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Fragmentos, de Oscar Larroca

 

Un libro de medio siglo en obras y una exposición sinóptica

Fragmentos, de Oscar Larroca

Fragmentos 1974 - 2024, de Oscar Larroca.

Por Carlos Rehermann

El 23 de octubre de 1485 se firmó un contrato entre un prior de Florencia y el pintor Domenico Di Tommaso Currado, llamado Ghirlandaio, en el que se establecieron las condiciones del trabajo del pintor y el pago que recibiría por la creación de la Adoración de los Reyes Magos. Se estipulaba que el prior definiría el tema y la disposición general de la pintura y que el costo de los materiales para el trabajo (la tabla que serviría de soporte y las pinturas) correría por cuenta del pintor. El contrato es explícito al estipular que la tabla sea pintada «toda de la mano del pintor» y muy preciso, incluso al usar la primera persona del cliente, como para que quedara claro que no se trataba de una relación simétrica:

Y el azul debe ser ultramarino de un valor cercano a cuatro florines la onza; y debe tener completada y entregada la dicha tabla dentro de los treinta meses contados desde hoy; y debe recibir como precio de dicha tabla así descrita (hecha a su costo, es decir, al del dicho Domenico) 115 florines, si me parece a mí.

Una buena parte de las discusiones que se dan en torno al arte actual tiene que ver con la relación entre el cuerpo del artista y la obra, que en el fondo remite al modo de producción, es decir, quién es el dueño de qué. En el contrato de Ghirlandaio se ve claramente que, por más que el artista fuera una figura importante, lo era en tanto artesano, un fabricante de imágenes al servicio de los clientes.

En el trabajo de Oscar Larroca, a lo largo de toda su carrera y en los numerosos libros que ha publicado, se ve con claridad su esfuerzo por superar la contradicción que parece haber entre lo que se puede caricaturizar como pintura de marinas y explicaciones de arte a liebres muertas. Esta contradicción está centrada en la cuestión del cuerpo del artista: quién es dueño de qué.

Pintar una marina exige una destreza que se adquiere después de cierta práctica; explicar arte a una liebre muerta no supone ninguna habilidad especial. Por otro lado, pintar una marina casi no exige el uso del lóbulo frontal, pero supone un compromiso especializado del cuerpo; para dar una clase de arte para cadáveres de liebres basta con que a uno se le haya ocurrido hacerlo.

Lo que Arthur Danto llama arte nace con el capitalismo, es decir, en el Renacimiento: lo que producen los artistas son mercancías y el cuerpo del artista tiene el mismo estatus que el cuerpo del artesano o del asalariado. La mercancía lleva inscrita la marca del cuerpo del artista, la marca de la alienación. Contra esa evidencia reacciona el arte conceptual.

Los extremos de la contradicción entre arte y arte contemporáneo tienen que ver con la idea de que el trabajo manual y directo del artista tiene más o menos valor que su trabajo intelectual. Peleas como esta son viejas y proliferaron en el Renacimiento. Este asunto está íntimamente relacionado con nuestras ideas del vínculo mente-cuerpo y con lo que en realidad hay en una obra de arte, que puede ser, entre otras cosas, la huella de una participación directa del cuerpo del artista.

Sin embargo, la obra de Larroca, que se suele asociar con una gran maestría de ejecución de la mano del artista, ha tenido frecuentes y abundantes alejamientos del cuerpo del artista en la creación.

De hecho, en muchas de las obras resulta imposible discernir si la realización ha sido de la mano del artista o por otro medio y, si fuera necesario definir el corpus completo de su obra, podría decirse que es un prolongado esfuerzo para demostrar la imposibilidad de la ausencia del cuerpo en el arte.

En general sabemos que algo en el mundo es una obra de arte por una o varias de estas tres razones: alguien autorizado nos dice que es una obra de arte, se parece a lo que nos han dicho que es una obra de arte, está en un entorno en el que se conservan o exponen obras de arte.

Dice Danto que el arte terminó en 1964, cuando Andy Warhol presentó sus cajones de madera serigrafiados que imitaban las cajas de cartón de esponjas de viruta de acero marca Brillo (si Danto hubiera sido alemán, habría dicho que el arte terminó en 1965, cuando Joseph Beuys dio su clase de arte al futuro guiso; si hubiera sido francés, que el arte terminó en 1960, con las pinturas azules de Yves Klein, etcétera). Pero, volviendo a Warhol, todavía había allí un trabajo —es decir un cuerpo— del artista: las serigrafías. Se trataba de esculturas hiperrealistas, algo que después haría, por ejemplo, Jeff Koons, cuando imitó a la perfección globos de látex que representan figuras de animales como las que hacen los animadores de cumpleaños infantiles, pero hechos de acero inoxidable. Koons, sin embargo, es poswarholiano y, por lo tanto, puramente conceptual: su cuerpo está ausente de la cosa (Warhol se convirtió en poswarholiano cuando firmó los retratos serigrafiados de Marilyn Monroe que había hecho un falsificador que quiso aprovecharse de su fama).

Larroca ha intentado superar la contradicción entre arte y arte conceptual a lo largo de toda su carrera. Un somero análisis de una de las obras presentes en la exposición y en el libro lo evidencia.

Estadistas se compone de cinco cuadros con marcos dorados ornamentados, que parecen antigüedades. Dos son elípticos, el central es rectangular y los dos de los extremos son rectangulares con las esquinas muy redondeadas. Bien podrían pertenecer a fines del siglo xix o al periodo de entreguerras. Recuerdan a los retratos de familia que era común encontrar en las salas familiares de casas de barrio.

