Eduardo J. Couture

Nacido en Montevideo el 24/5/1904. Fue un prestigioso abogado y profesor, considerado como uno de los procesalistas latinoamericanos más influyentes de Derecho Continental en el siglo XX.

Sillón José Enrique Rodó
 

 

Eduardo J. Couture

 (Discurso de Ingreso a la Academia)

 

La palabra del doctor Dardo Regules, señor Presidente, señores académicos, señoras y señores, ha hecho una vez más el milagro: ha tomado una pequeña partícula humana, que se encontraba perdida en el sinfín de las cosas creadas, y con sus manos de alfarero le ha dado forma, significado y trascendencia. Yo siento que no tengo palabras para contestar. Sólo tengo la impresión de que él ha descrito al profesor que yo quisiera ser, y no al que realmente soy. En cierto modo, Dardo Regules ha trazado el programa de mi vida futura.

Esas manifestaciones tienen en este momento un tono de singular compromiso. La Academia ha elegido, para sustituir a un príncipe de la inteligencia, a un modesto obrero del derecho; para reemplazar a un artista, ha escogido a un artesano. Sólo puedo decir que, en nombre de mis antiguos y bien queridos empeños, y teniendo a la vista el panorama y el itinerario que Dardo Regules me ha trazado, trataré de alcanzar algún día la dignidad del artista.

El ilustre amigo me ha saludado en cumplimiento de un mandato. Mandato quiere decir, “la mano dada”. Yo les quiero asegurar que el temblor de esa mano dada, y la singular emoción con que me ha sido extendida, no se extinguirán jamás a lo largo de mi vida.

 

Un Maestro

José Irureta Goyena fue un maestro de nuestra generación. Por un curioso fenómeno de semántica en nuestro país se llama maestro al que enseña en la escuela; profesor al que enseña en la Universidad; pero al profesor de profesores de le vuelve a llamar otra vez, maestro. Irureta era para nosotros maestro, porque nos enseñaba, y enseñaba a los que nos enseñaban.

Nuestra generación le vio ascender a la cátedra con una actitud para nosotros deslumbradora. Su estupenda figura física, su tez rosada, su cabeza inmaculadamente blanca, su porte lento y señorial, hacían que cuando se aproximaba a su sillón docente lo hiciera en medio de un verdadero embeleso de quienes le contemplaban. Hablaba lentamente, no llevaba notas ni apuntes. 

Tenía bajo los ojos el Código Penal, el mismo Código Penal que poco después él superara, y cuidadosamente, con la atención con que se puede hacer una disección anatómica, hacía el examen de las palabras, de las frases y del contenido de cada norma del Código Penal. Sus clases eran, sin duda, preparadas con el máximo escrúpulo. Con sus mismas palabras, podríamos decir que las preparaba con el mismo amor con que una madre puede hilar la tela de la toca de desposada de su hija…

Sus lecciones iban creciendo hacia el final, y cuando llegaban a una metáfora deslumbrante, a una observación aguda, a una frase feliz, era porque habían terminado. Entonces Irureta descendía de la cátedra – no acostumbraba a platicar con nosotros después de la clase – y lentamente, un poco taciturno, se alejaba de la Casa que había honrado con la luz de su inteligencia.

Un día, inesperadamente, cuando la clase parecía terminada, Irureta se concentró sobre sí mismo, y comenzó un discurso que decía así: “Han escuchado ustedes mi última lección. Desciendo de la cátedra con la misma emoción con que subí sus gradas una mañana como ésta, hace ya veintidós años. 

Me acosa hoy la tristeza de ponerle término, no porque haya terminado ella, sino porque he terminado yo”. Cuando más tarde reconstruyó ese discurso, al fin de cada período le agregó estas palabras: “ars longa vita brevis”.

