La Casa Presidencial de la Avda. Suárez

Aquel tiempo, quizás tan solo un murmullo imperceptible en la vasta extensión de la memoria, nos devuelve a los albores de Montevideo, en la tercera década del siglo XVIII, cuando Pedro Millán, con la diligencia de un cartógrafo que presagia destinos, desplegó su mirada sobre la incipiente ciudad. Era por entonces que, bajo el mandato del gobernador de Buenos Aires, Bruno Mauricio de Zabala, sus pasos lo condujeron hasta los predios que abrazaban al arroyo Miguelete, y allí, como si el capricho del suelo le dictara su propio designio, descubrió la promesa de una fertilidad que aún no se había desvelado. En la quietud de aquellos parajes, donde el agua serpeaba entre juncos, vio Millán el nido perfecto para las chacras que, en un futuro cercano, habrían de surtir de frescos frutos y verduras a la novel urbe, cual ofrenda perenne a la mesa de sus habitantes.
Así, como el tiempo dibuja sus intrincadas redes sobre el lienzo de la existencia, fue que, promediando el siglo diecinueve, el espíritu cosmopolita del financista francés José de Buschental ancló en las costas de Montevideo. Con la perspicacia de quien intuye el valor oculto en la tierra, adquirió una vasta extensión de aquellos mismos dominios que el Miguelete acariciaba. Fue allí, en el corazón de esa propiedad, donde erigió una morada que, en su magnificencia, bautizó como "Buen Retiro". No era una simple construcción, sino el arquetipo, el génesis de un concepto que se inscribiría con tinta indeleble en el imaginario montevideano: el de la casa quinta, esa simbiosis entre la opulencia de una residencia y la serena belleza de un parque. El Miguelete mismo, testigo silente de esta transformación, fue encauzado, y sobre sus aguas, como pequeños suspiros de piedra, surgieron delicados puentes, enlazando lo que antes la naturaleza había separado.
Pero el tiempo, implacable artífice de cambios, no detiene su marcha. Corría el año de gracia de 1870 cuando Buschental, en la lejanía de Londres, entregó su espíritu. Su heredad recayó en su esposa, la brasileña María da Gloria de Castro Delfim Pereira, hija de los barones de Sorocaba, quien, en la vastedad de su pena, vio cómo el "Buen Retiro" se desprendía de sus manos en una subasta acaecida en 1872. Fue Adolfo del Campo quien, con la visión de un nuevo comienzo, lo adquirió, imprimiéndole el nombre de "Prado Oriental" y abriendo sus puertas en 1873 al murmullo de los visitantes, que ahora podían deambular por sus senderos. Finalmente, en 1889, el gobierno, en un gesto de magnanimidad pública, lo expropió, convirtiéndolo en un paseo accesible a todos, un pulmón verde para la ciudad en constante crecimiento.
En esta época de efervescencia y profunda metamorfosis, las casas de descanso surgieron como sueños materializados, esparciéndose por la zona. El nuevo siglo anunció nuevas promesas: en 1902, el Jardín Botánico acogió con sus brazos la flora del mundo, y una década después, en 1912, el Rosedal deslumbró con la exquisita delicadeza de sus pétalos, cada uno de ellos añadiendo un trazo más a la compleja acuarela de la memoria de Montevideo.
Allí, lindantes con lo que un día sería la opulenta quinta de Buschental, se gestó un capítulo más en la intrincada novela del suelo montevideano. Corría el año 1832, y aquellos predios, que hoy con sobria dignidad sustentan los cimientos de la actual residencia presidencial, aún respiraban el aire de su origen público. Fue entonces que fueron desprendidos del dominio común, para integrar la esfera privada, merced a la adquisición que el ciudadano Juan Sánchez realizó al Estado. Un acto que, en retrospectiva, se antoja el primer trazo de una vasta obra.
Mas el tiempo, con su imperceptible pero constante labor, no tardó en desarrollar nuevas tramas. Tras la desaparición de Sánchez, su viuda, doña Estefanía Martínez, con la diligencia de quien presiente la inevitable fragmentación de lo extenso, dio inicio al proceso de fraccionamiento de aquella vasta propiedad. Y así, con el transcurrir de los años —como si los destinos inmobiliarios obedecieran a la misma lógica caprichosa de las novelas por entregas, donde cada capítulo revela un nuevo propietario—, la tierra, en su silenciosa paciencia, fue testigo de innumerables traspasos, de manos que la poseyeron y la abandonaron, de sueños que en ella se anclaron y se disolvieron. Hasta que, en la tarde del 10 de noviembre de 1907, bajo el sol ya declinante que tiñe de melancolía los recuerdos, doce solares, desprendidos de aquel tronco original, fueron ofrecidos al martillo del remate, dispersándose como hojas en el viento del porvenir.
Fue entonces cuando la tercera fracción, precisamente aquella sobre la que hoy se erige la mencionada casa presidencial, fue adquirida por doña María Adelina Lerena Traibel de Fein en $ 8.875. A pesar de su innegable determinación, la señora Lerena requirió la venia marital de su marido, el doctor Carlos Fein Pérez (1854–1919), para concretar la transacción. Este requisito evidenciaba la mentalidad de la época, cuando la legislación vigente consideraba a las mujeres casadas como jurídicamente incapaces. El doctor Fein, por su parte, fue una figura prominente, destacándose en múltiples y elevadas funciones: diplomático, magistrado, ministro de la Alta Corte de Justicia y presidente de la Asociación Rural del Uruguay.
El matrimonio Fein-Lerena, animado por el entusiasmo propio de las empresas fundacionales, encomendó la edificación de su casa al joven y prometedor arquitecto Juan María Aubriot (1876–1930), quien firmaría obras señeras como el edificio de la Facultad de Derecho sobre la avenida 18 de Julio. El inmueble, de estilo ecléctico con evidentes reminiscencias centroeuropeas, se desarrollaba en tres niveles y una buhardilla habitable. A esta estructura se sumaba una torre que parecía aspirar, en su verticalidad discreta, a la promesa del porvenir. La primer planta albergaba las dependencias de servicio, la segunda la zona de recepción, la tercera los aposentos de la familia, y la buhardilla los cuartos del personal. Construido con admirable rapidez —apenas un año—, fue habitado por la familia en 1908. Allí se instalaron el doctor Fein, su esposa y sus hijos: Carlos Gustavo, Alfredo y Jorge Germán, quienes probablemente recorrieron sus salones con la curiosidad reverente que despiertan los espacios aún no impregnados por la memoria.
