Ariosto D. González

Perfil

Discurso de Ingreso a la Academia

Sillón Javier de Viana

Ariosto D. González

 

Ariosto D. González 
(Discurso de Ingreso a la Academia)

 

Si debiera expresaros la impresión con que ingreso a la Academia Nacional de Letras y mi agradecimiento por las cálidas palabras, siempre, como suyas, tan generosas, del señor Presidente y por los conceptos demasiado pródigos en el elogio con que me saluda, con la elocuencia de su oratoria y de su autoridad intelectual, moral y cívica, en esta solemne sesión pública, el Vicepresidente de la Corporación, Académico doctor Eduardo J. Couture, quizá la emoción sólo me permitiera acudir a la trivialidad de una fórmula retórica.

Me habéis elegido para ocupar el sillón vacante por la muerte del doctor Carlos María Vigil. En ello puede haber prueba tan convincente de vuestra generosidad, como cuestionable y dudosa de vuestro acierto, porque don Carlos Martínez Vigil fue especialista de difícil sustitución en nuestro medio.

Perteneció, con su hermano Daniel, con Rodó y con Pérez Petit, al núcleo que, desde las páginas de la Revista Nacional, inició un capítulo de nuestra historia literaria. Y desde entonces, aun cuando lo solicitaran las actividades duras del periodismo, de su profesión de abogado y de la vida administrativa, no abandonó jamás el perfeccionamiento desinteresado de su vasta cultura.

Sus estudios Sobre Lenguaje le dieron categoría de autoridad en las investigaciones gramaticales y filológicas.

Nutrido de las enseñanzas de los clásicos españoles de los siglos XVI y XVII, se perfiló desde mozo, como un erudito formado con la ciencia adquirida en las fuentes originales, sin el agobio de citas y de datos, pero con cultura profundamente asimilada, la voz y el consejo de Carlos Martínez Vigil tenían la importancia unánime que se confiere a la palabra de los maestros. 

Y esta autoridad, rectora en cuestiones de lenguaje, era, al mismo tiempo, un poeta de inspiración quintanesca y un espíritu cáustico, de vivo ingenio, como lo demostró en sus Apuntes de mi cartera, pensamientos, máximas morales, observaciones chispeantes, que pusieron una nota de levedad irónica en un ambiente no liberado de la palabrería enfática.

Periodista, Carlos Martínez Vigil cumplió sus deberes cívicos diciendo lo que pensaba, con información seria de los problemas nacionales, en momentos ciertamente difíciles. No cultivó esas formas inferiores del diarismo, que se esterilizan en el agravio o se traducen en una literatura superficial que, cuando no es mero charlatanismo, es un penoso deslizarse sobre unos cuantos datos engarzados en las doctrinas más gastadas o inadaptables al medio nuestro.

Abogado, asesor del Consejo de Guerra Permanente, el doctor Martínez Vigil, trató, con pleno dominio, delicados problemas jurídicos y dio a publicidad dos trabajos de mérito: Interpretación del Artículo 329 del Código Penal y Procedimiento Penal Militar.

Presidente de la Sociedad de Hombres de Letras, fue un director equilibrado y eficaz, seguro en la orientación y certero en la elección de los medios para alcanzar los fines entrevistos a la luz indecisa de un amanecer.

Espíritu recto, varón probo, Martínez Vigil no supo de las conquistas fáciles alcanzadas por la mansedumbre de disimulo, o por la audacia avasalladora, o por la notoriedad de relumbrón, o por la vanidad estéril. Tuvo muchos talentos, pero careció de los de Don Timoteo o el literato de Larra, que le permitían ser ridículo sin parecérsele a nadie, o de los del Doctor Pacheco de Eca de Queiroz, que fue importante por la expectable solemnidad de sus monosílabos y de sus silencios.

Si a la gesta literaria de Carlos Martínez Vigil le falta la disciplina asidua en la producción, hay que considerar lo que a ella le sustrajo la absorbente labor periodística o profesional. Queda, sin embargo, en las páginas de la fervorosa juventud y en las que escribiera cuando, ya en el descanso y la vejez, demostró todavía la fidelidad al llamado inicial, la lección de un ingenio con la conciencia lúcida de su vocación largamente cultivada en el trabajo erudito, en el gusto literario, en la pulcritud del arte, en la fina elaboración de la obra hecha para durar.
 

LAS EVOCACIONES HISTÓRICAS EN LA POESÍA URUGUAYA. 
DIVERSAS MANIFESTACIONES DE LA POESÍA HISTÓRICA.

He escogido, como tema para esta disertación de ingreso a la Academia, el de Las evocaciones históricas en la poesía uruguaya.

Hay la poesía que por los hechos que relata, por las noticias y datos que salva del olvido con precisa mención de circunstancias, costumbres y maneras, tiene el carácter de un documento que suma a la sugestión de los originarios colores de tiempo y lugar, elementos de valor precioso para la reconstrucción del pasado en múltiples aspectos, especialmente, en algunos vinculados a la historia de la cultura.

En los versículos de la Biblia, en los catos de Homero, en los poemas de Virgilio o de Lucano, hay una pródiga fuente histórica que, desde los siglos y los milenios, viene ofreciendo, como inagotable venero, el rico caudal de una información que la más escrupulosa prolijidad científica depura, utiliza y confirma.

Hay la poesía que pinta los grandes cuadros, con las formas y los colores de un arte matizado e infalible. Hace surgir los siglos abolidos; pone de pie o en sus corceles de guerra, tales como fueron prontos a acudir al llamado de las fanfarrias épicas, los personajes semi perdidos en las sílabas indescifrables de las crónicas; da perfiles definidos a vagas figuras que habían absorbido las leyendas. El soplo poético, la aptitud de restauración, el certero toque de vida real, imprimen movimiento a todo un mundo que pasa con sus ideales, sus ansiedades, sus pasiones, sus apetencias, sus angustias, sus costumbres, sus armas, viviendo el afán nimio y trivial, el capricho grotesco, la vulgaridad de la jornada opaca, o alcanzando la cumbre del heroísmo y de la grandeza.

Entre tanta piedra fina que seduce con el brillo de su luz, el hábito profesional del investigador le hace encontrar, a veces, en la que podría parecer árida nomenclatura del verso, la información largamente buscada o la que se le presenta de improviso y le abre horizontes inesperados.

Hay la poesía que, trabajada con tenacidad de erudito sobre fríos materiales acopiados por los arqueólogos y los anticuarios, adquiere plasticidad y animación artística, al par que una definitiva permanencia, como la de las catedrales góticas, cantos eternos en la piedra, construidos con la fruición del detalle minucioso, pero con un poder de sugestión que hace flotar en nuestra memoria, las formas de cultura humanística entrevistas y buscadas en tantas vigilias de lectura y de arte. De ese género de poesía es la Canción a las ruinas de Itálica, que parece mármol donde un sabio con alma poética esculpió su verso, tan lleno de sustancia histórica, que sólo por ella se habría conservado en el recuerdo de los hombres, aunque careciera del quid divinum y de la armoniosa euritmia.

Hay la poesía que evoca el pasado o lo interpreta, revelando el espíritu y la vida de los tiempos, aprisionando la visión fugitiva en el trazo seguro y vívido, haciendo resplandecer, en el verso rotundo, la verdad antes dispersa, el panorama apenas diseñado, la realidad hasta entonces diluida e informe.

Si en los orígenes, la historia se confundía con la epopeya, en esta clase de poesía alcanza a descubrir la clave de los sucesos, llega a la sutileza del análisis, a la sagacidad crítica, a la originalidad y valentía del pensamiento que abre más anchas perspectivas al porvenir, anunciando tiempos nuevos. 

En el raudal de la palabra sonora o entre las blandas armonías de suaves ritmos, que reflejan los más íntimos matices del sentimiento y de la poesía, se esparce, con la sugestión de su encanto, el hechizo de una belleza por la que hablan las voces imperecederas de la tradición y de la historia.

Hay la poesía que, con algo de crónica rimada, dentro de la ingenuidad de sus motivos, la inevitable monotonía de sus descripciones y el desaliño de su versificación, tiene estrofas que se pegan a la memoria y al oído por el halago de un metro fácil, que hiere el sentimiento popular con notas de evocación histórica que, si no vibran como expresiones de los primores y artificios del arte, todavía llegan a lo más hondo del alma ingenua de la sociedad campesina, como cuando le daba vida una sonoridad de guitarra en las enramadas de las viejas estancias o al calor del fuego en la media luz de las humosas velas de sebo.

 

El poeta y el historiador. Su mundo real

El principio director y constructivo, que opera la síntesis y la transformación, en valor poético, de los elementos dispersos de carácter histórico, la fuerza que los anima y hace vivir como creación personal, es el alma del poeta.