Ese fue el hombre que pasó por nuestro lado. Lo vimos después en el país y en el extranjero, subir a muchas tribunas, y otras tantas lo vimos, desde su augusta presencia física, dirigirse a su público, como un profeta bíblico hablando a su pueblo. La lección de Irureta no podrá ser fácilmente olvidada; pero el recuerdo de su espléndida envoltura humana durará en nosotros tanto como su lección.

 

El alma múltiple

Sin embargo, el maestro que había en Irureta, no era todo Irureta.

Podría decirse que en su vida como en la antigua rosa de los vientos de la civilización china, que tenía un quinto punto cardinal, el centro, la función del maestro ocupaba ese lugar. Pero en torno a él había un abogado militante, había un hombre de acción, había un hombre partícipe de la causa pública, y había, además, un profundo corazón bondadoso.

Como abogado militante lo fue como pocos en nuestro país, Irureta realizó un ejercicio intenso y constante de la abogacía y fue abogado hasta el último día de su vida.

Como hombre de acción, coordinó los esfuerzos de ciertas fuerzas económicas como pocos lo han hecho en nuestro país. El pensamiento de Irureta en este orden de cosas, se percibe muy bien en los discursos con que se inauguraban los congresos de la Federación Rural. Alguien llamó a esas oraciones, “el discurso de la corona”. Pero el que así lo denomino, probablemente no sabía que en realidad lo eran. Porque la corona es tan sólo el símbolo de la unidad del imperio e Irureta trabajó incansablemente para los intereses del país.

Como hombre vinculado a la causa pública se dio en él la paradoja de que sin ser presidente, ni ministro, ni legislador, ni magistrado, ni periodista, fue el confidente y consejero de presidentes, de ministros, de legisladores, de magistrados y de periodistas. De él pudo haberse dicho que, más de una vez, gobernó el país desde sus consejos. 

En cierto momento esplendente de la vida de Cicerón, un general victorioso le dijo “tu toga ha sido más dichosa que mis armas”. Muchos hombres que libraron en nuestro país el combate de la causa pública pudieron, a cierta altura de sus vidas, volverse hacia Irureta para proclamar ante él que la toga había sido más feliz que sus armas.

Y había en él, además, un corazón profundo y bondadoso. Es muy extraño que haya que incorporar este aspecto a la vida de un hombre público. Pero me propongo dar a esta circunstancia, el rango que verdaderamente tiene en el curso de su obra. La vida humana es indivisible y la vida pública no puede ser sino una proyección a mayor escenario de los íntimos reductos de la vida del hogar.

Pero los muertos, decía Claudel, no aman que se hable de ellos; e Irureta no amaba que hablaran mucho de él, y hubiera considerado más importante como empresa propia de sus discípulos, tratar de interpretar su mensaje. En ese propósito hemos buscado en centenares y centenares de páginas de sus escritos, cuál era el contenido de lo que él tenía que decir a las generaciones que contribuyera a formar. 

Pido que se me perdone si en esta interpretación puedo incurrir en un involuntario error; pero quiero decir, señor Presidente, que muchas horas he pasado inclinada amorosamente sobre su obra, para tratar de apresar con lealtad de discípulo el sentido de ese mensaje.

Irureta nos dio a nosotros un ideal, cuyo esquema podría caber en estas líneas: en primer término, el derecho como manifestación profunda de la cultura; en segundo término, un ansia nunca satisfecha, de superar la polémica de las escuelas; en tercer término, una fe inquebrantable en el individuo; y en último término, la lealtad como base de la convivencia humana.

Trataré de ver si es posible extraer de sus páginas y de sus actos, como quien compone un sistema de ideas a través de sus instancias más importantes, el contenido radical de este mensaje.

Irureta nos dio a nosotros un ideal, cuyo esquema podría caber en estas líneas: en primer término, el derecho como manifestación profunda de la cultura; en segundo término, un ansia insatisfecha, de superar la polémica de las escuelas; en tercer término, una fe inquebrantable en el individuo; y en último término, la lealtad como base de la convivencia humana.