La muerte del doctor Fein, acaecida en aquella misma residencia en mayo de 1919, imprimió un giro silencioso pero decisivo en el destino de la casa. Su viuda, enfrentada a la soledad muda de las estancias ahora demasiado amplias, optó por desprenderse de ella. Así fue como, en marzo de 1920, la firma Gomensoro & Castells anunció con retórica elocuente el remate del valioso château ubicado en la Avenida Suárez 130. Se lo describía como una magnífica residencia señorial, única en su estilo vienés, con una construcción perfecta en la selección de todos sus materiales y un lujo que no era mero adorno, sino la manifestación tangible de una voluntad de habitar con elegancia. En suma, una morada completa, distinguida, modernísima.
Fue el empresario Werner Quincke quien la adquirió por la suma de $ 80.000. Antes de mudarse con su esposa, Clara Luisa Hoffman Tornquist y sus hijos, encargó al arquitecto alemán radicado en nuestro país Karl Trambauer (1878–1941) que realizara algunas reformas: modificaciones en la planta de servicio, en las habitaciones de la buhardilla, la instalación de calefacción central, la eliminación del monograma “FL” presente en varios puntos de la casa (gracias a las fotografías tomadas en 1918, el monograma es visible en lo alto de las chimeneas) y un ascensor que conectara todos los pisos de la casa, como si el ascenso y el descenso mecánico entre niveles interiores fuera una metáfora inadvertida de los ciclos sociales y familiares que esa casa conocería. Werner Quincke, fue un hombre de iniciativa comercial notable, la prosperidad de sus negocios reflejaba no solo el ascenso de una burguesía moderna, sino también el delicado equilibrio entre el orden europeo y la flexibilidad rioplatense.
Ciertamente, el paso del tiempo, ese implacable escultor de existencias y edificios, apenas permitió que la propiedad, con su alma de piedra y sus silencios de madera, reposara por un lustro completo bajo la égida de los Quincke Hoffman. Cinco años, un soplo en la vasta extensión de la historia, y ya en aquel 1925, el sutil velo de la transacción se descorrió de nuevo para envolverla. Ochenta mil pesos, suma idéntica a la que, como un eco de un negocio pretérito, había marcado su previa adquisición, la desprendieron de sus manos para entregarla al doctor Federico Susviela Guarch (1851-1928); una figura cuyo linaje se hundía en las raíces mismas de la patria, siendo nieto del ilustre Bernardo Susviela (1791-1845), uno de los terrateniente cuyas vastas posesiones cimentaron parte de lo que hoy conocemos como El Prado, esa zona hoy salpicada de jardines antiguos y memorias de otrora.
La prensa de la época —testigo celosa de estos traspasos— no dejó de remarcar que la casa se encontraba rodeada de un magnífico jardín, cuidadosamente atendido, y con una muy moderna instalación de calefacción central y ascensor, señalando, quizás sin saberlo, las notas que más tarde la convertirían en escenario de la vida íntima del poder.
Médico distinguido y diplomático de refinada escuela, el doctor Susviela Guarch ostentaba el honor de haber sido el primer patólogo uruguayo, egresado de la prestigiosa universidad de Berlín, discípulo directo de Rudolf Virchow, cuyo influjo científico marcó toda una época. Su carrera diplomática, extensa y fecunda, lo llevó a representar a nuestro país durante largos años ante el Imperio Alemán y, más tarde, frente a la corte de Francisco José I de Austria, en una época en que los hilos invisibles de la política europea se tejían con una delicadeza casi etérea. Más tarde, cuando los ecos sordos de la Primera Guerra Mundial cesaron, y los lazos diplomáticos con Alemania, rotos por el fragor de los cañones, se anudaron de nuevo, fue él, con su inalterable aplomo, quien fue designado embajador otra vez, como si el tiempo no hubiera transcurrido, o como si la memoria de los pueblos, por un instante, se complaciera en repetir sus figuras más egregias.
Fue entonces, en el corazón mismo de aquella casa que comenzaba a respirar su nueva existencia, donde el doctor Susviela Guarch decidió que la primera planta, con su luz tenue, sería el santuario de su laboratorio. Allí, entre microscopios, los misterios de la vida y la enfermedad se desvelarían bajo su mirada escrutadora. Y fue allí también donde empezó una nueva vida, junto a su segunda esposa, la argentina Corina Elejalde, cuya juventud contrastaba, con una delicadeza casi imperceptible, con la sabiduría de sus años, y junto a Carlota, la hija menor de su primer matrimonio. Los otros cuatro hijos, Carmen, María, Federico y Delia Susviela Ramos, ya habían trazado sus propios destinos, sus vidas entrelazadas en otros lares matrimoniales, lejos ya de la morada paterna.
Es en esta época, impregnada de una elegancia que hoy solo podemos vislumbrar a través de las crónicas polvorientas, cuando la casa, antaño un silencioso testigo, se transformó en el escenario de grandes recepciones, cuyas fastuosas descripciones las hojas amarillentas de los periódicos de entonces conservan como un eco fiel.
Fue brillante la recepción —anotaba una de esas crónicas, con la voz encendida del entusiasmo mundano— que el doctor Federico Susviela Guarch y su esposa, la señora Corina Elejalde, ofrecieron en honor del capitán Yunkermann y de la oficialidad del crucero alemán “Berlin”, en su espléndida residencia del camino Suárez. La fiesta desplegó sus encantos tanto en los salones interiores como en los jardines, bajo una luz de verano que se iba dorando de nostalgia mientras el elemento joven —ese que danza antes de pensar— aprovechaba con entusiasmo las melodías de una excelente orquesta traída del propio “Berlin”, que ofrecía selectas piezas de baile. Durante horas se danzó au grand air, bajo el cielo claro, mientras la vieille garde, con elegante resignación, se entregaba a la amable conversación, ese arte cada vez más escaso y más preciado, como la porcelana antigua.
