Héctor Gros Espiell
Héctor Gros Espiell
(Discurso de Ingreso a la Academia)
El lenguaje y el derecho
Constituye una hermosa tradición académica que el recipiendario, al ingresar a la Corporación, haga elogio de su predecesor en el sillón que ocupa.
Yo cumplo hoy con esa tradición. Pero lo hago no para acatar formalmente un deber ritual, sino para testimoniar mi admiración por la vida de Adolfo Gelsi Bidart, por la importancia y significación de su obra jurídica, por su lucha en el Foro, por sus profundas convicciones democráticas, por su labor universitaria en la Facultad de Derecho de la Universidad de la República y por la tarea que desarrolló en esta Academia Nacional de Letras.
Naturalmente no he de enumerar, ni siquiera resumidamente, todo lo que Gelsi hizo en estos campos, en los que puso de manifiesto su saber y su conciencia. Me limitaré a señalar algunos de los caracteres tipificantes de su rica vida intelectual.
Pero antes siquiera, y pido perdón por ello, recordar brevísimamente, algunos elementos personales que explican la emoción y el cariño con que hoy evoco el recuerdo de quien ocupó el sillón No. 18, Horacio Quiroga, de nuestra Compañía, entre 1983 y 1998.
Siendo yo aún estudiante de Derecho, y por razones de carácter familiar, asistí a las pruebas del Concurso de Oposición que Gelsi realizó para acceder a una de las Cátedras de Derecho Procesal. Yo no había sido su discípulo, ya que mis dos maestros de Derecho Procesal habían sido Eduardo J. Couture y Raúl Moretti, pero escuchando sus pruebas en el concurso – en el que triunfó – pude saber de sus grandes aptitudes docentes, de su inteligencia y de sus conocimientos y tener así la seguridad del gran destino universitario que lo aguardaba.
Años después, cuando yo, a mi vez, di las pruebas del concurso para proveer la Cátedra de derecho Constitucional, vacante por la renuncia de mi maestro Justino Jiménez de Aréchaga – que ocupó también un sillón de esta Academia –, Gelsi asistió a todas las pruebas del concurso – juzgado por un tribunal integrado, entre otros, por dos ilustres juristas que fueron asimismo miembros de la Academia Nacional de letras: Juan José Carbajal Victorica y Aníbal Luis Barbagelata –, en el que yo tuve, la dicha de triunfar.
Treinta años después, Gelsi presentó, en 1989, mi libro “De Diplomacia e historia”.
Y cuando, entre 1990 y 1993, fui Ministro de Relaciones Exteriores, siendo él decano de la Facultad de Derecho de la Universidad de la República, trabajamos juntos en diversos proyectos de enseñanza y divulgación del Derecho.
Cuando en 1993 fui designado Embajador ante la república Francesa, tuvo el gesto inolvidable, de organizar una reunión especial del Consejo de la Facultad para despedirme y encomendarme la misión de representar en Francia a la Facultad de Derecho.
Todo esto explica el carácter personalísimo y especialmente emotivo que tiene, para mí, esta evocación.
Gelsi fue un jurista y un humanista.
Fue un hombre de Derecho y al mismo tiempo un filósofo que nuca desvinculó al Derecho de la Ética y que pensó y actuó siempre en función de la Justicia, sin olvidar la realidad de la vida.
Por eso, para mí, mucho más importante que reseñar su labor en la Cátedra de Derecho procesal – que honró durante largos años –, mucho más significativo que destacar su vinculación con el Derecho agrario, al que él dio en el Uruguay autonomía científica y jerarquía académica, más útil que enumerar sus libros o sus ensayos, es destacar su constante lucha por impregnar al Derecho con la idea de Justicia, lo que hizo no sólo teóricamente, sino además con su acción. Sin abandonar el ejercicio de la abogacía, sin dejar el Derecho Procesal, sin alejarse del Derecho Agrario, los últimos años de Gelsi estuvieron dedicados al tema de Derechos Humanos, de su naturaleza jurídica de su protección y garantía y de su realidad vital. Y este punto es especialmente destacable, porque el tema de los Derechos Humanos es el tema más radicalmente ético del Derecho, el asunto en el cual se ubica la cuestión esencial del Derecho justo, es decir del Derecho moral, y de su aplicación, en función del hombre, único fin y único objeto del Derecho todo.
No podría yo iniciar esta reflexión sobre el Lenguaje y el Derecho, sin recordar que en esta Academia Nacional de Letras ha habido siempre una presencia jurídica, puesta de manifiesto en un conjunto de ilustres figuras, que no puedo dejar hoy de evocar.
José Irureta Goyena, Profesor de Derecho Penal, Dardo Regules, que enseñó Filosofía del Derecho, Eduardo J. Couture, Catedrático de Derecho Procesal, Justino Jiménez de Aréchaga, Maestro de Derecho Constitucional, Juan José Carbajal Victorica, Profesor de Derecho Administrativo, Emilio Frugoni, creador de la Cátedra de Derecho Laboral, Aníbal Luis Barbagelata que enseñó el Derecho Constitucional, Daniel Castellanos, dedicado a la Historia del Derecho y Adolfo Gelsi Bidart, han sido los representante de la Ciencia Jurídica en esta docta Academia.
¿Por qué ha habido juristas en la Academia Nacional de Letras? ¿Cuál es la razón de esta constante presencia?
