ligera sino con orden, con el orden que imponen las circunstancias, se arriba felizmente a una meta inesperada en un primer momento y que, luego de alcanzada, deja una ventaja grande, que es la ventaja de incorporar nuevas voces al acervo propio, en primer término, y, en segundo lugar, el haber comprendido que el diccionario es un libro viviente que no repele ni se cierra a quien quiera recorrer sus páginas, de vigencia permanente y fermental.
Pasemos a otro aspecto del tema central.
I
¿Qué sucede si una consulta inicial lleva a un punto muerto? ¿Habrá que decir que el diccionario es un fracaso o un fraude, pues no soluciona dificultades muchas veces más sencillas que complejas? El profesor de lengua y el maestro saben qué contestar a estas dos preguntas. Su respuesta será muy clara para evitarles la mínima incomodidad o la acusación de parcialidad en favor del diccionario. Si este falla, lo hace porque es obra del ser humano, falible por naturaleza; pero también lo hace porque es imposible reunir todo, absolutamente todo lo que se pretende que un diccionario contenga. Las personas alejadas de nuestro oficio docente suelen quejarse por no haber hallado una voz corriente o por no haber encontrado la acepción que esperaban o por no saber desentrañar la información que se les brinda. Y la conclusión a que llegan es que el diccionario "es una porquería", palabras textuales de un lingüista con quien hablaba cierta vez. No saben (el lingüista de marras sí lo sabía) que la acumulación de palabras tiene un límite, sobre todo si se trata de un diccionario de empleo general. En él se consignan los verbos, sustantivos, adjetivos y adverbios de mayor tránsito en la lengua y con las aclaraciones que más se emplean, sin que esto signifique que falten otras menos conocidas o que se dejen a un lado locuciones o frases familiares principalmente.
El hecho de no encontrar un vocablo no quiere decir que el diccionario pierda credibilidad. Solamente hay que saber que, en situaciones de esta índole, se debe continuar la búsqueda por otras vías, que también se relacionan con diccionarios, pero ahora con diccionarios más amplios, de varios volúmenes, o especializados en el tema al que el término pertenezca. A veces, la consulta y más aún la lectura a que hicimos referencia llevan de un libro a otro, ensanchando el campo de investigación de tal modo que, al final, hay un cúmulo de vocablos que no se conocían y que ahora sí, para fortuna del consultante y para beneficio de la propia lengua que los hace vivir mejor por la tonificación recibida.
No descubrir una palabra en un diccionario de uso escolar o liceal nos permite formular otra pregunta: ¿Qué diccionario utilizar y recomendar? En principio, habrá que decir que cualquiera sirve, por aquello de que "a falta de pan, buenas son las tortas". Si no hay en clase un diccionario realmente confiable, se usa el que haya. Lo importante es empezar. De él se irá, en caso de no quedar satisfechos, a la busca de otro mejor en la biblioteca del liceo o de la escuela, en la casa de un amigo o alumno, en la propia casa. Puestos a seleccionar para mejor ayuda del alumno y de uno mismo, se debe recomendar el "Diccionario de la Real Academia Española" (comúnmente llamado DRAE) antes que ningún otro. Si bien los hay muy buenos y excelentes (el VOX, el Durvan, el Larousse, el Moliner), creo que el que debe servir de base, de punto de arranque, de consulta inmediata ante una duda, es el diccionario académico. No es una elección caprichosa o parcial.
De ninguna manera. Los profesores de lengua española suelen discrepar –y lo hacen mucho– en el encaramiento de los puntos gramaticales, en el modo de enseñar tal o cual aspecto de Sintaxis, en la extensión que merece este o aquel tema de Morfología, pero mantienen una rara unidad con respecto al diccionario por usar. Hay una especie de convenio tácito que los impulsa a coincidir en el DRAE, pese a los defectos que se le encuentran, porque los tiene. Sabido es que hay excepciones a todo y a esto que venimos diciendo también, pero la realidad muestra claramente que el DRAE es el diccionario recomendado y consultado por la generalidad de los profesores de lengua española en el Uruguay y donde sea que se hable nuestro idioma.
Claro está que el alumno casi no accede a él, por ser un libro de precio prohibitivo para un estudiante, quien debe contentarse con un sustituto mucho más pequeño y mucho más modesto, aunque, bueno es decirlo, la mayoría de los diccionarios chicos, de bolsillo o poco más, son un DRAE muy reducido, ya que el autor o compilador entró de lleno y a saco en el diccionario de la Academia, y con el botín obtenido armó un nuevo lexicón. El alumno no pude, pues, contar con ese libro tan útil y necesario, pero, sea como fuere, debe tener a su lado un equivalente. Cada uno de nosotros sabe cuál recomendar. Importa mucho que haya tantos ejemplares de diccionarios como alumnos en una clase, y la exigencia de su consulta debe ser asimilada y comprendida por ellos.
No es una imposición del profesor o maestro, para demostrar que ejerce así su autoridad. No; es una recomendación, como tantas otras que se vierten en clase, destinada a allanar el camino formativo por el que avanzan penosamente los educandos. De ahí que el profesor y el maestro deban dedicar tiempo a hablar sobre el diccionario para presentarlo como ayudante eficaz, sin importarles que el alumno ya lo conozca de un contacto anterior en otras clases o en el hogar. Además de hablar de él, habrá que mostrarlo y ofrecerlo para el manejo en algunas lecciones prácticas, en las que, seguramente, brillarán los vicios que se tienen en la consulta de este libro.
Por tanto, explicar sobre el diccionario, pero al mismo tiempo trabajar en su manejo para que se comprendan todos los componentes que aparecen en la constitución de este gran libro: he aquí una buena fórmula didáctica de trabajo. Hay que emplear voces como "entrada", "acepción", "superíndice", "artículo", "lema", "lematizar", "étimo", "remitir", "abreviatura" y las que a esta última se refieran, como "singular", "plural", "masculino", "femenino", "común", "ambiguo", "pronominal" y demás. Ni que decir que el conocimiento del alfabeto es necesario y que, partiendo de una letra, hay que ir en un sentido y en otro para habituar al consultante de una dificultad relativa a letras. Ni que decir, además, que es muy necesario que se determinen bien los límites de las acepciones de una misma palabra. A veces, los diccionarios escolares, para ahorrar espacio, yuxtaponen las cuatro o cinco acepciones de un vocablo.