Pasadas las seis de la tarde, los salones y el amplio hall de la casa se encontraban envueltos en una atmósfera de gracia y opulencia. El decorado y el mobiliario, de factura exquisita, eran un marco dorado que exaltaba la belleza y la elegancia de nuestras damas y niñas, organizándose, casi sin proponérselo, un sutil torneo de gracia, arte y seducción. Más tarde, los invitados fueron conducidos al salón comedor, donde una mesa cubierta con encaje antiguo y adornada con flores naturales y candelabros de plata, ofrecía el espectáculo de un buffet espléndido, en el que cada plato parecía pensado como una promesa de hospitalidad y buen gusto.
La reunión transcurrió en una atmósfera de exquisita sociabilidad, prolongándose más allá de las ocho de la noche, y sirvió para que, una vez más, el don de gentes y la gentileza proverbial de los dueños de casa se pusieran en evidencia, como si se tratara de una prolongación de su linaje y de su estilo de vida. Los invitados se retiraron con la más grata impresión, llevando consigo el recuerdo de esas horas cálidas y ceremoniosas pasadas en aquella hospitalaria mansión, cuyo aire parecía aún vibrar con los acordes de la orquesta y los murmullos de las conversaciones entrecortadas por las risas.
Hasta que el ineludible 20 de mayo de 1928, en esa misma casa que había sido testigo de sus laboriosas investigaciones y de sus celebraciones solemnes, murió el doctor Federico Susviela Guarch, y fue allí mismo, entre los muros que habían contenido su existencia final, donde se lo veló. La mansión, otrora luminosa y resonante de música, se cubrió de un silencio pesado, casi reverencial, como si la piedra misma se inclinara ante la despedida de su ilustre morador.
Su viuda, Corina Elejalde, permaneció aún un tiempo en la casa, con la pesadez de los recuerdos anclada en cada rincón, hasta que la necesidad de un nuevo aire, o la llamada de otros fantasmas, la condujo a Buenos Aires, al “Palacio de los Patos” en Palermo, donde, presumiblemente, encontró un eco diferente para su soledad.
La vasta biblioteca, testigo de horas incontables de estudio, y el laboratorio, depositario de sus descubrimientos, fueron legados a la Facultad de Medicina, como un gesto final de generosidad intelectual. El fino mobiliario, pieza a pieza, fue desmembrado, repartido entre aquellos a quienes el afecto y la ley designaban como herederos: su viuda y los hijos y nietos de su primer matrimonio con Carmen Ramos Toribio, completando así un gesto de clausura familiar que tenía tanto de reparto material como de despedida simbólica.
Y la casa, despojada de su alma original, hipotecada y luego devorada por los impuestos impagos –esa forma implacable de la desidia o del olvido-, terminaron por hacer que la propiedad pasara, en el año 1942, a posesión de la Intendencia de Montevideo, cerrando con un gesto burocrático lo que había sido un capítulo de esplendor privado. La Intendencia, sin mayores ceremonias, cedió luego la casona en arriendo al Servicio Hidrográfico de la Marina, inaugurando así una nueva etapa —más funcional, más opaca— como si sus antiguas salas, antaño testigos de elegantes bailes y charlas eruditas, estuvieran destinadas ahora a escuchar el murmullo constante de las cartas náuticas y el susurro del mar.
Durante un siglo, desde aquel alba naciente de nuestra República en 1830, los presidentes de nuestra nación, como figuras esculpidas por el tiempo en la piedra de una tradición austera y casi doméstica, parecieron resistirse, con una obstinación silenciosa y profundamente arraigada, a todo gesto, por mínimo que fuese, de esa ostentación que el espíritu de la época acaso comenzaba a insinuar. Era como si un velo invisible, tejido con la sobriedad de los tiempos fundacionales, cubriese cada uno de sus actos públicos y privados, impidiendo que el más leve asomo de suntuosidad desvirtuase la esencia casi familiar de su magistratura.
Y, sin embargo, he aquí que la memoria, caprichosa y selectiva como es, no puede evitar detenerse en dos excepciones, dos paréntesis luminosos y quizás un tanto transgresores en esa larga sucesión de austeridad: los mandatos de Máximo Santos (1882-1886) y de Julio Herrera y Obes (1890-1894).
Santos, aún sin ceñir sobre sus hombros el peso inminente de la presidencia, concibió en su imaginación, y pronto en la realidad material, una morada que trascendería el mero cobijo para convertirse en un emblema. Así, en los prolegómenos de su mandato, cuando su espíritu, ya inclinado a la grandiosidad, se volcó hacia el insigne ingeniero Juan Alberto Capurro, a quien confió la gestación de una opulenta mansión.
La edificación fue alzándose, imbricándose en el paisaje de un Montevideo que, por entonces, comenzaba a estirar sus miembros, despertando a los efluvios de la belle époque. Cada piedra, cada cristal, cada veta de fina madera y cada voluta de mármol fueron elegidos con una devoción casi mística, con la misma meticulosidad con que un orfebre selecciona sus gemas más preciosas. Los mejores artesanos del país, con sus manos curtidas por el oficio y sus ojos adiestrados en la belleza, dieron forma a cada detalle, infundiendo en la materia inerte el alma de su arte. La casa, una vez despojada de andamios y velos, se reveló en todo su esplendor.
La mansión, con su deslumbrante magnificencia, se erigió como un faro en el devenir de aquella ciudad. Hoy, los ecos de aquellos días resuenan en sus salones, donde el tiempo ha posado su pátina, y donde la historia ha transformado el lujo privado en el augusto asiento del Ministerio de Relaciones Exteriores, un vestigio tangible de una memoria que persiste, como el aroma de un recuerdo que se resiste a desvanecerse.