Creo que esta tradición no nació y no se ha mantenido por casualidad. Consciente o inconscientemente responde a la convicción de su utilidad, casi podría decirse de su necesidad. ¿Por qué?
Porque el derecho no es sólo un sistema de normas. Es, además, parte esencial y necesaria de la realidad. Integra la cultura de la sociedad. No puede conocerse una sociedad si no se conoce el Derecho que la rige, tanto el derecho vigente que se aplica, como también, el Derecho vigente que, en los hechos, no se aplica.
El Derecho se expresa y se manifiesta por medio del Lenguaje. Ayer, por medio del Lenguaje expresado oralmente, en el caso del Derecho Consuetudinario de las sociedades primitivas o semi culturizadas. Hoy por medio del lenguaje escrito, sin perjuicio de la existencia de nuevas formas de Derecho consuetudinario en el espacio internacional y en el ámbito interno. Sin escritura, como forma de manifestación del pensamiento y del mandato jurídico, no podría existir hoy el Derecho. Pero, a la inversa, sin Derecho escrito, no es concebible en las sociedades modernas, las diversas expresiones de la cultura, las manifestaciones del lenguaje en diversas formas, la regulación normativa de las expresiones idiomáticas, ni la protección y garantía de los productos de la inteligencia humana, que se manifiestan por medio del lenguaje, oral o escrito.
Es cierto que el Derecho no es el único sistema normativo que existe en la vida social. A él se suman la moral, los usos y los convencionalismos sociales y naturalmente, las normas religiosas. Todos tienen importancia, aunque distintas formas de vigencia, obligatoriedad, eficacia, acatamiento y sanción. Pero el Derecho es el sistema normativo social más necesariamente unido al Lenguaje, en sus expresiones orales y escritas. Y esto es así porque el Derecho exige, para poder ser, la utilización de un lenguaje claro y preciso y de un método de presentación que impone el uso de un idioma cuidadoso y pulcro.
Es, por tanto, para mí, en esta interacción entre sociedad, cultura y Derecho, y en las exigencias del lenguaje jurídico, que se encuentra la justificación última de la presencia de juristas en la Academia Nacional de letras.
La ausencia de juristas, durante largos años, en la Real Academia Española, cosa que felizmente no ocurre actualmente, es la explicación de los errores, la vejez inexplicable de ciertas definiciones, la peligrosa inutilidad y la inadecuación a las realidades de hoy de muchos de los conceptos jurídicos que se encuentran en el Diccionario de la Real Academia.
Esta crítica no es nueva ni original. Para citar sólo un ejemplo, no puedo omitir la referencia a la gran obra de Rafael Altamira: el “Diccionario Castellano de Palabras Jurídicas y técnicas Tomadas de la Legislación Indiana”, que muestra las carencias y ausencias, relativas al Derecho, en el Diccionario de la Real Academia.
Saludo pues y aplaudo a nunca violada tradición de presencia de juristas en la Academia Nacional de Letras y espero que, para beneficio del Lenguaje, esta tradición se mantenga en el futuro.
Hecha esta parte introductoria y preliminar, entremos ahora a desarrollar el tema que he elegido como materia de mi disertación.
¿Qué es el Lenguaje?
El Diccionario de la Real Academia da del lenguaje siete acepciones, de las que nos interesa ahora la primera: “Conjunto de sonidos articulados con que el hombre manifiesta lo que piensa y siente”. Aunque esta acepción se refiere sólo al lenguaje oral, la cuarta incluye al escrito, al decir que el lenguaje es el: “Estilo y modo de hablar y escribir de cada uno en particular”.
En realidad, como lo ha precisado la doctrina, el lenguaje es un sistema de símbolos, sonoros o gráficos, (lenguaje oral o lenguaje escrito), por medio de los que se expresan exteriormente ideas, pensamientos y sentimientos y que hace posible la comunicación entre los seres humanos.
El lenguaje escrito nació posteriormente al lenguaje oral, pero su coexistencia actual es una característica individualizante del ser humano y de la especie humana.
Como ha dicho Federico Mayor:
“A ratos se olvida que los signos trazados sobre el pergamino por el amanuense, que Hamlet lee son ya un precipitado cultural, un conjunto de símbolos que tardaron siglos – quizás milenios – en alcanzar forma gráfica. Antes, durante tiempo inmemorial, existieron como formas, como sonidos cargados de sentido y emoción, y como tales atravesaron las eras – hilo vinculante de generación en generación –, sin otro soporte físico que la voz y la memoria”[1]
El lenguaje es un hecho individual. Corresponde al derecho a la libre expresión del pensamiento que, por naturaleza, es un atributo de la persona humana y de su dignidad.
Pero, además, el lenguaje es, necesariamente, un hecho social, un elemento individualizante para unir a cada colectividad humana que lo utiliza y para distinguirla de otras colectividades que usan lenguajes diferentes.
Por eso la segunda acepción del vocablo que da la Academia es la de: “un sistema de comunicación o expresión verbal de un pueblo o nación o común a varios”.
El lenguaje es una expresión de la cultura de una sociedad y cada sociedad es lo que es como consecuencia del lenguaje que utiliza. Es un producto de la historia que, a su vez, provoca la evolución histórica.[2]
de es la importancia del Lenguaje, que ja podido decirse con razón que, “a un cierto nivel, es identificable con el contenido que expresa”[3]
¿Qué es el Derecho?
