Mercedes Rein

Nacida en Montevideo el 19/11/1930. Fue escritora, dramaturga, traductora y Profesora de literatura en Enseñanza Secundaria.

 

Mercedes Rein
(Discurso de Ingreso a la Academia)

 

Las palabras en la era del vacío

 

Señor Presidente de la Academia Nacional de Letras, Arquitecto Antonio Cravotto.
Señores académicos. 
Señoras y señores.
Amigos:

 

Ya hace casi un año que la designación para ocupar el sillón "Eduardo Acevedo Díaz" en la Academia Nacional de Letras me sorprendió mucho porque no la esperaba y me preocupó también porque implicaba para mí una gran responsabilidad. Dije entonces que esperaba poder corresponder a tan alto honor con la dedicación y la eficiencia que el mismo exige. Esta responsabilidad que asumo hoy públicamente, me enfrenta una vez más a un viejo conflicto interior entre mi necesidad de vincularme con el mundo y mi vocación de aislarme para leer y escribir; entre mis relaciones con la sociedad y mi tendencia a la introversión y el silencio.

No me fue fácil encontrar el tema adecuado para la presente circunstancia. No sé si lo he encontrado.

Lo que me guía en esta disertación, charla o monólogo -me resisto llamarle discurso académico- es mi afición personal para las palabras. No pretendo exponer teorías, sólo intento compartir con ustedes algunas inquietudes, algunas preguntas acerca de las palabras, que son la materia y la herramienta de este oficio de escribir que he elegido o que me ha elegido como proyección y actividad central de mi vida.

La primera pregunta tiene que ver con la responsabilidad de los estudiosos y en particular de los escritores en la evolución de la lengua histórica común, siempre cambiante y ambigua, que, sin embargo, está en la base de todas las letras y ciencias y condiciona todo pensamiento.

Antes se pensaba que la lengua avanza impulsada por algunos escritores geniales y que podría ser gobernada por las academias. Hoy pensamos, creo, que la lengua es una energía colectiva prácticamente ingobernable, un proceso dinámico tan complejo como la mente humana. Es probable que algunos individuos aporten más que otros, en la medida de su talento y de su proyección social. Pero la lengua surge de nuestras raíces inconscientes y recorre sus propios y misteriosos caminos hasta nuestras inquietas e inquietantes neuronas, que, de pronto, establecen la comunicación, más allá de las palabras, con otras personas, otras culturas y hasta con otras especies. La Academia, los escritores, los lingüistas, pueden y deben observar esa actividad incesante y tomar nota como hacen los botánicos y zoólogos con la flora y la fauna. Tal vez podamos también barrer las hojas secas, regar y abonar la tierra fértil de nuestra lengua madre, que produce mucho yuyo inútil pero a la vez también sustenta la vida. Y la savia espiritual que le da sentido a esta vida. Creo que en eso estamos.

Me pregunto también ¿en qué consiste nuestra relación con las palabras? ¿Qué hacemos con las palabras sino interpretarlas? ¿Leer no implica interpretar el sentido de las palabras escritas? Esto parece bastante obvio e inocente. ¿Qué tiene de malo interpretar? Y sin embargo, la interpretación ha sido en este siglo no menos difamada que los viejos y queridos diccionarios.

Contra la interpretación escribió Susan Sontag un ensayo muy difundido, que se editó por primera vez en 1965. La autora había escrito ese artículo -titulado precisamente "Contra la interpretación"- en medio de una avalancha de comentarios sociológicos, psicológicos, históricos, políticos, etc., avalancha que no cesa y que aún hoy sigue canibalizando la producción artística, en el discutible intento de explicar y "traducir" lo que el autor "quiso decir".

"En la mayoría de los ejemplos modernos", escribe Sontag, "la interpretación supone una hipócrita negativa a dejar sola la obra de arte".

Es una formulación que me parece interesante y deliberadamente polémica. No sé si en la mayoría de los casos, pero, con bastante frecuencia, la irritación de Sontag ante las interpretaciones de las obras artísticas parece compatible.

