Myrtha Páez Penela

Perfil

Docente de idioma español, profesora de didáctica del Instituto de Profesores “Artigas”, investigadora, dedicada a la docencia durante 35 años de su vida.

Sillón Francisco A. Bauzá
 

Myrtha Páez Penela 
(Discurso de Ingreso a la Academia)
 

Tres voces femeninas en la academia

 

I

Al escuchar el generoso recibimiento que hoy me brinda nuestra Academia, viene a mi memoria una frase de Don Gonzalo Torrente Ballester, al recibir el Premio Cervantes 1985, en esa ocasión dijo: “... se me ocurre que quizá no sea justo atribuirme los méritos indispensables para alcanzar el galardón y el honor”. 

La misma duda hoy me conmueve, pero he aprendido que lo mejor de la vida se nos da magnánimamente, y que es tarea vana e imposible tratar de descubrir la relación entre los posibles méritos y los dones y las gracias que se nos conceden, sin que comprendamos, muchas veces, los motivos. Por eso, sólo la sencillez de la palabra “gracias” es capaz de expresar mi emoción.

Pero, en éste, mi sostenido oficio de amar y estudiar las palabras, no puedo dejar de considerar las dos vertientes significativas de ese pequeñito vocablo: GRACIA, lo que se da gratuitamente, por generosidad del dador que expande su alma en la dádiva; y GRACIAS, el humilde y cotidiano vocablo que expresa la gratitud del que recibe y que también enriquece su espíritu en el reconocimiento del don recibido y en la necesidad afectiva y moral de agradecerlo.

 

II

Y gracia muy especial para mí es ocupar el Sillón Francisco Bauzá, no sólo por los altos méritos de figura tan preclara de nuestra cultura, sino también por las tres mujeres que lo ocuparon anteriormente: Juana de Ibarbourou, Esther de Cáceres y Nieves Aragnouet de Larrobla.

Con la severidad de un hombre preocupado por el bien común y el engrandecimiento moral de la república, Francisco Bauzá sostiene que: “Más perjudicial aún el despilfarro de la inteligencia que el del dinero; cuando menos éste se transmite de unas manos a otras para circular siempre, mientras que aquélla se consume con quien la tiene...”.

Este despilfarro no es pecado que empañe la clara imagen de estas tres mujeres que hicieron circular, abundante y generosamente, el caudal de su inteligencia y el producto de su sostenida labor creativa.

Tres mujeres dedicadas a tareas diferentes, con obra diversa, pero en la que es posible encontrar numerosos puntos de contacto, tanto en su cuidadoso amor por las palabras como por una dimensión del trabajo intelectual que, frecuentemente, se considera casi masculina: la labor crítica y ensayística. Y hay algo de razón en ello, pues, Carlos Real de Azúa, en su “Antología del ensayo uruguayo contemporáneo”, cita treinta y nueve hombres y solamente dos mujeres. 

Parece entonces, que el ensayo es una manifestación de la inteligencia masculina, que se supone más objetiva, que establece una relación emocionalmente distante con el objetivo de estudio mientras que se atribuye a la mujer una mayor capacidad para expresar espontáneamente su afectividad y a unirse cordialmente a lo que analiza. 

Sin embargo, parte de la obra de estas tres destacadas Académicas es una clara manifestación de agudo sentido crítico, fino análisis intelectual y certero planteo teórico.

 

III

Tuve el privilegio de conocer a la Sra. de Larrobla, porque así la llamábamos siempre sus alumnos, desde mi época de joven estudiante del Instituto de Profesores “Artigas”, y puedo asegurar, sin vacilación ni duda, que siempre, como docente, practicó lo que expuso.

La mayoría de los que hoy estamos aquí conoce la fructífera labor docente de la Académica Larrobla, especialmente, a través de los libros de Idioma Español que elaboró junto con el Profesor Luis Juan Piccardo. Estos textos fueron los manuales usados por numerosas generaciones de estudiantes liceales que, gracias a su metodología renovadora, pudieron acceder al estudio de la lengua materna mediante el análisis de todos los aspectos textuales, desde el contenido hasta la forma, el lenguaje metafórico, las imágenes y las peculiaridades morfosintácticas. 

Pero, si bien un libro para uso liceal revela la concepción que sobre la enseñanza-aprendizaje de la lengua materna tienen sus autores, más interesante es su Tesis presentada al concurso para la provisión de la Cátedra de Idioma Español en los Institutos Normales, publicada en 1944.