Sus aptitudes de imaginación y de fantasía, su capacidad para valorar y vivir la historia, son puestas frente a los materiales de estudio y de inspiración que le ofrece la ciencia histórica. Es el poeta quien debe convertir la belleza, dar valor estético, imprimir el sello de su personalidad y de su genio, a lo que la erudición le presenta; es él quien, dentro de la trama compleja y sutil del acaecer histórico, debe ver más allá de los documentos y completarlos con la intuición, ha de conseguir que entren en la esfera artística el eco todavía no extinguido de hechos y de hazañas cuyo recuerdo le llega en los relatos de los viajeros, en las viejas memorias, en las crónicas desvanecidas por el tiempo, en los infolios de ilustre origen singularizados por su rareza, en el cincel de los escultores, en la realización de los arquitectos, en los cuadros y grabados, en los textos de arqueología, en el álbum familiar, en tantos vestigios de la vida, del arte, de la industria; reflejos, imágenes, representaciones de los hechos, que no otra cosa son los documentos. 

Si el poeta lo es de verdad, nacido con el don divino de articular, en su múltiple convergencia, los elementos de inspiración y de vencer, en la idea, en la imaginación y en la forma, las dificultades que se opongan, sabrá descubrir diáfanos diamantes allí donde el trabajador adocenado sólo remueve arenas comunes.

Se encuentra ahí, uno de los puntos de contacto del historiador con el poeta. Después de reunir el material de información, de clasificarlo seleccionándolo, de depurarlo de adulteraciones y bastardías, de someterlo a las severas pruebas de autenticidad exigidas por el rigor científico, por el afán de encontrar la verdad o el ponerse en el camino que conduce a ella, cuando el poeta o el historiador – teniendo en la mente delineada la fisonomía de lo que va a relatar – baja la pluma sobre el papel para transformar, en creación propia, en escritura suya, todo ese acopio de cifras, de motivos, todo cuanto le da la imagen de un tiempo, uno y otro no son más que artistas, ligados a la vida de la sociedad en que actúan, con la influencia de sus costumbres, de sus ideas, y sin posibilidades de emancipación completa.

En el trance creador, la erudición ocupa el segundo plano y comparece el escritor que, como el mago que convoca y gobierna a sus fantasmas, la traerá a escena en el momento preciso o lo dejará en la luz ambigua de las candilejas. Y si cuando da forma a su obra, cuando la arranca caliente y sangrante de sí mismo; cuando le infunde el fuego vital de su espíritu y la hace cosa suya, penetrando en las interioridades del alma humana, individualizándola entre otra miles al parecer iguales, definiéndola en sus rasgos característicos, exhibiéndola en las vacilaciones y las incertidumbres, en los conflictos de las pasiones o de las ideas, el escritor tiene la espontaneidad ingenua y el fresco candor de Heródoto para envolver sus crónicas en poesía, que las coloca, en atracción y colorido, sobre las leyendas más encantadoras, reanimando las epopeya envejecida y anunciando el cuento que todavía no ha nacido, o su calidad narrativa es variada y sostenida como la de Tito Livio, o su talento político, su clarividencia y el don transfigurador de su estilo alcanzan a la elocuencia, la perspicacia y el saber de los de Tucídides, de Macaulay, o de Silveira Martins, o su penetración llega a la sagacidad de Tácito al escudriñar los secretos de la conciencia, al leer en las almas, entonces, solo encontrará sus rivales en algunos poetas que descendieron a las inmensas profundidades del corazón del hombre, desentrañando el drama de su destino de entre las circunstancias contingentes y temporales.

El mundo esencial, el fondo permanente sobre el que descansa la obra del poeta y del historiador, tiene unidad orgánica: es la vida del hombre sobre la tierra, con su pasado – que es la historia -; con su presente – que es la lucha en el camino emprendido -; con su futuro – que es la esperanza -. Si hubiera que representar, en dos nombres al poeta y al historiador, que unieron, en su obra, la poesía y la historia, como intérprete de un único mundo real, no habría personificaciones más altas que las de Shakespeare y Tácito, para quienes el hombre de carne y hueso, es la gran fuerza histórica.

Explicaba Menéndez y Pelayo, en su discurso de entrada en la Real Academia de la Historia, al tratar “De la historia considerada como obra artística”, que, unas veces, la poesía “precede y anuncia a la historia”, como en las sociedades primitivas, y es la única historia de entonces, creída y aceptada por todos, fundamento a la larga de las narraciones en prosa, donde entran casi intactos los hórridos metros épicos, a guisa de documentos; y otras veces, por el contrario, la materia que fue primero épica, luego histórica, cantar de gesta al principio y crónica después o la que teniendo absoluta fidelidad histórica nunca fue cantada, sino relatada en graves anales, pasa al teatro, y por obra de Shakespeare o de Lope vuelve a manos del pueblo transfigurada en materia poética y en única historia de muchos.

Y vienen, finalmente siglos de reflexión y de análisis en que los poetas cultos sienten la necesidad de refrescar su inspiración en la fuente de lo real, y acuden a la historia con espíritu desinteresado y arqueológico, naciendo entonces el drama histórico de Schiller y la novela histórica de Walter Scott, que influyen a su vez, en los algo de su teatro, despiertan cada día más interés, porque Hidalgo.

 

Los poetas de la primera patria

La poesía histórica uruguaya aparece cuando se aproxima la clarinada de la independencia y se confunde pronto con el canto patriótico o con el de acentuada intención política.

En las formas enfáticas del himno y de la oda, es un reflejo, en sus piezas cultas, de la poesía española de entonación a lo Quintana o Arriaza, con el acento de una retórica convencional, sin el colorido local individualizante, sin la seducción de la quieta vida aldeaniega, ni la originalidad y la fuerza de la naturaleza americana. 

Entre tanta profusa labor falsa y declamatoria, hay algunos balbuceos de primitivos con el acento de un noble ideal de gloria y con el don de apropiarse los giros espontáneos del lenguaje popular que, con las pinturas de costumbres, paisajes y tipos, refleja la elementalidad de los personajes y los caracteriza iluminando con su viva gracia la masa grisácea de las gacetas versificadas.

A los largo de “veinte años de desastres, de vicisitudes y de incertidumbres” – como calificara el Constituyente de 1830 la odisea de la lucha por la Independencia, en la que “tres diademas, ¡Oh Patria!, se vieron tu dominio gozar y perder”, según la síntesis de Acuña de Figueroa, en dos versos del Himno – van surgiendo las canciones con que los rimadores uruguayos, a los que se unen algunos argentinos como Juan Ramón Rojas, Juan Cruz y Florencio Varela, “acompañan las gestas sangrientas, celebran las victorias, deploran las derrotas, entonan y corroboran las esperanzas del futuro”. Nuestra incipiente producción local, señaló la aguda penetración de Gustavo Gallinal, “parece escrita por espíritus ausentes de la realidad. 

La naturaleza, de genuino color y hermosura; los tipos primitivos surgidos del oscuro fondo social al conjuro de las guerras; las muchedumbres marcadas con un sello propio, todo eso ni siquiera se adivina, en la originalidad de su gesta, al través de aquellas composiciones”.

La figura del Padre Juan Francisco Martínez se dibuja, incolora y borrosa, entre los primeros versificadores de Montevideo, cuando celebra la victoria contra los ingleses en su drama en dos actos y en verso, La lealtad más acendrada y Buenos Aires vengada, que mereció los honores de ser representada en solemne función dispuesta por el Cabildo.

Su contemporáneo José Prego de Oliver escribe, por los mismos años, entre otras composiciones que le dieron cierta nombradía, un canto A Montevideo, que traduce el sentimiento de la población penetrada de la grandeza moral de su defensa ante el invasor

que quiere ver el pabellón británico
ondear en el asta misma,
de do penden los lienzos que tremolan
Blasones de Castilla.

La sonrisa mal intencionada de Groussac de dirigió a Prego para marcarle como “inagotable cantor de las funciones patrias y administrador de la Aduana en sus ratos de prosa”. Por lo uno y lo otro, por poeta y aduanero, le llega mi simpatía y, si necesario fuera, hasta le perdonaría sus pecados en esto y aquello…

Si prescindimos de las fábulas americanas de Larrañaga, Eusebio Valdenegro, que mereció el honor de ser citado varias veces en el parte de la Batalla de Las Piedras, donde se batió con valor y tuvo acción decidida cuando intimó rendición a los restos del ejército vencido y les tomó el parque, fue uno de los primeros cantores de la gesta revolucionaria al par de Hidalgo y de los dos Araucho. 

Hace unos años tuve la oportunidad de recordar, al ofrecer la tribuna del Instituto Histórico a don Héctor A. Gerona, que “en mis incursiones por la historia de la patria naciente, gusto imaginarme a los poetas Eusebio Valdenergro, Bartolomé Hidalgo, Manuel y Francisco Araucho, en el vivac de los campamentos, animando las tertulias a la luz escasa y titubeante de los fogones y de los candiles y mientras los compañeros empleas los ocios escasísimos en limpiar y componer los mediocres arreos militares, en pulir, abrillantar y ajustar los bronces de los trabucos, tercerolas y carabinas, ellos, los poetas, hacen allí como los bardos antiguos, de conductores, de intérpretes y voceros de la poesía dispersa en el ambiente”.

