e r m : revista de periodismo cultural

Elvio y las cosas que te salvan

ilustración

 Las noticias vuelan, de Pedro Peralta. Acrílico sobre papel.

Por Daniel Mella 

Si pienso en el periodismo cultural, pienso, primero y antes que nada, en El País Cultural. Pienso en el suplemento mismo, en cómo se veía, y recuerdo lo que se sentía tenerlo en las manos mientras lo hojeaba o lo llevaba, doblado, en la mano. En la parte de abajo de la tapa estaban los nombres de los autores o los temas de mayor relevancia que ibas a encontrar dentro, junto al número de página donde iba a estar ese texto, y yo iba directo al autor o al tema que más me interesaba. Terminaba leyendo el suplemento entero, pero lo leía salteado, y cada vez que lo leía salía con mil nombres nuevos de autores para investigar, de películas para ver, de ideas nuevas. Me impresionaba lo enorme y prácticamente inabarcable que era el arte. Siempre estaba surgiendo algún escritor o algún director de cine o algún pintor que valía la pena y el pasado del arte era todavía más extenso, rico e insondable, me fascinaba que hubiese gente que supiera tanto y que pudiera escribir con tal autoridad sobre ese universo.

Lo otro que pienso, cuando pienso en el periodismo cultural, es en las oficinas del Cultural, que conocí, por uno de esos azares de la vida, cuando tenía 19 años. Mi profesor de taller de redacción de la ort, Christian Kupchik, colaboraba con el suplemento. Christian fue el primero en leer el manuscrito de Pogo, mi primer libro. De algún modo, convenció a Maca de que lo publicara en su editorial, Aymara, y una tarde, después de clases, me llevó a las oficinas del Cultural y me presentó como un escritor jovencísimo y talentoso. A partir de entonces, esa visita a las oficinas del Cultural se convirtió en rutina. Una vez a la semana caíamos cerca del final de jornada, luego yo bajaba con ellos al San Rafael a tomar café y a charlar. Ellos eran Homero Alsina Thevenet, Rosario Peyrou, Álvaro Buela, Laszlo Erdelyi, Elvio Gandolfo y Christian. Las oficinas quedaban sobre la Plaza Cagancha, tenían vistas a la plaza y eran luminosas. Yo jamás me iba sin un par de Culturales —así les decíamos a los suplementos— en la mano, ya fuera el último número o alguno viejo, sacado de un cuarto donde había cientos o miles de Culturales de años anteriores y al que me daban acceso libre. Todos ellos bajaban con libros y revistas en la mano o bajo el brazo. Libros que estaban leyendo para reseñar, revistas que estaban leyendo por puro placer. Yo quería ser la clase de persona que anda para todos lados con libros y revistas bajo el brazo. Y quería saber de todas esas cosas que ellos sabían. En el bar eran ellos los que hablaban mientras yo escuchaba y asentía, y nunca me dejaban pagar por mi café.

El modelo para Oro es el Cultural, al menos en cuanto a formato: papel de diario, tamaño diario. Era obvio que si sacaba una revista iba a ser una revista que hubiese que manipular con cuidado, a la que de tanto en tanto se le cayera algún pliego, que hubiese que apoyarla en la mesa para leerla más cómodamente. En ese sentido, Oro es un homenaje al Cultural y también a lo que el Cultural me dio. En aquella época podías ser un pibe de 19 años con una revista cultural bajo el brazo. Una o varias, porque también estaba Insomnia, la separata cultural de Posdata, y por un tiempo la revista Tres también tuvo una sección de cultura interesante; yo quería que hoy también un pibe de 19 años pudiera andar así por la ciudad. Oro es una revista de pura creación literaria y todavía no tiene una sección de reseñas o artículos, pero si llega a sostenerse el tiempo suficiente, un día la tendrá, o sacaremos alguna especie de suplemento en el que los lectores puedan enterarse de qué piensan los que tienen buen gusto para los libros o películas o tendencias del mundo del arte.