Ahora me pregunto: ¿puede una interpretación -de una obra de arte o de cualquier texto- ser creativa, interesante, necesaria? La utilidad de la crítica, en medio de la actual inflación y confusión editorial, parece obvia, aunque a menudo sea distorsionada y corrompida en su mal ejercicio. Como ocurre en todas las profesiones.

Según Sontag, aceptables serían los comentarios o las críticas que destacaran la forma literaria, soslayando el contenido; que enseñaran a sentir, soslayando el intelecto. Siguiendo esta línea formalista, Sontag dice que "debemos recuperar nuestros sentidos" y "aprender a sentir" en vez de interpretar. Establece así una falsa oposición y olvida que la literatura es una operación fundamentalmente intelectual, en la que el oído y la vista (eventualmente, el tacto, en el caso de los ciegos) apenas captan indicios codificados, fonemas, letras, signos que es preciso interpretar mediante asociaciones mentales. Proceso que no excluye la sensibilidad, por cierto. Pero filtrada a través de la memoria y la imaginación.

Cito el ensayo de Susan Sontag como un ejemplo de la ideología popular antirracionalista que tiende a despreciar el intelecto y a exaltar la pasión, la sensualidad, el delirio, la locura, como si fueran en sí mismos valores positivos y fueran además incompatibles con la despreciada y temida inteligencia. Son ecos del romanticismo, que siempre renace de sus cenizas.

Pero también es posible que esto tenga algo que ver con un sentimiento frecuente en la clase media actual, que no se siente bastante fuerte, agresiva, apasionada y sensual. Por eso añora sus cualidades descaecidas. Fue revolucionaria, ya no lo es. Fue optimista y emprendedora, implacable en su ambiciosa identidad. Hoy, esa identidad se ha desfibrado y andamos a la deriva. Más allá de los valores cristianos o espirituales que sobreviven, generalmente aceptados de palabra -las palabras también suelen ser monedas falsas y hoy por hoy nos venden una espiritualidad caricaturizada por el kitsch, que al parecer, está de moda- más allá de toda esa retórica, nuestros héroes más recónditos siguen siendo los tigres, los buenos peleadores, los guerreros, los piratas, los amantes violentos o suicidas. Esos valores impregnan nuestros corazones y sobreviven en nuestro lenguaje. Y han invadido el mercado, que los exalta y estimula en un constante bombardeo publicitario. No es sólo violencia postmoderna. Ya Borges supo reconocer, algo perplejo, su propia nostalgia de la barbarie. Tal vez barbarie no sea la palabra, no estoy aludiendo a Sarmiento con su peculiar visión de la civilización y la barbarie. Naturaleza salvaje, instinto vital -estas palabras me suenan mejor. Borges escribió, más elegantemente: "el tigre fatal, la aciaga joya"... Y también: "el verdadero, el de caliente sangre, el que diezma la tribu de los búfalos...".

Ya que lo cito aquí, debo reconocer que hace treinta años, Borges, a pesar de estos resabios nostálgicos de tigres, guerreros y otros depredadores más o menos mitológicos, me parecía demasiado intelectual y alejado de la vida. Yo prefería entonces la pasión romántica, la esperanza humanista revolucionaria y algo surrealista de Cortázar. O de César Vallejo. Eran los años 60.

Hoy pienso que la vida consiste en un delicadísimo equilibrio. Eso es lo que busco en el arte en general y en las palabras, en particular: el riesgo y la pericia, la gracia y la precisión fugaz de los volatineros, de los bailarines, de los músicos.

Es curioso: el arte funambulesco de los volatineros goza aún de prestigio. El equilibrio, no. Equilibrio, equilibrista, suenan hoy a represión, a medianía oportunista y mezquina. Pienso, sin embargo, que los bailarines como los músicos, como los poetas y los artistas en general, nos dan un ejemplo de sabio y a veces heroico equilibrio. En su arte, no en sus vidas, sino a menudo a costa de ellas, por desgracia.

