José Pereira Rodríguez
José Pereira Rodríguez
(Discurso de Ingreso a la Academia)
Señoras y señores: debo agradecer, en primer término, la presencia en este acto, para mí, solemne de los Secretarios de Estado, muy particularmente del Profesor don Clemente I. Ruggia, con quien, en largos años de docencia, hemos recorrido, juntos, caminos paralelos.
Debo destacar la presencia de mi entrañable amigo don Ledo Arroyo Torres, Ministro de Hacienda, que da, con su concurrencia a este acto, un mentís a la oposición clásica entre la hacienda y la Literatura. Y debo agradecer, emocionadamente, la presencia de mi viejo amigo, el doctor Francisco S. Forteza, compañero en los comienzos de la vida estudiantil y compañero en los momentos en que nuestras vidas van culminando.
I
No puedo ir detallando mi reconocimiento a todos y cada uno de los que han venido a acompañarme en esta hora. Hago con todos ellos un haz de amistad, y lo agradezco profundamente, profundamente, porque la amistad que nos vincula en este instante, pone en evidencia que la convivencia social y la amistad pueden hacer triunfar en la vida, por encima de las diferencias ocasionales que nos separen.
Expreso mi reconocimiento a la prensa, que tantas veces me estimuló con sus elogios inmerecidos, y porque quizás ellos fueron los precursores de este acto.
Agradezco a nuestro Presidente, patriarca de las letras nacionales, en plena juventud intelectual, cuya rectoría y cuyo rectorado nos enorgullecen y nos hacen sentir tan consustanciados con su labor y con su dirección, que ojalá por muchos años, por largos años, podamos contar con ese “señorío de su presencia” a que aludía mi entrañable amiga Juanita de Ibarbourou.
Y me toca agradecer el excesivo elogio de la Juana de América. Yo no debería confiar a la palabra temblorosa lo que tengo que decir en estos instantes.
En mi ya larga vida literaria, hay tres momentos en que la presencia de Juana de América, de esta admirable Juanita de Ibarbourou, se pone de manifiesto de una manera inolvidable. Quiero evocarlos en esta hora en que de nuevo su presencia y sus palabras desbordadas de generosidad y excesivas en el elogio, conmueven hondamente mi corazón.
El primer momento corresponde a un tiempo de hace años. Yo dirigía entonces el Liceo Departamental de Treinta y Tres. Juana de América estaba en Santa Clara de Olimar, en aquella tremenda soledad campesina, acaso viendo morir magníficos atardeceres por las serranías, mientras el campo se dormía al arrullo de las torcazas o de los silbos de los zorzales. Juana de Ibarbourou comenzó a escribir los poemas de “Raíz Salvaje”.
Parecía que aquella niña, que había llegado a Montevideo a recoger el lauro triunfal con sus poemas de “Las lenguas de diamante”, olvidándose de todas las fáciles victorias, se hubiese vuelto hacia la madre tierra para hurgar en los misterios de la naturaleza y descubrir en el campo nuestro, agreste y silvestre, nuevos motivos para su nueva poesía. Tal vez sin proponérselo, señalaba así temas y horizontes desconocidos para la poesía femenina de Hispano – América.
Tuve el privilegio de ir leyendo los poemas que Juana de América fue escribiendo para ese libro hecho de campo y cielo, con cantos de pájaros montaraces y rumores de agua de manantial que baja desflecándose al sol por el declive de la cuchilla. Ver desde tan cerca, el misterio de la creación poética, es casi como gozar del don sobrehumano de presenciar un milagro.
El segundo momento se refiere a su libro “Azor”. Manos amigas pusieron en las mías los originales inéditos de ese volumen en que Juana de América vierte, en los más clásicos moldes españoles, el alma nueva de su poesía de plenitud, en esta madurez que trae, con la serenidad reflexiva, la perfección técnica que revela y evidencia un dominio lírico de excepción.
El conocimiento anticipado de esos originales me permitió preceder la publicación del libro con un breve ensayo de análisis crítico, que fue difundido radiofónicamente, por Hispanoamérica.