Unos pocos años más tarde llegaba a la presidencia Julio Herrera y Obes y fue entonces, que su suntuosa residencia de la calle Canelones, con sus salones amplios y sus espejos que multiplicaban la luz de la tarde, se convirtió en el escenario, en el testigo mudo y, sin duda, complacido, de aquellos famosos “tés presidenciales”. ¿Acaso no se puede percibir aún, con la imaginación que despierta los ecos de lo ya ido, el leve tintineo de las tazas de porcelana, el brillo fugaz de las copas de cristal, el murmullo discreto de las conversaciones que se tejían entre sonrisas apenas esbozadas, y el aroma tenue del té que flotaba en el ambiente, como una ráfaga perfumada de una época que, por un instante, se atrevió a ser más espléndida, a desplegar un lujo inusual? Fue, en verdad, un breve instante de resplandor, una nota deliciosamente disonante y a la vez melódica en la partitura de una tradición tan profundamente arraigada.
Un cambio en la percepción de la magnificencia inherente a la primera magistratura comenzó a gestarse con la llegada al poder de Gabriel Terra (1931-1938). Fue él quien, con una visión que trascendía lo meramente doméstico, concibió la necesidad de una residencia que no solo sirviera como hogar, sino que encarnara la dignidad y las funciones protocolarias que el cargo demandaba. Y así fue como decidió trasladar su existencia a la antigua quinta de Antonio Lussich, un paraje que, aun hoy, evoca un eco de grandiosidad en la esquina de Av. Agraciada y Capurro, hoy custodiada por la inmutable presencia de la Armada Nacional.
Su sucesor, Alfredo Baldomir (1938-1943), con un sentido del decoro quizás influenciado por el espíritu de su predecesor, eligió para su morada oficial el renombrado “Palacio Urtubey”, una obra arquitectónica de la belle époque, concebida por el célebre arquitecto Alejandro Christophersen, que se alzaba majestuosa en la intersección de Bulevar Artigas y avenida Rivera. Sin embargo, como tantas bellezas efímeras, su esplendor fue barrido por el inexorable paso del tiempo, y entre 1991 y 1992, sus piedras y sus memorias fueron irremisiblemente demolidas, dejando tras de sí solo el vacío de un recuerdo.
Para el siguiente presidente, Juan José de Amézaga (1943-1947), el Estado resolvió arrendar el “Palacio Piria”, aquel edificio ecléctico situado frente a la Plaza de Cagancha, que en ese entonces pertenecía a José Martínez Reina. El alquiler, digno de una novela de contabilidad política, se sufragaba a través del rubro de gastos de representación. No sería sino hasta 1952 que el Estado finalmente adquiriera la propiedad, destinándola desde entonces a sede de la Suprema Corte de Justicia, transfiriendo así su resonancia social al ámbito del poder judicial.
El efímero mandato de Tomás Berreta en 1947 halló su marco residencial en una sobria finca ubicada en la avenida Brasil 2655, esquina Baltasar Vargas, una residencia aún en pie que guarda, quizá sin saberlo, el eco apagado de aquel tiempo en que albergó a la primera figura de la Nación. Berreta —hombre austero, de orígenes rurales y mirada profunda— habitó la casa por pocos meses, ya que murió en agosto de ese mismo año, y su paso por ella se inscribe más en la melancolía de lo incompleto que en la afirmación de un estilo.
Entonces, la banda presidencial pasó a manos de Luis Batlle Berres (1947-1951), y con él llegó una nueva visión. Impulsado por una convicción profunda, Batlle Berres sintió que el arrendamiento de fincas presidenciales era una práctica que debía cesar. Que el Estado, como en la mayoría de las naciones del orbe, debía poseer una propiedad propia, un símbolo tangible de la permanencia y la dignidad de la república. Fue en este punto crucial donde la sensibilidad y el recuerdo femenino forjaron un elemento decisivo. Su esposa, Matilde Ibáñez Tálice, poseedora de una memoria afectiva inquebrantable, fue quien, por motivos íntimos y entrañables, eligió la casa de la avenida Suárez. Un recuerdo de 1925, de su primer encuentro con Luis Batlle en aquella misma esquina, se erigía como un faro de nostalgia y destino. A Batlle le encantaba el Centro, nos comentó un día, si fuera por él, hubiéramos vivido en 18 de Julio y Andes, pero a mí siempre me gustó la tierra. Una predilección por la raigambre y la quietud del suelo que contrastaba con el bullicio urbano, y que, en última instancia, sellaría el destino de la futura residencia presidencial.
Para transformar aquel espacio en la morada que la investidura exigía, se encomendó la tarea al arquitecto Juan Antonio Scasso, la misma mente lúcida que había concebido la grandiosidad del Estadio Centenario, símbolo monumental de otras gestas nacionales. Las reformas fueron meticulosas y puntuales: la adición de un baño en la planta de recepción, un gesto de modernidad y comodidad; ajustes en el área de servicio, para asegurar la eficiencia de la vida cotidiana; y sutiles modificaciones en las habitaciones de la buhardilla, elevando su confort. Asimismo, la mano de Scasso eliminó las ménsulas que antaño adornaban el cobertizo sobre la puerta principal, una supresión que, quizás, buscaba una línea más limpia, más sobria; cambió los faroles de entrada, proyectando una luz nueva sobre los umbrales históricos; y, con una decisión que alteraría la acústica y la luminosidad de un espacio íntimo, tapió la ventana de la sala de música que daba a la fachada sur.
La casa, despojada de sus antiguos ocupantes, se presentaba vacía de mobiliario. Fue entonces cuando piezas selectas del Palacio Taranco, como el conjunto de comedor, varios juegos de sala, una elegante mesa escritorio, e incluso el magnífico piano Pleyel con caja vernis Martin, aportando su intrínseca elegancia, fueron trasladados para darle esplendor. Así, cada salón cobró vida, reverberando con la magnificencia de tiempos pretéritos. Concluidas estas transformaciones, el matrimonio, se estableció en la mansión junto a sus tres hijos, los jóvenes Jorge, Luis y Matilde.