Trataré de ver si es posible extraer de sus páginas y de sus actos, como quien compone un sistema de ideas a través de sus instancias más importantes, el contenido radical de este mensaje. 

 

El Derecho como Cultura

Irureta entendió el derecho como cultura, porque él tenía particular sentido de la belleza. Tenía lo que Peguy llamaba “la pitié de l’ouvrage bien faite”. Las cosas de Irureta nunca salían desprolijas. Llegó a decir en un discurso que como esas damas que necesitan cuarenta años para cumplir veinticinco, él necesitaba una semana para preparar el discurso de una hora.

Esta aseveración es mucho más profunda de lo que parece.

La proporción misteriosa del arte tiene mucho que ver con la armonía del derecho; a proporción pitagórica, la relación numérica del todo con las partes que aparece, por ejemplo, en un tema de Bach, con sus desarrollos y sus variaciones, la aparición del motivo y su lejana pero matemática y segura reaparición, tienen mucho que ver con el prodigio de forma del Código Napoleón, que Stendhal amaba. Es que cada época tiene ideales que se enlazan segura y profundamente. 

La amistad de Schumann con Thibaut, el profesor de Heidelberg, famoso por su disputa con Savigny sobre la vocación de su siglo para la ciencia del derecho, se apoyaba tanto en el amor a la belleza de uno como en el sentido del orden del otro.

Dice Elie Faure que todas las sensibilidades de una época se encaminan hacia una misma meta indivisible; perciben relaciones que otra época no percibiría y edifican sistemas que satisfacen sus deseos más fuertes y hondos. Así es como se ha de comprender la unión interna, espontánea y necesaria, de un Fidias y un Platón, de un Dante y un Giotto, de un Rembrandt y un Spinoza, de un Le Nôtre y un Descartes, de un Courbet y un Augusto Comte. 

El florecimiento del derecho alemán, a comienzos del siglo pasado, coincide literalmente con el momento de extraordinario resplandor de sus artes y sus letras. Se ha señalado la singular coincidencia de la aparición de Goethe y de Savigny y el extraño paralelismo de estas dos personalidades que vivieron simultáneamente. 

Este momento del esplendor del pensamiento jurídico alemán es, además, el momento de Hugo y Beethoven, de Schumann y de Thibaut, de Wagner y de Ihering. 

No es una mera coincidencia que, en el límite que separó el siglo pasado y el presente, trabajaran simultáneamente Debussy y en “Pélleas y Melisandre”, Rodin en su momento a Balzac y Planiol en su inmortal “Tratado elemental de Derecho Civil”.

Esa relación profunda la entendió Irureta Goyena en su obra de abogado, de maestro y de codificador. Toda su obra es la afirmación de que el jurista que no sabe nada más que derecho, no sabe ni siquiera derecho.

 

La polémica de las escuelas

Irureta trató de superar en su obra la polémica de las escuelas.

Una escuela es la fe de una verdad; pero es, además, una empresa de propaganda. El jefe de la escuela tiene necesidad de defender sus preceptos con una tenacidad y con un rigor políticos y no científicos. Su fin no es el hallazgo de la verdad; no la indagación sino la captación; no la aprehensión sino la conquista.

A Irureta le ocurrió, en esa materia, una cosa grave; su formación fue positivista y evolucionista. Las primeras páginas suyas escritas inmediatamente después de terminada su carrera de abogado, fueron para hacer el elogio de Spencer, con motivo de su muerte. Dijo, entonces, que no sabía si había en la Abadía de Westminster, un sitio junto a la tumba de Darwin; pero que si había un sitio junto a esa tumba, ese sitio correspondía a Spencer.

Positivista en la formación, fue, sin embargo, discípulo de la escuela clásica de la enseñanza del derecho penal. Pero el positivismo y la escuela clásica fueron rebasados más tarde por la técnica jurídica; y el Código de Irureta fue modelo de técnica jurídica.