Pero no voy a hablar de eso hoy. Voy a hablar de cómo fue que empecé a escribir para el Cultural, unos cuantos años más tarde, y para eso tengo que hablar de Elvio Gandolfo y de la tarde en que nos sentamos a tomar un café en el restorán frente a su edificio, en la esquina de Miguelete y Fernández Crespo, y de una cosa que dijo esa tarde que nunca se me borró. Dijo que a él escribir siempre lo había protegido. No se trata de la idea más original, pero yo nunca la había pensado, al menos no con esas palabras, y cuando Gandolfo lo dijo, lo admiré. Dijo: «A mí escribir siempre me protegió», y a partir de ese momento esas son las palabras que pasaron a representarlo, más que ninguna otra que yo le haya oído decir o que haya salido de su pluma.

Era un día de invierno de 2011. Yo tenía 35, Gandolfo 64, y hacía diez años que no nos veíamos. Él había sido una de las tantas personas que yo había borrado por completo de mi vida cuando dejé de escribir y me fui del país. Ahora que volvía a escribir, Gandolfo era el primero de mi vieja vida con quien retomaba contacto. Dijo aquello de que escribir siempre lo había protegido en respuesta a mi situación. Yo acababa de separarme de la madre de mis hijas y solo había podido juntar el valor para separarme de ella porque me había puesto a escribir nuevamente tras diez años de bloqueo total; aunque yo no decía que estaba bloqueado, decía que había dejado de escribir y que era feliz sin escribir.

En mi cabeza, la relación entre haberme separado de la madre de mis hijas y haberme puesto a escribir era directa y cuando hablaba del tema siempre lo enfatizaba. La historia de mi separación era la historia de mi vuelta a la escritura. A la madre de mis hijas no le había gustado que yo me pusiera a escribir y la noche en que me lo prohibió fue la noche que hice las valijas. La misma noche no: amanecía cuando me fui. Mis hijas todavía dormían. A Gandolfo le tenía que contar la historia de mi regreso a la literatura y de mi separación porque era el último gran suceso de mi vida y porque yo lo había llamado, luego de una década de silencio, para pedirle que me dejara escribir para el suplemento cultural de El País —que él había ayudado a fundar y donde todavía trabajaba como editor— y quería garantizarle que había vuelto a las canchas con todo.

—A mí escribir siempre me protegió —dijo cuando terminé de contarle la versión súper reducida de cómo había vuelto a escribir y a quedarme sin casa.

No dijo nada más al respecto, y yo no le pregunté a Gandolfo de qué modo la escritura lo había protegido. Él tampoco esperó a que yo le preguntara nada, enseguida pasó a hablarme de un libro de China Miéville que estaba leyendo. Lo tenía ahí, en la mesa, cuando llegué. Ni bien lo vi, a través de la ventana, leyendo mientras me esperaba, me pareció evidente que lo iba a encontrar así, con un libro encima. Gandolfo nunca había dejado de ser uno de esos que siempre andaban con un libro de un lado a otro, como un niño que no se separa de su pelota. Yo había dejado de ser eso durante los últimos diez años. Había dejado de escribir y de leer incluso.

Gandolfo hablaba sobre China Miéville, pero yo apenas podía prestarle atención, tan absorto en mí mismo había quedado. Miré atrás, a los últimos diez años, en los que no había escrito una sola palabra, y pensé que los había vivido bajo el signo de la desprotección. Por eso, porque había dejado de escribir, me había entregado a cualquier brujería, incluida la del amor.