De una canción patriótica de Eusebio Valdenegro, fechada el 25 de octubre de 1810, voy a citar dos estrofas. 

La primera porque traduce, con admirable fidelidad, la doctrina de la revolución respecto del derecho americano de constituir Juntas como las de España; la segunda, porque muestra la influencia estimulante del ejemplo estadounidense en la emancipación de las colonias del sur.

Dicen así:

La América tiene
El mismo derecho
Que tiene la España
De elegir gobierno;
Si aquella se pierde
Por algún evento
No hemos de seguir
La suerte de aquéllos.

Si hubo un Washington
En el norte suelo 
Muchos Washingtones
En el sur tenemos.
Si allí han prosperado
Artes y gobierno,
Valor, compatriotas,
Sigamos su ejemplo.

Después de la espera de la noche colonial, no tan larga ni tan oscura, como suele ponderarse, hay en algunos de sus versos, escritos antes del levantamiento en masa de la Banda Oriental, el presentimiento de la aurora.

Auténtico poeta de la tierra, aunque cantor sin pericia técnica ni aptitud para componer versos con sujeción a las reglas del arte, es Bartolomé Hidalgo, a quien han alcanzado los homenajes de la ley, después de estudios cálidos y bien informados, como los de Martiniano Leguizamón, Ricardo Rojas, Gustavo Gallinal y el casi exhaustivo de Mario Falcao Espalter. Hidalgo no escribe poesía histórica en el sentido estricto; pero la suya tiene valor documental porque, dentro de un sentimiento patriótico profundo y sincero, sin artificiosidad ni amaneramiento, impregna de color local a sus paisajes, a sus caracteres, al idioma que hablan, a las ideas y sentimientos que se exponen, sin que falte la intención política, que son elementos computables en el trabajo histórico. Sus cielitos, sus diálogos, algo de su teatro, despiertan cada día más interés, porque Hidalgo fue, como lo proclamara Leguizamón, el primer poeta criollo del Río de la Plata, el creador de la poesía gauchesca en estas regiones, con su espíritu, sus modismos, su métrica, su gracejo, su graficismo, sin mancillarla con la chabacanería inferior que, a veces, la ha convertido en una jerga grosera.

Pedro Henríquez Ureña observa que “sus apuntes de la vida rural anuncian ya los amplios frescos del Santos Vega y del Martín Fierro. Su modesto esfuerzo fue, probablemente, el más revolucionario de todos”.

En uno de sus diálogos patrióticos, entre Chano y Contreras, después de recordar que:

Cuando la primera Patria,
Al grito se presentó Chano
con todos sus hijos

señala el estado de anarquía en que se encuentran las Provincias porque tosas quieren gobernar. Se hace intérprete del disgusto general por la falta de colaboración y de entendimiento y por los afanes de hegemonía de unas Provincias sobre otras:

De todas nuestras Provincias 

Se empezó a hacer distinción,
Como si todas no juesen
Alumbradas por un sol;
Entraron a desconfiar
Unas de otras con tesón
Y al instante, la discordia
El palenque nos ganó

Los Araucho, don Francisco y don Manuel, si no logran encontrar, como Hidalgo, una vibración hondamente poética, no han sido olvidados por sus versos patrióticos. Don Francisco fue poeta y soldado, publicista, hombre de gobierno, magistrado y legislador; secretario del cabildo patrio en 1815, contribuyó a solemnizar los actos de la inauguración de la primera biblioteca pública con un himno; secretario del gobierno provincial en los años 1825 y 1826, miembro más tarde del tribunal de justicia, diputado y senador, formó parte del Instituto Histórico en 1843. 

Su hermano don Manuel, que sirvió en los ejércitos de la patria, si no alcanzó la misma categoría administrativa y política, aplicó a la producción poética mejores dotes y más fecundo numen. Sus cantos A la victoria de Ituzaingó, Al Pueblo Oriental; su libro Un paso en el Pindo, entre la huera trivialidad de algunas fórmulas de la versificación pindárica falsa y declamatoria, tienen destellos de energía y vehemencia.

Estos poetas fueron, ante todo, hombres de acción, valientes y abnegados, con la probidad de su fe en la patria y en las instituciones que moldeaban en la fragua revolucionaria. Tenían en sus recias manos libertadoras, una fuerte espada con la que hacían arder, en el deseo y esperanza, a las muchedumbres que les seguían en el camino del sacrificio. 

Don Francisco Bauzá destaca lo que hay de halagador en esa asociación de las armas y de las letras en nuestra poesía revolucionaria: “Habían soñado una patria libre, y querían presentarla de tal modo a las miradas del mundo, que no echase de menos en ella nada de lo que formaba el ornamento de los demás pueblos de la tierra”. Agrega el eminente historiador: “Una revolución que fundaba bibliotecas populares, que abría escuelas públicas, consignaba adelantadísimos principios de gobierno en sus programas políticos y solemnizaba sus triunfos militares con torneos literarios, no era una revolución de bárbaros”. “Seríamos injustos, si en nuestros adelantos de hoy, pretendiéramos menospreciar aquellos esfuerzos, tanto más dignos cuanto eran inspirados por un ideal nobilísimo”.

Un “Hombre de Letras”: Francisco Acuña de Figueroa

De otro temperamento es un poeta que aparece en la plácida tranquilidad del Montevideo de la colonia, donde su larga vida transcurre habitualmente sin sobresaltos, aun cuando los días de calma son alterados por las invasiones inglesas, por la revolución y por las discordias civiles.

Es don Francisco Acuña de Figueroa, cuyos versos, al decir de Menéndez y Pelayo, “vienen a formar una especie de crónica muy divertida de las costumbres de Montevideo, durante más de un medio siglo”. Gustavo Gallinal, que le dedicó afanosos estudios, expresa que Acuña de Figueroa “dio el ejemplo”, único de su tiempo y en su medio, de vocación literaria absorbente. Los otros aspectos de su personalidad son accesorios. Fue nuestro primer “hombre de letras”. ¡Curioso destino el suyo! Cantor de la patria a la que había negado tres veces en las horas trágicas del amanecer. Cantor de la libertad, en cuyos altares no sacrificó un momento de su tranquilidad de pequeño burgués conformista. Historiador en verso del Montevideo español, discípulo de Prego de Oliver, alternó años adelante con los poetas de la patria y con los publicistas de la primera generación romántica. 

Vivió los años del sitio grande, y aun sobrevivió al desenlace de este vasto drama político y social. Único en esa vocación entrañable y exclusiva de los hombres de su generación, sólo aspiró a ser poeta. Poeta de circunstancias, algo así como un periodista en verso, un rimador de crónicas que tenía su sitio reservado más abajo del solemne editorial. Sólo al morir soltó su mano la pluma nunca ociosa”.

Acuña de Figueroa escribió, entre miles de páginas, un Diario histórico del Sitio de Montevideo de los años 1812 a 1814, o sea, el llamado segundo sitio iniciado por la caballería de Culta. En el prólogo en prosa, redactado en 1854, dice el autor que no escribió el plan de una epopeya, sino de una “narración diaria de todos los acontecimientos de guerra y de la política, grandes y pequeños, para que pudiera servir con el tiempo de repertorio al historiador o al poeta”.

Versificador a veces desaliñado, pero con la vera fluida y el dominio seguro de todos los secretos del arte, aparece siempre como el poeta fácil que acumula todo género de detalles, desde los insignificantes y pueriles hasta los que ponen en el camino para confirmar hechos de historicidad discutible. Si no debe buscarse poesía en la inmensa mayoría de sus versos, hay, en ellos, mucho material histórico del que no puede totalmente prescindirse al estudiar esa época. Es un diario o libro de memorias, dice Gallinal, “a ratos divertido, útil y para el conocimiento de los sucesos, escrito con prolijo realismo y escrupulosa nimiedad y con gran variedad de medios y de acentos”. 

No llegó a conocimiento de Figueroa detalle vulgar o prosaico, ni un hecho de armas; no sucedió accidente de reír o llorar que no pusiera en verso con paciente minuciosidad. Salvó así del olvido un cúmulo de noticias que hoy avaloran su obra y cuya narración hubiera desdeñado si, por desgracia, hubiera calzado su musa el trágico coturno. Sus fuentes de información eran muchas y seguras, dada su posición personal en las oficinas de gobierno y en el rango de su padre, quien intervenía en los detalles de la administración cuotidiana y en las deliberaciones más secretas y trascendentales de gobierno”. “Su valor literario es muy poco. No es una evocación artística, un cuadro en el que líneas y colores se muestren armoniosamente fundidos. No es tampoco una narración de amplias perspectivas y largas pinceladas. Es una obra fragmentaria y anecdótica, un repertorio, con frecuencia harto prolijo y versificado, por lo general, sin adarme de emoción estética”.