Porque no se trata, en mi modesta y solitaria opinión, no se trata de reprimir la afectividad ni tampoco de combatir el intelecto. Se trata de mantener ese equilibrio, aunque hoy no esté de moda. Las modas pasan. Y los escritores seguiremos bailando en la cuerda floja, entre la razón y la sinrazón que mueven y transforman sin cesar el lenguaje. Los escritores somos parte de ese juego. No lo gobernamos. Pero un texto bien escrito es un modelo y un bálsamo para el lenguaje, no menos agredido y contaminado hoy en día que la naturaleza. La contaminación cultural -habría que detenerse a analizar el sentido de estas palabras pero no tengo tiempo- la contaminación cultural, decía, tal vez se pueda combatir con políticas adecuadas. No lo sé. Es un asunto bastante complicado. Yo sólo sé que los escritores apenas podemos aportar algo con nuestro ejemplo, con nuestras obras, más que con nuestras opiniones. De ahí mi reluctancia a hablar en público sobre temas generales. Lo estoy haciendo, sin embargo. Son las reglas del juego.

Dentro de esa corriente antirracionalista, en la que ubico el ensayo de Sontag, se ha intentado despreciar y soslayar en particular el significado de la palabra poética, desprendiéndolo de la forma. En el siglo XX la poesía intentó, como la plástica y también la música, un retorno a sus orígenes, un rescate de sus raíces primitivas. África sometida por la fuerza militar, había invadido y sometido a Europa con sus ritmos, sus colores, sus formas, sus voces viscerales. Los conquistadores suelen ser grandilocuentes, vacíos y en el mejor de los casos, imitan el arte de sus esclavos.

Las generalizaciones son sospechosas, sobre todo en las ciencias humanas o sociales, pero algo de cierto hay en esta síntesis apresurada. Las viejas formas se resquebrajaron. El lenguaje caótico de los marginados entró en los salones y en las academias. El sonido de las palabras llegó entonces a tener un valor propio independientemente de sus incomprensibles significados.

Sin caer en los excesos formalistas y dogmáticos de ciertas vanguardias de principios de siglo, sin renunciar a las palabras con sus metáforas, sus connotaciones, sus silencios cargados de sentido, es, innegablemente, un placer y un privilegio escuchar los sonidos del lenguaje, cuando suena bien. Como me gustaría que sonara mi voz.

Pero también es preciso rescatar el valor del significado. En la era del vacío -según algunos- la poesía ya no puede significar nada. Nada más que esa atonía intelectual y afectiva, ese delirio sensorial, que producen algunas drogas.

Los que afirman esto confunden la parte con el todo, nuestra enfermedad, con el mundo entero. Para bien y para mal, estos son tiempos pluralistas, permisivos, eclécticos. Todas las formas circulan, son posibles, aunque a menudo nos defrauden. El vacío coexiste -en la era del vacío- con la plenitud, la muerte con la vida, el horror con la maravilla. Todo eso se manifiesta en las palabras. Pero es preciso interpretarlas.

Todo oyente, todo lector de poesía es, debe ser, un intérprete y hasta algo poeta. Sin duda, muy acotado, aún en las obras que Umberto Eco llama abiertas. Y no es menos creativa e interpretativa, pienso, la lectura de textos matemáticos, de física, de química, etc., textos que, como las partituras musicales, al vulgo, en el que me incluyo, no le dicen nada o casi nada. Pero también son literatura, una literatura científica, sin aspiraciones estéticas, tal vez discutible y provisoria, pero que integra, junto con la poesía y la cháchara cotidiana, el gran corpus lingüístico de la humanidad.

 Los profesores de ciencias también enseñan lenguaje, sin tener mucha conciencia de ello probablemente, ni interesarse bastante por ese aspecto lingüístico de su tarea.

El lenguaje científico no es mi tema, obviamente. Pero me interesa y pienso que tiende a ser, hoy más que nunca, universal. Y aunque los diccionarios se esfuercen por brindarle su hospitalidad, no pueden abarcarlo. Tal vez lo logre alguna enciclopedia con ayuda de la electrónica. Pero el siglo de los enciclopedistas no volverá. La mente humana, por sus limitaciones naturales, ya no aspira a esa universalidad ideal que concibió el humanismo renacentista. Yo me pregunto: ¿Debemos renunciar al humanismo precisamente en el momento en que la tecnología nos abre tantos caminos?

