Nieves Aragnouet de Larrobla
Perfil
Nieves A. de Larrobla
(Discurso de Ingreso a la Academia)
Señor Presidente, señores Académicos, señores:
Agradezco profundamente los generosos conceptos que acaba de expresar la Srta. Académica, Prof. Elida Miranda, referidos a mi persona; y por mi parte debo decir que con la honrosa designación de que he sido objeto por este Cuerpo, se me brinda el lugar del que fuera distinguido Académico, Sr. Rolando Laguarda Trías, cuyas actividades en el seno del mismo y de sus trabajos de investigación son justicieramente apreciados.
Debo decir, además que lo que más me conmueve es que este sillón ha pertenecido, sucesivamente, a dos figuras insignes de nuestra cultura:
A la pastoral Juana, cuya poesía de juventud tiene el esplendor y la frescura de su naturaleza ardiente, de tan hondo impacto, que deja un poco en la penumbra el sabor amargo y dramático de soledad de los versos plenos de su madurez.
Y a la seráfica Esther de Cáceres, vagabunda en sus poéticos mundos celestes, y pródiga de generosidad, de afán de justicia y de fraternal entrega al prójimo en sus pasos sobre la tierra.
Ambas grandes por su valor literario y grandes por sus excelsas cualidades humanas.
¿Qué puedo ofrecer, que justifique, siquiera esta distinción que ahora me honra?
Yo soy solamente una hija del viejo Instituto Normal de Señoritas, en aquel tiempo regido por la severa figura de Leonor Horticou, muy distinto, por cierto, a los que luego le sucedieron.
Pasaba la Srta. Leonor – como así la llamábamos – por los corredores del Instituto ubicado entonces en la calle Cuareim en los altos del Museo Pedagógico, y cada vez que lo hacía, nos levantábamos en señal de respeto y acatamiento.
Recuerdo que cuando regresaron los flamantes campeones olímpicos en el año 24 y todo Montevideo se había lanzado a la calle, las jóvenes normalistas, contagiadas por aquella alegría popular que se desarrollaba a media cuadra de nuestra vieja casa, avanzábamos incontenibles, en masa, por el corredor principal, para unirnos a la fiesta.
Era nuestra primera insurrección.
Pero salió la Srta. Leonor de su despacho, y con cuatro enérgicas palabras, heló nuestros entusiasmos y nos envió a las aulas.
Así era nuestro viejo Instituto de austero; y sin embargo, en esa austeridad, se nos cultivó y se nos formó para lo que iba a ser nuestra tarea esencial en la carrera que habíamos elegido: aprender a enseñar.
Toda nuestra formación se encaminaba a eso: conocer al alumno, tratar de comprenderlo y encontrar los mecanismos necesarios para llegar al estímulo de su razón y por medio de ello, asomarlos al conocimiento.
Ese respeto por la mentalidad del estudiante nos dio, como clave del método, la sencillez y la claridad en la expresión, que constituyeron los elementos, si no esenciales, principalísimos en nuestra formación docente.
En mi ingreso al profesorado, sufrí como una pasión al ansia de profundizar el conocimiento teórico, y debo a aquellos grandes maestros Bello, Cuervo y Lenz, y al notable divulgador Vendryes, iniciarme en la comprensión de la complejidad del mecanismo de la lengua, de la interacción de todos sus elementos en el proceso dinámico de la expresión, y de cómo no hay código, por ambicioso que sea, que pueda limitar la poderosa imaginación de los hablantes o los creadores literarios, la que incide, insensiblemente, en los contenidos y en las estructuras, echando por tierra viejos dogmas de doctrina.
La presencia de Amado Alonso en Buenos Aires, que desde el Instituto de Filología de la Facultad de Filosofía y Letras de esa ciudad ejerció un indudable magisterio en el Río de la Plata, con sus lecciones y las múltiples publicaciones propiciadas por ese Instituto; el pasaje del brillante profesor don Américo Castro, quien desató una tormenta polémica por su obra “La peculiaridad lingüística rioplatense y su sentido histórico”, revulsivo tonificante, que en aquel momento, quizá, no medimos en su proyección; las principales librerías de Montevideo, que en aquellos felices tiempos presentaban en sus anaqueles una bibliografía excelente en materia lingüística, la que completábamos con el acceso a la obra de señores autores procurados desde Europa, tales como Meillet, Saussure, Bally y los maestros franceses en la explicación de textos y de composición, todo ello contribuyó a la formación de una falange de jóvenes profesores, entre los cuales se contaban con las distinguidas Académicas, profesoras Celia Mieres y Elida Miranda, los que impusieron una verdadera y profunda innovación en la enseñanza de la asignatura “Idioma Español”.