El Diario Histórico fue corregido largamente por su autor; no tiene, por tanto, la frescura inicial. Pero, a la luz de la sana crítica, ellos no altera su eventual valor documentario, porque en todos los casos, es apenas el testimonio de un contemporáneo, tan falible cuando recuerda e interpreta, un tiempo después, la realidad compleja – que nunca entrega todo su secreto – como cuando presuroso y diligente, anota día a día las versiones que llegan a él, fragmentarias y parciales.

Debe recalcarse, asimismo, que toda la obra de carácter nacional de Acuña puede ser considerada como un documento histórico: semblanzas de personajes, descripciones de hechos, opiniones políticas, epigramas, letrillas, el vario material de circunstancias que fluía con inagotable facilidad, de su incansable pluma y que nos pone en contacto con la sociedad de su tiempo y con los sucesos, grandes y chicos, serios o cómicos, que en ella fueron materia de murmuración o de crónica.

 

La lucha contra la tiranía

En el año 1835 se inicia la publicación por Luciano Lira de una antología que, con el título de El Parnaso Oriental o Guirnalda Poética de la República Uruguaya, alcanza a tres volúmenes, en los que se recogen producciones de algunos de los poetas que he mencionado.

Puede leerse, en el volumen segundo, la comedia en tres actos y en verso del doctor Carlos G. Villademoros que, con el nombre de Los Treinta y Tres, había escrito en 1832 y cuya representación no se hizo en aquel año por el motín que alteró la paz pública. Villademoros hace intervenir, en su pieza teatral, al general Lavalleja, como primer jefe de los Treinta y Tres, dando el calificativo de oficiales superiores a Oribe, a Manuel Lavalleja y a Zufriategui. La comedia no tiene mérito literario, pero, dentro del artificio de sus versos, hay aletazos de sentimientos de la historia que le dan cierto interés para el estudioso.

Un poeta que muere en la adolescencia, Adolfo Berro, tentó, también, la poesía histórica en Yandubayú y Liporeya, romance que une la armonía de la forma al calor del sentimiento y a la sencilla claridad del estilo, al igual que en el canto a la Población de Montevideo, que sitúa en febrero de 1724; en estos versos evoca el nacimiento de una ciudad, que sirve de base a una patria

Que ya los vates celebran
Como a colmena del Plata

Hizo notar bien Juan Carlos Gómez Haedo que “si Adolfo Berro hubiera desenvuelto las brillantes cualidades que anuncian sus ensayos, hubiéramos tenido seguramente un poeta de alta inspiración y de noble lenguaje, un lírico tal vez con el arrebato de Heredia y la mesura y corrección de Olmedo”.

Espíritu soñador y altivo, alma resuelta y varonil, capaz del arrojo heroico y de la sensibilidad lamartiniana, Melchor Pacheco y Obes tiene un poema descriptivo, Una fiesta guaraní, que, como ha observado Raúl Montero Bustamante al reeditarlo en la Revista Nacional, puede ser considerado, con el drama El Charrúa, de Pedro Pablo Bermúdez, “siquiera por el tema indígena y por la intención épica que los anima, como antecedentes en el tiempo del poema Tabaré.

El autor rinde atributo en la forma de su composición a los modelos en boga en aquella época; pero ensaya en cambio, y éste es su verdadero mérito, la introducción en la poesía oriental de las descripción de la raza indígena, sus costumbres y sus juegos”.

Se acentúa, por aquellos tiempos, la anarquía argentina, que abre las puertas al despotismo despiadado de Rosas. Dispersados por la insumisión a la tiranía, los próceres argentinos que colaboran en la emancipación americana, se sobreponen al peso de los años para mantener la fidelidad a sus convicciones; los acompañan en la solidaria conducta cívica, los jóvenes que afirman, con su aparición vibrante, el culto a los ideales de Mayo.

Unos y otros cruzan las montañas al paso tardo de las mulas o de míseros jamelgos, atraviesan los ríos fronterizos en frágiles barquichuelos clandestinos, para propagar de nuevo, como los ejércitos libertadores, por todas las latitudes del continente, desde las frondas del trópico hasta los hielos del sur, la voz de su insobornable altivez, de su anatema y de su esperanza.

Vencidos y flagelados, ostentando como blasones orgullosos los ultrajes de sus “cárceles y cadenas”, aquellos proscriptos encuentran acogida hospitalaria y ambiente propicio en escenarios diversos. Pero quizá de todos los centros de su acción, ninguno está más lleno de sus nombres y de sus recuerdos que Montevideo; ninguno los asimila con mayor energía y los incorpora más abierta y cordialmente, ninguna recibe – con la noble contribución de su gallardía y de su heroísmo – mayor ascendiente de su espíritu político y literario, más vivo y profundo concurso de su cultura y de su propaganda; ninguno ofrece una obra plasmada más íntegramente por sus virtudes intelectuales y cívicas.

Montevideo, que cuando los bastiones más firmes de resistencia caen abatidos y los ejércitos se dispersan en desorden, y los más ilustres generales aparecen inferiores a la tragedia, encuentra en el General Paz al técnico seguro, que haciendo sonar su voz imperiosa, pone la mano sobre los sucesos e improvisa murallas y soldados. La pequeña ciudad conmovida en medio de la lucha angustiosa por las pasiones turbulentas de una democracia en gestación, organiza con Florencio Varela y Rivera Indarte y Gutiérrez y Cané y Mármol y Mitre y Frías y Domínguez y Cantilo, las brillantes milicias literarias que buscan conquistar solidaridad y armar brazos para las trágicas batallas. 

Allí en la Nouvelle Troie, que con su calificativo de leyenda recibe el homenaje de la historia, los emigrados argentinos, junto a una generación uruguaya predestinada para la gloria, son nervio y fe suprema, acción inquebrantable y elocuencia subyugadora, ímpetu de combate y consejo experiente, fervor quimérico y energía indeclinable para sobrellevar la tragedia y oponer el sentido del deber y del esfuerzo a las desilusiones y los quebrantos; clamor dramático para encender a los indiferentes y apáticos en el arrebato heroico y levantar al paso de los vencidos por las calles desoladas, más allá de las líneas enrojecidas por la metralla y del choque de las espadas contra las espadas, la confianza en el porvenir y la seguridad de nuevas formas de vida colectiva, la certidumbre de futuras patrias en condiciones de contribuir a la evolución ascendente de la humanidad.

Ricardo Rojas, al estudiar este período en Los proscriptos, afirma, dando fraterno énfasis a su generosa elocuencia, que “entonces creó Montevideo su alma patricia, capaz de servir de molde a una nacionalidad nueva, consciente de la civilización y de la libertad”. Fue, además, un testimonio de “cuan efectiva es en América la solidaridad de nuestras repúblicas: esa que despuntó en los días genésicos de la independencia y que si por gravitación de la realidad geográfica nos confinó en patrias locales, supo levantarnos por la amplitud del ideal histórico a las alturas de una magna patria continental”. Americanos supimos ser – además de argentinos, uruguayos, bolivianos o chilenos – y eso para las tristes horas en que vimos peligrar la libertad o la civilización.

En esos años no hay lucha de más violenta exaltación que las infatigables batallas de prensa. Su furor y estrépito hacen olvidar los asaltos de sangre, cada día menos frecuentes o paralizados por grandes períodos de tregua. 

Escritores de todas las procedencias se congregan en Montevideo; pero respondiendo al espíritu que llena aquellos tiempos, predomina la producción militante.

Literatura, historia, derecho y filosofía; ideas, cantos, arte: todo se vuelve panfleto agresivo. El mal imitado verso clásico y el libre metro romántico, la novela y el drama, la investigación histórica y la abstrusa construcción jurídica, adoptan el carácter y el tomo de la labor polémica.

Desde que empiezan a llegar los primeros proscriptos se siente un influjo renovador. En la generación uruguaya que le recibe propicia y le acompaña, es Andrés Lamas quien, al decir de Rodó, “antes que otro alguno, anuncia en Montevideo la renovación del grupo dirigente y la renovación de las ideas”. En 1833 funda El Iniciador, que llena un capítulo de nuestra historia política y cultural. Echeverría, Cané, Alberdi, Gutiérrez, Frías, Tejedor, hacen allí desde Montevideo o desde Buenos Aires, una labor positiva de reforma espiritual y literaria, que germina y triunfa en los años siguientes. 

El movimiento romántico, que en Europa es grito de rebeldía y de lucha contra viejas tradiciones, en América se coordina con una realidad que requiere la forma nueva para expresar los ideales y sentimientos en el rojizo amanecer, que ya alumbraba la anarquía de los caudillos aptos a predominar en la general indisciplina.