El tercer momento de esa preclara presencia de Juana de Ibarbourou en mi vida literaria, lo viví cuando en breve y magnífico prólogo dio el espaldarazo de amistosa aprobación a la primera edición crítica de “Parábolas” de José Enrique Rodó, que llevé a cabo, luego de larga vigilia sobre las páginas marmóreas del gran estilista.
Y como si estos tres momentos no fueran suficientes para llenar de legítimo orgullo a un hombre de letras, Juana de Ibarbourou saluda ahora mi ingreso oficial a la Academia Nacional de Letras con consideraciones que me abruman y me conmueven: que me abruman, porque exceden a mis humildes merecimientos; y que me conmueven, porque son una muestra más de la espléndida generosidad de su corazón.
Pero, yo no sería justo si en este momento de mi vida literaria no expresase también, un reconocimiento más de estricta justicia. Los hombres de letras, los que al margen de las tareas absorbentes empleamos nuestras horas libres en faenas literarias, tenemos a nuestro lado un personaje silencioso y humilde que conviene recordar para hacer justicia. Es la compañera que hemos elegido para recorrer el camino de la vida.
Como esos personajes silenciosos que entre las bambalinas del teatro suelen hacer alguna indicación feliz al autor o actor, ella está vigilando nuestra vigilia, alentándonos en nuestros posibles desalientos, siendo la amiga más fiel para decir la verdad, - aun cuando suela herir nuestras tristes vanidades humanas, - pinchando de muerte la palabra útil de la página inédita que le anticipamos.
Es la que nos hace el epíteto que falta en la página que escribimos y la que, para sesgar con una pirueta esta emoción, - como decía don Juan Zorrilla de San Martín – cuando nos arregla el escritorio nos provoca una catástrofe.
Y he dejado para el final a mis eminentes cofrades. Sin ellos, ¿qué sería yo en la Academia?
II
Dentro de la liturgia académica – tantas veces vilipendiada – el recipiendario debe hacer el elogio de aquél que dejó vacío el sillón que el nuevo académico viene a ocupar. En esta joven Academia N. de Letras pueden suceder – y ocurren – hechos que escapan al canon referenciado. Acontece en mi caso, que este simbólico sillón – que la benevolencia y la generosidad de mis eminentes cofrades me han brindado -, no tuvo dueño hasta el momento.
Ante el insólito caso, tengo que afrontar el planteamiento del precedente a que me expongo. Pienso que no caben vacilaciones frente a lo inesperado de tal circunstancia. Cuando la decisión tiene que ser perentoria, la displicencia dubitativa conduce a retener el tiempo con perjuicio de la natural dinámica de la acción.
La contemplación filosófica del sillón vacío me llevaría a enhebrar una inquietante secuela de preguntas, sin respuestas previsibles. En las antiguas casonas solía guardarse y conservarse, con cierta simpatía el holgado sillón de los abuelos. Primeramente se les cubría con blanca funda de piqué en que la amplia sala, siempre a media luz, se convertía en una especie de capitán de fantasmas encapuchados.
Cuando el ausente ocupante penetraba en esa república del olvido que acrecienta, día tras día, su población evadida de las estadísticas, el viejo sillón desvencijado iba a parar al desván de las cosas que nadie se atreve a aventar porque corporizan, en cierto modo, el alma de la casa. Los niños en sus periplos de asombrosas exploraciones, solían descubrir, en la bohardilla, el viejo trasto familiar, ante cuya sola presencia, la inquietud infantil se serenaba. El retorno al regazo materno y la rendición de cuentas del hallazgo bastaban para traer a la realidad evocativa, la figura del antepasado.