El Diccionario de la Real Academia, con una definición defectuosa, pero que no puedo dejar de citarse, dice que, en una de sus acepciones, que el Derecho es el “Conjunto de principios, preceptos y reglas a que están sometidas las relaciones humanas en toda sociedad civil y a cuya observancia pueden ser compelidos los individuos por la fuerza”. No es del caso, ahora, hacer la crítica jurídica de esta definición, que entre otros muchos defectos, olvida el Derecho internacional. Pero no es posible dejar de transcribirla.
Para tener una idea clara de lo que es el Derecho, hay que señalar que el Derecho es un sistema de normas, normas que poseen características especiales que las diferencian de las religiosas, de las morales y de los usos sociales. Pero las normas jurídicas están íntima y estructuralmente unidas con estas otras normas. El Derecho presupone su existencia y la coexistencia diferencial con ellas.
El Derecho, como sistema normativo, implica la necesidad de que haya una autoridad política, que hoy se manifiesta a través del fenómeno estatal.
Pero el Derecho es, además de un sistema de normas, un elemento esencial de la realidad social, económica, política y cultural. Ninguna realidad social, en su más amplio sentido, puede conocerse y comprenderse si no se conoce y comprende el Derecho que rige en ella e, incluso, el Derecho que, rigiendo formalmente, no se aplica.
Entre estos dos conceptos – Derecho y Lenguaje –, hay una relación entrañable e ineludible. Maurice Druon decía con razón que “El Derecho es un pensamiento, un método y un lenguaje”.[4]
Esta relación, entre el Lenguaje y el Derecho puede ser estudiada desde muy diversos puntos de vista.[5] Inclusive se ha llegado a analizar la cuestión de cuál es el tiempo verbal que más se adecúa a la naturaleza de la norma jurídica.[6] Naturalmente no es este enfoque el que seguiremos en la exposición del tema.
El Lenguaje y el Derecho son dos expresiones de la Cultura, en la acepción de Cultura como sinónimo de Civilización.[7] En cuanto tales, constituyen manifestaciones ineludibles a la personalidad, del carácter y del ser, de todo pueblo.
El Derecho requiere del Lenguaje para ser. No puede haber Derecho si no hay Lenguaje. El Derecho, que además de ser un sistema normativo, es una ciencia, en cuanto a su estudio y su técnica, es, asimismo, un arte porque la forma de su expresión requiere de toda la fuerza, la inspiración y la capacidad de transmitir conocimientos y sentimientos de que es capaz la inteligencia humana.[8]
En cuanto arte, su medio de expresión es el Lenguaje. Esta conceptualización del Derecho como arte, muestra un ejemplo, naturalmente, no el único, de la relación que existe entre el Derecho y la Vida.
El Lenguaje requiere hoy – en la actual etapa de la evolución de la Política, de la Sociedad y de la Cultura –, del Derecho. El Derecho, a su vez, necesita del Lenguaje.
Sin Derecho no hay Libertad. Porque sin Derecho – sin verdadero Derecho, es decir sin Derecho legítimo integrado con la idea de Justicia –, no es posible concebir la acción humana dentro de un marco social en el que coexistan el orden y la Libertad.
A su vez la idea de la Libertad se integra necesariamente con el Lenguaje. En efecto, la Libertad supone la expresión del pensamiento y de los sentimientos. Sin esta expresión, a través del Lenguaje, no hay verdadera vida humana y, por ende, no puede existir la Libertad.[9]
En consecuencia, Derecho, Libertad y Lenguaje constituyen una trilogía, cuyos términos se expresan, se fundamentan y se condicionan recíprocamente.
El uso y los efectos de la utilización del lenguaje, extremos unidos al fenómeno del Estado y a la existencia del Gobierno, requieren, dentro de ciertos límites, flexibles y adecuados, de una regulación jurídica. Esta regulación no puede abrogar la libertad de expresión y de acción, que está ínsita en el lenguaje como un elemento de la cultura moderna, pero, al mismo tiempo, no puede estar ausente, y es así que está presente en muchas Constituciones y a veces en la legislación, en sus referencias a la o las lenguas oficiales.
No hay, entre nosotros – en los países que usan la lengua española –, una imposición jurídica que determine, con imperatividad jurídica, una significación determinada de los vocablos utilizados de nuestro lenguaje. El Diccionario de la Real Academia no es un texto de Derecho. Pero es una referencia importantísima, una pauta, de conocimiento necesario, para clarificar, conceptualizados académicamente el sentido de los vocablos.
Es evidente la importancia que la definición de los términos jurídicos tiene en la cuestión general relativa al lenguaje en su relación con el Derecho.
La definición de las expresiones jurídicas es un asunto sumamente complejo.[10]
Primero, y con carácter general, por la dificultad – consustancial con su ser y con sus proyecciones y consecuencias –, de toda definición jurídica. La sabiduría del Derecho Romano, había señalado ya que: “Omnia definitio in jure periculosum est”. Las definiciones no son imposibles, ni indeseables. Pueden ser necesarias. Pero son peligrosas. De aquí la necesidad de ser muy cuidadosos. Hay que dar definiciones concretas, que sin dejar de lado el sentido esencial, sean flexibles y adaptables a situaciones cambiantes y cuiden de no producir efectos o consecuencias negativas o contradictorias con los principios generales del Derecho.