En 1841 se celebra un certamen poético para conmemorar el aniversario del 25 de Mayo, es proclamado vencedor Juan María Gutiérrez, con su canto A Mayo; los segundos premios de adjudican a José Mármol y a Luis L. Domínguez. Un estudio expositivo y crítico de ese certamen ha sido hecho por José Pereira Rodríguez, en el prólogo a la reedición del opúsculo de 1841, realizada por la Comisión Municipal de Cultura al cumplirse el centenario.

Si las composiciones que entonces encontraron amplia resonancia, nos parecen hoy un poco literatura de colegio sin entonación elevada ni colorido, tienen valor, en cambio, para la historia literaria y de las ideas, el dictamen del jurado y el comentario que hiciera Alberdi al plantear entonces candente problema de “clásicos” y “románticos”. 

Quedan, también como una afirmación y un vaticinio que nos enorgullece y nos obliga, las escultóricas palabras de Juan María Gutiérrez al recibir el premio que reconocía su triunfo y anunciaba su gloria: “Yo acepto, señor, este premio con reconocimiento; y donde quiera que me arroje la ola de la revolución de mi patria, allí le mostraré para probar que en la República Oriental del Uruguay ha echado raíces la civilización y el amor a la libertad”.

Otro certamen se lleva a cabo en 1844, para recordar, también, al 25 de Mayo. Echevarría, Acuña de Figueroa, Rivera Indarte, Domínguez, Mitre, Magariños Cervantes, Cantilo, son actores en aquella jornada literaria.

En sesión pública del Instituto Histórico, fundado el año anterior, se da lectura a los trabajos. Miguel Cané hizo, en crónica publicada en la Revista del Río de la Plata, una viva descripción de la ceremonia, que alcanzó gran significación.

Entre los poetas que aparecen en esa época, hay algunos, como Juan Carlos Gómez, que si no hicieron poesía histórica, sintieron su influjo y su emoción. Romántico que alcanza notoriedad junto a la tumba de Adolfo Berro, le acompaña una nostalgia incurable, que es, a veces, su tema literario, con algo de reminiscencia europea. Fuerte luchador, polemista que esgrimía el argumento decisivo o que deslumbraba con el brillo de la hoja, si no iba certera la punta del acero, tiene algo del albatros de Baudelaire, cuando arrastra sus alas blancas como un proscripto, habiendo sabido del ímpetu y de la capacidad de un directo. Deben mencionarse su romance Figueredo, de sabor histórica y su canto La Libertad, que está vinculado al sentimiento uruguayo, porque, como lo proclamara la exaltación juvenil de Manuel Herrero y Espinosa, glorificó en él “a los esclavos de todos los tiempos, a los perseguidos y los mártires de todas las épocas, confundiendo en un anatema sangriento a los déspotas de todos los países”. 

Ese canto a La Libertad está inspirado, según Luis Melián Lafinur, por el que Salvador Bermúdez de Castro dedicó al mismo tema e incluyó en sus Ensayos Poéticos, colección de poesías que se publicó en 1840 y que ejerció en nuestro medio una influencia todavía no bien examinada. “No hay, precisamente, imitación de ninguna estrofa; pero el plan de buscar a la peregrina diosa por los pueblos antiguos y modernos, es idéntico”, señala el eminente biógrafo de Gómez en Semblanzas del pasado.

 

Una figura rectora de las letras: Alejandro Magariños Cervantes

Llena toda una época, dominándola como un patriarca de las letras, Alejandro Magariños Cervantes. Aspira a impregnar su obra del sentimiento de América, asignando al poeta una misión social.

En el poema Celiar se esfuerza por crear espacios verdes en el páramo incoloro de nuestra literatura; con argumento de la fantasía de su autor, hay cuadros de la naturaleza y de la vida americanas, que tienen frescura de oasis todavía, entre versos descoloridos y marchitos.

Osvaldo Crispo acosta observa atinadamente, en sus Motivos de crítica hispanoamericanos, que aparece, en ese poma, una visión “de la América de nuestros campos, varia y fecunda en sus producciones y aspectos, y despoblada y capaz, en lo social y humano, de todos los estados, desde la extrema barbarie hasta el más refinado espíritu de nobleza”. “las poblaciones, los bosques, la raza charrúa, la española, el tipo criollo en sus costumbres originales, todo lo del Uruguay se encuentra en las descripciones y escenas de esta obra”. Juan Carlos Gómez dijo a Magariños, en 1845, una palabra de orientación: “Vendrá un poeta que se nos muestre estudiando nuestros campos de batalla, sufriendo las privaciones y los peligros del soldado con la gloria de la patria por ensueño”; “sabrá ver en esos jirones arrancados a nuestra bandera, los colores de la Independencia, y al través del polvo de las guerrillas, la majestuosa imagen de la patria”.

El combate del gaucho con el tigre, tema otras veces tratado en nuestra literatura, siendo la última la descripción de Miguel Víctor Martínez en Blandengues en la frontera, lo pinta Magariños en estos verso, cuando describe al protagonista de su poema en las proezas del campo:

O valeroso en el extenso llano,
El bramido del tigre al escuchar
El poncho envuelto en la siniestra mano,
Y en la otra firme el matador puñal,
Aguardar a la fiera frente a frente,
Y al sentirla ya encima, hundir veloz
El poncho por su boca de repente,
Y partirle de un golpe el corazón.

El gaucho aparece tal cual es en su gallardía y pujanza:

A los vientos tendida la melena,
Derribando al novillo feroz.

Tiene pinceladas de ambiente criollo, como ésta, que revela el trazo y la viveza poética:

Y al correr del caballo estrepitoso,
Que ya toca la meta vencedor,
Golpea la carona y armonioso
Silba el lazo en el arzón.
Quien lo viera a lo lejos con las bolas
Al rápido avestruz su tiro hacer,
O en choque, imagen de encontradas olas,
Su potro derribar y caer en pie.

Una de sus composiciones más inspiradas, que conserva, no obstante los años pasados, la frescura de la emoción y del acento, libre de amaneramiento artificial y falso, es la que lleva por título En Las Piedras, que Magariños recogió en Brisas del Plata, dedicándola a don Avelino Lerena, de quien pone como acápite unos versos de carácter histórico.

Relata Magariños Cervantes que una tarde fría de invierno, a esa hora en que los últimos destellos del sol dan como un relieve especial a las cosas, antes de que con su misterio caigan las sombras, un hombre y un niño cruzan el campo de Las Piedras. El niño siente el apremio de la noche y el castigo de la helada brisa; pero su padre, herido por los recuerdos que acuden al estímulo del lugar, de la hora y del ambiente, transmitiéndole una emoción de patria y de gloria en contraste con la soledad y el abandono de aquel sitio tan lleno de un motivo épico, se detiene unos momentos, contempla el paisaje, descubre unos membrillales, donde buscaron refugio los “leones castellanos”; más allá una “olvidada y ruin tapera” complementa el cuadro de aquel despliegue de heroísmo, cuando se rehacen y destrozan los cuerpos combatientes. 

Son pocos vestigios, pero suficientes para que su memoria haga surgir, en la calma silenciosa de aquella tarde moribunda, el espectáculo de la hazaña allí mismo cumplida por las fuerzas patriotas. El estrépito de la fusilería, que ahogan los gritos de pelea y los ayes de los heridos y enloquecen de coraje en el furor de la lucha, cuando los trabucos riegan metralla por sus broncíneas bocas de fuego y los sables enrojecen en los golpes feroces y las lanzas fatigan los fuertes brazos al abrir, en cada bote, la tumba del enemigo, al que siempre llegan certeros,

Y al salvaje relincho de los potros,
Caían en confuso remolino
Como bajo la hoz del campesino
Caen segadas las espigas.

Es una visión que se prolonga y que detiene en éxtasis al hombre, con el alma poblada de resonancias heroicas, hasta que le llama a la realidad la sorpresa del niño, quien interroga, inquieto

- ¿Por qué el paso detienes, y qué miras,
Padre, con tanto afán?... ¿Por qué suspiras?

El padre le responde, dando a su palabra el alcance de un reproche para el olvido en que se tiene tanta gloria:

En este campo que inmortal hiciera
Del indomable Artigas la victoria,
No se ve en un monumento, ni siquiera
Levantada una piedra a su memoria!

El hijo comenta:

Pero tiene una página en la historia!

Y contagiado por la emoción paterna, al hechizo de aquella tarde impregnada con el aroma del campo nativo, frente a la suave colina que se disputaron los ejércitos, mirando a lo lejos el cerro epónimo, el niño se retarda en el paso, al despertar en su imaginación el recuerdo de la primera patria, que parece un cuento épico, y cierra el diálogo con ingenua sencillez:

Ya no tengo frío;

Llévame al sitio donde fue el combate!