Ahora, ya no vivimos días que dejen hueco para que aniden en clama los pájaros del cariñoso recuerdo. Son apresurados nuestros pasos; y vertiginosa nuestra carrera por la vida. Los niños de hoy no tienen tiempo para perderlo explorando oquedades hogareñas. Se acabaron los cuentos de la abuela, a la hora del atardecer. La oscuridad, evadida de las casas, está avecindada en las salas de los cines, de los cinemas o de los cinematógrafos que, antes, sólo eran biógrafos… mudos, sin mentirosos doblamientos… los adolescentes de hoy no sufren la angustia de los deberes necesarios. Reclaman, en cambio, el reconocimiento de sus derechos, como herederos impacientes de una existencia en fuga. Y los jóvenes ya no son la aurora, sino el mediodía pleno de las nuevas mañanas del porvenir. ¿Quién, en este mundo actual de frenético vértigo se va a detener a levantar la tela que cubre al viejo y familiar sillón desocupado y abandonado? En las casas modernas, construidas al ritmo cinematográfico de nuestro tiempo, triunfa la horizontalidad iluminada de claridades, en busca de un mundo de planicies espaciosas, sin altos no bajos; sin cuevas de Montesino, ni espadañas para atraer el vuelo de las turísticas golondrinas.
En este mundo, cada vez más pequeño y sin distancias, un sillón vacío resulta casi, una provocativa antigualla aristocrática. Por esto no debo andar equivocado cuando afirmo – sin ironía -, que la inquina que los jóvenes escritores suelen tener para los sillones académicos, finca en el hecho de que tales asientos solemnes – aun en la simbólica realidad que representan -, ocupan demasiado lugar y ostentan, sin quererlo, rumbosa arrogancia.
La singular circunstancia de ser un bien mostrenco este mi actual sillón académico, me exime – por natural consecuencia – de cumplir el litúrgico mandato de elogiar al antecesor que no me deparó el destino. Estoy libre así, de cometer la irreverencia de soslayar el elogio ineludible para un ausente más o menos ilustre. No siquiera estoy expuesto a incurrir en el pecado de olvido para una memoria sagrada. Fácil me resulta, por tales motivos, no cometer injusticia en la apreciación introspectiva de la obra de un posible escritor…
Para completar mi desconcierto, el sillón que ahora ocupo, tampoco tiene patrono, como suelen tenerlos, en algunas corporaciones similares, tales honorables asientos, tiene, sí, el honroso madrinazgo de Juana de América. No me queda otro recurso que hablar del académico desconocido: el que pudo ser o “el que vendrá” para decirlo con numismática frase.
El ignorado académico tal vez pudiera concretar nuestro proceso intelectual diciendo que la literatura uruguaya comienza con los desafíos eufóricos de los cielitos montoneros y se hace voz de la Patria en la canción salteña de Bartolomé Hidalgo. Diría, sin errar al afirmarlo, que el Romanticismo nos dejó su atardecer rioplatense en la poesía inmarcesible del “Tabaré”. Terminado este resplandor del siglo XIX, comenzó la realidad extraordinaria de nuestra literatura, de ayer y de hoy, para siempre.
El ignoto cofrade de mi sospecha afirmaría, de modo incontestable, que el año 1900 es nuestro pórtico de la gloria, porque desde él, echa a volar Ariel hacia la Magna Patria. Cuando Rodó muere, - diría nuestro académico desconocido -, la literatura del Uruguay puede parangonarse con las mejores del mundo hispano hablante. Y si no fuera frase presuntuosa, afirmaría que todo nuestro orgullo literario necesitó menos de medio siglo para tener razón de ser.
Del núcleo que integra el conglomerado social en que viven sus años gloriosos Juan Zorrilla de San Martín, Eduardo Acevedo Díaz, José Enrique Rodó, Julio Herrera y Reissig, Florencio Sánchez, Carlos Reyles, para citar nada más que un puñado de escritores ilustres, muertos antes de la segunda mitad de nuestro siglo, ¡cuántos habrían podido ocupar, para honor de cualquier Academia, el sillón disponible!
Y sin embargo, a la simple mención del extraordinario novelista de “Ismael”, ladran aún las pasiones partidarias que quizás, románticamente, exacerbó. No faltan quienes reprochan a Carlos Reyles la prestancia y el empaque de sus gestos y actitudes que eran “la flor de su figura”. En las actas del Ateneo de Montevideo perduran todavía apreciaciones severas para juzgar la conducta política de José Pedro Varela.