La frase de Gandolfo me ha vuelto a la cabeza en muchas ocasiones desde aquella tarde, de la nada y en los momentos más inesperados, y la imagen es siempre la misma. Primero lo escucho decir eso, después me acuerdo de sus dientes: tenía la hilera superior torcida. Se trataba de un arreglo barato o de un arreglo provisorio, no lo sé, pero la hilera superior se le movía cuando hablaba y cuando masticaba, como si estuviese a punto de desprenderse de la encía, y me resultaba casi imposible apartar la mirada de su boca. Guardo otras cosas que se dijeron durante la charla de nuestro reencuentro, todas desconectadas y mezcladas por el paso del tiempo y por aquella costumbre que tenía Gandolfo de interrumpirte y de interrumpirse a sí mismo cuando se le producía una asociación interesante en la cabeza, pero esta imagen —la de sus dientes, precedida por aquella confesión tierna y espectacular de que a él escribir lo protegía— es siempre la primera.

Gandolfo tiene 77 años ahora y está enfermo y precisando ayuda para los tratamientos que necesita. Es un escritor que está viejo y enfermo y precisa dinero porque eligió escribir —o, como diría él, leer— como estilo de vida y el que elige eso está eligiendo, a sabiendas, llegar pobre a la vejez, no importa cuántas páginas buenas hayas escrito ni cuánto hayas hecho para ayudar a otros que eligieron el mismo camino que vos. No todo es tan terrible. Por suerte, Gandolfo tiene una hija y tiene amigos dispuestos a darle una mano.

Durante sus más de cuarenta años como periodista cultural, Gandolfo siempre se esforzó, muy especialmente, por descubrir autores nuevos o por rescatar a escritores de la marginalidad y acabó convirtiéndose en una especie de padrino, no solo para mí, sino para buena parte de mi generación, dentro y fuera de fronteras. De mis libros siempre escribió buenas cosas, pero mi tercera novela, que se publicó allá por el año 2000, le pareció tan buena que había llegado a recomendársela a ciertas editoriales porteñas. Aunque eso jamás prosperó, él aseguraba que un día mis libros acabarían por cruzar el charco, que era una de las cosas con las que yo más soñaba. Todos los artistas uruguayos que la habían pegado de verdad la habían pegado primero en Buenos Aires. Gandolfo me pedía paciencia. Las vueltas de una carrera literaria eran imprevisibles. Había que limitarse a producir obra hasta que la obra desbordara. Podías pasar treinta años escribiendo y publicando para que tu nombre terminara de establecerse y eso me deprimía más de lo que estaba dispuesto a admitir. Esa novela que a él tanto le había gustado a mí me parecía la peor. Tan mala me resultó que me rendí y dejé de escribir. Se sentía como la novela de un escritor acabado y así me sentía yo, un escritor acabado a los 25.

La última vez que nos vimos por aquel entonces fue en un restorán en la esquina de bulevar Artigas y 18 de julio, un día de no sé qué estación de 2001. No me explico por qué nos citamos en ese restorán en particular. Yo debía de estar por irme a Nueva York o recién lo estaba decidiendo. En todo caso, recuerdo que él aprobaba mi decisión. Yo le decía que me sentía incapaz de seguir escribiendo y él decía que preocuparse era inútil. Podías pasar años sin una idea. Y tampoco me olvido más de lo que me dijo después: «Si sos escritor, son los libros los que te van a terminar encontrando a vos, no al revés».

La tarde de 2011 en la que acabó diciendo aquello de que escribir lo protegía, Gandolfo estaba pasando por un buen momento. Además de continuar con su trabajo como editor del Cultural, estaba escribiendo para dos revistas porteñas y se veía obligado a repartir su tiempo entre Montevideo y Buenos Aires, donde alquilaba un monoambiente a precio regalado. Su hija le había dado un nieto al que él pasaba a buscar por el jardín de infantes religiosamente cuando estaba en Montevideo; estaba de novio; tenía un programa de entrevistas literarias en TV Ciudad, y venía de publicar, apenas unos meses atrás, en una editorial argentina independiente, El libro de los géneros, una recopilación de textos viejos y nuevos sobre autores de sus tan amados géneros menores. Al libro, sorprendentemente, le estaba yendo muy bien. Estaba siendo reseñado en todas partes, vendía bien, lo habían entrevistado en Clarín.