Esto confunde principalmente al niño, no le permite distinguir al instante entre una y otra, toma la totalidad por una sola unidad y así es conducido por un camino riesgoso. Hay que recomendar que la búsqueda de una palabra se haga con el texto delante para ver cómo el autor empleó el término y para facilitar la selección de la acepción exacta; el alumno se siente tentado a proceder con rapidez y obvia la tarea de confrontación del texto con el diccionario, lo que conduce a errores de comprensión. Como se aprecia, un sinfín de pequeñas acciones se suman para cumplir un trabajo en apariencia fácil y elemental. No deja de ser fácil, por supuesto, pero siempre y cuando no se olviden las recomendaciones básicas para convertir el dilucidamiento de una palabra o expresión en algo tan normal como respirar o caminar. Esto que venimos diciendo lleva su tiempo, que cada profesor o maestro medirá de acuerdo con su conciencia de trabajo más que con el programa. No se pierde el tiempo si se pasan dos o tres clases o períodos o módulos o como sea que se llamen, dedicados a intensificar el conocimiento directo, práctico, palpable, del diccionario. El dominio de estos ejercicios reditúa magníficamente y no faltarán oportunidades al profesor o maestro de comprobarlo en sus grupos con el paso de los meses.
Quedamos, pues, en que el DRAE prevalece, aunque su uso suela quedar en manos de los mayores por la razón económica ya apuntada. Prevalece por múltiples razones: por la extensión, por el creciente registro de voces de América, por el deseo de mantener lo más al día posible el léxico general, por la abundante información secundaria y hasta por la claridad de impresión. No prevalece, como creen algunos, por ser el diccionario oficial, ya que no lo hay. No hay diccionario oficial de la lengua española. Nadie dio a nadie autoridad para rotularlo de esta manera. Es una creencia muy difundida y arraigada, inclusive entre la gente culta, que el DRAE es el receptor de las voces de circulación válida y hasta se cree que lo que en él no figura está tildado de defectuoso o incorrecto o prohibido. Un psicólogo amigo, ante una observación que surgió por la ausencia de una voz en el diccionario, me decía que tal voz no existía pues el diccionario de la lengua no lo contenía.
Interpretaba mal la locución "diccionario de la lengua", ya que creía que con ella se indicaba que en él estaba recogida completamente la lengua luego de análisis, aceptaciones y rechazos. Le parecía que, fuera de esa obra, no había nada más que valiera. Esa misma persona no se daba cuenta, en el momento, de que decenas y decenas de vocablos de psicología –su profesión– no estaban en el DRAE ni en ningún otro diccionario corriente, y que él, como psicólogo, las usaba continuamente sin miedo a pensar en su insolvencia expresiva o en su presunta inexistencia. Cualquier médico, arquitecto, biólogo, electricista o afilador –por nombrar los primeros oficios y profesiones que vienen a la memoria– descubre en pocos momentos las ausencias que el DRAE presenta en relación con palabras de sus trabajos, y no por eso se asegurará que carece de validez el mundo de información que da, o que esas palabras que faltan, tan sólidas en el trabajo de cada uno, dejan de existir por el simple hecho de no figurar en alguna parte del diccionario académico.
Esto va diciendo que el diccionario de la lengua es un catálogo general, que acopia las palabras comunes a todos los hablantes –algunas olvidadas en parte, la mayoría en circulación vertiginosa o mesurada– y que, por necesidad que el tiempo justifica, incluye además voces particulares, de ciertos léxicos especializados, de hablas regionales, de grupos sociales muy determinados. Pero queda mucho fuera de él. En otro tanto como lo incluido, pues miles y miles de voces técnicas, de sociolectos, del medio familiar, del medio popular, jamás se incluyen por razones muy diversas, entre las cuales la practicidad no es la menos importante. Y, piénsese bien, ¿qué pasa con vocablos de cada idiolecto? Absolutamente imposible que sean registrados.
Pues bien: Es hora de decir que el DRAE, con sus defectos, que a veces son grandes e irritantes, constituye, quiérase o no, el juez para decidir en una disputa de tipo lexicológico u ortográfico. No es un juez inapelable; lo es, sí, de primera instancia, con posibilidad de pasar a apelación si los contendientes no están de acuerdo después de consultarlo. Antes que cualquier otro diccionario, el DRAE tiene prestigio, tradición y futuro para convertirse en el primer diccionario del profesor o maestro. Habría, pues, que insistir para que cada centro de estudios primarios o secundarios tuviera su DRAE a mano, como se tienen hojas y carbónicos en las oficinas de cada institución docente.
Llega el momento ahora de indicar qué es un diccionario. Ya lo sabemos, por cierto, pero no se pierde nada con averiguar qué dice él de sí mismo, pues estas nociones sencillas y nimias suelen olvidarse con frecuencia, por sabidas y por verlas ya como irrelevantes ante tantos conocimientos de mayor trascendencia y fecundidad. Sin embargo, no hay que perderlas de vista, hay que mantenerlas frescas en la memoria, por constituir un elemento cultural de nada despreciables valores, como la realidad lo pone de manifiesto con gran regularidad. Poniendo en práctica lo anteriormente recomendado, consultamos la última edición del DRAE (1992) y obtenemos lo siguiente: "Diccionario. (De dicción). m. Libro en el que se recogen y explican de forma ordenada voces de una o más lenguas, de una ciencia o materia determinada. // 2. Catálogo numeroso de noticias importantes de un mismo género, ordenado alfabéticamente."
Estas dos acepciones apuntan, por supuesto, en dos direcciones diversas pero con mucho en común, pues en ambos casos se mencionan un conjunto de vocablos o noticias, una ordenación y una relación con un asunto central.
Dicho asunto puede ser un idioma determinado o varios y también una ciencia (como la Química) o una materia cualquiera y determinada (como la numismática). Pero, asimismo, es posible tratar sobre noticias valiosas de un mismo género, como es el caso de una época precisa de la historia o la enumeración de títulos de libros o artículos acerca de una disciplina o de una persona, como son la bibliografía sobre el cáncer en el Uruguay o la enumeración de trabajos publicados sobre Borges. Esto quiere decir que hay diccionarios lingüísticos y diccionarios extralingüísticos. También hay libros que reúnen las dos condiciones citadas: una, la explicación de dicciones de una lengua, ciencia, facultad o materia y, otra, la recopilación de noticias valiosas sobre un mismo punto del saber humano.