No teníamos centros de estudio y de investigación – sólo muchos años después se creó el Instituto de Profesores “Artigas” – éramos, por tanto, autodidactos; pero contamos con, en aquel entonces, Inspector don José Pereyra Rodríguez, figura destacadísima entre los más distinguidos docentes de aquella generación.
Su amplia cultura y versación, su espíritu abierto a todas las corrientes modernas, su dinamismo como Inspector, impulsaba y estimulaba nuestras inquietudes.
Vaya en este momento a don José Pereyra Rodríguez, que también integrara como académico este Cuerpo, mi recuerdo agradecido.
En lo que a mí respecta, debo confesar que, sin otros cauces donde volcar aquel nuevo caudal de conocimientos, en mi entusiasmo busqué ingenuamente en las aulas un auditorio propicio; pero muy pronto, la propia confrontación con los magros resultados obtenidos en cuanto a la comprensión razonada de los mismos, me hicieron retroceder a las viejas fuentes del querido Instituto Normal, y traté de readaptarme a la realidad viva que era la mentalidad de nuestros alumnos y volver a los cánones de claridad y sencillez, tan difíciles de adoptar conciliándolos con el rigor científico.
De ahí, mi esfuerzo jamás agotado ni cumplido de hacer de la expresión un instrumento inteligible, preciso, despojado en lo posible de ambigüedades, lo cual constituyó mi mayor preocupación, en particular en la confección de los textos, publicados en colaboración con el malogrado profesor Luis Juan Piccardo, con quien coincidíamos en el enfoque pedagógico y doctrinario.
Se me ha deparado la suerte de desarrollar mi actividad en un amplio campo: desde maestra de primaria, experiencia inestimable por su proyección en otros planos de mi actuación docente, hasta profesora en los Institutos Normales, con los jóvenes y en curso de post graduados.
Desde profesora de liceo, hasta de los aspirantes a profesores del Instituto de Profesores “Artigas”, que dirigiría su fundador, el ilustre Dr. Antonio Grompone.
He desempeñado, además, los cargos de Directora de Liceo y de Inspectora de Enseñanza Secundaria.
Toda esta actividad, desarrollada durante años, ese sabroso intercambio con los alumnos, así como con los profesores y en fin, con todo ese complejo mundo que configura el ambiente de nuestras casas de estudio, fue para mí una fuente de riqueza inapreciable.
Y si mucho he aprendido en cada una de esas etapas, deseo referirme especialmente a la que debo en el ejercicio de la Inspección en el Interior del país.
Como nacida y criada en Montevideo, poco sabía del país concreto, de su geografía apreciada directamente y no a través de su cartografía, de la variedad de sus paisajes, de sus pueblos y de sus gentes.
El indispensable peregrinar que impone la inspección me permitió conocer hasta los rincones más apartados de nuestra campaña.
Aún tengo vivo cuando en mañanas de invierno cruzábamos el Río Negro en balsa mientras la niebla helada nos calaba hasta los huesos.
Por lo general nos instalábamos en hoteles, llamados así pomposamente, con sus habitaciones frígidas y sus comidas no siempre saludables, si bien algunas veces, la gentileza de algún Director, nos albergaba en su casa hospitalaria.
Todo ello contribuía a configurar en nosotros, nuestra realidad nacional, la austeridad de sus costumbres y las limitaciones de sus recursos.
Y sin embargo, a pesar de las muchas carencias de orden material, cuántas sorpresas nos deparó nuestra ingenua fatuidad capitalina.
Nos encontrábamos, de pronto, con señores profesores, formados solos con su único esfuerzo, sin las facilidades que ofrece la proximidad de los centros de cultura de la capital, para informarse y abastecerse.
O aquellos directores, dedicados en cuerpo y alma a sus establecimientos, con una vocación y una eficiencia ejemplares.
Lo que nos impresionó, además era, a nuestra llegada, el afán de consultarnos, despojados de todo amor propio mal entendido.
Nunca olvidaré esas mensas redondas con los profesores de la asignatura, que se hacían sin ningún aparato, como una rutina más de nuestro trabajo, en la que todos salíamos ganando en nuestras respectivas ilustraciones.
Quiero hacer referencia especial a lo que significó para el país la creación de los liceos populares.
Nadie mejor que los inspectores pudimos palpar con qué sacrificio se creaban estos liceítos en los pequeños pueblos del interior.
Nacían sin ninguna contribución oficial, de manera que desde el local, hasta el equipamiento y la provisión de los profesores, corría por cuenta del pueblo. Y ocurrió que toda la población, sin omitir ningún sector, cada uno según sus posibilidades y todos con el mismo entusiasmo contribuían para llevar a cabo esta empresa, que sintieron como cosa suya.
Nosotros, los Inspectores, éramos como los inquisidores, que íbamos a corroborar si se cumplía con todas las exigencias para la habilitación, es decir, para que se dictaran los cursos según el reglamento de Enseñanza Secundaria.