Rodó tiene detractores que le reprochan no haber ido a la plaza pública a agitar bandera de revolución social, como si su vigilia sobre el porvenir de la América española no hubiera exigido ardor de polemista y coraje de beligerante. Hasta Zorrilla de San Martín, honra y prez de nuestras letras, en el mismo instante de celebrarse su centenario natalicio, sirve de blanco para diatribas apasionadas. Hace bien poco tiempo, desde alta tribuna internacional, nuestro cofrade Emilio oribe, confesaba con amargura, que en América no se conoce aún la importancia de la obra de Vaz Ferreira…
No somos ecuánimes para juzgar el pasado; y somos demasiado severos para analizar el presente, acaso acuciados por la esperanza de superarnos en lo porvenir. La crónica de los días ardorosos del novecentismo – casi hito inicial de nuestra historia literaria – no se ha depurado lo bastante para transformarse en historia veraz. La reconstrucción de nuestro pasado intelectual se hace, con frecuencia, difícil porque quien anda en la selva no puede ver más que los árboles que escoltan su camino. Falta la perspectiva del tiempo y esa distancia que esfumina los contornos y embellece los paisajes.
Nuestra literatura es de un ayer tan próximo, que no es extraño que rebroten el odio o el amor, cada vez que penetramos en el recinto de los muertos; sobre todo de aquéllos que, como decía Dante, perduran porque proyectan sombra… para escribir con imparcialidad y juzgar con claro discernimiento, se necesita retorcer el cuello a la pasión y aguardar sin impaciencias a que el tiempo permita dictar la ardua sentencia valorativa.
Yo quisiera tener antecesor para darme el placer de elogiar al cofrade que me hubiese tomado la delantera. Dije alguna vez que estoy en esa edad sin tiempo, en que resulta dulce elogiar a los demás y gozar el espectáculo de admirar a los que marchan, victoriosos, en la vanguardia. Quizás la obra de ese desconocido a quien vengo a sustituir, andará dispersa en periódicos o en revistas ignoradas, en discursos o en ensayos perdidos, en algún libro de prosa o de verso, - cubierto de polvo – enterrado en uno de esos cementerios de libros que son las bibliotecas de aquellos personajes que satirizó la cáustica pluma de Eca de Queiroz…
Se me ocurre, fantaseando, que tuvo que ser periodista, porque en este Uruguay de nuestros amores, “quién que es” pudo no escribir, alguna vez, para la volandera página de un diario? Asegura Rodó, en ocasión solemne: “Ser escritor y no hacer sido, ni aun accidentalmente, periodista, en tierra tal como la nuestra, significaría, más que un título se superioridad o selección, una patente de egoísmo”…
Nuestro académico desconocido tiene que haber escrito en idioma español, no muy castizo, ni muy adulterado, hecho con el habla y la lengua maternas; pero moldeado en la fonética de la gente culta que se expresa sin afectados ringorrangos. Habrá fatigado los ojos en ojear el Diccionario de la Lengua Española, rejuvenecido por la acción rectora de ese patriarca del idioma que es don Ramón Menéndez Pidal.
No habrá hecho oídos sordos a las palabras nacidas en tierras americanas. Quizás concedió, por igual, respetuoso acatamiento a la palabra abuela que vino, como carga inconsútil, en las carabelas conquistadoras; y a las voces telúricas que tienen rumores de manantial serrano en la brisa como vilanos desparramados en el viento por los caminos del aire.
Sin duda, en el comienzo del inevitable diálogo entre España y América, hubo que intercambiar el caudal léxico sin dejarnos robar lo nuestro, ni quitarle al forastero lo que le era personal.