Para aclarar se pueden dar estos datos reguladores: a) Como ejemplo de diccionario de palabras ordenadas por significantes, se tiene cualquiera de los que solemos emplear cuando consultamos sobre voces del español, del inglés, del francés o de la lengua que fuere. Cada idioma tiene el suyo. b) Como ejemplo de diccionarios de términos de una ciencia o de una materia, se tienen, respectivamente, el "Diccionario de electrónica" de Harley Carter y el "Diccionario musical para el aficionado" de Jorge D’Urbano. c) Como ejemplo de catálogo numeroso de noticias importantes de un mismo género, se tienen el "Diccionario político español" de Ángel Ossorio y "Uruguayos contemporáneos" de Arturo Scarone.
No siempre es fácil clasificar un libro de esta naturaleza y ya se dijo que se da el caso de la combinación de las particularidades del primer tipo con las del segundo tipo. Por otra parte: ¿dónde incluir un diccionario humorístico, como el de "Peloduro"?
Fernando Pessoa, en su prosa no siempre tan fácil como aparenta, dice algo que considero viene bien para cerrar estas primeras reflexiones. Oigámoslo: "Hay días en que cada persona que encuentro y, aún más, las personas con las que convivo cotidianamente y a la fuerza, asumen aspectos de símbolos y, aislados o juntándose, forman una escritura profética u oculta, descriptiva en sombras de mi vida. La oficina se me vuelve página con palabras de gente; la calle es un libro; las palabras cambiadas con los habituales y los desacostumbrados que encuentro, son decires para los que me falta el diccionario pero no del todo el entendimiento".
Esa expresión "me falta el diccionario" está indicando una ausencia que el autor lamenta, pese a que tiene, aunque parcialmente, el entendimiento de las cosas y sus palabras. Lo que Pessoa dice va referido a un mundo simbólico que le parecen la gente, las cosas y las conversaciones y que, de vez en cuando, él siente y vive. Esta idea de Pessoa me lleva a pensar en que también nosotros, si ahondamos en la reflexión de aquello que solemos decir y de cuándo lo decimos, podemos advertir una carencia de diccionario, pues hay veces en que no tenemos de dónde asirnos con firmeza para sustentar ciertos términos que oímos, que empleamos, que cambiamos durante la jornada. Son, precisamente, términos que, con acepciones muy personales, personales de nosotros mismos o personales de un interlocutor nuestro, jamás figurarán en las columnas de ningún diccionario, por la imposibilidad de hacerlo. Su total identificación con un solo individuo parlante es más que suficiente para que nadie sea capaz de darles entrada en el diccionario, sea el que fuere.
Repárese ahora que, de lo expresado anteriormente, al citar la existencia de diversos tipos de diccionarios, implícitamente se deriva que todo lo que contiene el mundo circundante es diccionarizable. Ahora vemos que hay una traba a esta universalización, impuesta por una red de ideas enraizadas en la conciencia y la mente de cada uno de los hablantes, cultos o ignorantes. Se puede convertir en diccionario cualquier saber humano, cualquier actividad, cualquier sucesión de hechos, las palabras de un lenguaje, pero nunca lo que anida en muchos casos únicos e irrepetibles de la comunicación diaria y veloz con otros seres.
Una indicación más que tiene que ver con la ordenación de las dicciones registradas en un lexicón. Es natural pensar en el orden alfabético porque la experiencia lo demuestra a cada rato, pero hay algunos diccionarios que no dan alfabéticamente su contenido y no por eso pierden su categoría de tales. El caso que tenemos más a mano es el que presenta el "Diccionario enciclopédico de las ciencias del lenguaje" de Oswald Ducrot y Tzvetan Todorov.
Pues bien: Si el diccionario es todo eso explicado, uno se pregunta por qué razón hay tanta gente culta que abomina de él. No es difícil hallar personas de cultura sólida, de actividad intelectual reconocida, de formación más humanística que científica, que rechazan este libro capital. Y lo peor del caso es que lo hacen con desprecio o burla, como si el diccionario fuera un recipiente de suciedad o de inservibles desechos. Aclaremos antes de continuar: el ataque va dirigido exclusivamente al diccionario de la lengua y, sobre todo, al académico. Nadie piensa en un diccionario de biología o de pesca o geográfico cuando arremete virulentamente. Siempre el ataque tiene como blanco exclusivo el diccionario de todos los días, ese mismo que un liceal o escolar lleva en su mochila para utilizar en la actividad cotidiana.
Julio Cortázar, con metáfora nada original pero igualmente efectiva para los fines que persigue, expresa que es un cementerio de palabras, con lo que indica que forma un corpus muerto, al que no se le puede pedir nada pues carece de toda manifestación de vitalidad. Creemos que, si es cementerio, lo es con la particularidad de que sus componentes –las palabras y afines– reviven apenas se recorren sus senderos, es decir, sus acepciones.
El simple hecho de consultarlo hace que el cementerio se transforme en campo florido, reverdecido, rezumador de vida y creador de más vida aún. No hay duda de que una voz descubierta a lo largo de las columnas del diccionario alcanza para revivificarlo, para darle renovador oxígeno, para decir a gritos –a los sordos impenitentes– que ahí está la fuente que proporciona materia a la comunicación, a la conversación diaria, al contacto directo entre unos y otros. ¡Ojalá todos los cementerios fueran así!
Francisco Umbral se jacta de no consultar jamás un diccionario y, pese a esa desvinculación, vive de la pluma. Parece que le va bien porque su prosa es fluida y convincente, así como prolífica y segura, pero ello no significa que el diccionario merezca ese rechazo altanero. Si él tiene una facilidad que falta a otros y que le permite prescindir de la ayuda del diccionario, debería comprender, mejor que nadie, que ir precisamente al diccionario para ayudarse es más un acto de necesidad que de dependencia.
Carlos Maggi, por su parte, dice: "Palabra definida es cosa difunta. El diccionario ofrece una larga fila de momias en orden alfabético; allí encajonaron los modos de decir y les cesaron la imaginación y el devenir". Otra vez la imagen necrológica y el olvido de la posibilidad de rehabilitación de las palabras presuntamente muertas. Yo diría que palabra definida es cosa afirmada, asegurada, registrada contra el olvido. De ninguna manera es cosa difunta. Lo sería en el caso de hallarse vagando a la deriva, sin asidero, sin muelle donde recalar. Una palabra dentro del diccionario encontró refugio definitivo y queda al servicio de todos por igual, para ser utilizada tal como se la define –pues por algo se procedió así– o para servir de trampolín hacia nuevas acepciones, no caprichosas sino derivadas natural y sencillamente de esa base que la palabra definida es.