Creo que no se trata de renunciar al humanismo sino a la totalidad. Nuestro tiempo, el de nuestras mentes y nuestras breves vidas, no es el de las supercomputadoras. Tenemos que elegir. Corremos el peligro de ser aplastados por un constante alud de informaciones que constituyen una realidad universal desintegrada e ininteligible.

Esto de la globalización no es sólo un tema político y económico. También es un proceso lingüístico, en el que estamos todos inmersos, tironeados entre nuestras raíces afectivas, intuitivas, genéticas, que la poesía aún intenta rescatar, y la gran aventura intelectual que ha emprendido la ciencia.

No se trata de optar entre la ciencia y el arte, ni entre un lenguaje universal y nuestras lenguas o jergas tradicionales. Hasta hoy, por lo menos, intentamos integrar y conservar las diversas riquezas de nuestro lenguaje, que es el reservorio de eso que llamamos espíritu. No queremos restar sino sumar, suele decir la gente por ahí.

Pero, sí, aunque cueste, hay que restar a la hora de elegir. En la vida, en el arte, en la ciencia, los senderos se bifurcan y van quedando atrás. Ustedes perdonen si me contradigo. A veces de las contradicciones sale la luz. O el drama. Por algo me he acercado al teatro.

Como el lenguaje científico, las grandes obras de arte parecen estar del otro lado de un puente que aún intentamos tender entre la masa de hablantes y las minorías de especialistas. Es probablemente una utopía. Un sueño humanista que tiene que ver con la libertad de la gente, la comunicación y la armonía en el desarrollo social. Esta esperanza humanista ya no pretende abarcar en cada individuo el universo, un microcosmos, como decía Fausto, sino a lo sumo, inventar una síntesis poética -porque la poesía es eso: una síntesis de lo universal en lo particular, no es un mero pasatiempo, que "entreteje naderías", es una salvación, y cada uno de nosotros merece la oportunidad por lo menos de elegir, aunque ya no se entienda bien qué significa la palabra salvación. Tampoco podemos saber con certeza hacia dónde nos lleva ese puente que sostienen los llamados multimedia y en particular, la escritura, que lejos de perder vigencia, cada día es más ineludible en el mundo actual.

Esto último lo afirmo en parte porque el oficio de leer y escribir es mi única especialidad. Por lo menos, es natural que quiera defender mi oficio. Sin hacerme ilusiones. Me siento completamente identificada con los versos de Machado que cantó Serrat: "Nunca perseguí la gloria", etc. Serrat lo dice mejor que yo.

Elegí el camino de las letras porque sí, porque me gusta, sin considerar su posible importancia o utilidad. No opté en particular por ninguno de los géneros literarios tradicionales. He cultivado (por decirlo así, recordando a Voltaire) las letras, con cierto desorden que se parece a la libertad. He escrito cuentos, versos, ensayos, obras teatrales, novelas... y creo que, a pesar de sus diferencias formales, todos esos géneros, como suelen llamarse, son, inextricablemente relacionados entre sí, subgéneros de la poesía, esa meta ideal y tan difícil de alcanzar.

No me desvela el tema de los géneros literarios, que ya fueron descartados por Benedetto Croce hace rato. Me interesan, sí, los vasos comunicantes entre esos sectores de la literatura tradicional, desde donde, como pulpos insaciables, los escritores, eternos aficionados y amadores de las letras, lanzamos nuestros tentáculos hacia otras disciplinas, como la sicología, la sociología, la historia, la zoología, etc. Hasta donde podamos aventurarnos con nuestras limitaciones humanas, que suelen ser el tema de fondo de nuestra escritura.

La literatura contemporánea -ya sea realista, fantástica, hermética, etc.- tiende a expresar vivencias personales. Literatura confesional, impúdica y sin estilo, según el filósofo Benedetto Croce, a quien ya he nombrado al pasar en esta exposición, no por ser mi favorito sino por una estimulante mezcla de coincidencias y discrepancias que tengo con él. La diatriba de Croce contra la literatura occidental de los últimos cinco siglos y en particular, contra Rousseau y sus confesiones "poco viriles", expresa una ideología que no puedo aceptar, claro está. 