Solamente ocurre que están en él, entrelazados y confundiéndose, los principios de todas las escuelas: su obra no puede situarse, por eso, dentro de ninguna escuela determinada.

En nuestro tiempo se decía: “Irureta se quedó en Carrara”. Hoy, luego de la reciente empresa de revaloración de la escuela clásica y de la nueva consagración que supone la página preliminar que Sebastián Soler ha escrito para la edición española del “Programa” de Carrara, comprendemos que el sentido de perennidad que se advierte en Irureta proviene en buena parte de la sagaz elección de su maestro.

El dilema del pensamiento jurídico, es el dilema de optar entre el ideal y la experiencia, entre lo espiritual y lo material, entre el derecho natural y el historicismo. El derecho natural, se ha dicho, trata de extraer mágicamente de la vida los principios; el historicismo trata de extraer mágicamente los principios de la vida. Irureta vivió demasiado y sintió demasiado, para darnos una obra de principios sin conformación con la realidad o una obra de realidad sin estar apuntada hacia valores superiores del espíritu.

Hoy que nuestra generación ha debido interpretar esa mezcla de ideal y de material, de libertad y de autoridad, de hombre y de norma jurídica, ha podido decir que el sentido de la lucha no es la lucha por el  derecho. El derecho no es un valor; el valor es la justicia. La lucha, entonces, es la lucha por la justicia. 

El día que encontremos en conflicto el derecho y la justicia, nuestro deber es luchar del lado de la justicia. Y si tuviéramos que ordenar dentro de un sistema todo el pensamiento que de esta actitud deriva, yo me permitiría resumir los conceptos extrayéndolos de un estudio que he terminado recientemente; el orden jurídico, tiene que reclamar al individuo, antes que nada, su necesaria fe: ten fe en el derecho, puedo decirle, como el mejor instrumento que hasta ahora se halla el alcance de nosotros para una mejor convivencia humana; ten fe en la justicia como destino normal del derecho; ten fe en la paz como sustitutivo bondadoso de la justicia; ten fe en el orden como ambiente necesario para la paz; y sobre todo, ten fe en la libertad, sin la cual no hay derecho, ni justicia, ni paz ni orden”.

 

La fe en el individuo

Había, además, en Irureta, una profunda fe en el individuo. Este punto, señor Presidente, tiene una singular importancia. La tiene, porque de él es que han provenido los desentendimientos entre Irureta y nuestra generación.

Él tenía fe en el individuo, porque él era el individuo; tenía fe en el triunfador, tenía fe en la grandeza de espíritu, porque él tenía esa grandeza de espíritu. Irureta miraba al individuo a su imagen y semejanza y era muy natural que siendo así, tuviera fe en el individuo. 

Esta fe le llevó, más de una vez, a fijar un rango menor a ciertos sentimientos ejemplares, como ocurrió con el discurso, que fue la destilación de medio siglo de su pensamiento, y a la que puso como título “El peligro de la fraternidad” y que leyera en esta misma sala.

El desentendimiento con nuestra generación a que aludía, provenía de su manera de contemplar los problemas universitarios, los hechos políticos, (que está expuesta en su discurso a Vázquez Acevedo, que es sin duda su mejor pieza oratoria); y en su manera de contemplar los problemas sociales. En esos puntos, más de una vez, Irureta y nuestra generación no se entendieron.

Lo que ocurre cuando un maestro se desentiende con la generación a la que está educando, es que el tiempo está cumpliendo su empresa. Muchas veces son dos siglos distintos, dos épocas que están hablando cuando hablan frente a frente dos hombres. Nuestra generación sin desdeñar al individuo, que es, por supuesto, la unidad necesaria del orden social, ha adquirido conciencia de los problemas políticos, económicos y humanos tomándolos en su sentido de masa. Como Rodó, como Reyles, como la mayoría de los maestros de su generación, Irureta Goyena vio hombres pero no vio masas humanas. 