Afortunadamente al expresarme de este modo no estoy solo. Algo al respecto dijo también García Márquez en entrevista que se le hizo hace algún tiempo.
Dejó bien en claro que él era amigo incondicional del diccionario, que siempre lo tenía a su lado pues veía la necesidad de su consulta. Agregó que buscaba la palabra precisa y que estaba rodeado de libros que lo informaran en tal sentido.
Antes de pasar a la segunda parte, me gustaría detenerme un momento en la consideración de un libro impar, lleno de humor y también de ensañamiento, cargado de buenas intenciones que van al lado de otras menos buenas, ágilmente redactado y que, pese al proceso de demolición que intenta llevar a cabo contra el diccionario académico, se inicia con esta dedicatoria: "A la Real Academia Española, que a menudo me salvó de apuros, gracias a su diccionario, en mi cotidiana tarea periodística de pescador de perlas". Se trata de una obra bastante extensa que tiene por título el descarnado y nada original de "El diccionario". Su autor firma con seudónimo, Nikito Nipongo, combinación de dos palabras que es suficientemente clara para el lector, quien, a lo largo de la lectura del libro, verá que es cierto, que Nikito Nipongo no quita ni pone nada, pues todo lo que dice, para realizar su crítica mordaz, figura en el diccionario que le sirve de base a su ejercicio humorístico-lexicológico. Es un libro de edición mejicana y, aunque el autor no es conocido por el seudónimo ni por su nombre verdadero entre nosotros, es seguro que en Méjico sí lo es.
Data de 1958 y toma para su investigación la edición del léxico académico de 1956, o sea que, después de ella, se vieron tres ediciones más. La última, que es de 1992, seguramente no le merecería la misma opinión que la que tomó para trabajar, pues hay muchas correcciones y agregados sumamente útiles para el mejoramiento del libro. No hay que olvidar que la Academia desarrolla una labor continua con respecto a su diccionario. Periódicamente da a conocer un número considerable de voces que pasarán a integrar la nueva edición del DRAE, y también la corrección de las definiciones que lo merezcan por estar incompletas, por haber sido redactadas con vaguedad o por ser obsoletas. Esta preocupación permanente tiene una mancha que no se ha podido suprimir todavía: su escasa o nula difusión. ¿Quién se entera de que tal o cual término se incluye (y se incluirá posteriormente por escrito) en la vertiente de la lengua? ¿Dónde se publican las listas informativas, listas que son buscadas ávidamente por muchos interesados en cuestiones lexicológicas y lexicográficas? A los efectos de subsanar este inconveniente lamentable sugiero que quien tenga interés en ponerse en contacto directo con las innovaciones de léxico si dirija a la Academia Nacional de Letras del Uruguay y solicite la información pertinente.
Volviendo al punto anterior a esta digresión, digo que quedan aún cosas por borrar, por modificar, por sustituir, pero una labor de equipo, de largo aliento, de esfuerzo titánico, no puede llegar nunca a la perfección, de ser ella posible, y se contentará con mejorar lenta pero seguramente de edición en edición. Sin embargo, este tipo de crítica –me refiero a la de Nikito Nipongo–, que a veces es practicada por periodistas aficionados a los estudios lexicológicos, no viene mal; suele poner el desnudo fallas del diccionario, con la intención de que sean tomadas en cuenta para futuras ediciones. Son ejercicios de blanqueo de las dicciones, de limpieza del léxico, y nos impulsan a hacer lo mismo y ver con ojos desprovistos de subjetividad cada palabra, cada acepción, que caen bajo nuestra mirada, sea una simple voz de título de diario, sea una muy encopetada palabra de texto literario famoso y trascendente.
Me parece muy positiva la lectura de un libro como el de Nikito Nipongo. Si alguno más hubiera, sería conveniente que lo leyéramos y lo fuéramos completando por nuestra cuenta, con el aporte de apreciaciones personales que nunca faltan y que, a veces, por no tener cómo expresarlas ni dónde escribirlas, quedan en el olvido, sin producir lo que debieran, es decir, nuevas reflexiones.
II
En la segunda parte de esta disertación, abordaremos el tema de cómo trabajar en el aula con el diccionario, es decir, cómo efectuar colectivamente, entre alumnos y docente, la tarea lexicológica que se deriva de muchas actividades en conjunto, pero principalmente de cualquier lectura explicada que se efectúe.
Nadie aquí desconoce la gran fuerza formativa que tiene el instituto de la lectura explicada. Introducida entre nosotros por los grandes profesores en otras épocas, con D. Francisco Anglés y Bovet a la cabeza, se desarrolló esplendorosamente, de tal modo que hoy está definitiva y categóricamente asentada en los programas de lengua española, con las adecuaciones marcadas por el paso del tiempo y los vaivenes psicopedagógicos. Y lo está, además, por el respaldo unánime del profesorado responsable y consciente de su función. No se puede concebir que el alumno escolar o liceal no entre en contacto con textos en prosa o en verso, ofrecidos por el maestro o profesor para ser objeto de un tratamiento detenido y metódico que lo lleve, dentro de lo posible por los límites que la edad y la formación del niño y del adolescente imponen, al fondo del pensamiento del autor, para comprenderlo, valorarlo, asimilarlo con vistas a la expresión personal.
Cada profesor o maestro trabaja en lectura explicada según la idea que de ella tiene, pero ninguno puede eludir el estudio del vocabulario del texto entre manos. Las palabras del autor son también las nuestras con registro que se ensancha y angosta y que salvamos por la experiencia y el conocimiento; pero, para el alumno, un texto con sus voces suele ser un obstáculo de difícil paso, que necesita el apoyo de quien pueda apartarlo lo más fácil y cómodamente posible. Hay dos ayudantes naturales para esta labor de esclarecimiento: el docente y el diccionario. Ambos desempeñan un papel importante en el desarrollo del léxico de cada estudiante, y su campo de operaciones es el aula. En ella se trabajará activamente con el diccionario, en forma directa con él a la vista, o en forma menos directa con el material recogido en tarea domiciliaria por los alumnos en el propio diccionario.