—Toda esa atención me debe de haber inspirado porque me puse a escribir mi primera novela en cuánto, ¿quince años?

Ya tenía título, incluso: Mi mundo privado. También sabía que iba a ser su novela más gruesa y arriesgada. Por primera vez, él, que odiaba la literatura autorreferencial, se estaba permitiendo escribir de forma autobiográfica. Aunque la novela también iba a estar compuesta, en partes iguales, de ramificaciones imaginativas y disparatadas, que eran el mejor modo que Gandolfo había encontrado —palabras suyas— de serse fiel o de serle fiel, en papel, al que era su verdadero modo de vivir: con un pie en la realidad y otro anclado, permanentemente, en el divague mental. Ahora que su nombre se estaba volviendo a valorizar, Gandolfo sonaba esperanzado.

—No sé en qué terminará la novela, pero el resultado me resbala por completo. El proceso es lo que me tiene fascinado. El proceso es una fiesta.

Luego me habló de la entrevista para Clarín. Le habían preguntado cómo le gustaría que lo recordaran y Gandolfo, aunque escribía sin parar, no había dicho que le gustaría ser recordado como escritor.

—Me di cuenta de que soy un lector —me dijo—. Así me gustaría que me recuerden. Si supiera que me muero mañana no me pongo a escribir. Me pongo a leer los libros que tengo en casa y que nunca tengo tiempo de leer. Así me gustaría irme: leyendo. La lectura es mi primer amor, el más duradero y el más leal. Si me pongo a mirar, Mella, solo me hice escritor para convertirme en mejor lector o en un lector más completo. Visto de afuera, podría decirse que no hago otra cosa que escribir, que escribo para ganarme la vida, pero la realidad es que vivo para leer y que me gano la vida leyendo.

—Está bueno eso. Me gusta —le dije, y antes de que siguiera hablando lo corté. Le pregunté si estaban precisando gente para el Cultural—: ¿Les interesa que escriba para ustedes? Me vendría bárbaro, con las penurias en las que ando. Yo sé que llevo lejos mucho tiempo. Vos me dirás si es un delirio lo que te estoy planteando.

Gandolfo salió de una especie de ensueño en el que había entrado, me miró de cejas levantadas y, por más que habían pasado diez años sin que cruzáramos palabra, dijo que claro, que por supuesto, que sería un honor. Diez años sin vernos y no lo dudó.

—Es más, ya sé qué libro darte para que reseñes. Lo iba a reseñar yo, pero mejor vos. Acompañame a casa y te lo llevás.

No sé bien de qué otros asuntos hablamos mientras tomábamos el café y arrasábamos con las medialunas. Yo estaba contento, esperanzado. Precisaba la plata desesperadamente: tenía que pagar una pensión alimenticia por mis hijas y tenía que juntar lo que pudiera para pagar un alquiler. A la salida del restorán me recuerdo sosteniendo la puerta para que él pasara primero.

Diez años. Ni una sombra de duda.

Esperando para cruzar el semáforo, le pregunté si en el Cultural estaban los mismos de siempre y si todavía bajaban al San Rafael. En el diario seguían todos, salvo por el viejo Homero Alsina, que había muerto en el 2005, a poco de mi regreso de Nueva York. Yo me había enterado de su muerte por la tele.

—Se lo debe extrañar —le dije.

—No es el mismo Cultural, eso es seguro —dijo él, y lo dijo con amargura. No sé si ya se veía venir que en poco tiempo lo iban a echar. Ese fue el único momento en que lo noté disgustado.

Traté de distraerlo trayéndole mi recuerdo de Homero: su pelo y su bigote blancos eran lo primero que veías cuando abrías la puerta de la oficina.