En esos versos, Magariños Cervantes fue quizá el primero que reclamó hacia el 1860, un monumento recordatorio de la gloria de Artigas en Las Piedras.

Era esta composición una de las que apreciaba Rodó, porque en ella se “percibe algo del soplo a un tiempo heroico y candoroso que bate la frente de aquel niño inmortal de Víctor Hugo pe pide pólvora y balas sobre las ruinas desoladas de Chio”.

La crítica moderna no es favorable a Magariños Cervantes; pero, como lo apunta atinadamente Roger Bassagoda, se puede seleccionar, en su “vasta obra, un breve número de páginas ni mejores ni peores que las de otros poetas de lengua castellana contemporáneos de nuestro autor que son honras de sus patrias”. Fue, en su tiempo, un rector de la cultura y de las letras; un colector de buen gusto lo pondría en su justo valor y significado.

 

El sentimiento de la Historia en algunos poetas del siglo XIX

La poesía histórica encuentra cultores, al avanzar el siglo XIX, dentro del criterio de relatividad y tolerancia con que debe juzgarse la producción literaria del país, sin exigirle milagros de originalidad, belleza y fuerza que tampoco se produjeron en otras manifestaciones de la cultura nacional:

En el coronel Pedro Pablo Bermúdez, con su drama en cuatro actos y en verso, Un Oriental y con el drama El Charrúa, en cinco actos y también en verso. Carlos Roxlo considera el prólogo de éste como uno “de los mejores romances octosílabos que poseemos, no sólo por la casticidad de su dicción, sino también por los fieles trazos con que reconstruye el tipo y los usos de la raza charrúa”.

La raza charrúa

…que también pudiera

competir con la araucana,
si D. Alonso de Ercilla
fuese aquel que la cantara.

En Fermín Ferreira y Artigas, con sus composiciones, coleccionadas en Páginas sueltas, al sol de Mayo, al de Julio, a los Treinta y Tres; en Laurindo Lapuente, con sus versos titulados San Martín y Bolívar; en Heraclio C. Fajardo, que lleva a escena su drama Camila O`Gorman y que, en su libro Arenas del Uruguay, canta a Montevideo, a Ituzaingó, al 25 de Mayo, a la batalla de Cepeda y a Garibaldi.

Su composición América y Colón es un poema épico de verdadero carácter histórico, cuyo estilo es generalmente expresivo y correcto.

En Ramón de Santiago, “uno de los poetas más originales dentro de nuestro movimiento romántico” – como ha dicho Eustaquio Tomé – que escribió a la Piedra Alta; pero, de toda su producción la que todavía no ha desaparecido del recuerdo es su balada La loca del Bequeló, que con su tono ingenuo y contagioso, hizo llorar a las madres uruguayas cuando las guerras civiles destrozaban los cimientos de nuestra sociabilidad. No han quedado más que la desolación y la ruina del paso de los ejércitos

Allá en la loma, como un calvario
Veréis ruinas y un triste ombú.

De igual estilo es La huérfana de Chamizo, de Luis Melián Lafinur, autor asimismo de otros versos de carácter histórico, como los dedicados a Sarandí, a Los Treinta y Tres, a Tácito, cuya “voz vengadora”, lanzando a través de las edades el grito eterno de excecración, evocaba en los riesgoso días de 1879. Facit indignatio versum.

Constantino Becchi, poeta de rima fácil y múltiple, cultivó la poesía histórica. Así lo hicieron, también, José G. del Busto – a quien Víctor Pérez Petit calificó como “el último y el más grande de los poetas ateneístas, el pindárico Chenier de aquella generación” – con su romance épico El último de los Treinta y Tres, con su canto A Grecia, con el poema de propaganda constitucionalista Por la Patria. El gaucho que se siente morir con todo su pasado, evoca las hazañas y los días en que se encontró con los hombres y los sucesos que invoca la política tradicionalista, superada ya en sus pasiones por las nuevas tendencias que anuncian los crecientes problemas económicos y sociales.

Nicolás Granada rinde homenaje a Artigas en un poema. Periodista, político, autor teatral, dado a la vida muelle en los años propicios, se transforma en trabajador fuerte cuando llegan los tiempos de adversidad.

Eduardo D. Forteza, autor de El genio de la raza, dedicado a Zorrilla de San Marín; Germán García Hamilton, variado y vigoroso; Francisco Xavier de Acha, autor de Flores Silvestres y de un drama en verso: Una víctima de Rosas; Luis Piñeiro del Campo, con su poema heroico El último gaucho; Samuel Blixen, que alcanzó tan grande notoriedad en el diarismo y en la cátedra, evocó El gaucho oriental en la lucha de la independencia; Ricardo Sánchez, de verba fácil y estro mediano; Pedro Ximénez Pozzolo, con su Canto a Colón; y Santiago y Enrique Maciel, tan vinculados a las tradiciones históricas del Plata.

 

Don Juan Zorrilla de San Martín

Pero, para encontrar un poeta de veras grande por el tomo sonoro, el raudo vuelo lírico y la vena múltiple y opulenta, hay que llegar a Juan Zorrilla de San Martín. En su libro primigenio, Notas de un himno, ya hay poesías de carácter histórico, como ¡Patria mía! La vibración imperecedera de La leyenda Patria las ha hecho pasar a segundo plano.

Obra maestra es La Leyenda, según el consenso unánime de la crítica. Obra maestra, como le he escrito alguna vez, por el soplo de originalidad que la sitúa como canto sin par, sobre las rapsodias carentes de vuelo y de gusto de una literatura convencional; obra maestra porque fija, en la emocionada evocación de lo que fue y en el seguro vaticinio del porvenir la enérgica fisonomía de la patria que se está construyendo; obra maestra, por el arrebato lírico que extrae del fondo de la historia, sin artificiales sentimentalismos, su fe profunda en los destinos de la nacionalidad; obra maestra por el poder de seducción y de dominio con que, desde la hora de su aparición inesperada y triunfal, enciende en un vasto estremecimiento a las multitudes, sin que los años, al pasar, atenuaran el acento potente y la elocuencia comunicativa con que bajo el cielo fraternal de Florida, en medio del despliegue de banderas y del auditorio propicio al entusiasmo y al aplauso, la saludaran sucesivas aclamaciones que se confundían con la voz sonora del poeta, consagrándolo, entre los gritos vibrantes de exaltación que cruzaban el espacio, como el bardo de la patria. Desde entonces, asi lo reconocieron todos.

Y La Leyenda pasa a integrar los símbolos nacionales sin necesidad de pragmática que lo declare. Sus acentos vibrarán eternamente en lo más hondo del sentimiento patriótico uruguayo.

Estimulado por el triunfo de La Leyenda, don Juan Zorrilla de San Martín trabajó largamente Tabaré, cuyo argumento se viene elaborando, en su espíritu, desde los tiempos de su vida de estudiante en Chile. No haré el examen crítico ni el comentario histórico del gran poema zorrillesco, tan frecuentemente analizado con elogio en el país y fuera de él, como una de las grandes obras de la poesía nacional y americana. Llamó la atención, por la especialidad del estudio, acerca del trabajo del Padre Juan F. Salaberry, S. J., que con el título de Valor histórico de Tabaré, publicó en la Revista del Instituto Histórico. El ilustrado escritor jesuita va señalando, en relación con la verdad histórica comprobada, algunos de los hechos fundamentales cantados por Zorrilla, para llegar a esta conclusión: “Tabaré no es la historia, ni una historia de la raza charrúa; pero tampoco es un poema ajeno a la historia. Es una grandiosa inspiración en la cual palpitan los ecos de la historia, de la tradición, de la leyenda”. 

“Unas veces narra los episodios históricos; otras, deja adivinar su parentesco y crea símbolos, que nos arrastran a dar valor histórico al poema”.

Zorrilla de San Martín no sintió a su indio como un mero tema literario, sino como una realidad profunda, que se incorporó a su dinámica interior, que vivió en ella con energía y vehemencia.

Ha quedado en mi espíritu tu sombra,

dice en la introducción del poema. Y con un vaticinio que se ha cumplido y se seguirá cumpliendo con la depuración de la conciencia crítica por el estudio del ambiente americano y de sus poblaciones aborígenes, agrega el poeta:

Ah, no, no pasarás, como la nube
Que el agua inmóvil en su faz refleja;
Como esos sueños de la media noche

Que en la mañana ya no se recuerdan.
Yo te ofrezco, ¡oh ensueño de mis días!
La vida de mis cantos, que en la tierra
Vivirán más que yo… ¡Palpita y anda,
Forma imposible de la estirpe muerta!

 

La poesía histórica desde el último tercio del siglo XIX hasta nuestros días

Poesía histórica hace, también Washington P. Bermúdez. “Fueron características suyas – puntualiza acertadamente Juan Antonio Zubillaga – una lozana inspiración y una fecundidad que parecían estimuladas ante la corrupción y los vicios sobre los cuales hacía caer, casi cotidianamente, la causticidad de castigo”. En la apoteosis de su drama histórico, en cuatro actos, que se titula Artigas y fue estrenado, con buen éxito, por la compañía Podestá, hay notas vibrantes y cristalinas.