Lo importante es señalar que una lectura explicada se asienta, entre otras cosas, en el conocimiento seguro de las voces que contiene y que el alumno desconoce parcial o completamente. Considero que lo más productivo es desgajar el vocabulario para tratarlo con detención, luego de la copia del texto y de las referencias primitivas a ortografía y prosodia, y antes de ir a la explicación de la página seleccionada, explicación que tendrá más o menos repercusión según sea el tratamiento dado al vocabulario. Esta es una posición como cualquier otra; sin embargo, después de mucho tiempo de trabajo y experiencia recogida en él, me parece la mejor forma de acercarse al léxico de un texto para extraerle lo máximo.
Pensemos detenidamente en este aspecto o paso de la lectura explicada. Supongamos que hay en estudio una página literaria en prosa, de extensión normal y con dificultades de comprensión que no superan las habituales. El profesor proporciona a los alumnos el grupo de términos que ellos deben estudiar, por decirlo así, y buscar en el diccionario.
Puede ser tarea de aula, pero es recomendable que se la haga en la casa y dejar el aula para el gran trabajo posterior de consideración crítica de cada vocablo estudiado. Las palabras elegidas no pasarán de una cantidad prudencial, aunque esto no puede decirse con total seguridad porque hay textos y textos, y cada uno difiere de los otros en cuanto a número de voces por asimilar. Pero, generalmente, el profesor elige un trozo que no tenga sobreabundancia de "palabras difíciles", por decirlo como los alumnos.
Entre ocho y doce es lo conveniente, pero no se excluye la inclusión de otras más porque, a medida que se van haciendo anotar las palabras para su búsqueda posterior en el diccionario, aparece alguna que otra que algún alumno reclama para que integre el grupo. El profesor o maestro selecciona los vocablos para ganar tiempo y evitar discusiones estériles entre quienes dicen que sí y quienes dicen que no frente a la consulta de si tal o cual dicción se debe buscar. En definitiva, queda un grupo de voces que reaparecerán en la clase siguiente con la explicación correspondiente al empleo que el autor les dio en el texto en estudio.
La segunda fase se cumple en el aula. Y llega el momento en que se aúnan trabajo domiciliario y trabajo en vivo con el profesor o maestro como guía experimentado. Dentro de varias formas de proceder, conviene, a mi juicio, tomar aquella que dé oportunidad plena a los alumnos de intervenir diversa, continuada y creativamente. Es necesario organizar una cadena informativa que le llegue al profesor o maestro procedente del grupo. Parece poco conveniente la forma de actuar que lleve a cada estudiante a leer lo encontrado por él, sin omitir detalle.
El mejor procedimiento conduce a la consideración de cada acepción, entre todos, en diálogo abierto y rápido, de modo que quede una definición justa y sencilla de retener. Para esto se pide la participación de un alumno para que lea lo que encontró en su casa sobre la palabra que se discute en ese momento; los demás escuchan y, en caso de no estar de acuerdo, intervienen para efectuar las correcciones que crean pertinentes. A veces, lo que se hace es repetir el mismo concepto con otras palabras, ya que hay diccionarios que definen de modo distinto en lo formal, pero mantienen la idea aportada por el vocablo. Del intercambio de definiciones y de la combinación de las tres o cuatro que coinciden conceptualmente, surge por último la explicación de la palabra. Una vez lograda, debe registrarse en el cuaderno de clase para dejarla allí a disposición futura.
Cada vez que se necesite volver a ella, se la tendrá prestamente, y eso sucederá cuando esté en pleno desarrollo la lectura explicada y siempre y cuando los alumnos no tengan bien prendido el conocimiento de las voces del vocabulario. Registrar un término es favorable para todos: queda en el cuaderno como muestra, como constancia de haberse entendido, se tiene a disposición permanente y, con los otros, ilustra sobre cuál es el vocabulario del autor.
Esta labor de hormiga, bien llamada así porque no se cumple en diez ni en quince minutos, finaliza cuando se tienen todas las palabras comprendidas. Deja un sedimento importante si se llevó a cabo con la precisión debida. Debe entenderse que no se trata de acumular significados para sacarlos a relucir después; se trata de la muy útil y positiva labor cumplida entre alumnos y profesor, en actividad continua, con la intervención de los alumnos y aportes oportunos y de fondo o laterales –pero siempre válidos– del profesor o maestro. En suma y agregando otras ideas: cada voz estudiada va más allá de ella misma, pues por caminos adventicios u oblicuos se ha penetrado en sus vericuetos, se han descubierto asociaciones con otras palabras, se han visto significados metafóricos de utilización diaria, se ha hecho referencia a etimología, ortografía y prosodia además de las propiamente semánticas, que son la finalidad primera perseguida.
No quiero pesar de reiterativo, pero me parece imprescindible ejemplificar lo antedicho. Lo haré con un vocablo que, como otros mencionados antes, tiene directamente que ver con la arquitectura o la construcción. Es el sustantivo "zaguán". Se conoce, pero a los alumnos les resulta algo complicado definirlo. Esto ocurre con muchos términos que se ven como elementales y que lo son, pero a niños de diez u once años y jovencitos de doce o trece se les escapan por no tener de ellos una segura claridad conceptual. Les suenan, les despiertan recuerdos; sin embargo, no los tienen bien asidos, en parte por natural descuido y en parte por no utilizarlos frecuentemente. Trabajando con "zaguán", se empieza por pedir su explicación. Comienza así la tarea de dar y recibir: un alumno ofrece qué averiguó y el profesor evalúa al instante lo ofrecido. Puede haber coincidencias entre los dos, aunque a menudo la coincidencia es parcial y, menos frecuentemente, no la hay.
De un modo o de otro, el profesor o maestro debe aprovechar el momento para insistir en el término. Para ello, solicita otra explicación, que puede ser la misma, ya se dijo, con ropaje distinto. Hace notar la igualdad de concepto y la disparidad formal. Si aparece alguna definición errada, es el momento justo para corregirla. En cuanto a "zaguán", es posible que haya equivocaciones, proporcionadas por diccionarios poco fieles, como sucede con los que dicen que "zaguán" es una pieza cerrada, con tales y cuales características. Se impone el modificar la idea, pues un zaguán no es una pieza y un buen diccionario lo aclara. Menudencias como esta son fuente inagotable de información para que el estudiante se acostumbre a tomar las palabras con mayor seriedad, aunque se trate de "mano" o "zapato".