Cuenta Alfonso reyes que con el material léxico acontece lo mismo que con la piedra llena de puntas y aristas que un hombre arrojase al agua para que vaya chocando con otras piedras mientras rueda por el lecho de un río…; “si al cabo del tiempo y la distancia – dice el eximio mejicano – aquel hombre sobrenatural que arrojó la piedra, viniera a recobrarla junto a la desembocadura del río, la hallaría convertida en un canto rodado, en una piedra redondeada, muy distinta de la que él arrojó”…
Es verdad lo que afirma Alfonso Reyes; pero, convengamos en que el canto rodado no dejará de ser, en substancia, la misma piedra originaria lanzada al río; embellecida, claro está, en el pasar de los días, por la porfiada caricia de las aguas viajeras… Parecida transformación muestra la semántica en la vida maravillosa de las palabras. Vida maravillosa, ciertamente: las voces humanas nacen, viven y mueren; y, además, resucitan, porque tienen espíritu inmortal. La tradición que, - en su exacto sentido, no es la historia deformada o reformada, sino la comunicación “hecha de padres a hijos al correr de los tiempos y sucederse las generaciones”, modifica los vocablos que el pueblo, como el antiguo juglar, lleva de boca en boca. Las palabras, lo mismo que las piedras caídas en la torrentera, truecan su primitiva aspereza, por algo así como la suave lisura del canto rodado…
Y cuando, siguiendo las exploraciones lingüísticas entramos en el ancho campo de la geografía literaria, la transmigración de las palabras nos revela cómo el hombre perdura por sobre las edades.
Hace años, don Ramón Menéndez Pidal, preocupado por indagar las variantes experimentadas en Américas por los romances españoles, aseguró – con la autoridad de la sabiduría – que “el Uruguay daría seguramente un buen número de romances populares, si hubiese quien se dedicase a coleccionarlos”. Y agregó este recuerdo, interesantísimo: “en una tarde que paré en Montevideo, para aprovechar la detención del vapor que me traía a Europa y que tenía que esperar, porque el fuerte viento pampero impedía la descarga, me dirigí a una librería, donde tuve ocasión de interrogar a cuatro niñas nacidas allí, hijas de un vasco francés y una suiza, y de dos genoveses. Los romances que cantaban al corro eran pocos más o menos, los mismos que se cantan en Madrid”…
Si en una tarde de su obligada montevideana, el eminente filólogo español pudo encontrar unas cuantas variantes uruguayas reveladoras de la dispersión y de la transformación del romancero español en tierras de América, ¿cuántas no serían las sorpresas si se intensificara la búsqueda de las huellas del tradicional romance hispano, de las canciones infantiles de Francia, de las populares melodías portuguesas y de tantas otras lejanas procedencias.
¿Quién no recuerda aquel antiguo romance de España, titulado “Las tres hijas”? Comienza:
“De Francia vengo, señora;
traigo un hijo portugués;
y me han dicho en el camino,
que lindas hijas tenéis”.
Recordaréis que el padre de las tres hijas responde con jactancia:
“Que las tenga o no las tenga,
yo las sabré mantener
con el pan que Dios me ha dado
y el otro yo ganaré”
Treinta y ocho variantes de este romance recogió Ismael Moya para su admirable “Romancero”; y entre ellas – la llamada “de Montevideo” -, difiere literal y conceptualmente de la que acabo de recordar. Comienza la versión montevideana de este modo:
“Andelito, andelito de oro,
un sencillo y un marqués,
que me ha dicho una señora
que lindas hijas tenéis”.
En el romance de Montevideo, el padre continúa diciendo y aclarando:
“Que las tenga o no las tenga
yo las sabré mantener;”
Y termina humildemente
“con el pan que Dios me ha dado
comen ellas y yo también”…
En la variante montevideana, como se habrá notado, el padre explica que con el pan que Dios le ha dado, comen él y sus hijas; en cambio, en el romance español originario, el padre, jactanciosamente individualista, manifiesta que, además del pan que Dios le ha dado, ganará otro ¡él! Para mantener a sus hijas.