—Siempre que me veía entrar por la puerta, lo primero que hacía Homero era pedirle a Susana que me trajera un café. A mí, un pendejo que todavía no había hecho nada. ¿Sigue Susana de secretaria? «Susana, café para el pibe», decía.

En todo el trayecto a su apartamento, Gandolfo me siguió hablando de sus amigos muertos.

—Fue un año bravo ese. Bueno, más que un año. Un año y medio, dos. Levrero se murió en agosto de 2004, Homero en diciembre de 2005.

Aunque había ascensor, subimos por las escaleras.

—Cuando puedo, si no voy muy cargado, esquivo el ascensor. Es mi ejercicio del día.

Por casi dos años, Gandolfo había tenido que pensar y escribir mucho sobre Homero y sobre Levrero. Había trabajado duro corrigiendo La novela luminosa, el libro póstumo y consagratorio de Levrero, mientras de todas partes le llovían pedidos de artículos y prólogos e invitaciones a charlas que giraban en torno a la vida y obra de su amigo. De pronto, cuando aquella vorágine parecía que amainaba, la muerte de Homero había activado un mecanismo prácticamente idéntico y Gandolfo había tenido que ponerse, de nuevo, a redactar obituarios y perfiles mientras recopilaba, ahora, los artículos sobre cine del viejo Homero para un volumen definitivo, además de sus textos magistrales sobre periodismo. Lo escuché hablar de todo aquello, no con pena, sino con nostalgia, casi con orgullo.

—Es uno de los gajes de la estirpe, Mella. Dejamos un rastro de papeles y acabamos cuidando del rastro de papeles que dejan atrás los hombres como nosotros. No queda otra.

Luego me veo claramente subiendo las escaleras detrás de él. Las sube a buen paso. Cuando llegamos al rellano del tercer piso Gandolfo se detiene, no para recuperar el aliento, sino para decirme que lo que va a hacer a continuación lo hace por recomendación de Laura, su hija, que se dedica a la salud.

—No te asustes —me dice.

Acto seguido, empieza a subir las escaleras de costado como un cangrejo, de cara a la pared, agarrado de la baranda.

—Trabaja otra musculatura subir así —dice—. Además de trabajar el equilibrio. Pero lo más importante, parece, es bajar las escaleras. Es otra musculatura, también. Fundamental. Los viejos por lo general se lastiman bajando escaleras, no subiendo.

Ahora sí lo oigo gruñir. Imito su manera de subir y en cierto momento la risa nos obliga a parar.

Luego me recuerdo parado en el living comedor y a él metiéndose en su estudio y saliendo con la biografía de Wittgenstein en la mano.

Nota de tapa. 15 000 caracteres con espacios, si te animás —me dice, y dice que se alegra de que haya vuelto al ruedo—. Era evidente que tenías que tomarte un descanso de escribir. Eras demasiado chico. Tenías que vivir.

Los días que siguieron me acordé una y otra vez de la sensación de hogar que tuve ni bien puse un pie en su apartamento. Me volvían el olor a café de filtro y la luz amarilla y anaranjada que llenaba todo el ambiente.

—Tiene buena luz a esta hora, ¿viste? —había dicho Gandolfo cuando me vio admirándola.

El apartamento no tenía una vista particularmente agradable: puras terrazas y fachadas de edificios viejos bajos, destartalados, la mayoría mueblerías o casas de repuestos, pero era linda la luz que entraba por las ventanas que miraban al norte. Y había libros por todas partes. En cada pared del living comedor había libros y había más libros en la mesa del comedor y en la mesita junto al sillón de lectura, frente a la más grande de las ventanas. Desde donde yo estaba parado podía ver el pasillo por el que Gandolfo había desaparecido caminando de nuevo de perfil, ahora para no chocarse contra las estanterías repletas de libros que había colocado contra la pared ciega. Debía de tener libros en el estudio y en su dormitorio, hasta en el baño.