En esa tesis aparece explicitada la concepción de la Señora de Larrobla sobre la lengua y su enseñanza: nada queda allí librado a la improvisación y nada es producto del entusiasmo y el impulso del momento; al contrario, cada una de las actividades propuestas, cada uno de los campos lingüísticos y didácticos analizados, son considerados en profundidad, con inteligencia y sensibilidad.

La lengua, esa “compleja y maravillosa manifestación de la vida colectiva”, es su central objeto de estudio y en ella valora todas las realizaciones, desde la lengua escrita, en sus diversos niveles, hasta la lengua oral, “La del momento efímero de la palabra”, que tiene múltiples soportes expresivos: la entonación de la voz, la duración de los hablantes, tan variables y tan significativos, según los códigos de cada comunidad lingüística. En la observación de esta lengua oral, destaca la importancia de la voz humana, en un aspecto frecuentemente olvidado, por eso, sostiene que “hasta el silencio en ella es expresivo”. Desde esta perspectiva, la palabra opera, entonces, tanto por su presencia como por su ausencia; no sólo en lo que se dice sino en lo que se calla, en lo que nos dicen como en lo que quisiéramos que nos dijeran.

En su concepción, además de ser una “manifestación de la vida colectiva”, la lengua constituye un camino de enriquecimiento y desarrollo personal, por eso sostiene que “enseñar el idioma no es dar solamente fórmulas para el éxito inmediato sino dar en potencia la curiosidad inteligente y la apetencia de lo noble y lo delicado”. Por lo tanto, la lengua es “un producto del espíritu”, patrimonio de la colectividad y lazo de unión entre los hombres de una comunidad lingüística.

En su profunda visión de la lengua, la poesía ocupa un lugar destacadísimo; así reconoce que es ”la manifestación artística por excelencia del lenguaje”, porque encarna y desarrolla todas las potencialidades de las palabras, que revelan en el texto poético, todas sus mágicas virtudes: sonoridad, ritmo, rima, peculiar contenido semántico que se expande en metáforas originales. Junto a esta valoración del lenguaje poético, la Sra. de Larrobla plantea su reflexión didáctica, por eso dice: “todas estas razones hacen de la poesía un instrumento valioso para la educación del espíritu”.

En la Tesis, trabajo ensayístico en el que se conjugan teorías y propuestas docentes, hay una afirmación que merece especial destaque, dice: “las apreciaciones sobre la lengua materna jamás son totalmente desinteresadas; jamás tienen carácter puramente objetivo”. 

Su fina interpretación del hecho lingüístico le permite reconocer un problema metodológico muy interesante, que se presenta sólo en esta área del conocimiento humano, porque el hablante natural está implicado en el estudio de su lengua; la objetivación total y perfecta no es posible, ya que, para analizar, describir, sistematizar una lengua, es necesario usar esa misma lengua. Lenguaje y metalenguaje se imbrican e interceptan: se habla de una lengua en esa misma lengua, con esa misma lengua; el hablante es, simultáneamente, investigador y usuario del objeto de estudio, por lo tanto, la objetividad pura es casi imposible.

Lamentablemente, esta tesis, por su carácter de trabajo presentado en un concurso para la provisión de una cátedra, ha tenido poca difusión y hoy es prácticamente desconocida.

Distinto destino ha tenido otra obra de Doña Nieves de Larrobla, publicada en 1986, años después de su ingreso a la Academia, este libro es “José Pedro Varela y los derechos de la mujer”.

 Aunque más de cuarenta años separan la Tesis de este último trabajo, los dos revelan estricto rigor metodológico, documentación cuidadosa, ajustada disciplina científica. En la contratapa de este último volumen aparece un elogio que no quiero omitir porque manifiesta, agudamente, dos rasgos característicos de ambas obras y que adornaron el quehacer intelectual de la autora: “este libro (es) fruto de una fina interpretación y de una minuciosa labor investigativa...”. Fineza y elegancia espiritual junto a profunda y severa disciplina de trabajo son expresiones que surgen al evocar a Doña Nieves A. de Larrobla.

 

IV

Y algunas de esas características son reconocibles en quien la precedió en el Sillón Francisco Bauzá: Esther de Cáceres. Al oír este nombre, pensamos en la gran creadora, una de las más hondas voces místicas de nuestra literatura. Pero, en esta oportunidad no es su calidad de poetisa la que se considerará, sino su producción como ensayista, crítica y antologista. Al referirse a este aspecto de su obra dice Carlos Real de Azúa: “todo el espíritu de esta ensayística y de la personalidad que la anima podría expedirse en esos adjetivos –fino, vivo, puro, claro, hondo– que en forma constante suben a la palabra”.