Victoriano E. Montes alcanza una difusa y todavía no extinguida popularidad con La tejedora de ñandutí y El tambor de San Martín.

Joven y hermoso, en Lima y sus afueras
Lucía su uniforme y su espadín,
Su airoso porte y bélicas maneras,
Crujiéndole las botas ganaderas
Al rumboso Tambor de San Martín!

Víctor Arreguine, autor de estimables estudios de historia nacional, escribió algunos romances de este carácter, como los titulados Tacuarembó y Pancho Ramírez, sin que su lira se librara del sonido opaco.

Aurelio Berro es el poeta laureado en el certamen de 1879, con su canto Al Monumento; tiene una oda A Rivadavia; su verso, de entonación clásica, es una evocación hecha como un artista, más cuidadoso de la pulcritud y brillo del estilo que del elemento histórico como valor emocional. 

Entre versos elaborados por la capacidad retórica y el trabajo de la lima, hay algunos de los que se encuentran en el trance feliz de la inspiración:

Héroe te vi de Sarandí en la pugna
Lanzando a la carrera tus bridones

Alcides De María, que recibió en herencia el gusto de la tradición y de la historia, evocó episodios del pasado en su libro Cantos y apólogos patrióticos.

Antonio D. Lussich, con Los tres gauchos orientales, que tratan de la guerra de Aparicio; con aspectos de la vida campesina y de las injusticias que una organización política y administrativa, poco flexibles y comprensivas, hacían sufrir al gaucho, cazándolo en las levas para hacerlo servir en las policías y los ejércitos, sometiéndolo a la disciplina del cuartel y al látigo de los comisarios, lanza un grito de rebeldía que tuvo larga vibración y efectiva influencia. José Alonso y Trelles (El Viejo Pancho), Elías Regules, Orosmán Moratorio y el grupo de El Fogón, si no hicieron, rigurosamente, poesía histórica, interpretaron el pasado y evocaron usos, costumbres y personajes profundamente incorporados a algunas prácticas de nuestra sociedad rural. 

El historiador y el sociólogo han de acudir, más de una vez, a su obra, por el vigor de la observación y del colorido, para desentrañar de ella caracteres fundamentales de la acción del gaucho en el desolado ambiente de su vida rudimentaria.

Otro escritor que visitó, algunas veces, el campo de la poesía, sin alcanzar la magia del verdadero poeta, fue José Manuel Sienra Carranza, fuerte personalidad intelectual con actuación pública eminente en el periodismo, en la diplomacia, en el Parlamento. Su conocido canto A una paraguaya y su poema de los tiempos de Artigas, La caída, tienen viva inspiración histórica. En un soneto celebró la gloria de Bolívar, reclamando para su estatua y su nombre

El regio pedestal del Chimborazo.

Poeta de vuelo, señor de los primores y artificios de la versificación castellana, cuya facundia le lleva a cierta viciosa lozanía, es Carlos Roxlo. No es posible enunciar, siquiera, en los límites ya demasiado largos de esta disertación, los títulos de las composiciones históricas de Roxlo; pero no podría dejar sin mención Las dos invasiones que, con Andresillo, figuran en todas las antologías. 

En el verso fácil de múltiple fuerza descriptiva acentuada con la policromía de las imágenes, impregnado de sentimiento patriótico, se dibujan rasgos de la vida nacional, con acertadas menciones de hábitos, modalidades y aspectos que la diseñan. Marchan los héroes y

…silbando los azota

Un viento frío que irascible vuela
Y el poncho en alas de la brisa flota
Al compás de los hierros de la espuela

……………………………………….

Del trote al ritmo, lento y perezoso,
El lazo, el anca del corcel golpea,
Cansado de lanzar el rencoroso
Silbido de su curva en la pelea.

Manuel Bernárdez fue poeta popular, que evocó con cierto acento original, en versos categóricos de trazo limpio, a Los Héroes, a La Muerte de Artigas, pero, en el andar de los años, su lira fue silenciada por la vorágine de la acción pública.

Una vida dedicada con fervor ejemplar a las letras y a la historia, como la de Don Raúl Montero Bustamante, nuestro ilustre y querido Presidente, había de encontrar, más de una vez, entre los motivos de su inspiración, el tema histórico. 

Su canto A Lavalleja, del que celebramos el cincuentenario el año último y algunas de cuyas estrofas han sido aprendidas de memoria por todos – y somos legión – los que hemos sido iniciados en el estudio de la historia nacional en el insuperado Ensayo del benemérito H. D., resistirán largamente el desgaste de los años, por la fuerza de su juvenil ardimiento.

La inspiración caudalosa con que el estro poético de Montero Bustamante moldea y da sello personal a la materia heroica, llega a nosotros, todavía, tantos años después, con su inicial eficacia reanimadora. Cuando en los azares de la vida, donde sopla tan frecuentemente el cierzo de los desengaños, volvemos a encontrar esos versos redondos, nos sentimos inevitablemente impulsados a probar la tenacidad de nuestra memoria con la cándida emoción con que los recitábamos en el patio del colegio. Pero pasemos…

Montero Bustamante es autor, asimismo, de un Canto a Artigas, del que pueden leerse fragmentos en ese libro cada día más insustituible y valioso por el material informativo, que es su Parnaso Oriental o Antología de Poetas Uruguayos. Pero quizá la nota de mayor originalidad de su poesía histórica se encuentra en el romance La Casa de Oribe. Nutrido de información histórica, la sugerencia narrativa se percibe al sentir adentrarse en el alma el ritmo fácil y evocativo, con un profundo espíritu de época. Recuerda el poeta que

Tras batallar sin tregua
E general, vencido,
Resignó su mandato,
Y partió al ostracismo.
La casa quedó muda,
Los salones vacios;
Se enfundaron los muebles,
Se cubrieron los ricos
Espejos de Venecia,
Se echaron los postigos,
Se cerraron las puertas
Con trancas y pestillos;
Soledad y silencio
En ella hicieron nido.

Trascurrieron dramáticos,
Los años del exilio,
Del preclaro solar,
Hizo su presa el Fisco;

Autos, papel sellado,
Abogados, ministros,
Corchetes y alguaciles,
Defensores de oficio
Más que palas y picos,
De demoler capaces
El antiguo edificio;
Mas, al fin, la almoneda
Decidió su destino.
Aún está la mansión
De pie en el casco antiguo,
Olvidada en el barrio
Que a menos ha vendido.

José Salgado, que dejó una extensa y documentada obra histórica, cantó a Lavalleja con vibraciones de juventud; Armando Víctor Roxlo, fluido y armonioso, escribió dentro de la línea media del nivel normal.

Guzmán Papini y Zás, laureado por su Canto a Cagancha, en el que la pompa del color y el destello de las imágenes armonizan con la sonoridad del verso, es autor, asimismo, de otras composiciones históricas, en las que la representación del pasado es el idóneo motivo de su ardiente inspiración.

César Miranda publica, con el prestigioso nombre literario de Pablo de Grecia, un poema intitulado Artigas; en esas estrofas, la euritmia de su arte parnasiano da la claridad y el tomo a los armoniosos versos, tallados en el mármol como un bajorrelieve antiguo.

Ovidio Fernández Ríos, poeta civil y democrático, que ha glorificado a Artigas con la música penetrante de uno de sus himnos y ha evocado los tiempos heroicos en La Carreta, poema escénico en dos cuadros, estrenado en el homenaje al escultor José Belloni, y donde aparecen Artigas, Valdenegro, Rivera, Lavalleja, Suárez, Valentín Gómez, Miguel Barreiro, con la fuerza y el movimiento que les dieron categoría histórica.

Ángel Falco, artista en pleno dominio de los recursos de la fantasía y de la métrica para imprimir a sus estrofas la opulencia del colorido y hacerlas brillar en el lampo de luz, escribió La Leyenda del Patriarca, con motivo del centenario de la batalla de Las Piedras. El Paso de los Andes y Auroras Atlánticas ostentan la orquestación y el fuego de los grandes cantos.

Emilio Frugoni, sin haber tratado especialmente el tema histórico, es uno de los poetas que contribuyen, en particular con las descripciones y pinturas de sus poemas montevideanos y con algunos de sus cantos civiles, a imponer la vigencia artística de hombres, episodios y motivos de la ciudad.

Yamandú Rodríguez se consagró como poeta histórico desde el triunfo rotundo de 1810, que fue un acontecimiento literario y social; su producción posterior ha confirmado su garra teatral y su estro poético, desarrollando sus obras en el tiempo y el ambiente en que las imagina.