Fue en aquel entorno —ahora transformado en mansión presidencial, y cargado de historia reciente y de recuerdos íntimos— donde, en el año 1950, tuvo lugar un acontecimiento social que marcaría el debut de una nueva generación en la vida mundana de la capital. Matilde Batlle Ibáñez, la hija menor del presidente, fue presentada en sociedad en una fiesta que conjugó el esplendor del protocolo con la calidez de lo familiar, y cuya resonancia quedó recogida por la Revista Anales, depositaria entonces del tono oficial de lo sublime:
"Una magnífica fiesta en la mansión presidencial. Triunfaron plenamente la gracia y distinción de la señorita Matilde Batlle Ibáñez, en el baile que le ofrecieron sus padres el Presidente de la República D. Luis Batlle Berres y su gentil esposa Sra. Matilde Ibáñez Tálice, en la magnífica mansión presidencial de la Av. Suárez, en un condigno marco, formado por la frondosidad perfumada de los jardines enjoyados de luces y colores, junto a una pista de baile emplazada sobre el césped en la que actuaron prestigiosas figuras de la coreografía y como fondo la majestuosidad de las arboledas del amplio parque. Distinción y gracia que adornaron, asimismo, a las niñas que conjuntamente con ella, aparecían también por vez primera en el ambiente mundano de Montevideo. Fiesta inolvidable la de esa noche, en que púsose una vez más de manifiesto el señorío de los dueños de casa que invitaron también a un grupo de matrimonios amigos a participar de ella."
Así, la casa de la avenida Suárez, a través de estas vidas y estos acontecimientos, comenzó a escribir su propia narrativa, un capítulo más en la vasta y compleja historia de la memoria uruguaya.
La decisión de Batlle Berres, por tanto, inauguró no solo una mudanza física, sino un nuevo ritual republicano: aquel en que el presidente, al cruzar el umbral de esa casa, dejaba por un tiempo su yo civil para convertirse en símbolo viviente de la nación. Con el paso de las décadas, la residencia fue acumulando reformas, ampliaciones, y también episodios de olvido o discreta melancolía.
El velo de la historia, con su caprichosa urdimbre de destinos, se desplegó nuevamente para la residencia de la avenida Suárez. A la estela de Luis Batlle Berres, ascendió a la primera magistratura el presidente Andrés Martínez Trueba (1951-1955), hombre de familia cuya existencia íntima, tejida con los afectos de su mujer María Aída Serra y los hilos vibrantes de sus tres hijos —Silvia, Ariel y César—, este último un arquitecto de talento, pintor de sensibilidades y escenógrafo de ilusiones, anclaba la solemnidad del cargo en la ternura del hogar. Fue durante su mandato, en un giro trascendental que marcó un antes y un después en la trama constitucional de la nación, que la presidencia misma, como una venerable institución, se disolvió en la adopción del régimen colegiado. Esta reforma, cual un sutil desvanecimiento de una figura central, significó que, a partir de 1955, la casa, con sus salones antaño resonantes de vida familiar y oficial, caería en un silencio prolongado, pues la presidencia del Consejo Nacional de Gobierno, con su ritmo rotatorio anual, despojó a la morada de su inquilino permanente, dejándola en una suerte de espera nostálgica.
Y así, los años transcurrieron, cada uno añadiendo una capa de polvo silencioso a los rincones de la casa deshabitada, hasta que, en el lluvioso octubre de 1964, un acontecimiento de una resonancia singular interrumpió su quietud: la visita oficial del general Charles de Gaulle, el presidente de la República Francesa. Aquel viaje, con su aura de acontecimiento único e irrepetible, se grabó en la memoria colectiva de los uruguayos con una intensidad que el tiempo no ha logrado desdibujar del todo. Tocó, como una melodía familiar pero olvidada, las fibras más profundas de un país cuyas raíces, aunque firmemente ancladas en lo hispano, habían respirado, hasta bien entrado el siglo, el aire sutil y envolvente de la cultura francesa. Era una visita que se entrelazaba, indisolublemente, con la gloria misma de la Francia de la Resistencia, con el eco victorioso de la reconquista de la libertad, y, sobre todo, con la presencia casi mítica de ese personaje singularmente histórico que era De Gaulle. Ninguna otra llegada, por más esperada o suntuosa, podía siquiera aspirar a competir con la suya, a eclipsar el fulgor que su nombre traía consigo. Y así fue que, para albergar a tan insigne figura, se eligió la quinta de Suárez, una morada que, a pesar de llevar ya varios años deshabitada, sus salones sumidos en un silencio que solo los recuerdos de otros tiempos rompían, poseía, sin embargo, un prestigio oficial, una dignidad intrínseca que ningún otro lugar en el país podía emular. Porque, ¿en qué otro ambiente, sino en el de aquella casa que había visto pasar tantas vidas y tantas decisiones, podía desplegarse la estadía uruguaya de esa leyenda en vida?
La casa, aunque despojada por los años de abandono de aquellos objetos cotidianos que infunden vida a un hogar, conservaba, sin embargo, una suerte de prestigio inmaterial, un aura de solemnidad que ninguna otra edificación en el país podía igualar. Ante la inminente llegada del coloso francés, cuya imponente estatura de un metro noventa y seis centímetros exigía una consideración especial que trascendía lo meramente protocolario, el gobierno, consciente de la necesidad de un decoro acorde, encomendó a la refinada sensibilidad de la señora Hortensia Mañé Garzón de Ramos la tarea de revestir los salones con la elegancia que la ocasión demandaba. Y fue ella, con una generosidad tan exquisita como su gusto, quien prestó mobiliario de fina factura y objetos de arte de su valiosa colección personal, procedentes, coincidentemente, de su propia residencia en la misma avenida Suárez, como si el destino urdiera una armonía entre los espacios y las personas. La cama, sin embargo, esa pieza fundamental para el reposo del cuerpo, resultó ser un desafío insuperable; ninguna de las existentes en el país poseía las dimensiones adecuadas para el gigante De Gaulle, y fue preciso, por ello, confeccionarle un lecho especial, una suerte de lecho de Procusto invertido, adaptado a la magnitud de su presencia.
Luego, en 1967, con una nueva reforma constitucional que, cual un péndulo histórico, restauró la presidencia unipersonal tras la experiencia colegiada, fue electo el general Oscar Gestido. Él, con una austeridad personal que se rehusaba a la pompa, decidió seguir habitando su casa particular, un gesto que revelaba una predilección por la sencillez frente a la magnificencia oficial. Sin embargo, su tiempo en el cargo fue efímero; apenas unos meses después, la muerte lo sorprendió, y la carga de la presidencia recayó sobre su vicepresidente, Jorge Pacheco Areco. Fue él quien, con una decisión que marcaría un nuevo capítulo para la residencia, optó por habitar la casa de Suárez.