La visión de los problemas sociales en dimensión de grandes contingentes, fue una particular forma de contemplación que nosotros adquirimos fuertemente y que no hemos podido ni creemos necesario abandonar.

Bien se comprende que de esta diferencia de enfoque derivan consecuencias graves cuando el pensamiento se traslada de la concepción democrática del gobierno a la concepción democrática de la justicia social.

Per o cando se enfrentan los ideales de dos épocas, no es cosa de preguntarse quién tiene la razón. La generación que habrá de sucedernos nos planteará a nosotros idéntico desentendimiento.

Lo extraordinario del caso de Irureta Goyena fue que la diferencia de sensibilidades jamás pudo empañar el sentido admirativo que nosotros tuvimos por él y por su obra. Él tuvo siempre, para nosotros, la virtud de ser siempre fiel a sus convicciones; y pudo siempre depararnos la seguridad de que estaba en perfecta armonía con su conciencia.

 

Lealtad y convivencia

Nos queda la última línea, probablemente la más íntima, pero sin duda la más penetrante y profunda de todas: su conmovedor sentido de la lealtad.

Son muchos y conocidos los episodios que se podrían relatar para ilustrar esta característica suya; pero hay muchos otros tan íntimos, que probablemente nadie los quiera relatar nunca. Su vida está llena de actos de lealtad y de confianza para con sus amigos.

Presenta muchas complicaciones el juzgar a la luz de esta virtud la vida de un abogado, pues en esta materia hay un error secular, que es necesario rectificar. Se ha dudado muchas veces de la virtud de la abogacía; se ha llegado, incluso, a decir que es una profesión intrínsecamente inmoral. 

Quevedo decía, cáusticamente, que lo grave del derecho consiste en que antes de la demanda todo estriba en saber si una cosa es tuya o mía; y después de la demanda, si es de tu abogado o de mi abogado. Unamuno sostiene en “El sentimiento trágico de la vida”, que la abogacía es teología; que el abogado romano sucedió a los teólogos de la antigüedad, y que sus premisas son sólo premisas de afirmación, de corroboración de la verdad de lo que afirma, esto es, la negación del espíritu científico e investigativo.

El error es tremendo, porque supone una confusión entre la abogacía y la defensa. La ley de la abogacía es la ley de la libertad. 

El abogado tiene libertad para rechazar o para aceptar una causa; pero si la acepta, queda atado a su destino y se convierte en defensor. El defensor, en consecuencia, está ligado por un pacto de lealtad a la causa que él ha jurado defender. Como abogado, tenía libertad para elegir; pero como defensor no tiene esa libertad, y debe llevar adelante su defensa, hasta el día en que comprenda que la causa se ha hecho indefendible.

Irureta Goyena fue siempre un gran abogado. Era un espléndido consejero. Pero, a mi modo de ver, era más grande como defensor que como abogado.

Como defensor, ponía siempre su arte y su dialéctica poderosa al servicio de la causa aceptada; pero detrás de su arte y de su dialéctica estaba siempre, firme y sagrada, la lealtad que había jurado.

Esto es un sentido muy profundo y conmovedor del derecho. Nosotros tenemos la ilusión de que el derecho es un orden normativo; pero la verdad es que esto no es sólo así. Al que mata, dice un escritor moderno, que yo amo evocar frecuentemente, podemos enviarlo a la cárcel; pero con eso no se logra que el precepto primario de “no matarás” quede cumplido. 

El derecho se realiza por los impulsos naturales de la conciencia del hombre, se revela en el corazón humano, precisamente allí donde ninguna norma puede penetrar. Schiller ha definido el derecho como un Dios tutelar de la humanidad para cuando el amor ha huido. El derecho no circula tanto de la periferia hacia el centro sino del centro a la periferia. 

Por eso, cuando un abogado defiende su causa, no sólo se mueve por el interés de la defensa, sino también porque detrás de ella se halla el pacto de lealtad que ha celebrado.