Fue Esther de Cáceres una mujer de profundas y fieles amistades, pero sería errado sospechar que el estudio de las obras que selecciona está teñido de subjetividad. Un profundo sentido crítico orienta su selección y una aguda sensibilidad poética guía su valoración. Su análisis no es el producto ingenuo del afecto, sino el fruto maduro de una severa reflexión, como lo atestigua su referencia a la tarea del compilador, cuando dice: “El antologista se ve, pues, en graves dificultades; ha de ajustar el criterio de selección, ha de mantener cierta objetividad lúcida y cierta libertad con respecto a los gustos y tendencias sensacionalistas de la época; ha de estar atento, con oído y corazón pulsátil, a la esencial relación entre expresión y ser del creador”.

En varias oportunidades reitera su orientación metodológica y su convicción de la necesidad de “liberar, en lo posible, a los estudios literarios” de la excesiva importancia concedida a la vida del autor y propicia el “estudio y valoración de las obras per se”. En ningún momento se presenta como crítica, y sólo gusta compartir su “silencioso goce” y desea “mostrar los instantes más comunicables” de su “recogida contemplación”.

Y esa gozosa contemplación de libros y autores es lo que ofrece, porque cree que ése es “el mejor modo de conocimiento poético”. Su método, tan recomendable, de sumergirse en los versos, de “releerlos, repensarlos, soñarlos; y entrar cada vez más, por la experiencia directa, en el mundo que allí se ha creado”, revela su honda sensibilidad y su profundo espíritu analítico.

Los títulos de varios de sus libros poéticos expresan una clara vinculación entre música y poesía, así: “Canción de Esther de Cáceres”, “Concierto de amor”, “Los cantos del destierro”, “Canto desierto”. Y esto, que podría ser mera predilección léxica, es la manifestación de su concepción de la poesía, desarrollada en los ensayos. Cuando analiza la obra de su profesora María Eugenia Vaz Ferreira dice: “...profunda sentidora, ejecutante y compositora de Música, trasciende a sus versos”, “por la vía musical tan específica. 

Al estudiar “El azahar y la rosa” de Vicente Basso Maglio, destaca la vinculación de su quehacer poético con el canto: “Porque un gran poeta, que vivió escondido en sí mismo y por sí mismo, deja de cantar y de decir su fe. Que así vivió Basso Maglio su más acendrada y verdadera vida: en celda, canto y fe, como un salmista”.

Más interesante y original es el ensayo que tiene como objeto su propia obra “Los cielos”. No es frecuente que el autor comente su propia obra, aunque hay un antecedente bien conocido por Esther de Cáceres: las glosas en prosa de sus poemas en verso que realiza San Juan de la Cruz. En la actualidad, y posteriormente al ensayo sobre “Los cielos”, han glosado sus propias obras Marguerite Yourcenar, en las “Memorias de Adriano” y Umberto Eco en las “Apostillas a El nombre de la rosa”.

Al reflexionar sobre su proceso de creación poética, Esther de Cáceres expone su poética, su teoría sobre lo esencial en el poema: “Como sé que la Poesía es Música, cada poema es para mí un estado musical del alma”. Y confirma su valoración de la música cuando explica: “La cual es, para mí, la expresión más pura y más íntima, y bien fue considerada diferente de todas las artes, porque no es imagen del fenómeno, sino imagen de la cosa en sí”.

El ensayo se transforma, en el quehacer de Esther de Cáceres en obra artística; excede los estrictos límites del trabajo científico y sin transgredirlos, los supera y enriquece. Su prosa es, en muchos casos, prosa poética, porque, según la teoría de las funciones del lenguaje de Roman Jakobson, la que predomina es la función poética, por la importancia que adquieren los ejes de selección y combinación. Como ejemplo de prosa poética, valga el comienzo de uno de sus ensayos:

“Conocí una ciudad pequeña, graciosa y feliz, rodeada por ancho río y por antiguas quintas. Desde las orillas del Plata y desde los árboles del Prado le llegaban ráfagas de un aire límpido y fragante. Y una hermosa luz característica marcaba la sencillez de sus casas bajas, de azoteas almenadas, de sus balcones de hierro o de mármol; y el blanco y negro de aquellas grandes losas con que lucían los apacibles patios.

Es el Montevideo que alguna vez pintaron –con fineza y fidelidad, cada uno según su modo– un Figari, un Barradas, un Torres García”.