Cada uno de esos cinco cuadros contiene una hoja blanca de papel en la que se informa que es de algodón (una declaración acerca de la intención de que la obra sea duradera, típica pretensión del arte, pero no del arte conceptual). En el centro de cada uno de los cuadros hay una diminuta figurita, que, si uno se acerca, identifica como retratos de varones maduros o ancianos: los estadistas a los que hace referencia el título. El cartelito que acompaña a la obra informa que se trata de dibujos hechos con lápiz de cera. Estos dibujos son lo único que ha sido hecho por la mano del artista.

La obra se compone de los mismos elementos que cualquier obra de arte tradicional: la imagen realizada por el artista, el título y un separador del mundo, es decir, el marco. Parece que estamos del lado de la marina y no de la charla con la liebre difunta.

Aquí, claro, empiezan los problemas.

Primero, los marcos forman parte de la obra. Sabemos esto porque son demasiado grandes y en todo caso está el asunto del passepartout: aquí no hay. Cuando la obra es chica y el marco es grande, suele haber un passepartout que no es parte de la obra, sino una transición entre el marco y la obra. Su ausencia es clave. La pequeñez no es un azar, es significativa. El marco es intencionalmente desproporcionado.

Segundo, algunos podemos identificar a los retratados, que fueron presidentes del país a lo largo de los últimos cuarenta años. ¿Pero qué pasará dentro de cinco minutos —en la escala temporal del arte— cuando esas personas sean olvidadas? ¿Dentro de un siglo, cuando la obra siga estando en el mundo, a salvo de los gusanos, cuando la identidad de las figuritas haya sido olvidada? ¿Dejará de tener sentido? No, aunque por cierto algo cambiará. La sencilla idea, sin embargo, de que es un marco excesivamente grande para unas figuras diminutas seguirá siendo válida.

Tercero, la obra dice con claridad que las ideas tienen que convertirse en sustancia. Siempre hay un relato, decía Erwin Panofsky, antes, detrás o debajo de las obras perceptibles (las imperceptibles, es decir, las puramente inteligibles, el arte conceptual, son el relato) y, al mismo tiempo, la irrupción de la obra en el mundo clausura toda narración ulterior. El relato no tiene presencia sensorial; la imagen viene a darle carnadura a un sesgo narrativo del relato. El relato puede asumir diversas formas; la obra de arte solo tiene lo que es. El mismo relato puede servir de punto de partida para infinitas obras de arte; cada una de ellas agota por completo una vía particular de manifestar una presencia.

El detalle absoluto, radical y diferencial es que Larroca decidió dibujar los retratos y no colocar allí fotografías o retratos ajenos. Este hecho es tan conceptual como la idea global. Es un contrato como el de 1485, salvo que no existe un cliente. Desde el punto de vista puramente icónico, da igual si Larroca dibujó los retratos, si le pidió a un fotógrafo que los realizara o si contrató a un jíbaro y pegó las cabezas resultantes en el papel. Otras partes de la obra no han sido realizadas por el artista (los marcos, por ejemplo), ¿o sí? Esencial para captar el alcance de este gesto opaco —¿qué parte hizo el artista de su mano?— es saber que la destreza de Larroca es sobradamente capaz de resolver los problemas técnicos que supone la realización de esos dibujos.

Y los hizo muy chiquitos. De su mano salieron unos retratos ínfimos. No es lo mismo poner una foto chiquita que dibujar, de la mano del artista, un retrato chiquito. La mano del artista trazó los rasgos de los estadistas, pero no les dedicó mucha sustancia ni trabajo.

Si uno examina el libro, que representa fielmente la línea de tiempo del trabajo de Larroca, ve de forma clara que el artista nunca se dejó engañar por el realismo. Sus visitas al hiperrealismo están marcadas por la voluntad de ir desde el arte al mundo, con la aviesa intención de cambiarlo.

Su figuración, inmersa en los problemas del arte actual, reflexiona sobre la autonomía del arte y sobre sus funciones, y sobre todo reafirma el valor de la huella del cuerpo en la obra e insiste en la permanencia de la obra en el mundo como fuente de sentido.

Libro
Autor: Oscar Larroca
Título: Fragmentos 1974-2024
Editorial: Nao, Montevideo 2024

Exposición
Título: Fragmentos 1974-2024
Lugar: Espacio Idea
Fecha de exposición:15 de mayo al 31 de agosto de 2024

Continuidad y ruptura I_ Gena Rowlands y el zurcido visible. 60 × 70 cm. Collage, grafito, lápiz policromo y bolígrafo.

Arroba. Pastel tiza y lápiz policromo sobre papel de algodón. 1999. Colección privada.

Ovo-1. Fotografía, grafito y lápiz policromo sobre papel de algodón. Textos de Carlos Rehermann. 50 × 50 cm. 1999

Plût au ciel… (Montevideo, París). Políptico compuesto por dieciocho piezas de distinto tamaño. Tinta y grafitos.

Realmente… ni en la historieta (In niemands taal). 87 × 67 cm. Políptico. Grafito sobre papel de celulosa. 1987.

 

Foto: Carlos Rehermann

Carlos Rehermann (Montevideo, 1961) es escritor, arquitecto y magíster en Teoría e Historia del Teatro. Es autor de novelas y textos para teatro, ensayos y artículos de prensa. Sus obras de teatro se estrenaron en Uruguay, Argentina, Chile, Brasil, España y Estados Unidos. Ha sido traducido al francés, portugués, italiano, vietnamita e inglés.

Obtuvo los premios Nacional de Literatura (Uruguay), Florencio, Narradores de Banda Oriental, Cofonte, Iberescena, IATI New York, Intendencia de Rocha, Morosoli, entre otros.

 

 

Autora del retrato de Carlos Rehermann: Celeste Carnevale.

 

 

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