Irureta fue, por encima de todas sus otras manifestaciones, un “prínceps fori”, cuyo sentido de la lealtad quedará siempre con su medida ejemplar; más que como un pacto celebrado con su propio corazón.

 

Nuestra respuesta

Estas son, señor Presidente, las sencillas palabras con que el artesano, traspasado por el sentido de la responsabilidad y con profunda emoción, empuña las mismas herramientas que la muerte quitó al artista y dejó depositadas sobre su mesa de trabajo. Las tomo en mis manos consciente de que comienza hoy mismo mi nueva empresa de artesano. Esas herramientas, más que cualesquier otra cosa, significan para mi una nueva responsabilidad.

El mensaje de Irureta, su mensaje de cultura, de acción, de independencia de pensamiento, y de lealtad, necesitan una respuesta de nuestra parte. Si alguna réplica pudiéramos dar nosotros a ese mensaje, sería la de que nunca seremos insensibles a su lección.

Esa es nuestra respuesta. Pero a ella debemos agregar la afirmación de que consideramos nuestro deber continuar dialogando en el tiempo, con la palabra siempre presente del maestro.

Lentamente – decía Landsberg – la muerte de nuestros maestros y amigos llena nuestra necesidad de soledad; poco a poco, el diálogo interior que mantenemos con los muertos, llega a ser más importante que nuestras conversaciones con los vivos. 

Seguir este diálogo con el artista puede ser una espléndida tarea del artesano. Preparemos sin demora el libro que debe recoger las mejores páginas de Irureta Goyena en cuya tarea se halla conmovedoramente empeñado Ignacio Arcos Ferrand. 

Y a partir del día en que lo hayamos hecho, continuemos con él el dialogo trascendental sobre los secretos del ideal y de la experiencia, de la vida y de la muerte.

Cuando termina el año universitario, y es necesario despedirme de los alumnos que me han acompañado en él, siento necesidad de retribuir esa fidelidad diciendo a los mismos que la tarea de maestro no termina en ese momento, sino que ella se prolonga más allá de las paredes de la casa universitaria, en nuestra propia casa, en nuestro lugar de estudio; y esto, por siempre a lo largo de toda nuestra vida. 

Hoy comprendo con profunda emoción, señor Presidente, lo angosto y lo limitado de esa enunciación de cada año. El diálogo del maestro y del alumno se proyecta mucho más allá de la vida de aquél.

El derecho es ars vivendi, y como tal lo debemos entender; pero la docencia, en razón de esa profunda continuidad más allá de la existencia, es además, ars moriendi.

¿Existe acaso otra manera de afirmar la continuidad maravillosa del arte y de la ciencia?

¿Qué otra cosa que continuar pensando lo que nuestros maestros pensaron, es lo que hacemos nosotros? ¿Ha hallado por ventura la especie humana otra manera de perpetuarse en el tiempo, distinta del milagro de la sucesión, por virtud del cual, cada uno de nosotros continúa lo que sus maestros hicieron y prepara a otros el camino para que continúen lo que nosotros hacemos? 

¿Es que cada uno de nosotros puede trasmitir a sus alumnos, en nombre de su propio ideal, algo que no sea una ilusionada superación de los ideales de la generación que le precediera? ¿Qué otra cosa puede asegurar la grandeza humana como no sea esta constante continuidad del diálogo de una generación con otra?

Por eso, repito, en medio del recogimiento y de la responsabilidad que para mí representa suceder aquí al maestro y hacer la semblanza de un artífice en hacer semblanzas, ¿qué otra cosa puedo yo decir, que no sea que el diálogo continúa?

No es, pues, una metáfora, sino una realidad perceptible, una positiva realidad, decir que el espíritu de Irureta Goyena está sentado aquí, a nuestro propio lado, materialmente, íntimamente, con su palabra incomparable, con la claridad de su pensamiento, dialogando con nosotros.

 

Montevideo, 11 de junio de1948

 

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