Segundo. Hay que tener la evolución y el cambio de sentido de los términos jurídicos en los diferentes momentos históricos. No es lo mismo la acepción de un vocablo en la terminología jurídica en la Edad Media, que en la Época Moderna o en los días actuales. En especial, en momentos de rápidos cambios sociales, culturales y políticos, la terminología jurídica, y consiguientemente, las definiciones, evolucionan con gran rapidez y las palabras llegan a adquirir acepciones muy distintas de las que antes tuvieron. La actual, aceleración del tiempo histórico, incide, en nuestros días, en esta cuestión de una manera muy especial e intensa.
Tercero. Hay que considerar que una terminología jurídica, como toda terminología, es la consecuencia de una cultura. Por eso es siempre relativa y se aplica a un espacio cultural, político y jurídico, sin que sea automáticamente trasladable a todas las grandes civilizaciones y a todos los “principales sistemas jurídicos del mundo”, para usar la expresión utilizada por el artículo 9 del Estatuto de la Corte Internacional de Justicia.
La actual globalización, la interacción de los distintos sistemas jurídicos del Mundo y la influencia de la información generalizada y popularizada, no llegan a eliminar totalmente las definiciones jurídicas, y por tanto, las diversidades terminológicas al respecto, que existen en las diversas culturas. Olvidar esto y pensar sólo en las definiciones que resultan de nuestro peculiar sistema jurídico – creyendo que constituyen un valor universal y único –, no solo constituye un error, sino además una peligrosa negación de la positividad y la riqueza de la diversidad de las diferentes culturas humanas.
Las definiciones, o mejor dicho, la conceptualización de las acepciones que poseen los vocablos y las expresiones jurídicas, constituyen un elemento esencial para la comprensión y la aplicación del Derecho.
“Las palabras de la ley” – dice al artículo 18 del Código Civil –, “se entenderán en su sentido natural y obvio, según el uso general de las mismas palabras; pero cuando el legislador las haya definido expresamente para ciertas materias, se les dará a éstas su significación legal”.
Esta norma responde a una larga tradición de la codificación europea y latinoamericana. Se incluyó por Tristán Narvaja en nuestro Código Civil, en 1868, recogiendo esta tradición, que también había sido recibida por Eduardo Acevedo en su proyecto, el primero redactado para el Uruguay. Sienta un criterio general de interpretación que debe aplicarse a la Constitución, a la ley y a los actos administrativos.
El sentido natural y obvio “es el uso general de las mismas palabras”.
Es decir que hay que atender al “uso general de las palabras” para saber cuál es su sentido “natural y obvio”.
Pero esto no resuelve los problemas interpretativo, porque, entre otros, está la cuestión que una misma palabra puede tener diversas acepciones en un mismo momento histórico, sin perjuicio de los cambios que pueden ocurrir con el transcurso del tiempo y de los distintos sentidos que puede poseer en diferentes sistemas jurídicos.[11]
Las definiciones dadas por el Diccionario de la Real Academia Española son un elemento importante a considerar para determinar cuál es el “uso general”, aceptado como tal, de las palabras.
Pero no son definiciones jurídicamente obligatorias. Si la definición del Diccionario de la Real Academia Española no concuerda con el uso general, en un determinado lugar y momento, que resulta para el intérprete de otros posibles elementos de información y de juicio, la definición académica debe descartarse, como elemento interpretativo del Derecho.
La Constitución Uruguaya – a diferencia de un gran sector del Derecho Comparado –, no contiene ninguna disposición relativa al idioma o a la lengua oficial de la República.
Pero, pese a ello, y sin que exista una norma constitucional al respecto, es obvio que nuestro idioma oficial es el español. Ello resulta no solo implícitamente de lo que es ha sido el sistema político-institucional y de la realidad histórica y social, sino además de algunas normas legales que parten de o presuponen la existencia – unánimemente aceptada –, de este idioma oficial. Para no hacer una tediosa referencia legal retrospectiva, solo citaré una ley muy reciente, la ley No. 17189, que declara como derecho del consumidor que toda información sobre suministro de productos o servicios, deba hacerse en idioma español, son perjuicio de que, además, puedan emplearse otros.
El Derecho exige un lenguaje abierto a la evolución y al cambio, que debe adaptarse a las exigencias sociales siempre cambiantes. Debe respetar el origen de las palabras y la continuidad de su sentido, pero no puede encasillarse no limitarse. Debe evolucionar, adaptarse y crear.
Por eso, una interpretación de la expresión “uso general” y “sentido natural y obvio”, que es el uso que se hace en un ámbito espacial, es decir el lugar en el que se aplica un Código, o, en general la Constitución, la ley o la norma jurídica pertinente, debe tener en cuenta el extremo antes indicado, saber el valor jurídico del diccionario de la Real Academia Española y respeto de las exigencias del Derecho.
A esta necesaria precisión espacial, se suma una ineludible precisión temporal. Es el uso general de las palabras, con su sentido natural y obvio, en el momento en que el Derecho se aplica en cada caso y no en la fecha en que la norma se adoptó, el que debe tenerse en cuenta.
Esto también incide, naturalmente, sobre la aplicabilidad de las definiciones dadas por el Diccionario de la Real Academia Española, que pueden responder a un concepto que ha cambiado y tener así una significación de un término jurídico, que puede no ser la actual.
Estos criterios dados por una ley uruguaya sobre el concepto de “uso general o corriente” de las palabras – para todo nuestro Derecho Interno –, que, repetimos, es análogo al que se encuentra en la mayoría de la legislación europea y latinoamericana, es el mismo que utiliza el Derecho Internacional.
