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Esto no es un prólogo (fragmento de Los peces no lloran)


Por Juan Manuel Bertón

Esto no es un prólogo, pero, a falta de ideas, pensé en titularlo como Esto no es un prólogo. Puede parecer que me hago el gracioso. No es gracioso para casi nadie; quizás para algún pariente viejo, para alguna tía abuela, sí hubiese sido un poco gracioso: la gente que se pudo criar cuando el mundo era un lugar serio y solemne se ríe bastante cuando ve estas cosas en letra impresa. Son los mismos que creen que si algo tiene título, subtítulo, foto y forma de noticia, es una noticia. Tienen una cierta fe, ingenua, positiva, moderna; las mentiras, para ellos, tienen otras formas. No esperan encontrarse algo así en un libro, entonces les puede parecer gracioso. No lo es. No es la idea.

La existencia de este prólogo que no es un prólogo se debe a que, antes de que lean el libro, necesito contarles un par de cosas. Yo necesito, siempre y todo el tiempo, justificarme. Es de las cosas más horribles que uno pueda encontrar en otra persona. Justificaciones. «Me voy a fumar un cigarrillo porque…» Insoportable, lo sé. Pero bueno. Yo, cuando escribo, necesito justificar algunas cosas que me parece que son feas o raras y necesito contar por qué elijo poner esas cosas que, entiendo, son feas o raras. O malas. O simplemente olvidables.

Yo quería contar la historia, real y concreta, de un hombre que peleó con un chimpancé. Una pelea que vi con mis ojos, que vieron mis amigos, que vieron muchos uruguayos, probablemente también algunos argentinos del norte y algunos brasileros del sur. Vimos a un señor pelear con un chimpancé. Y nada de alegorías: una pelea a piñazo limpio, a patadas, a empujones. Lo tenemos registrado. Hay testigos. Hay videos. Hay varones con los que uno se puede cruzar en la calle, en el supermercado o en una escribanía que se tiraron unas piñas con un chimpancé. Alguno de esos peleadores anónimos es, quizás, querida lectora, querido lector, su propio médico personal. Puede ser su suegro. Puede ser su jefe.

Esa era la historia original, la que yo quería contar. Pero resulta que comencé a contarla y se me vinieron unos recuerdos, unos recuerdos bandidos, de esos que aparecen por todos lados y vienen corriendo a buscarte, como cuando uno va al patio de la escuela y saca un paquete de golosinas: convida a uno y atrás vienen cien. Les tengo que dar un pedacito a todos ellos, me sacan las cosas de las manos, me rodean y me confunden. Saco a todos los recuerdos y los escribo. No los puedo contrastar —ni quiero— con los recuerdos de mis familiares y amigos: todos nosotros tenemos el mismo problema, recordamos lo que se nos da la gana. Supongo que eso nos viene en los genes, de los que también hablaré después. Entonces, nos ponemos a discutir sobre viejas anécdotas y discrepamos en todo: yo recuerdo el día en que me caí de un árbol de nísperos y me quedé mudo media hora, del golpe y del susto; pero resulta que mi madre reclama esa caída, protesta frente a ese robo de anécdota y dice que fue ella quien se cayó y que fue desde una mesa. Otra tía querida y vieja de más allá levanta la mano para contar, con genuina pero sobreactuada sorpresa, de la vez que se cayó de un pino y se quedó sorda durante toda la primavera del año 1958. Y así todo. Entonces, decidí que este libro es mío y solo mío y que no vamos a estar revisando el hilo de su originalidad. Les pido perdón a los que se sientan usurpados. Escriban un libro, yo qué sé.

En este libro, hablo de peleas de hombres y monos, de animales hervidos vivos, de cerdos que se salvan por sacarse una foto. Hablo de perros apaleados y de gente furiosa. Hablo de los animales que lloran y de los que no. Ratones muertos a alpargatazos, serpientes venenosas que terminan en una guitarra. Hablo de novillos curiosos, ingenuos y gordos, for export del Uruguay. Hablo de genética. Hablo de filosofía. Hablo de evolución. Hablo de átomos. Pero, fundamentalmente, hablo de Homo sapiens. Hablo de todo sin saber de nada, con un ethos casi turístico: me quedo con lo grueso, lo grande, lo que me queda de pasada. Consumo ideas de forma temeraria e irrespetuosa, como los canadienses sesentones que creen que Cuba es solo una playa para tomar ron y bailotear. Entonces, hago la magia hotelera y pongo a bailar a Marx, a Sontag, a Darwin, a Camus, a Unamuno, a Zitarrosa y a mucha gente más, invento unos pasitos pobremente coordinados y mezclamos todo con ron, porque solo con ron podemos mantener ese diálogo de sordos y reírnos con las bromas inentendibles de los canadienses.

En el fondo, creo que escribo este libro porque tengo miedo; ese miedo mío se ha travestido en una obsesión. Se disfraza de una obsesión por los animales y entonces yo lo quiero amansar; me acerco, cauteloso, lo llamo, lo intento domesticar. Pero cuando creo haber logrado amansar a esa obsesión mía y le palmeo la cabeza, me doy cuenta de que no es una obsesión por los animales: es un miedo supersticioso a la muerte. Y ahí saco la mano, rápido. Los miedos Homo sapiens son así, se disfrazan de otras cosas, se disfrazan de religiones o de equipos de fútbol o de gustos varios. Y uno anda, ahí, creyendo que los quiere.

 

foto: Juan Manuel Berton
Juan Manuel Bertón Schnyder es sociólogo y escritor. Los peces no lloran es su tercer libro. Antes publicó Yo una vez tuve una familia de demonios (mec, 2019) y Esos perros pensamientos (Estuario, 2023). Fue ganador del Mundial de Escritura (2021) y del concurso Horacio Quiroga (2019). Además, obtuvo menciones en los premios Onetti y Lolita Rubial.

 

 

 

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