Por lo regular, cada año se renovaban las penurias para cumplir con los requisitos: desde las contribuciones de todo orden, hasta la provisión de los profesores, reclutados entre los maestros y los profesionales del pueblo, que por años desempeñaron sus cargos honorariamente mientras no se obtenía – por fin – la anhelada oficialización.
Creo yo que esta movilización entusiasta y generosa de cada pueblo para tener su liceo, ha sido verdaderamente ejemplar y de consecuencias importantes para la ampliación de la cultura nacional.
Primero, porque se extendió la enseñanza media en una dimensión – en aquel tiempo – absolutamente extraordinaria; y además, prolongando el espíritu vareliano, ya impuesto en nuestra escuela primaria, fueron estos liceos puntuales de la enseñanza secundaria laica, hasta en los últimos rincones de la república.
Hablo de una época pasada, que permitía tanto rasgo de desprendimiento generoso; creo, firmemente, sin embargo, que estas reservas vitales forman parte de nuestro patrimonio histórico y que sólo bastan incentivos auténticos y condiciones favorables para que ellas surjan y fructifiquen.
En realidad, este era un aspecto de la extensión de nuestra enseñanza media, la que, José Pedro Varela, en 1876, en el momento en que estaba armando el andamiaje de la escuela primaria, anunciara proféticamente en su obra “La legislación escolar”, con estas palabras:
“No hay paradoja alguna en afirmar que llegará un tiempo en el que lo que llamamos estudios secundarios sea el mínimum de instrucción que puede tener un hombre para ser completamente ilustrado: los estudios secundarios de hoy serán considerados los estudios primarios de mañana, como los estudios primarios de hoy eran considerados hace apenas algunos siglos como un grado bastante de instrucción”.
Lo que ocurrió en el momento que describimos es que el de nuestra enseñanza media fue un crecimiento explosivo, que obligó a improvisarlo todo y lo que he referido con respecto a mi formación como profesora, es la historia de todo nuestro profesora de aquella época, que falto de los institutos específicos, tuvo que hacerse con sus propias armas.
Muchos fueron los docentes que desde todas las jerarquías colaboraron con dedicación, cariño y eficacia en esta gran empresa cultural.
En ese esfuerzo de tantos, mencionaremos la figura patriarcal de don Clemente Ruggia, bajo cuya dirección se sancionaron el Escalafón Docente y el Estatuto del profesor, que en su momento significaron positivas conquistas y la de Alberto Rodríguez, que tiene el gran mérito de haber prohijado la Reforma del 63, la cual, aunque parcial, promovió un movimiento de renovación pedagógica jamás experimentado en Enseñanza Secundaria, y estimuló el espíritu creativo en el que participaron activamente los cuadros más brillantes de los profesores involucrados en esa experiencia.
Y para terminar esta evocación, traigo aunque fugazmente el recuerdo de quien fuera una presencia de dimensión inigualada en nuestra Enseñanza Media: Alicia Goyena.
Ella reunía todas las condiciones intelectuales y de sensibilidad para haberse destacado como ensayista – que así lo hizo – y dedicarse a las letras, tal parecía su vocación: pero renunció a todo lo que fuera creación y significara lucimiento personal, para entregarse por entero a la Dirección del Instituto “Batlle y Ordoñez”.
Ella impuso un estilo que fue el de la comprensión y la asistencia de las alumnas, a quienes conocía y nombraba personalmente, y eso que eran más de dos mil.
Allí siempre estaba Goyena, para ayudarlas con aquella su inmensa calidad humana, con su dedicación, llevada a extremos increíbles.
Así la veneraban.
Trascendía de su persona la inteligencia, la dignidad, la autoridad, esta última como resumen y consecuencia de aquellas sus cualidades excelsas.
Nos recostamos en su recuerdo querido, deseando inspirarnos aún en su inquebrantable contextura moral, tan firme y tan soberana.
Descendiendo a los planos de mi actividad docente, a todo esto pasaron cuarenta y tantos años y nuevamente me pregunto. ¿Qué puedo ofrecer yo ante este nuevo quehacer que se me confía?
Diderot nos narra que Rameau únicamente después de treinta o cuarenta años de ejercicio alcanzó vislumbrar las primeras luces de la composición musical.
Con ello Diderot está apuntando – y así lo expresa – a cómo cuesta llegar a lo profundo del conocimiento.
Por supuesto, el ejemplo invocado, sólo me atañe cuando hago el balance de lo realizado en mi tránsito por la enseñanza: en cuánto quedó por saber y cuánto por hacer, y por lo mismo, a lo medido de mi contribución en esta circunstancia que tanto me honra.
Digo, pues, al agradecer a este Cuerpo mi designación, que poco tengo para brindar en relación con las responsabilidades que ello implica; esto lo siento como mi verdad y, como dijera Juana, en ella me amparo.
Montevideo, 8 de diciembre de 1983