Poco a poco, por la práctica de esa manera de encarar las definiciones, se crea una conciencia tal que, por último, penetra al fondo en el individuo y lo acostumbra a mirar los vocablos con otros ojos, con ojos más críticos. Además, el término "zaguán" permite hablar rápidamente de su origen árabe, despertar la atención hacia su escritura y relacionar con otras palabras que ineludiblemente aparecerán en clase por la proximidad que con "zaguán" tienen. Excelente oportunidad, pues, para fijar la atención en "hall" y "vestíbulo" y explicar sus empleos, la preponderancia de una sobre otra, la conveniencia de usar las palabras vernáculas y consideraciones similares.
Para finalizar, en el cuaderno diario de aula, se anota la palabra con la explicación que el profesor o maestro elaboró con los alumnos y que no tiene por qué coincidir formalmente con las aceptadas a los alumnos ni con la del DRAE, aunque, en el fondo, serán todas una misma cosa. El profesor no inventa, sino que guía, simplifica, forma e informa.
Aún no concluye la relación con el léxico de una lectura explicada. Ya estudiado y consignado en el cuaderno personal, sigue la explicación global y fragmentada del texto, en la cual reaparecen los vocablos, pero ahora lo hacen en compañía de expresiones más extensas, de una fraseología con abundancia de metáforas. Se tiene cada vocablo en pleno, se lo tiene trabajando en favor de la expresión, se lo ve dentro de una situación o contexto en relación con los demás componentes de la comunicación. Parecería que en esto acaba la atención que las palabras buscadas en el diccionario requieren. Como están aprendidas e incorporadas a su texto para colaborar en la comprensión, se tiene la idea de que no interesan más por el momento. Se cree que interesarán luego, en otras situaciones, en que irrumpirán con el beneficio de ser conocidas y de estar ya dominadas por el estudiante. Sin embargo, no pasa así.
Queda aún algo más, muy importante en nuestra actividad profesoral o magisterial: esas palabras nuevas, aprendidas y aprehendidas, esas palabras que han dejado de ser "difíciles" desempeñarán un papel valioso en una labor posterior a la lectura y tan importante como ella. Me refiero a la expresión escrita, redacción o composición (elíjase a gusto el nombre). Después de la lectura y como broche digno, se impone un trabajo de redacción ligado a lo que se leyó y explicó, pero no para repetir maquinalmente las ideas y las formas de expresión del autor del trozo. Eso, que sería una paráfrasis, no es lo mejor. Lo mejor para que el alumno ponga a la vista su asimilación de las ideas vertidas y discutidas en el aula y otras más que se le ocurran, será hacerle escribir sobre un tema extraído del propio texto estudiado. Cada profesor o maestro deriva de una página, literaria o no, infinidad de temas. Cualquiera sirve, porque no interesa la originalidad del tema sino la puerta que él abre para que el alumno se exprese por escrito. Y, no lo dudo y lo repito, cualquier tema vale. Si la lectura es la descripción de un paisaje marítimo desde una orilla portuaria, fácil es ver cómo aparecen sin esfuerzo diversos caminos de desarrollo temático.
No menos de diez temas se me ocurren ya, tomando como punto de partida el momento (la mañana, el mediodía, la tarde, la noche) o el lugar (el puerto, el muelle, el agua) o elementos que lo integran (barcas, nubes, aves, grúas, camiones) o el estado emocional de un personaje, y tantos otros que, con la lectura delante, surgirán sin vacilación. Por este sendero de la redacción transitarán fácilmente las palabras aprendidas en la lectura, que serán las que están registradas en el cuaderno, y tantas otras que el profesor o maestro ha dejado caer como a la ventura en sus explicaciones y que el alumno atento ha recogido y atesorado. Claro está que no se debe imponer el uso de esas palabras, porque ello llevaría a la copia del texto. Es fácil para el alumno repetir, con simples retoques, lo que el autor expresó. En cambio, hay que recomendar o aconsejar o insinuar el empleo del mayor número posible de voces aprendidas, recordando que deben ir ligadas a una expresión personal y, dentro de lo posible, original.
Todos sabemos qué sorpresa deparan los trabajos estudiantiles así cumplidos. De un tema extraído de una lectura, procede un desarrollo totalmente alejado de esa lectura, lo cual es lo mejor que puede suceder, porque así se demuestran muchas cosas: la independencia del estudiante con respecto a la lectura recientemente finalizada y muy fresca en el recuerdo y en la experiencia, la observancia de los consejos del profesor, la puesta en práctica de un mecanismo individual que aleja de la copia o del calco de modos expresivos ajenos, la prueba tangible de haber incorporado palabras al léxico propio con el agregado de que esas voces circulan con facilidad y con seguro conocimiento de su contenido, acumuladas a las que ya existen en su archivo mental o enciclopedia, como la llama Umberto Eco.
Piénsese en cómo se contribuye a la movilidad de las palabras con una lectura explicada bien hecha, bien medida, trabajada sin urgencias, dirigida, entre otras cosas capitales, a formar un vocabulario digno de quien será futuro hombre o futura mujer que hablará y escribirá con la suficiencia correspondiente a su formación idiomática.
Hay algunas ideas de Fernando Pessoa, escritor portugués ya citado, que calzan bien aquí y ahora y que contribuyen a completar nuestro pensamiento y provocar reflexiones individuales, nunca desdeñables. Oigamos otra vez a Pessoa: "Me gusta decir. Diré mejor: me gusta palabrear. Las palabras son para mí cuerpos tocables, sirenas visibles, sensualidades incorporadas. Tal vez porque la sensualidad real no tiene para mí interés de ninguna especie –ni siquiera material o de ensueño–, se me ha transmutado el deseo hacia aquello que crea en mí ritmos verbales, o los escucha de otros.
Me estremezco si dicen bien". Más adelante agrega: "Como todos los grandes enamorados, me gusta la delicia de la pérdida de mí mismo, en la que el gozo de la entrega se sufre completamente. Y, así, muchas veces escribo sin querer pensar, en un devaneo exterior dejando que las palabras se hagan fiesta, niño pequeño en su regazo. Son frases sin sentido, que corren mórbidas, con una fluidez de agua sentida, un olvidarse de riachuelo en que las olas se mezclan e indefinen, volviéndose siempre otras, sucediéndose a sí mismas. Así las ideas, las imágenes, trémulas de expresión, pasan por mí en cortejos sonoros de sedas esfumadas, donde una claridad lunar de idea oscila, batida y confusa".