¿Y qué decir de ese curioso “andelito, andelito de oro”, que parece ser el mismo “hilito de oro” de la versión argentina; el mismo “ángel de oro” del romance mejicano; el mismo “anillico de oro” de la canción sevillana, y tal vez una muestra más del andalucismo en América…
Todo esto lleva a pensar que la obra ciclópea de selección léxica, de coordinación verbal y de ordenamiento lingüístico, asignada a las Academias hispanoamericanas es mucho más seria, científica e importante de lo que, desaprensivamente, se supone. En América – y entiendo por tal a la América Española -, resulta más difícil que en la propia España, rastrear la biografía de cada palabra para ubicarla dentro de la geografía literaria. En tierras americanas no han muerto todavía palabras con que enjoyó Garcilaso sus versos y que, en la España del Cid son, ahora, desusadas o están olvidadas. Dígalo aquel fervoroso endecasílabo del soneto sin par, que comienza corporizando vivencias amorosas de manera primorosa:
“Oh, dulces prendas, por mi mal halladas”…
Pocos usan ya en España este vocablo “prenda” en significación de “lo que se ama intensamente”, entrañablemente; y, sin embargo, “prenda” continúa siendo en el lenguaje del hombre de nuestro campo, el lujo del querer. Cuando el Viejo Vizcacha en sus famosos consejos al hijo de Martín Fierro, le recuerda:
“Si buscás vivir tranquilo
Dedicate a solteriar,
Mas si te querés casar
Con esta advertencia sea:
Que es muy difícil guardar
Prenda que otros codicean”,
Concreta en la palabra “prenda” la razón de tal codicia, y repite, por curiosa reminiscencia, la misma idea que, en 1517, - más de tres siglos antes – había dicho Torres Naharro por boca de uno de sus personajes teatrales:
“mala cosa es de guardar la de todos deseada”…
Bien puede afirmarse que si España se llevó de América inmensos tesoros materiales, su gente trajo a la vez, inmensos caudales inmateriales, tanto o más duraderos que el oro, y la plata, y las piedras preciosas. Cada conquistador, - aún el más ignorante y ambicioso – dejó, sin proponérselo y sin saberlo, algo mucho más valiosos que el botín que le amenguó los días, porque como aquel “cazador de esmeraldas” que inmortalizó Olavo Bilac en su poema, sembró al voleo palabras sin muerte, que asoman en las mareas de la multitud, y le aseguran inmortalidad en el interminable diálogo de la convivencia humana.
Hay, cierto es, una grave y trascendente misión que cumplir en las naciones de habla española, y ella consiste en conservar y depurar estas palabras, que forman acopio sin dueño, para usufructo común del lego y del ilustrado. Sostuvo Rodó que un pueblo que no sabe cuidar su lengua, como un pueblo que no sabe cuidar su historia, “no están distantes de perder el sentimiento de sí mismos y dejar disolverse y anularse su personalidad”.
No se trata, indudablemente, de propender a que perduren esos localismos ingenuos y pintorescos con los que, según Américo Castro, “no se camina lejos”; ni hay materia para intenta la creación de un idioma propio que es casi una fatalidad lingüística; existe sí, una sagrada misión que es la de ahondar en la realidad léxica, analizar los regionalismos, y concretar nuestra inconfundible individualidad idiomática.
Si de todo este modo de hablar y de escribir en ciertos lugares de América, - como lo dijo con acierto un olvidado escritor, - “no hay en España quien entienda jota”, incumbe a las corporaciones académicas americanas cumplir su difícil tarea, sin pensar en las críticas negativas, ni adoptar como dogmas infalibles, las normas y los preceptos emanados de la Real Academia Española.
En la interpretación objetiva de la noble divisa de nuestra Academia Nacional de Letras esclarecida por mi eminente cofrade el doctor don Daniel Castellanos, se muestra junto al viejo tronco del árbol secular del idioma, simbólicamente, el juvenil retoño que se alza victorioso, fuerte y erguido. Quiere decir el símbolo, que conservar las cosas antiguas y promover las cosas nuevas, son la doble tarea, fecunda e inaplazable.
A esto vengo y al grupo de ilustres cofrades que ya emprendió tal acción, sumaré mi optimismo y mi esperanza.
Montevideo, 7 de diciembre de 1956