En efecto, el artículo 31 (Regla general de interpretación) de la Convención de Viena sobre Derecho de los Tratados, dispone que:
“1. Una tratado deberá interpretarse de buena fe conforme al sentido corriente que haya de atribuirse a los términos del tratado en el contexto de éstos y teniendo en cuenta su objeto y fin.
4. Se dará a un término un sentido especial si consta que tal fue la intención de las partes”.
Sólo cabe destacar dificultades que pueden existir en el Derecho Internacional, cuando el “sentido corriente” de los términos empleados no es coincidente entre países partes en el tratado, situación compleja existente ya en los tratados bilaterales, pero mucho más difícil aún en el caso de los tratados multilaterales. En cuanto al elemento temporal, la cuestión es igual en el caso del Derecho Internacional que en la legislación interna. El momento de la aplicación – consecuencia de la relación del Derecho vigente con los hechos a los que se les aplica –, es el que determina el criterio interpretativo sobre el sentido correcto que debe darse a los términos.
¿Es lo mismo un Diccionario Jurídico que un Vocabulario Jurídico?
Diccionario y Vocabulario tienen, según la Academia, entre sus varias aceptaciones, una común. Diccionario es “el libro en que se recogen y explican en forma ordenada voces de una o más lengua…”. Vocabulario equivale a Diccionario; “es el libro en que se contienen el conjunto de palabras de un idioma”.
Ya en 1611 Sebastián de Cobarrubias, en su “teoría de la Lengua Castellana o Española”, decía que “Vocabulario” es lo mismo que “Diccionario”.[12]
Couture, en su valiosísimo “Vocabulario Jurídico”, ha hecho un interesantísimo análisis conceptual de las expresiones Diccionario, Vocabulario y Enciclopedia, que va mucho más allá de esta sinonimia; análisis del que resulta que las definiciones de estos tres términos dadas por el Diccionario de la Real Academia son incompletas o, por lo menos, parciales. Y este análisis, revela nuevos horizontes.[13]
Pero si bien, quizás, podría ser aproximativamente correcto considerar, con la Real Academia, los dos vocablos (Diccionario y Vocabulario), como sinónimos, hay que señalar que mientras para el libro que recoge el conjunto de las palabras de un idioma, se utiliza casi siempre la denominación de Diccionario desde el de la Real Academia Española hasta los otros cientos que existen en nuestra lengua y no se usa, en cambio, el nombre de Vocabulario, para los libros referentes a los términos o expresiones jurídicas, se emplea indistintamente el nombre de Diccionario o el de Vocabulario.
Podrían darse innumerable cantidad de ejemplos.[14] Santi Romano lo tituló “Dizzionario Giuridico”[15], Henry Capitant lo llamo Vocabulario Jurídico[16], Couture lo denominó “Vocabulario Jurídico”[17], Escriche empleó para su histórica obra el nombre de Diccionario Razonado[18] y Basdevant, con referencia al Derecho Internacional, llamó a su libro “Dictionnaire de la Terminologie de Droit International”.[19]
Aún considerados, con reservas, como sinónimos los términos vocabulario y diccionario, hay que aceptar que pueden tener matices diferentes. A los conceptos al respecto dados por Couture, puede agregarse para pensar el tema, que Rafael Altamira en el prólogo de su ya citado Diccionario, dice que tituló Vocabulario a una primera versión de su trabajo, pero que luego pensó que la expresión Diccionario era “más exacta y más clara”.[20]
Enciclopedia, puede poseer, según la Real Academia Española, la acepción de “Diccionario Enciclopédico”.
En el lenguaje común y corriente una Enciclopedia es un Diccionario muy amplio y desarrollado, en el que muchas veces la acepción de cada voz está descripta por un especialista, bajo su firma, y con una bibliografía.
La expresión nace con la famosa Enciclopedia Francesa dirigida por Diderot y publicada en París entre 1751 y 1766[21] y con la Enciclopedia Británica[22] cuya primera edición se remonta a 1768.
En materia jurídica es muy rica la tradición de las Enciclopedias. En ocasiones se ha llamado a algunas de estas enciclopedias, Digesto, como es el caso del famoso Digesto Italiano.
Curiosamente el Diccionario de la Real Academia Española no recoge esta acepción de la palabra Digesto. Hay enciclopedias o digestos jurídicos cuya mención no puede dejar de hacerse.
Es el caso, ya recordado, del Nuevo Digesto Italiano[23] de la Enciclopedia of Social Scienses[24], publicada en Nueva York en la década de los cuarenta o la Enciclopedia of Public International Law, obra del Instituto Max Planck de Heindelberg.[25]
¿Por qué he hecho estas tediosas referencias?
Dejando de lado el caso de las Enciclopedias, y de los llamados Diccionarios que por su contenido son verdaderas Enciclopedias – que pienso que deben seguir otras pautas, pues cada palabra da origen a un verdadero ensayo –, y refiriéndome solo a los diccionarios generales de la lengua, en especial de “la lengua española”, creo que por las definiciones jurídicas que contengan deberían seguir en plan que ha de ser común y han de tener una estructura que sea la consecuencia, en todos los casos, de los mismos criterios.
¿Cuáles deberían ser, a mi juicio, este plan y esta estructura?
Primero. En un Diccionario que aspira a ser Diccionario de la Lengua Española hablada y escrita en España y en Iberoamérica, no pueden darse definiciones jurídicas extraídas sólo de la legislación española.
Es preciso hacer referencia general a la legislación española e hispanoamericana en que se funda la definición o indicar, si es ello así, que lo que dice la legislación española concuerda en la tendencia general hispanoamericana.