En el sofá descansaba el peluche de un elefante blanco y celeste. Al pie del sofá, en la alfombra, había un desparramo de Legos y de recortes de revista. Era la casa de un abuelo soltero y no era deprimente en absoluto. Además de oler a café olía a lavandina. Recuerdo pensar que el viejo debía de pagarle a una señora para que le hiciera la limpieza un par de veces a la semana. También que aquel era un buen lugar para morirse. La gente se moría en los lugares donde vivía, decidir dónde pasabas tus horas era también decidir dónde preferías caerte muerto: ese pensamiento me había atormentado durante el último tiempo en la casa de mis hijas. Yo quería quedarme con ellas, pero hubiese odiado morirme en esa casa o en el trayecto al trabajo, en las cuatro cuadras de balasto que nos separaban de la ruta o en un 222, yendo de Villa Argentina a Lagomar, donde daba mis clases y donde tampoco me habría querido morir. Mientras bajaba las escaleras, recuerdo, nos vi como dos opuestos: Gandolfo, el que había aceptado humilde y gozosamente su lugar en el mundo; yo, el que nunca se había sentido cómodo en sus propios zapatos, siempre yéndome de los lugares, siempre esperando demasiado o demasiado poco de las cosas y de la gente.

Escribí esa nota de tapa y luego escribí muchas notas más para el Cultural, siempre con Gandolfo editándome, enseñándome a recortar, a condensar, a no repetirme, a aprovechar el espacio, a moverme dentro de unos límites infranqueables. Fue importante para mí escribir esas notas y fue fundamental su magisterio, no solo porque me dio un ingreso monetario extra, sino porque la gimnasia de empezar y terminar un texto y luego otro y otro, siempre a contrarreloj y con rigor, fue lo que me hizo recobrar la confianza en que podía volver a escribir, la que me dio el ritmo para empezar y terminar los cuentos de Lava, mi primer libro en trece años.

Esto fue lo que recordé cuando me pidieron que escribiera sobre mis comienzos en el periodismo cultural. De esto quería hablar: un poco de aquellas oficinas y un poco de aquellos periodistas, pero más que nada del gesto que tuvo Gandolfo conmigo y de lo que dijo aquella tarde de 2011 en el restorán frente a su edificio. Dijo que a él escribir siempre lo había protegido, pero bien podría haber dicho que lo que siempre lo había protegido era leer o que los libros lo habían protegido siempre o que tenías que rodearte de lo que amabas, que mantenerte siempre bien cerca de lo que amabas era la mejor protección que había. Tan obvio me resulta ahora.

 

Foto: Daniel Mella

Daniel Mella (Montevideo, 1976) es autor de cinco novelas, un libro de cuentos y uno nuevo, titulado Yo quiero a mi bandera, difícil de clasificar. Ha sido galardonado con el Premio Bartolomé Hidalgo en dos ocasiones, así como con el segundo y tercer Premio Nacional de Literatura. Parte de su obra ha sido traducida al inglés y al portugués. Lleva diez años conduciendo la Usina Literaria y es director y editor de la revista Oro.

 

 

 

Pedro Peralta

Pedro Peralta (Salto, 1961) es un destacado artista visual radicado en Maldonado. Su formación incluye estudios en fotografía y grabado, así como una prolífica carrera docente. A lo largo de su trayectoria, ha expuesto en diversos países como, Argentina Bolivia, China, España, Estados Unidos, Finlandia, México, Perú, Puerto Rico, Suecia, entre otros.
En exposiciones individuales destacadas, sobresale “Realismo Mágico en Uruguay”, presentada en el Museo Tambo Quirquincho en Bolivia y Perú, así como en el Museo Nacional de Artes Visuales en Montevideo, Uruguay. También ha participado en exposiciones colectivas en diferentes partes del mundo.

 

 

 

Volver a la revista

Etiquetas