El paso de Jorge Pacheco Areco a la presidencia (1967-1972), marcó para la residencia de Suárez una era de expansión, casi una lenta, imperceptible respiración que buscaba más espacio, más aire para la solemnidad y la seguridad del poder. No fue un crecimiento súbito, sino una paulatina absorción hasta que, la casa, con su aura de centro gravitacional, había logrado abarcar la mayor parte de la manzana, como si una fuerza invisible la impulsara a extender sus dominios.
La memoria, sin embargo, nos susurra que esta expansión no fue un capricho de última hora, sino el fruto de decisiones previas, de esas que, aun en su aparente insignificancia, moldean el futuro de los lugares. Así, en un tramo anterior, ya en 1953, bajo la intendencia de Germán Barbato (1951-1954), se habían expropiado aquellos lotes que dibujaban la esquina de la avenida Suárez con 19 de Abril, cuyo ocupante principal, Apothelotz, quizás aún flotaba como un espectro en el aire. Sobre estos terrenos ganados se construyeron una piscina y un parrillero.
Más tarde, la implacable lógica de la seguridad, ese imperativo que siempre acecha a las altas esferas, llevó a una acción similar: el tramo de la calle Valdense, que se extendía desde 19 de Abril hasta la mitad de la manzana en un recoveco de voie sans issue, fue absorbido, al igual que aquellos padrones que, cual telón de fondo, daban directamente al esplendor silente del Jardín Botánico. Allí, en uno de esos predios, antaño existía un club de tiro, un reducto de distensión que el tiempo y las necesidades del Estado harían desaparecer.
La culminación de esta expansión, que conformaría el complejo edilicio tal como hoy lo conocemos, se dio con la conversión del antiguo Instituto Meteorológico. Este edificio, con su falso estilo morisco y sus arabescos descoloridos por el tiempo, que había actuado como el vecino norteño del padrón 57.638, se transformó en lo que ahora se denomina Suárez Chico. Así, doce padrones se fusionaron en un solo organismo, donde el verde predomina, una vasta extensión que calma la vista y el espíritu. La proximidad del Jardín Botánico, que se extiende en los fondos mismos de la propiedad, separado solo por una sencilla medianera de ladrillo, engendra la deliciosa ilusión de que uno se encuentra inmerso en la más profunda floresta, ajeno al bullicio urbano, cual Museo Nissim de Camondo.
Aun la memoria más detallista, sin embargo, recordará que entre la quinta de los Soneira y Suárez Chico existía antaño una entrada al Jardín Botánico, un pequeño paso que, en la vorágine de las transformaciones, se desvaneció, silenciosamente, como tantas otras pequeñas cosas que el tiempo arrastra consigo. Con el transcurso de los años, el cuartelillo de la Casa Militar, las cocheras que atestiguarían el ingenio pictórico de Enrique Medina en un cautivador trompe l'oeil, y una cancha de fútbol que desdoblaría su propósito como helipuerto, se unirían a la extensión de estos dominios anexados.
En el mes de setiembre de 1968, la residencia de Suárez fue nuevamente el escenario de un encuentro de alto nivel, cuando la primera ministra de la India, Indira Gandhi, honró a nuestro país con su visita oficial. El presidente Pacheco Areco ofreció en su honor una recepción en la residencia presidencial. Y fue en esta ocasión que la señora Gandhi, con una cortesía que trascendía las barreras geográficas, obsequió una valiosa alfombra de factura hindú, una pieza de arte textil que hoy, inmutable ante el paso de los presidentes, adorna la sala donde el despacho presidencial, con su carga de decisiones y responsabilidades, se erige como el corazón de la nación. Un objeto, como tantos otros en esa casa, imbuido de la historia, las conversaciones y los gestos que han modelado, imperceptiblemente, el curso de nuestra República.
Aquel primero de marzo de 1972, la atmósfera de la residencia se vio súbitamente colmada por el arribo de un nuevo presidente, Juan María Bordaberry Arocena (1972-1976), quien no tardó en instalarse en la casa con su esposa, Josefina Herrán Puig, y sus ocho vástagos: María, Juan, Martín, Pedro, Santiago, Pablo, Javier y Andrés. Apenas un año más tarde la familia se vio enriquecida con el nacimiento de una hija, Ana, añadiendo un matiz inédito a la compleja trama de su existencia.
Recayó en Josefina Herrán la responsabilidad de guiar la transformación de los distintos predios anexados en un parque singular, configurando un entorno que fusiona con maestría cohesión y belleza.
Entretanto, los hilos invisibles de la burocracia y la historia urdían un destino singular para la venerable edificación. Mediante la Resolución del Poder Ejecutivo Nº 1.941/975, rubricada el 18 de noviembre de 1975, la Residencia Presidencial, identificada con el padrón Nº 57.638 en la Avda. Joaquín Suárez Nº 3685, fue oficialmente declarada Monumento Histórico. Este acto representó un solemne reconocimiento no solo a los valores arquitectónicos, sino también a las vastas capas de tiempo y los ecos de las vidas pasadas que sus muros habían presenciado.
Los años subsiguientes, marcados por el periodo de facto, presenciaron cómo la casa recibió, con una suerte de pétrea resignación, a otras figuras de poder. Aparicio Méndez Manfredini (1976-1981) y Gregorio Álvarez Armelino (1981-1985), cada uno imbuido de sus propios designios y proyectando densas sombras sobre aquel tiempo.
Con el anhelado retorno de la democracia, un soplo de aire fresco pareció revitalizar la residencia. El presidente Julio María Sanguinetti (1985-1990) asumió la presidencia y se instaló en la casa, compartiéndola con su esposa Marta Canessa y sus hijos Julio Luis y Emma. Durante este período, un sol, obra del artista Manuel Espínola Gómez, fue grabado en los cristales de las puertas de la planta de recepción.
En 1990, un nuevo rostro ocuparía los espacios: Luis Alberto Lacalle Herrera (1990-1995), quien, junto a su esposa Julia Pou y sus hijos Pilar, Luis Alberto y Juan José, trasladó su vida a la morada presidencial, añadiendo nuevas voces a la ya rica sinfonía de la casa.