Segundo. Debe ser una definición jurídica que responda al uso general y corriente del término.
Tercero. Si la acepción vulgar no concuerda con la técnica jurídica o si existe una definición legal distinta, esta circunstancia debe estar indicada.
Cuarto. Debe darse la acepción jurídica actual del término. Si esta acepción ha variado con el tiempo, ya sea en el uso general y corriente como en la terminología utilizada por la Constitución o la ley, este extremo debe hacerse constar.
Quinto. Si la acepción de un término jurídico tiene una acepción limitada a una región o país o a un grupo de países, sin ser utilizada con igual significado en todos los países hispanoamericanos y en España, esta circunstancia debe estar expresamente señalada.
Pasemos ahora a exponer algunas reflexiones sobre el lenguaje jurídico, tanto en lo que se refiere al lenguaje en que deben estar redactadas las normas jurídicas, como el lenguaje forense en sus dos variantes, el que se usa en la redacción de las sentencias y el que se utiliza por los letrados, ya sea en forma escrita u oral.
Todas estas formas de expresión – que deben poseer características especiales – han de estar, sin embargo, determinadas por elementos generales. En efecto, el lenguaje debe ser siempre – sea oral o escrito, referido al uso general y coloquial o al técnico o científico, o le relativo a una materia particular –, concreto, adecuado, claro y preciso.
En materia jurídica las exigencias de claridad y precisión se acentúan. Examinemos estas exigencias en relación con las distintas manifestaciones.
En la elaboración escita de las normas jurídicas – en todos los grados de la jerarquía normativa –, el lenguaje a emplear debe ser especialmente claro y preciso. No sólo como consecuencia de la exigencia general que a este respecto existe, sino porque al emanar de las normas jurídicas derechos y deberes exigibles, toda imprecisión, generadora de dudas y posibles confusiones, debe ser proscripta.
Pero además, como lo ha señalado elocuentemente René Savatier, en su hermoso trabajo “L’Art de Faire les Lois, Bonaparte et le Code Civil”, porque la ley debe ser exacta para poder ser comprendida, incluso por los que no son juristas.
La ley debe tener una redacción neta, breve, clara, coherente, sistemática y precisa. Debe ser un modelo de redacción. Uno de los mejores estilistas que ha conocido la literatura francesa, Standhal, decía que cada mañana leía un capítulo del Código Civil para mejorar su estilo.
Este estilo jurídico, rico pero sobrio – que parece pensado para que sus citaciones fueran grabadas en medallas, que caracteriza al Derecho Romano, al Derecho canónico y a la codificación napoleónica –, está hoy en plena decadencia.[26]
Las leyes se escriben cada vez con peor estilo, con menos técnica, con más graves errores de redacción y de sintaxis y con peor técnica jurídica.
Si hubiera que dar un triste ejemplo deberíamos referirnos al Derecho Constitucional uruguayo.
A partir de la Carta de 1830 – breve, concisa y bien escrita –, cada Constitución ha empeorado la redacción, hasta llegar al texto actual, largo, farragoso, repetitivo y a veces incoherente.
¿Qué lector que no sea especialista, puede sentir el gusto de leer la Constitución y encontrar en ella la emoción, la fuerza de convicción y el valor simbólico de un texto, que debería transmitir este interés y estos sentimientos?
Pobre el intérprete que tiene el deber de desentrañar el verdadero sentido de la Constitución, interpretando términos mal empleados, usados en forma diferente en distintos artículos, lo que impide muchas veces, recurrir al contexto como método hermenéutico y superar las contradicciones que, surgen de repeticiones inútiles!
Esta decadencia estilística, con consecuencias no solo idiomáticas, sino también culturales, políticas y jurídicas, se manifiesta asimismo en el lenguaje empleado en las sentencias y en los escritos forenses.
Muchas sentencias están mal redactadas, escritas en un español estrambótico, usando a veces palabras que no están, porque no deben estar, en el Diccionario, con un lenguaje que parece críptico y que ni siquiera es pseudo técnico.
Nadie entiende la argumentación, ni las partes ni los letrados. Como se añoran las viejas sentencias de nuestros grandes jueces, que unían a la sabiduría jurídica, un razonamiento inteligente, rectilíneo y convincente y un estilo preciso, claro y sencillo!.
Y así la jurisprudencia ha perdido, en parte al menos, su función docente y su proyección social. ¿No será esta decadencia un fruto de la mala enseñanza del idioma español en la escuela y de los defectos del aprendizaje del idioma y de la lectura en el liceo? ¿No será esto es reflejo de lo poco que se lee y de la ignorancia de los clásicos y de los grandes maestros de la lengua?
Lo mismo, a veces agravado, puede decirse del lenguaje – que ni es ni común ni jurídico –, empleado en ocasiones por los abogados en los escritos forenses.
La literatura en general, así como la doctrina jurídica han presentado singular atención al tea de la necesaria, de la deseable, corrección del lenguaje jurídico.
Dejemos de lado, hoy y aquí, las referencias a lo que, en tantas grandes obras literarias, se dice sobre el lenguaje jurídico.