Los rectores Eduardo Dufrechou, Ramón Montero Brown, José María Fontes Arrillaga y José María Vidal – los agrupo en torno al signo de la misma fe – son poetas en el culto de la patria y de la historia; Ildefonso Pereda Valdés, con su evocativo Romancero de Simón Bolívar; Carlos T. Gamba matiza sus actividades de la vida pública con felices incursiones poéticas; tiene su poema laureado La independencia nacional y otros cantos de igual jerarquía; José G. Antuña, artista de la forma en prosa y verso, ensayista y crítico; Edgardo Ubado Genta, quien mantiene encendido el juvenil fervor y pasea por toda américa su penacho de poeta épico; Pedro Leandro Ipuche, el de Isla Patrulla, y tantos otros libros y cantos que dan acentuado perfil literario a su personalidad; Gastón Figueira, cuya pluma está incesantemente aplicada con brillo a la prosa y al verso; Carlos María de Vallejo, el de los romances; Leandro Arrarte Victoria, con su composición El verso patrio se cuadró en recuerdos; Casiano Monegal con su vigoroso canto Las Carabelas; Mario Castellanos, en sus evocaciones del Canto al Descubrimiento de América, en el cual, al decir de Juan Antonio Zubillaga, “la expansión del numen poético alcanza tan elevado y encendido acento como belleza rítmica y sonora”; Carlos Alberto Clulow, poeta, ensayista, diplomático, economista, en Los ritmos del tiempo, que tuve el placer de prologar, dio acento poético a la Gesta bravía; Buenaventura Caviglia, espíritu lúcido cargado de cultura; Juan Carlos Sábat Pebet, profesor, investigador, escritor erudito en la historia literaria, con su exaltación de Artigas, de briosa inspiración; Luis Alberto Caputi, autor de un canto a Artigas; Sara de Ibáñez, en sus bellas evocaciones de Montevideo, laureadas en un concurso, y su igualmente premiado poema sobre Artigas, en el que refleja sentimiento y concepto históricos; Daniel Vidart, con el vital aliento de una inspiración sincera; Julio Silva, en su libro Oriental; Blanca Luz Brum, con algunos de sus romances de natural belleza y fuerte vigor evocativo; Juvenal Ortiz Saralegui, de acento profundo y sincera expresión; Avelino Brena, poeta tan parco en publicar como hondo en el sentir, con cantos que traducen la íntima emoción engarzada en la historia de nuestro medio; Pedro Montero López, con su Canto al Héroe, en broncíneas octavas reales y su Romance de Durazno; Humberto Zarrilli, inspirado, denso y fecundo poeta, además de acertado pedagogo en su teatro infantil; Manuel de Castro, cantor de Hernandarias, culminando en la privilegiada ruta abierta por sus dotes superiores y diseñada ya en sus poemas heroicos y de ambiente; José Lucas, con su gallardo poema a Artigas; Álvaro Figueredo, quien ostenta, junto a otros títulos, los frescos lauros de su victoria en el certamen poético celebrado a iniciativa de Gustavo Gallinal, en homenaje a Bartolomé Hidalgo; Alfredo Mario Ferreiro, quien, en su múltiple labor, ofrece un bello Poema del 25 de Mayo de 1810; Zelmar Ricetto, con su libro de diecinueve poemas a Artigas, son poetas que sienten el embrujo del pasado histórico y lo traducen en versos que, dentro de las aptitudes y tendencias de cada autor, representan un valor afectivo en la cultura literaria del país.

Puede señalarse – quizá como una limitación – este atributo que caracteriza a la poesía histórica uruguaya: la reducida variedad de motivos y de tema, el horizonte circunscripto al que se divisa desde el campanario de la región y al tiempo que en la misma se tiene por heroico, con sus próceres locales y sus hazañas, así como a las modalidades de su vida primitiva; pero sin levantarse, para encontrar su acento universal, hacia las realizaciones esenciales y permanentes, que han cambiado el rumbo en la historia de la humanidad, conjugándolo con los ideales que indicaron un camino de perfeccionamiento a través de los siglos, en la moral, en el pensamiento, en la ciencia y en la acción.

 

Los poetas de la Academia

Y paso a decir algunas palabras de justicia acerca de la obra, en el campo de mi investigación de hoy, cumplida por los compañeros de Academia, quienes han expresado, en su poesía, el sentimiento de la tradición y de la historia:

Juana de Ibarbourou, igualmente grande en la traducción poética de su sentimiento lírico cuando refleja el de su mundo interior, en el verso con la levedad del vuelo, o cuando evoca el paisaje nativo, al ambiente colonial y a figuras de América, en algunos de sus cantos a Rosalía Villagrán, a la Lima de los virreyes, al par que en las páginas en prosa, como las admirablemente sagaces dedicadas a Bolívar y sus inolvidables estampas bíblicas, llenas de sugestión y de encanto y tan vivas como cuando caminaban por las tierras milenarias y sagradas.

Carlos Sábat Ercasty, con el poder de creación que emana de la fuerte vitalidad de su espíritu profundo y vibrante, ha cantado a Artigas y a Martí en himnos vigorosos que tienen algo del diapasón dramático y contenido de los bíblicos versículos y que se aprecian con más hondo sentido si se recitan junto al mar y el murmullo de sus cadencias se acompasa con el encrespado bramido de las olas.

Emilio Oribe, poeta con el dominio pleno del ritmo al que hace dar sonidos inesperados, que estremecen la elegante abstracción de su poesía, entra en nuestro tema con su canto a Artigas y el Astro, en el que la profunda cultura humanística del autor amplía el vuelo de la imaginación, sin perjudicar la clara y tersa vibración del verso.

Carlos María Princivalle, autor de celebradas novelas históricas y para quien la técnica teatral no tiene secretos, marca, en su amplia obra, un punto culminante con El último hijo del sol, que a la arcilla de una materia maleable y dócil, porque se pierde en la noche de los tiempos, agrega el don de las evocaciones y del estilo.

José María Delgado, tan poeta en prosa como en verso, médico al igual de Oribe, ha coleccionado en Metal, algunos de sus poemas de acento histórico. Es ya popular su título Padre Nuestro, latigazo de la inspiración en el broce sonoro. Sus composiciones Piedras augustas, A la fortaleza de Santa Teresa y Mitos aborígenes: Abayubá, del mismo modo que su último canto laureado a Artigas, muestran la vigorosa personalidad de un poeta que, con las alas caudales, llega a las más altas cumbres.

Fernán Silva Valdés, con su poesía nativa, de cuyo calificativo se siente orgulloso, ha puesto de pie y en movimiento, con poncho y espuelas, dándoles la vitalidad de su instinto artístico poderoso, a los criollos de nuestros campos y sus costumbres, cantando al hombre y sus utensilios en la vida libre. 

Sus ritmos evocativos, que parece trajeran desganadas y cansinas las vivas imágenes que no se olvidan nunca más, como los dedicados a Rivera, a los hermanos Valiente, a Fausto Aguilar, su oración Artigas, durarán tan largamente como esta tierra donde todos los hemos aprendido para sentirlos y admirarlos.

 

Consideraciones finales

Señor Presidente:
 

Apenas he esbozado, en este harto extenso discurso, una guía de la poesía histórica uruguaya, señalando los hitos principales sin pretensiones de orden y rigor docente, ni propósito de valorización crítica o de catalogación completa y exhaustiva. Tiene esta guía las imperfecciones de toda obra humana… y algunas más, que son las inherentes a mi labor.

Si en ella se encuentran errores y omisiones, a la reconocida benevolencia de los historiadores me atengo, no confiando mucho en la de los poetas, tan de ordinario cantados por ellos mismos como los grandes flageladores de las injusticias.

Y en cuanto al valor, como expresión de la verdad, de lo que escriben poetas e historiadores, o sea, en lo que atañe a su autoridad cuando revelan los hechos, los describen o los interpretan, será conducta sabia y prudente tener en cuenta esta cautelosa advertencia de Tucídides: “No dará crédito del todo a los poetas, que por sus ficciones, hacen las cosas más grandes de lo que son, ni a los historiadores que mezclan las poesías en sus historias y procuran antes decir cosas deleitables y apacibles a los oídos del que escucha, que verdaderas”.

 

Señoras y señores:
 

He intentado traer a la mesa de trabajo de la Academia Nacional de Letras, las adquisiciones de una investigación en la que he puesto, desde la primera Juventus, buena parte de mis preocupaciones espirituales. 

Si a pesar de las menciones poéticas que he hecho, no he logrado despojar el tema de aridez conceptual y de prolijidad erudita, para traducirlo en estilo tocado por el ala ligera de la gracia literaria, os ofrezco, en cambio, señores académicos, la gratitud sincera y profunda por incorporarme a vuestra ilustre compañía.
 

La sesión se levantó a las 12 y 30 en medio de los aplausos del auditorio.

 

Montevideo, 7 de agosto de 1953

 

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