Por su trayectoria como ensayista, a ella cabe el elogio que tributa a uno de los autores que estudia; y es realmente gozoso poder elogiarla con sus mismas palabras: “Con gracia altiva, con libertad ejemplar, enseñó la generosa y justa afirmación de los grandes valores. Y pudo hacerlo porque poesía una seguridad y una fuerza convincentes, que imponían de súbito un respeto nuevo, profundo y ennoblecedor para quienes eran capaces de sentirlo”.

 

V

La primera mujer que ocupó el Sillón Francisco Bauzá fue Juana de Ibarbourou. Se puede afirmar, sin temor a equivocarse, que no hay uruguayo que no la conozca. Su obra es vastamente conocida y su nombre evoca y despierta en nosotros, el recuerdo de la poesía de la vital muchacha de Cerro Largo que celebró en sus versos la vida y el amor. Sin embargo, hay otra Juana menos visible, más recóndita, la creadora reflexiva, analítica, sagaz observadora de hechos y de seres, que encuentra en el trabajo de tipo ensayístico un nuevo camino de expresión.

La dulce Juana que hace versos para su ahijadita recién nacida, que se conmueve en las noches de lluvia y compadece a la higuera, es la misma que, al analizar su proceso de creación poética, es capaz de burlarse de sí misma y de resolver una situación con fina ironía. En su ensayo “Casi en pantuflas”, cuenta:

“Sería muy lindo autorizar una leyenda y rodearse de una aureola espectacular. Una señora me preguntó una vez, cuando aún usaba mi corona de trenzas:

– ¿Se suelta usted el pelo para hacer versos?

– No –le contesté torpemente–. Mi moño no me impide recibir el mensaje de los dioses.

Resentida y decepcionada, me dio vuelta la espalda. Estoy segura que nunca más abrió mis libros”.

Este sutil humorismo, que revela una aguda percepción de la realidad, se manifiesta en sus discursos y en sus análisis de obras y autores, y hasta en la valoración de su propia obra. Al referirse a un proyectado libro sobre Rosa de Lima, señala: “Como todas las hermosas ilusiones, todo quedó en el plano perfecto de las cosas que se sueñan y no se realizan”.

Desde la madurez contempla su obra juvenil y los ecos fervorosos que ha despertado; mira con objetividad, con desprendimiento afectivo, su poesía de esa época y es capaz de comprenderla y, comprendiéndose, entender y abarcar a los que la rodean. 

Con gran sencillez, en el discurso de homenaje a Ovidio Fernández Ríos, al referirse a su designación como Juana de América, dice: “Creo que fue porque yo era también muy joven y pude, en el verso, interpretar la vida dionisíacamente, que es una forma de la salud y de la juventud renovadas, es decir, de la permanencia de esos dones divinos en la criatura que siempre está pereciendo”.

En numerosas oportunidades, Juana de Ibarbourou expone su teoría poética y especialmente se refiere a la mediumnidad que caracteriza la creación, y, con gracia zumbona, suave y femeninamente, describe a los que pretenden hacerse poetas: “...hombre que se ponga a estudiar la retórica y a aprender ritmos y medidas para luego hacer versos, podrá llegar a ser un menhir, un monolito, una infusión de adormideras, pero nunca un poeta”. 

Al contrario, defiende la espontaneidad del poeta que se nutre de los conocimientos, a medida que crece su acervo cultural, y que obra, por efecto de la experiencia de la mediumnidad, confiada y humildemente.

Firme y enérgica es su valoración de la poesía, en la que reconoce un “valor universal y eterno”. Y ese reconocimiento se funda en una honda convicción; para ella el verso “nos acerca a los manantiales de la vida”. En su ensayo sobre la poesía de Carlos Rodríguez Pintos, destaca toda la potencialidad del verso cuando señala: “Desde el principio del mundo se batalla y se odia; pero también desde el principio del mundo se canta.

Y la lira fue la única arma de Orfeo”.

Si la prosa de Juana de Ibarbourou produce especial goce estético; sus ensayos y discursos la revelan en una faceta destacable de su rica personalidad humana, artística e intelectual. Por eso, y porque confío en la comprensión cordial que siempre manifestó y espero su disculpa gentil para mi osadía, me atrevo a tomar algunas palabras de su discurso de ingreso a esta Academia: “He sido fiel a mi vocación desde la adolescencia hasta ahora”. 

Como también he sido fiel a mi vocación, puedo prometer que, desde nuestra Academia, continuaré mi sostenido oficio de amar y estudiar las palabras, porque en ese trabajo encuentro una forma privilegiada de vivir y agradecer.

 

Montevideo, 18 de setiembre de 1994

 

Descargas