Para cubrir esta vasta gama de actividades lexicales, ya se dijo, se necesita tiempo. Hay que ir a paso lento, si se quiere que el trabajo no sea una simple enumeración de significados que se anotan en el cuaderno, sin más. En el fondo, lo son, pero, cada voz tiene ramificaciones que el profesor o el maestro no pueden descuidar y que el alumno recibe muchas veces por sí mismo y se adelante a ofrecerlas al grupo como contribución propia.
El problema del tiempo es grave. Correr para cumplir con el programa es un defecto que todos tenemos. No digo nada desconocido si aseguro que el programa no se puede terminar, en virtud de la escasez del tiempo de que se dispone. Y lo peor ocurre si se cree que hay que trabajar para el inspector, por aquello de que la nota es importante para el futuro. Me parece que, si bien estas consideraciones son verdaderas por existentes, se debe buscar una solución a los múltiples inconvenientes que el tiempo presenta al profesor o maestro. Claro está que de él no depende la corrección de los defectos estructurales, pero su voz se puede oír para que otras personas, con más oportunidad y autoridad, inicien las grandes removedoras mejoras que urgente y continuamente pide la enseñanza de la lengua materna.
Solamente a los efectos de dar una idea, propongo lo siguiente para Secundaria: cuatro años o cursos (de primero a cuarto), seis horas en primer año, cinco en segundo y cuatro en tercero así como en cuarto; deslizamiento de puntos gramaticales complejos para la formación que tiene el alumno de primero o de segundo, con el fin de trasladarlos a los cursos superiores, con lo cual se consigue, entre otras ventajas, favorecer la inserción en primer año de los escolares que ya dejan de serlo para convertirse en liceales. Ese alivio del primer año se manifiesta por medio de la dedicación de mucho tiempo a aspectos fundamentales: expresión oral y escrita, ortografía, lectura explicada. Como no hay que olvidar los conocimientos morfológico- sintácticos, será necesario también darles cabida, aunque siempre con prudencia, ya que se dispondrá más adelante (digamos en tercero y cuarto) de tiempo suficiente para abarcarlos con más seguridad por el lado del alumno y menos prisa por el lado del profesor.
Este esbozo es uno de tantos que surgen en seguida a quien se ponga a pensar en el estado actual de la enseñanza de la lengua materna en Secundaria. Sea el que fuere el grado de acuerdo con esta idea, se siente la imperiosidad de una modificación sustancial en la que, seguramente, ningún profesor de lengua dejará de insistir y a la que no dejará de defender.
Llegando ya al final, parece oportuna la ocasión para hacer una rápida referencia a las palabras y acepciones que, surgidas o aclimatadas en nuestro suelo, procedentes o no de las lenguas indígenas, se emplean diariamente en la comunicación oral y escrita. A nadie le resulta extraño encontrarse con palabras como "botija", "corasán", "añares", "pasarse", "perchento", correspondientes a los niveles familiares y populares, y con otros términos, como "cerrense", "minuano", "charrúa", "sarandí", "nuevo peso", "centésimo".
Son uruguayismos –por decirlo de algún modo– y corren libremente en la prensa, la literatura, el aula, la calle y el medio hogareño. No cabe en ninguna mente negarles propiedad y vigencia y el quitarles el derecho al uso. Sin embargo, no se los ve en el diccionario de un alumno o en el DRAE. La lectura del diccionario académico es muy ilustrativa al respecto: hay pocas voces y expresiones correspondientes al Uruguay. Y, si ahora hay más que hace treinta años, se debe ver en ese adelanto la acción cultural de la Academia Nacional de Letras, que aportó cantidades bastante grandes de palabras con su correspondiente definición, para ser incorporadas al diccionario matritense. Mucho queda por incluir y por esa razón está en marcha el "Diccionario del español del Uruguay", obra de largo aliento y de lenta, mesurada y difícil realización, que le cabe, precisamente, a la Academia Nacional de Letras de nuestro país.
Cuando llegue a su fin la parte medular de esta obra –nunca hay un final absoluto en estos trabajos de equipo– se tendrá un corpus extenso, razonado, organizado y confiable que estará integrado por palabras y expresiones de muy diversa naturaleza y que abarcan los distintos niveles de lengua, para mostrar panorámicamente la abundancia de elementos idiomáticos de que se dispone aquí sin necesidad de hurgar en otros lugares geográficos. Hace un momento dijimos "uruguayismos" para referirnos a esos elementos y, al instante, queda ya planteado un problema que se concreta en esta pregunta: ¿Es clara la idea que se tiene de "uruguayismos"? Quizá no. El DRAE explica que es una "locución, giro o modo de hablar propio y peculiar de los uruguayos".
Para empezar, hay una falla en la explicación de "uruguayismo". Obsérvese que se dice "locución, giro o modo de hablar" y que no se menciona "vocablo", "palabra", "voz" o cualquier otro sinónimo conocido y empleado corrientemente. El DRAE solamente hace mención de enlazamientos frásticos y no señala que también hay vocablos o palabras que tienen las mismas características de peculiaridad y particularidad regionales. Es más: en la realidad de todos los días, el hablante se vale de enorme cantidad de palabras y de una cantidad más reducida de locuciones o giros o modos (que son sintagmas o combinaciones de términos). La definición del DRAE peca de insuficiente y merece urgente revisación. Lo mismo puede decirse de "cubanismo", "guatemaltequismo", "argentinismo" y "bolivianismo", que son vocablos definidos exactamente como "uruguayismo".
Sin embargo, "peruanismo" y "hondureñismo" tienen otro tratamiento en el DRAE y ya se ve que alguien vio más allá y dio entrada a la palabra "vocablo" en la definición. El DRAE define "peruanismo" de esta manera: "Vocablo, giro o modo de hablar de los peruanos", y de "hondureñismo" da esta explicación: "Vocablo, giro o locución propios de los hondureños". ¿Qué sucede? Muy simple: se produjo uno de los tantos descuidos del DRAE, que a veces no es consecuente consigo mismo, que olvida definiciones justas y las sustituye por otras no tan firmes y que llevan a confusión. Lo único que se necesita ahora es nivelar las definiciones para que no se crea que en unos casos el "ismo" vale de un modo y en otros vale de manera distinta.