En vez de explicar el ingreso de la intimidad y de las mujeres a la literatura como consecuencia del liberalismo y del individualismo de nuestra cultura occidental con toda su tecnología, Croce se enoja y habla en tono peyorativo de la "femineidad", como si fuera un pecado o un defecto de fábrica.

 Habla de la "escasez de pudor que les permite sacar al aire sus propias miserias". Y habla también de un frenesí de sinceridad que no es sinceridad, sino cinismo. "Más viril" que el romanticismo le parece el realismo, que tampoco alcanza, sin embargo, a su entender, la nobleza clásica. (Y viril, por supuesto.) Esta mezcla de biología genética o genital y prejuicios puritanos parece hoy indigna de un filósofo. Pero sigue siendo bastante popular y recibida por el llamado sentido común.

Porque he aprendido a respetar -hasta cierto punto- el famoso sentido común, no descarto que algo de cierto haya en su percepción de la sinceridad desenfrenada y llevada hoy hasta el cinismo para satisfacer la avidez de un mercado enloquecido por la masificación vertiginosamente acelerada.

Croce era machista y bastante reaccionario -perdón por estas palabras no muy académicas, pero ellas expresan mi pensamiento- digamos que era chapado a la antigua, pero no era insensible. Y su sensibilidad lo lleva a retractarse parcialmente dos páginas más adelante, cuando reconoce que los grandes artistas no pueden juzgarse por las tendencias generales. Confirmando que las generalizaciones son peligrosas. Y cita, Croce, dentro de ese "frenesí de sinceridad", algunas excepciones que se salvan, como Goethe, Leopardi, Tolstoi, etc. Ninguna mujer, por supuesto.

Siento la tentación de aportar aquí mi propia lista de autores preferidos, que incluye a hombres y a mujeres, aunque las mujeres son menos. En esta competencia seguimos siendo menos, porque acabamos de llegar a este mundo de las letras. Junto con la electricidad o poco más o menos. Los cinco siglos "afeminados", que tanto molestaban a Croce, sólo fueron un preámbulo. No es una queja, reconozco cuánto hemos avanzado en este sentido. Además las quejas suelen ser aburridas e inútiles.

Sólo mencionaré a Horacio Quiroga para recordar un aspecto de su peripecia personal, que se relaciona con lo que vengo diciendo. En su juventud, Quiroga, como es sabido, había seguido la corriente neobarroca, formalista y sensualista que en el mundo hispánico se llamó modernista, y que hoy resurge en la onda posmoderna. Pero un día Quiroga se fue a vivir en la selva misionera. No se propuso escribir sus impúdicas intimidades personales, como diría Croce, sino vivir austeramente, trabajar, conocer la naturaleza y escribir sus mejores cuentos en una prosa tan áspera y austera como su vida y nutrida por sus experiencias más auténticas. Como Joseph Conrad, André Malraux y tantos otros, que recorrieron el mundo y contaron lo vivido en carne propia. Como la pobre Carson McCullers, que, sin ir tan lejos, escribió sobre el trágico Sur de los EEUU, sobre los negros de su infancia, los lugares y las personas que conoció íntimamente. Como Proust, en medio del esplendor parisino. Como Antonio Machado, que cantó y contó sus paseos por los jardines de Andalucía, los páramos de Castilla y las soledades de su alma.

Siguiendo, un poco a los tropezones, estos y otros ilustres ejemplos, yo también intenté esa búsqueda de la autenticidad basada en lo vivido, aunque libre y desatada de esa realidad. Pero un día mi imaginación quiso viajar, no hacia otras tierras, sino hacia el pasado histórico. Un pasado próximo y vivo aún en nuestra sangre, en documentos y en relatos familiares que de pronto despertaban, no sólo en mi memoria sino en la memoria de la literatura uruguaya, durante los años sombríos de la última dictadura, que aún nos duele como nos duele aún, o debería dolernos, la violencia fratricida de nuestro siglo XIX.

Tal vez porque necesitábamos un espejo o un refugio o sabe Dios por qué, en la última década del setenta (hubo otra, un siglo antes, no menos terrible) muchos narradores de este país nos dedicamos a hurgar en el pasado, buscando información y compitiendo en cierto modo con los historiadores. Como lo había hecho en su tiempo Eduardo Acevedo Díaz, cuyo nombre prestigia el sillón que se me ha otorgado -metafóricamente hablando- en la Academia Nacional de Letras. A este gran narrador uruguayo quisiera rendirle aquí un pequeño homenaje, para finalizar esta exposición ya bastante extensa e intrincada.