Sin embargo no puede dejar de invocar, sin espacio para citarlos textualmente, los sabios consejos de Montaigne sobre el lenguaje jurídico y su relación con la predicación.[27]
No puedo tampoco evitar el recuerdo de Anatole France. ¿Por qué? Porque durante toda su visita a Montevideo, el 15 de julio de 1909, en el discurso que pronunció, al contestarle a José Enrique Rodó, en el homenaje que se le brindó, dijo:
“De la qualité de lalangue dépend la qualité de la pensé, la clarté des idees n’apparait qu’á la clarté de langaje et l’esprit ne saurait se conduire ni se connaitre dans les détours d’un idioma obscur et confus”.[28]
Era el mismo Anatole France que años atrás, en su estudio “La langue decadente”, había dicho:
“Le lenguaje décadent n’est que le commencement de l’aphasie qu’améne la paralysie générale”.[29]
Recordemos, además, lo que Montesquieu dijo en El Espíritu de las Leyes, obra que es a la vez un gran libro de Literatura, un tratado de Sociología, una obra de Ciencia Política y un estudio de Derecho Constitucional comparado. En el Capítulo XVI del Libro XXIX, da varios consejos que deberían ser siempre tenidos en cuenta:
“El estilo de las ley debe ser conciso”; “El estilo de la ley debe ser simple: la expresión directa se comprende mejor que la indirecta”; “Es esencial que las palabras de las leyes despierten en todos los hombres las mismas ideas”; “Las leyes no deben estar escritas de manera muy sutil, son hechas para la gente de mediano entendimiento”; “Las leyes inútiles debilitan las leyes necesarias” y “Las leyes deben ser concebidas de manera que no contradigan la naturaleza de las cosas”.[30]
En la doctrina del Derecho es también mucho de lo que se podría citarse al respecto. Los estudios de René Savatier[31], de Genaro Carrio[32], de Sebastián Soler[33], y de Agustín Gordillo[34], son de obligado recuerdo. Pero quisiéramos ahora citar únicamente lo escrito al respecto, muy recientemente, por un ilustre jurista venezolano, el Profesor Doctor Carlos Leañez, que al respecto dice:
“El jurista debe aportar el lenguaje controlado, propio del Derecho, sobrio y preciso, lo cual implica corrección expresiva, eliminación de frases y palabras inútiles, adecuada sintaxis. El lenguaje jurídico, que es conservador, rehúye las falsas elegancias y observa con cautela las nuevas terminologías, sin interpretaciones bien definidas por la doctrina y la jurisprudencia.
Supuesto importantísimo de toda técnica jurídica es el correcto uso del lenguaje. Aquí el jurista deba aportar los viejos y muchas veces olvidados saberes de la retórica, arquitectura tradicional del noble arte de escribir, la cual facilita grandemente la comprensión de las leyes.
El lenguaje jurídico en particular tiene a usar precisos y determinados vocablos (por eso se hace referencia al “lenguaje legal”). Es de tomo impersonal, conservador y repetitivo, pues el mismo término debe usarse, constantemente por razones de seguridad jurídica visto su esclarecimiento por la interpretación.
Debe ser sencillo, preferir en lo posible el lenguaje común, tratar de concretar lo abstracto, usar frases cortas, no sobrecargar las oraciones y extremar los esfuerzos de comprensibilidad por todos (aunque a veces algunos textos son para especialistas). Dentro de la clasificación de los estilos que hacían los retore de la Antigüedad Clásica (Quintiliano) el propio de lo jurídico es el denominado “delicado o llano” que se “corresponde al fin de instruir y se acomoda con la precisión”.
Claridad, calidad expresiva con la consiguiente precisión y certeza, sistemática y orgde, coherencia, sintaxis perfecta, posibilidad siempre presente para la expresión debida y justa con las grandes cualidades de expresión de dicho Código”.[35]
No sé si, hablando como jurista, he sido irreverente con los aportes hechos por los diccionarios generales de la lengua española al definir los términos jurídicos.
Si no ha sido así, y pidiendo perdón, quiero expresar que lo que he dicho lo he afirmado convencido de la necesidad de destacar y profundizar la relación entre el Derecho y el Lenguaje y del deber imperativo de que la ciencia jurídica no está al margen de los trabajos lexicográficos.
Por lo demás el objeto de esta disertación mía, que tanto me honra pronunciar en la ilustre Corporación que me ha acogido en su seno, ha sido el deseo de quebrar una lanza por el mejoramiento del lenguaje jurídico en los que tienen la obligación de emplearlo – y el consiguiente deber se usarlo bien –, al legislar, al administrar y juzgar.
Muchas gracias.
Montevideo, 17 de mayo de 2000
[1] Federico Mayor, La Palabra, en Héctor Gros Espiell Amicorum Liber, Bruylant, Bruxelles, Tome I, pág. 805-806.
[2] Joseph Vendryes, Le Langaje, Introduction Linguistique à l`Histoire, LÈvolution de L`Humanité, albin Michel, París, 1946; Angel Rosemblat, La Lengua y la Cultura.
[3] Bertil Malmberg, La Lengua y el Hombre, Editorial Istmo, Madrid, 1970
[4] Maurice Druon, Létre aux Francais sur leur Langue et leur Ame, Le Langaje et les Proffesions Judiciaires, La Norme ne Tolére oas l’a peu prés, le flou, l’incertain, Julliard, Paris, 1994, pag. 127
[5] G. Gény, Science el Técnique en Droit Privé Positif, T. III, No. 254, París, 1924; Schwarz – liberman con Wlalalenworf, Langaje el Droit, Etudes en l’honneur de J. Vincent; Sourioux el Lèrat. Le Langaje de Droit, 1975; Gerard Cornu, Linguistique Juridique, Montchrestein, París, 1990.