Ahora bien: tanto en las explicaciones exactas como en las incompletas, el DRAE destaca la idea de propio y peculiar. Lo peculiar es lo personal, lo que es de uno y no de otros. Según este criterio, entran en la categoría de uruguayismos las voces, giros, expresiones y afines que nacieron y tienen curso en el país. De acuerdo con esto, se puede formar, en principio, dos grupos de uruguayismos: a) los adjetivos y sustantivos designadores de todo lo autóctono, como gentilicios, personales, nombres zoológicos, botánicos, geográficos, numismáticos, de prendas típicas, de utensilios, de tribus indígenas y así por el estilo; b) las palabras de cualquier categoría gramatical que van apareciendo a medida que la necesidad lo requiera, las cuales forman una cantidad muy grande, que se ensancha y angosta de acuerdo con los niveles de lengua, los grupos sociales y las regiones del país.
Esta división genera una particular visión de los uruguayismos. Los del primer grupo salen fuera del territorio e ingresan en el español de todos los hispanohablantes. Por eso, en España o Méjico o el Perú, se dice charrúa, montevideano, rodoniano, peñarolense, burucuyá sin causar reacción de asombro, incomprensión o titubeo. Son términos que se asimilan en seguida y, en particular en los medios de cultura, no requieren ninguna explicación especial para que lleguen al conocimiento de los oyentes y lectores.
Los del segundo grupo, por el contrario, tienen vida y circulación internas, se expanden en el territorio nacional, sea a todo lo largo y ancho de él, sea en alguna zona. Delante de los términos que integran este segundo grupo aparecen las dudas del estudioso, porque ¿se tiene la seguridad de que realmente hayan nacido en suelo uruguayo? En verdad se comparten muchas de esas palabras con otros países de habla española (caso de la Argentina) y de habla portuguesa (caso de Brasil) por su contigüidad territorial. Ello permite pensar o suponer que bien pudieron hablar llegado de algunos de esos lugares por diversos medios de difusión, principalmente la radiotelefonía, el cine y las publicaciones de corte popular, en un principio, y sobre todo la televisión, en la actualidad.
Es cierto que hay voces que, por comprobación precisa ya efectuada y no desmentida, se originaron en el Uruguay, pero de la mayoría no hay confirmación ni siquiera mediana de su procedencia autóctona. Se les comprueba arraigo profundo en el uso ciudadano o campesino, pero no puede delimitarse clara y rotundamente se auténtico origen nacional. A veces, es segura la procedencia de los países vecinos y, en esos casos, se está frente a una voz o una locución o una acepción que, luego de haber sido importada, se ha adoptado como propia y se usa como tal, sin análisis de su lugar de origen.
Creemos que el nombre de "uruguayismos" vale igualmente para estos casos, que quizás sean la mayoría. Si su empleo es muy extenso –como lo es, realmente– y si se han convertido en algo sentido como propio, como sustancial en la expresión diaria, les cabe muy bien el ser uruguayismos. Han penetrado a fondo, han llegado al corazón y la conciencia de la gente y pueden situarse paralelamente a otras expresiones de verdadero cuño uruguayo. En pocas palabras: ya son algo peculiar nuestro.
Quien sea muy preciso, por escrúpulos idiomáticos, podrá establecer la diferencia entre uruguayismos naturales y uruguayismos de adopción, pero, en ambos casos, el término "uruguayismo" se mantiene con su contenido claro y su resonancia regional. Sabemos que "pibe" es voz proveniente de la Argentina y hay diccionarios que la presentan como argentinismo, sin pensarlo dos veces. Pues bien: "pibe" es un sustantivo que en el Uruguay se oye con largueza, con tanta largueza que va desplazando, si ya no desplazó, a "botija", auténtico uruguayismo. Si bien "pibe" se importó, no impide ello que el uruguayo emplee el término como propio, casi como oriundo de su tierra, no impide que lo tome como algo incorporado definitivamente a su manera de hablar. Pasa a ser, pues, un uruguayismo de adopción.
Por otro lado, "corasán", sustantivo que es acomodación fonética del término "croissant", es un uruguayismo natural, pese a su étimo francés. Lo consideramos así porque esa grafía y esa pronunciación nacieron aquí y el "corasán" es un objeto cuyo nombre tiene perfil idiomático netamente uruguayo.
Esta explicación contribuye a afinar el concepto de "uruguayismo". Habría que ampliar la definición del DRAE para no dejar encerrado el vocablo en un predio idiomático demasiado estrecho y desbordado por la realidad a cada instante. Se hace fácilmente extensible esta idea a los argentinismos, los chilenismos, los peruanismos, etc. y quien estudie con cuidado dicciones propias de los países americanos de habla española podrá dividirlas del mismo modo como lo acabamos de hacer nosotros: encontrará "ismos" naturales e "ismos" de adopción.
No hay, en consecuencia, inconveniente alguno en valerse de la voz "uruguayismos". En nuestro país, dentro de los medios de cultura, hay cierta reticencia con respecto a su empleo y se recurre a rodeos para decir lo mismo que ella dice, lo cual, en definitiva, no agrega nada a lo que quiere expresar la palabra que se evita.
Resulta evidente que podría emplearse el término "americanismos" con el agregado de la frase complementaria "del Uruguay", pero, atendiendo a la costumbre imperante en otros países de América, parece más sencillo y directo decir "uruguayismo" y consagrar el vocablo de una vez por todas.
Paciente público: Termino tomando una cita de la novela "Moby Dick" de Herman Melville, libro que lleva el nombre de una ballena ya consagrada en la literatura universal.
Esta cita, recogida por Marcella Bertucelli Papi en uno de sus trabajos didácticos y aplicable metafóricamente al diccionario, dice: "Como vanidoso y necio, entonces, pensó, es posible para el hombre tímido y que no ha viajado, intentar conocer bien esta extraordinaria ballena únicamente observando el esqueleto muerto y ligero, extendido en este pacífico bosque.
No. Solo en el corazón de los más vertiginosos peligros, solo inmerso en los torbellinos de sus enfurecidas aletas, solo sobre el inmenso mar profundo, se puede conocer a la ballena en toda su integridad, viva y verdadera".
Montevideo, 5 de setiembre de 1996