Señala Rodríguez Monegal que "Acevedo Díaz (...) sabía perfectamente que el dato histórico, por sí solo, poco dice, que es susceptible de ser tergiversado, que muchas veces refleja sólo una parte (no siempre la más valiosa) de la realidad histórica. Por eso se atreve (A.D.) a calificar a la historia de ‘novela’: en un sentido muy claro de ficción, de invento".

Esto no supone en Acevedo Díaz un desdén por la verdad ni una irresponsabilidad testimonial. Al respecto vale la pena recordar un episodio mencionado por el historiador Alfredo Castellanos.

Acevedo Díaz se había encargado de publicar en La Prensa de Buenos Aires, las memorias de su abuelo, el general Díaz, en las que se incluía un comentario de la tropa acerca del coronel Manuel Oribe, comentario que desmerecía o ponía en tela de juicio el coraje de este militar. Esto molestó mucho a los correligionarios de Oribe y del propio Acevedo Díaz, quien respondió a esas críticas con su habitual contundencia:

"La verdad duele a veces; pero es preciso no amarla, para esconderla, y siempre hemos 
creído que la luz no se esconde, aunque se quiera”.
"Ellos encaraban desde el punto de vista político, lo que nosotros mirábamos bajo
la faz histórica."

Y agrega:

"Contestamos que hacíamos historia y no política."

Acevedo Díaz supo también hacer política durante toda su vida, incluso como escritor. Se propuso, por ejemplo, contribuir con sus novelas a desarrollar el sentimiento de la nacionalidad oriental o uruguaya, que es, sin duda, un hecho político.

Pero más que sus actitudes personales, muy conocidas, siempre firmes, fundamentadas y de innegable trascendencia, más que su honestidad histórica, me interesa destacar aquí las virtudes de Acevedo Díaz como narrador que crea atmósferas impresionantes, como el anochecer invernal, conspirativo y medroso, en el convento de San Francisco, al comienzo de Ismael, su novela más lograda, según algunos críticos, cuya opinión comparto.

No voy a entrar en un análisis pormenorizado de su obra. Pero incurriendo tal vez en el pecado que Sontag llama interpretación, me interesa destacar aquí la intensidad dramática de su narrativa, que llega a su culminación en los momentos de violencia, como el cañonazo británico que descabeza a una novia en plena boda, durante las invasiones inglesas, como la muerte de Felisa o la no menos cruel agonía de Almagro, escenas en las que se reitera la mención de la sangre pero no por un frívolo regodeo en el sadismo, sino por un cuestionamiento obsesivo del sentido de esa violencia, que termina siendo aceptada como una fatalidad trágica: "Conquistada la independencia, la sangre correrá en los años hasta que todo vuelva a su centro, y aún después... ¡Esa es la ley!". Esta frase final de Ismael, más allá de su confirmación en los hechos de nuestra historia regional, sigue vigente como un estremecimiento poético que intuye lo inexorable de la tragedia humana.

Quisiera terminar con una nota menos amarga. Me resisto a aceptar la resignación fatalista del fraile franciscano, en cuya boca pone el novelista esas palabras. ("La sangre correrá en los años", etc.). Pienso que la historia nos enseña a abrir los ojos ante una realidad, de ayer, de hoy, del futuro... que nos espanta y nos atrae al mismo tiempo. Las palabras están fatalmente comprometidas con la realidad. Y nosotros, con el futuro, que es una aventura, un azaroso viaje, pero vale la pena. Todavía creo que vale la pena.

Pero hoy debo agradecer esta hora de paz que se nos concede y que compartimos en este ámbito lleno de recuerdos del Museo Pedagógico, y en el privilegiado ejercicio de la palabra. También por eso, a todos ustedes les doy las gracias.

 

Montevideo, 24 de julio de 1997

 

Ocupó el Sillón Eduardo Acevedo Díaz
Falleció el 31 de diciembre de 2006.

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