e r m : revista de periodismo cultural

Mi cuerpo en crisis, 2017 (fragmento de Soy lo prohibido)


Por José Arenas

Es sábado a la noche. Desde el mediodía me siento mal, vengo arrastrando un cadáver, estoy en uno de esos días en que la medicación no hizo el efecto correcto sobre mi cuerpo con trastorno límite de la personalidad. Los químicos fallaron hoy y lo siento en los huesos. En esos días, el cuerpo es el primero que recibe las señales de lo que viene: el pecho apelmazado, los músculos tullidos, una ansiedad descontrolada que me ahorca con piolines sin efecto. Son casi los mismos síntomas que los de una recaída, porque, además del desacomodo de mi cabeza, se desacomodó mi acostumbramiento al Prozac y a los antipsicóticos. Hoy sé que algo estallará. Digamos que otra vez corre peligro la planta nuclear de mi Springfield.

Tengo adentro una boca de tumba a medio abrir, un cuerpo podrido que asoma y me tiene muerto de miedo, no quiero verlo, no quiero verme, me tiembla la piel. Mi compañero de apartamento, sin quererlo, ese sábado abrirá la cripta y sacará el cadáver jugoso y lleno de moscas para ponérmelo en la cama, en el teclado de esta computadora. Esa cara tendrá el brillo podrido de mis ojos. Esa instancia se llama disparador y a veces sucede con dramatismo y a veces sucede de sorpresa, porque creo que estoy preparado para enfrentar algo que me termina aplastando en batalla: una película, un libro, una canción, una noticia.

Vuelvo al sábado. Hace rato, en la tarde, que rechacé tres propuestas para coger en Grindr, unos pendejos raros, un vecino un poco aburrido y, alrededor, una belleza que se me escapa, que me es esquiva, que me aletea y jode como una mosca y no logro pegarle; pendejos marcaditos, caras de nenes, adolescentes recién salidos del liceo. Luciano, mi homemate, entra a mi cuarto lleno de ira porque acaba de ver a su expareja con otro pibe en Instagram, alguien de mi edad, y me dice: «Mirá la cara de viejo que tiene, viejo asqueroso». Su expareja debe tener veinte años. Lo miro con la guerra del Golfo en la lengua, me la trago. La tumba de mi pecho empieza a abrirse. Vuelve a entrar Luciano: «Voy a traer a un chico de Grindr —dice, de puro despecho—, no es lindo, pero es lo que anda en la vuelta». Veo la foto que me muestra del pibe; es verdad, no es lindo, pero tiene ese cuerpito de rosa morocha de barrio reo. Debe de tener el culo apretado, debe de gemir agudo y con fuerza, debe de saber gozarla y, lo peor de todo, jamás, nunca jamás, se acostaría conmigo. Al rato, pasaré por la puerta del cuarto de Luciano y el pendejo estará a las risas, sin remera, mirando por la ventana. Me doy cuenta entonces de que me morí, de que no soy adolescente ni hermoso, aunque hasta hace quince minutos pensé que sí, ya no tengo el cuerpo de mis quince, soy un treintañero peludo con barriga creada a fuerza de buenos ravioles, la misma Fanta que tomaba en mi niñez y algunos otros vicios nocheros. No solo se trata de eso, no sé ni qué música escuchan esos pibes o quiénes son sus referentes, no sé a qué le llaman bello —o sea, a mi generación le gusto, entonces ¿estaremos todos muriendo?—, casi hablamos otro idioma.

Ahora, desde mi cuarto, escucho risas otra vez y un chillido que sale de la computadora, un crujidito plástico y bailable. Me pongo los auriculares. Esa noche, me tomo medio blíster de Lunox y los bajo con un trago de grappamiel. Antes de dormir, escucho las puertas, el baño varias veces, la cabeza me proyecta la película de una juventud que no es la mía. Hasta hace poco algún psicólogo cincuentón me hizo creer que mi juventud fue mejor.

Hoy es domingo al mediodía y me despierto con el cadáver al lado de mi cama. Cambio las sábanas, dejo que la poca luz del día lluvioso entre por el vidrio de mi cuarto. Ordeno, limpio, tiro, veo a mi compa de apartamento y trato de no tocar el tema, me revuelve las tripas, me dan ganas de cagar sangre. Vuelvo a mirarme a mí, muerto ya en la cama prolija, el piso barrido y lavado, los libros vueltos a su lugar. Voy al baño en bóxer, me miro en el espejo; casi pelado, gordo. «Oso», me dirían los putos. Yo prefiero ser una chancha salvaje, una jabalí letrada, aunque sea; si me van a tratar de animal, déjenme elegir, soretes. Vuelve el tema de anoche, ahora pienso en el mundo gay, en la cantidad de rechazos que recibo por gordo o por mayor de veintiocho o porque no tengo cara de bebé. Son demasiados rechazos, se ve que me volví un monstruo sin darme cuenta. «Las redes no son la vida —me digo—. Ya te va a tocar, no seas patético andando en esas vueltas cibersexuales.» Todo culpa de un pendejo dulce con el que estuve hace unas semanas, diez años menor. «Ya no tenés veinte años», me dije por primera vez. Cómo no me di cuenta de lo horrible de esa frase.