[6] Michel Villey, Método, Fuentes y Lenguaje jurídico, Sobre el Indicativo del Derecho, Ghersi Editor, Buenos Aires, 1987, pág. 143.
[7] Héctor Gros Espiell, Cultura y Libertal, en Federico Mayor Amocirum Liber, Bruylant, Bruxelles, 1996.
[8] Francesco Carnelutti, L’Arte del Diritto, Giuffre, Milano; Eduardo J. Couture, El Arte del Derecho y otras Meditaciones, Fundación de Cultura Universitaria, Montevideo, 1991.
[9] Manuel Alvar, Lengua y Libertad, Madrid, Instituto de Cooperación Iberoamericana
[10] Eduardo J. Couture, en su Vocabulario Jurídico, estudia brillantemente este asunto.
[11] J.Bequart, Les mots á sens multiples dans le Droti Civil Francais, Lille, 1928; H.C. Gutteridge, El Derecho Comparado, Introducción al método comparado en la investigación y el estudio del Derecho, citado por José Castán Tobeñas en el Prefacio al Diccionario Jurídico Francés – Español, Español – Francés, Edition de Navone, París, 1968, pág. 20.
[12]Sebastián de Cobarrubias, Tesoro de la Lengua Castellana o Española, 1611, Ediciones Turnér, Madrid – México, 1984
[13] Eduardo J. Couture, Vocabulario Jurídico, Depalma, Buenos Aires, 1976; De Migliorini, Che cos’e un Vocabulario, Firenze, 1951.
[14] Couture da una larga lista de Diccionarios, Enciclopedias y Vocabularios Jurídicos en la pág. 5, nota 15 de su ya citado libro. Véase: Fiorelli, Vocabulari Giuriduci Fatti e da Fare, Rivista Italiana per la Scienza Giuridiche, 1947, pág. 293; La aparición y desarrollo de nuevos saberes científicos y jurídicos ha provocado la aparición de nuevos vocabularios. Por ejemplo: Laurense Azoux Bacrie, Vocabulaire de Bioétique, Prof. París 2000; Jean Michaud, Le Mot “génome” dans les textes juridiques, Le Genome et son deulile, París, 2000.
[15] Santi Romano, Frammenti di un Dizionario Giuridico, Giuffré, Milano, 1947.
[16] Henry Capitant, Vocabulaire Juridique, Rèdigé par des Professeures de Droit, des Magistrates et des Jurisconsultes sous la Direction de Henry Capitant, París, 1936.
[17] Eduardo J. Couture, oc. cit. Véase también su trabajo publicado en la Revista Derecho Jurisprudencia y Administración, T. 52, pág. 49, Montevideo.
[18] Escriche, Diccionario Razonado de Legislación y Jurisprudencia, París, 1851, Madrid, 1872.
[19] Jules Basdevant, Dictionnaire de la Terminologie de Droit International, Pedone, París.
[20] Rafael Altamira y Crevea, Diccionario Castellano de Palabras Jurídicas y Técnicas Tomadas de la Legislación Indiana, Instituto Panamericano de Geografía e Historia, México, 1951.
[21] París, 1751-1766.
[22] Edimburgo, 1768.
[23] Nuevo Digesto Italiano. Unione Topográfica Editrice, 13 volúmnes, Torino, 1937.
[24] Por ejemplo, la Enciclopedia of Social Scienses, Mac Millan Co. 15 volúmenes, Reimpresión, New York, 1950.
[25] R. Bernhart (ed), Encyclopedia of Public International Law, Max Plank Institute, Heildelberg.
[26] Bionelli, Scienze Giuridica e Linguaggio Romano, Milano, 1953, pág. 15.
[27]Michel de Montaigne, Essais, Tomo I, Livre I, Chapitre X, Du Parler Prompt au Tardif, Le Cluc Franciase du Livre, París, 1969.
[28] Anatole France, Oeuvres Completes, Trente Ans de Vie Sociale, III, 1909-1914, Cercle du Bibliophile, París, pág. 72. Rodó comentó este discurso, en su parte relativa a la defensa y a la pureza del idioma, en su artículo “La enseñanza del idioma” (El Mirador de Próspero, Obras Completas, Aguilar, Madrid, 1957, Págs. 633-634
[29] Anatole France, Oeuvres Completes, La Vie Litteraire, III, La Langue Decadente, 18 de octubre 1888, Cercle de Bibliophile, París, pág. 318.
[30] Montesquieu, L’Espirit des Lois, Livre XXIX, Chapitre XVI.
[31] René Savatier, L’Art de Faire les Lois, Bonaparte et le Code Civil, Dalloz, París, 1927.
[32] Genaro Carrió, Notas sobre el Derecho y Lenguaje, ·a. Edición, Abe… - Perrot, Buenos Aires, 1986, Genaro Carrió, Los Límites del Lenguaje, Normativa, Astrea, Buenos Aires, 1973.
[33] Sebastián Soler, Las Palabras de la Lay, Fondo de Cultura Económica, México 1969.
[34] Agustín Gordillo, Tratado de Derecho administrativo, Tomo I, Parte General, La Textura Abierta del Lenguaje ordinario y del Lenguaje jurídico, Cuarta Edición F. D. A. Buenos Aires, 1997, pág. 13 - 1 - 19.
[35] Carlos Leañez, Elaboración Técnica Legislativa y Saberes Jurídicos, Congreso de la República, Caracas, 1997.