En 1995, el destino, con su cíclico retorno, trajo nuevamente a la presidencia a Julio María Sanguinetti. Sin embargo, antes de que el presidente se reinstalara, se consideró imperativo que la casa, como un organismo vivo que requiere constante cuidado, se sometiera a una serie de reformas.
Aquella vez, la tarea de dar nueva forma y alma a la venerable casa, de insuflarle una frescura que no desvirtuara su esencia, recayó sobre los hombros del arquitecto Enrique Benech. Fue su mente, con una visión que abarcaba tanto la funcionalidad como la belleza inherente, la que concibió el proyecto y guió su dirección, como un director de orquesta que extrae las más bellas armonías de cada instrumento. La ejecución de las obras, por su parte, quedó bajo la atenta mirada de la Dirección Nacional de Arquitectura del ministerio de Transporte y Obras Públicas, un organismo que, con su maquinaria silenciosa y precisa, se encargó de traducir los planos en realidades tangibles. Y, como si la casa misma reclamara el tacto de manos que entendieran la pátina del tiempo, se sumaron al nuevo equipo dos maestros en el arte de la restauración: Emilio Ferrari y Jorge Lezica. Fue en este ciclo de renovación, marcado por la sensibilidad y el deseo de embellecer el entorno, que la residencia vio nacer, en 1996, un rosedal, cuyas fragancias habrían de perfumar el aire y acariciar los sentidos de los futuros moradores. Y, en 1998, como una adición de transparencia y modernidad, se alzó un pabellón de cristal y acero, una estructura que, con su ligereza y su juego de reflejos, parecía dialogar con la solidez de la antigua casa, uniendo, en un solo espacio, la memoria y la vanguardia.
Estas obras, meticulosamente orquestadas, buscaron no solo modernizar, sino también honrar el espíritu original de la mansión. Entre los detalles que revelan una búsqueda de la funcionalidad, se destaca el recubrimiento de la caja del ascensor con acrílico oscuro, un gesto que velaba su mecanismo con opacidad. Y en el recién creado Rosedal, jardín de delicadas fragancias, se añadieron dos esculturas de terracota italiana, vestigios de la colección de Daniel Muñoz (1849-1930), aquel primer intendente de Montevideo, diplomático y escritor, cuya presencia, a través de sus objetos, parecía extenderse en el tiempo.
En el umbral de aquel nuevo milenio que se anunciaba, el año 2000 desplegó sus alas sobre la venerable mansión presidencial, trayendo consigo, no sin una cierta melancolía que el tiempo, inexorablemente, transmuta en recuerdo, a un nuevo ocupante. Jorge Batlle Ibáñez (2000-2005), cuyo nombre evocaba ya, para la memoria colectiva, un eco de presencias pretéritas, de voces lejanas que una vez poblaron esos mismos salones. Era el hijo, sí, aquel que en la aurora de su juventud había deambulado por esos pasillos, testigo silencioso de los días en que la figura paterna tejía, desde esas mismas estancias, los hilos del destino nacional.
Mas, qué distinta se revelaría esta segunda morada, cuán lejos de la placidez de aquellos años de juventud. La estancia, a diferencia de la vivida bajo la égida paterna, no se teñiría de gratos matices; antes bien, se cerniría sobre ella una atmósfera de zozobra y angustia, densa y casi palpable. Porque la memoria de aquellos días, al ser evocada, no trae consigo el suave murmullo de la felicidad sino el eco agudo de una tempestad. Horas, días, meses de incertidumbre se deslizaron, implacables, mientras sobre el país se abatía la más sombría de las crisis, un torbellino económico y sociocultural que, con su furia desatada, marcó a fuego vivo la piel de la nación, dejándola sumida en un abismo de desasosiego y desolación. Y así, el tiempo, ese escultor invisible, cinceló en el alma de la casa una experiencia que, aun sin el dulzor de la nostalgia, se grabaría con la intensidad de un recuerdo imborrable, forjado en el crisol de la adversidad.
Así como el presidente Sanguinetti había ofrecido un almuerzo al insigne tenor Luciano Pavarotti en la casa presidencial en marzo de 1996. De manera análoga, Jorge Batlle recibió allí mismo a la carismática Shakira en noviembre de 2000. Dos ecos de encuentros, dos mundos disímiles en la misma morada, susurrando las sutiles mutaciones del gusto.
Entre los pliegues del tiempo que se despliega sin cesar, aquella casa, testigo silente de tantas existencias y transformaciones, conoció un nuevo periodo de relativo sosiego entre los años 2005 y 2020. Parecía que el destino, con una sabiduría tácita, había dispuesto un interregno en su incesante trajín. Los presidentes de entonces, Tabaré Vázquez (en sus dos períodos, de 2005 a 2010 y de 2015 a 2020) y José Mujica (de 2010 a 2015), hombres de una singular predilección por la vida privada, que trascendía los rígidos formalismos protocolares, eligieron la calidez de sus propios hogares.
La residencia presidencial, aunque jamás deshabitada del todo, se transfiguró en un espacio de una distinción casi imperceptible, reservado para el austero murmullo de las reuniones de trabajo y la solemne cadencia de los actos oficiales, trazando una sutil frontera entre lo público y la íntima esencia de la existencia.
No fue sino hasta el año 2020 que la casa, como una durmiente que despierta de un largo sueño, volvió a abrir sus puertas de forma permanente a un presidente. Fue Luis Alberto Lacalle Pou (2020-2025), aquel mismo joven que, en los albores de su adolescencia, cuando la figura paterna ocupaba ya el sitial presidencial, había rehusado con una determinación premonitoria las cómodas habitaciones de la tercera planta —demasiado próximas quizás a la solemnidad del poder— para instalar su propio reducto, su mundo naciente, en la discreta y algo apartada buhardilla. Fue él, pues, que junto a su esposa Lorena Ponce de León y la vivacidad de sus hijos –Luis Alberto, Violeta y Manuel–, infundiría una nueva vida a aquellos muros que, como viejos confidentes, habían guardado el eco de tantas existencias pasadas.