Me pongo a hacer ejercicio, eso me va a hacer recuperar la belleza y la juventud. Hago treinta abdominales, cuarenta dorsales y veinte lagartijas. En épocas de veinte años hacía bastantes más. «Bueno, esto es porque estás retomando», me digo. ¿Y ahora qué? Me tiro al piso a escuchar Chapa, pintura, lifting de La Tabaré, el disco que escuché durante mis últimos años de liceo. Estoy en el suelo, sobre mi sudor. Faltan, por lo menos, diez horas para que termine el día. Mi compañero de apartamento golpea la puerta de mi cuarto: «Hice el almuerzo», dice. Le contesto que gracias, que no voy a almorzar. «Quizá no vuelva a almorzar o cenar nunca más», pienso. Mi cuerpo de antaño debe de andar por ahí, esperándome, va a volver, solo tengo que encontrarlo. Estoy seguro de no ser ese cadáver que me persigue. Otra vez, faltan demasiadas horas para que el domingo termine. Afuera de mi casa hay un mundo de gente joven y hermosa que no me necesita, al que no le pertenezco. Decido tomar más Lunox para dormir. Tomo un blíster entero, esta vez, con agua.

«No despiertes si sueñas amores, niña hermosa, que amar es soñar, despertar es quebrar ilusiones.»

Despierto el domingo a la tardecita. No dormí tres días seguidos ni perdí el conocimiento. No estoy en coma. No me morí. Me quedo en la cama. Escucho ruido en el pasillo, voy a ver quién es, pero es Luciano que ahí anda. Me pregunta si me siento bien, le digo que sí. Ya, de todas maneras, sabe que Springfield está en peligro, me quiere y siempre supo que momentos como este iban a llegar, parece que estaba preparado para hoy. Tiene la sabiduría y la sensibilidad de un rescatista.

Me siento en la computadora. Busco fotos para la tapa de mi nuevo libro. Reviso fotos. Otra vez, jóvenes que fueron hermosos y que hoy tienen mi edad y quizá ya superaron esta muerte o están en eso o siguen siendo jóvenes y hermosos. «No conozco eso», pienso.

No resisto, pensar, pensar y pensar: me veo cadáver, me duele el centro dorado y carcomido de mi esqueleto, me molestan los nervios y mi aliento a remedio. Agarro la trincheta que tengo entre los lápices del escritorio; hago un tajo profundo desde el hombro al antebrazo. La línea de un horizonte rojo se abre en mi piel. Vuelvo a hacer lo mismo, un poco más abajo. Otra vez un dibujo rojo se asoma. Me duele la piel, me arde, algo me usa de papel para escribir mi tristeza y lo complicado de que el mundo ya no me quiera. Suspiro fuerte unos segundos y ahora sí, decidido, me hago un tajo transversal y profundo que me atraviesa la muñeca izquierda. No veo salir sangre, así que recorro el sendero de la piel abierta, esta vez con más fuerza. Me duele. Una tercera vez y ahora sí, entre colores de piel blanca, verde, azul, veo coomo sale sangre y gotea mis hojas, el teclado de mi computadora. Salido de mí, le escribo a Martina, mi amiga, un WhatsApp: «Tengo la tapa del próximo libro». Escribo con faltas de ortografía, así que le mando un audio diciéndole lo mismo. «Sonás raro», me contesta. Me pongo a llorar, escupo llanto, sangro los ojos de mi cobardía, de sentirme lo peor, de estar triste con semejante fuerza, saber con furia lo que es estar triste y que, en la soledad de tu cuarto, el llanto se te escape a los gritos. «Sí, estoy raro», le contesto.

Al otro día, entre sonidos de carritos, de «buenos días», en medio de ruidos metálicos, nos despierta la luz blanca del pasillo que entra por la puerta corrediza semiabierta. Amanezco abrazado a Martina en una camilla del Hospital Evangélico.

 

Foto: José Arenas
José Arenas es escritor, performer y tallerista. Ha publicado las novelas Los rotos (2017), Con un hilo de voz (2019), Papeles suizos (2019), Maricas muertas (2021), Pasajeros permanentes (2023). En poesía, es autor de los libros Fueye hembra (2014), Sofía, el tango y otros desaciertos (2015, 2016), Teoría de la milonga (2020) y Tangos chinos (2021). Es autor del perfil periodístico El favorito de los hados: un perfil de Gustavo Nocetti (2022). Soy lo prohibido es su primer libro de crónicas.

 

 

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