Finalmente, al despuntar el 1º de marzo de 2025, la historia, con su ritmo incesante de retornos y partidas, trajo consigo un nuevo cambio. Yamandú Orsi asumió la presidencia, y, siguiendo la estela de aquellos mandatarios que antes que él valoraron la discreta intimidad de sus propios hogares, decidió continuar habitando su casa particular. Así, la residencia presidencial, con su larga y rica urdimbre de experiencias, volverá a susurrar los ecos de las reuniones de trabajo y la formalidad de los actos protocolares. Paciente y majestuosa, aguardará el próximo capítulo en su ya vasto y complejo relato, una crónica que se desarrolla en el incesante fluir del tiempo.
Hoy, al acercarnos a la residencia, la mirada se detiene primero en la escalinata de entrada, majestuosa y sólida, labrada en granito rosa, que parece absorber la luz del día con una cálida serenidad. Flanqueándola, dos Marzoccos de mármol blanco, esos guardianes leoninos que sostienen con nobleza el escudo de Florencia, parecen velar en silencio por el tránsito de quienes cruzan el umbral, preludio de la elegancia que aguarda en el interior.
Al atravesar la pesada puerta doble, se revela ante nosotros una escalera de mármol que nos conduce al vestíbulo de honor, un espacio concebido como el corazón palpitante de la casa, donde se entrelazan en armonía el área de recepción, la imponente escalera y el ascensor, discretamente integrado. Bajo nuestros pies, el mosaico veneciano despliega un tapiz de guardas geométricas que enmarcan el suelo, obra meticulosa del arquitecto Aubriot, cuya mano delicada también dio forma a las cuatro columnas de estuco italiano, que simulan el noble mármol y alzan su presencia como centinelas silenciosos de un refinamiento sereno.
La escalera de madera de caoba, de tipo imperial que deslumbra por su diseño —un primer tramo recto que, tras un descanso, se bifurca en dos tramos de vuelta en dirección contraria—, es una característica frecuente en edificios públicos de envergadura, como la Facultad de Derecho, también obra de Aubriot, pero sorprendentemente rara en casas particulares. Tras la escalera, domina el espacio un gran vitral de arco de medio punto, luciendo un diseño de glorieta de glicinas, lo que subraya la singularidad de esta morada presidencial y que adquiere una cualidad casi poética, un gesto arquitectónico que invita a la contemplación pausada y al disfrute del espacio.
La gran sala, un espacio de amplitud que invita a la reflexión, se encuentra amueblada con un juego de piezas estilo Regencia y dos butacas Luis XVI tapizadas de un celeste tenue. Una cómoda papelera holandesa y una garniture de cheminée en blanc de chine del siglo XVIII, sobre la estufa de mármol blanco, con su pátina de historia, completan el conjunto. El piso, una obra de arte en sí mismo, es de marquetería, su taraceado realizado con maderas exóticas como el palo santo, la caoba y el roble claro, cada veta un testimonio de la belleza natural y la habilidad artesanal. Esta gran sala se une, con una fluidez que sugiere la continuidad de la vida social, a la llamada sala de música, donde antaño las melodías flotaron entre sus muros. Al frente se encuentra otra sala que, a lo largo del tiempo, ha adoptado diversos nombres y usos. Las paredes de estas estancias cobran vida con pinturas de artistas nacionales, que se renuevan conforme al criterio de su residente y provienen en préstamo del Museo Nacional de Artes Visuales y del Museo Juan Manuel Blanes.
El techo del comedor, una obra de arte por sí solo, luce un importante artesonado de roble, cada viga y cada panel una muestra de la destreza que otorga calidez y nobleza al ambiente. El escritorio del presidente, un santuario de decisiones y pensamiento, está revestido con una boiserie de roble que integra una biblioteca, sus estantes repletos de volúmenes que han sido testigos silenciosos de las horas de trabajo. La mesa, estilo Regencia, es de caoba y bronce cincelado, una pieza que, con su elegancia intrínseca, parece invitar a la meditación. El recinto cuenta con una pintura de la célebre Petrona Viera, hija de un presidente, y con dos significativas esculturas del artista José Belloni, “Ahijuna jinetazo” y “Prendido como abrojo”, ambas piezas realizadas en porcelana blanca de Rosenthal.
Fiel a su concepción original, el primer nivel permanece como área de servicio, conectándose con todos los pisos mediante una escalera.
En la tercera planta de la casa se halla la suite presidencial, dos dormitorios y una espaciosa sala de estar. Ascendiendo un nivel más, la buhardilla revela un espacio íntimo: una pequeña sala de cine y diversas estancias adicionales que los mandatarios destinan a múltiples y variadas funciones, según sus necesidades y preferencias.
Y así, en este recorrido circular y pausado, la casa se revela no solo como un conjunto de espacios, sino como un organismo viviente, donde cada rincón dialoga con el siguiente, invitando a quienes la visitan a sumergirse en la experiencia profunda y serena de la elegancia que respira en cada piedra, en cada mueble, en cada sombra.
Como todo espacio habitado por la Historia —con mayúscula—, no solo refleja las voluntades arquitectónicas que la moldearon, sino también los gestos cotidianos, las sombras de conversaciones nunca registradas y el eco apagado de pasos presidenciales durante la noche. La casa, que en su origen fue un hogar acomodado edificado con aspiración vienesa, se transformó así en un espacio de representación institucional, pero sin perder del todo la íntima vibración de lo doméstico. Sus salones vieron pasar generaciones de presidentes, cada uno dejando una impronta sutil: un retrato desplazado, una cortina cambiada, una biblioteca sumada o una chimenea encendida durante los inviernos largos y húmedos de Montevideo. Hoy, cuando la contemplamos desde la reja que apenas la separa del murmullo de la ciudad, podemos imaginarla como una suerte de cofre viviente: un espacio donde convergen los anhelos de una joven república, los ecos del Viejo Mundo y las idas y venidas de quienes, por un tiempo, habitaron el vértice entre el poder y la intimidad.
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Testimonios orales
+ Da. María del Carmen Estrada de Rymer
+ Da. Matilde Ibáñez Tálice de Batlle Berres
+ Da. Hortensia Mañé Garzón de Ramos
+ Da. Carmen Vela Susviela de Grimoldi
+ Da. Liliana Susviela Favaro
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