En el fondo, un piano¹(fragmento de La peste y otras ruinas)
Por Silvia Soler
La casa se vendía con piano y banco giratorio de pianista. El dueño habló de un interesado, alguien que se había comprometido a comprarlo y lo señó en prueba de su voluntad, pero nunca pasó a buscarlo. Mientras contaba lo sucedido, el dueño —de la casa y del piano— sacudía la cabeza con fastidio, por eso que se dice siempre de la identidad nacional, lo de no respetar la palabra dada.
Había otros objetos: una heladera oxidada, una caja fuerte, macetas y frascos de perfume, la parte superior de un aljibe y una bañera con patas. Ninguno de ellos parecía importarle; el asunto era el piano.
Antes de firmar la compra, le pedí a un constructor amigo su opinión. Fuimos juntos a ver la casa y, a la séptima prueba de llave, finalmente logramos entrar. Al ceder la puerta, nos atacó un aroma rancio que se quedó adherido a la ropa hasta muchas horas después, cuando ya estábamos lejos. Solo la brisa de la playa con su olor a arena macerada borró las huellas sórdidas de la visita.
Nadie había habitado la casa al menos en los últimos dos años, excepto en el porche, donde se acomodaban al atardecer los hombres de la calle, harapientos y con aspecto de ermitaños. Además del abandono, se había colado en las habitaciones un delgado hilo de demencia que acompañaba el azaroso recorrido de caños y cables, los colores de las paredes y las sucesivas capas de rejas colocadas en cada puerta, en cada ventana.
«¡Hay un piano!», dijo el constructor con el asombro de quien descubre un instrumento musical en una caverna. Media hora después, olvidado del piano, me aconsejó deshacer el negocio. Apenas empezara a picar los revoques saltarían sorpresas de las piedras, malas sorpresas, y gastaría una fortuna, me advirtió.
Al otro día firmé la compra. Faltaban unos cuantos trámites, pero no había marcha atrás. En los saludos finales en el estudio de los escribanos y mientras esperábamos el ascensor, el dueño recordó el piano: «Se lo vendo por $ 5000, a pagar cuando cerremos el negocio, aunque vale más». Me pareció un precio razonable. Al fin y al cabo, era el piano de su madre, la profesora del barrio. Junto a sus manos de pianista habían tecleado cientos de niños; debía ser para él un recuerdo muy querido.
Contraté a otro constructor, aun cuando el primero, con aspecto de pintor bohemio y estilo galante, me resultaba seductor. El nuevo, más optimista, contrastaba con el anterior por su silueta de barril. Desde el principio leí la picardía en su cara enrojecida. Prometió convertir aquel desastre en un palacio en menos de lo que canta un gallo y por un precio «muy especial». Su martillo eléctrico arrasó con lo bueno y lo malo, las maderas de cedro y las cáscaras de la pared, en tres o cuatro días. Más lento fue el proceso de reconstrucción.
Con la euforia de los cambios, olvidé el piano y solo lo recordé en una de mis inspecciones por un tenue brillo del barniz que se destacó entre los escombros. Con celo, los obreros habían limpiado una esquina de la parte superior donde apoyaban los refuerzos del mediodía y la Coca Cola. «¿No se podrá correr para otra habitación?», pregunté. «Pesa un montón», me contestó uno sin dejar de masticar.
El piano sobrevivió a la reforma tapado con un nailon. Los muchachos lo usaron como apoyo para el martillo, el taladro, las herramientas pequeñas y las milanesas al pan. Se convirtió pronto en un referente por ser la única superficie más alta del suelo en medio de la demolición. Por esos días, todo se ubicaba con relación al piano: arriba de, debajo de, al lado de.
Una tardecita, cuando la obra parecía acercarse al final, me recibió el constructor malhumorado. «Para colocar el piso hubo que correr el piano hacia el garaje. ¡Éramos cinco hombres y no podíamos moverlo!», se quejó, y otra vez se admiró de sí mismo por su error en el cálculo del presupuesto. Ya sin el optimismo inicial, aseguraba ahora que todo saldría más de lo previsto y se lo achacaba a la infinidad de complicaciones, por ejemplo, el trastorno del piano.
Unos meses más tarde, la obra sin terminar se dio por terminada. Ninguna puerta encajaba con exactitud en su marco y las gotas de agua de las canillas nos acompañaban en un canto sin fin. Sin embargo, entendí que la casa se había rendido y se dejaba habitar con mansedumbre. También el piano parecía domesticado y permanecía en pie en el garaje, ahora convertido en cuarto de la abuela por circunstancias largas de contar. Lástima que su porte desmesurado tapaba la única entrada de luz y aire de la habitación.
La idea de una amiga de mandarlo a remate me pareció acertada. Busqué en la guía un negocio de subasta de objetos usados y llamé. «Es muy difícil vender un piano y si al tercer día no aparece comprador, usted se hace cargo de llevárselo de nuevo», me explicó el encargado. En Montevideo quedan pocos interesados en pianos y se paga más por el flete con los cinco forzudos capaces de alzarlo sobre sus espaldas que por el objeto en sí.
Con el correr de los días, mi hijo y sus amigos descubrieron la diversión de darle duro a las teclas. La abuela superaba los atentados musicales sin quejas, pero se hizo evidente la necesidad de intervenir para torcer el destino del piano.
La gente con buena intención daba ideas. Había quien fantaseaba con un futuro musical para la familia; otros pensaban que sería un gran negocio su venta, bastaba encontrar al comprador apropiado. Alguien más práctico me recomendó una organización de beneficencia que se llevaba todo tipo de objetos, sin importar el tamaño, con tal de mejorar la vida de los pobres. Llamé por el piano y de paso sumé la bañera con patas a la lista de donaciones. «En este momento no recogemos bañeras ni pianos», me contestaron.
Probé luego mandar un correo colectivo con el título Regalo piano. Enseguida aparecieron dos o tres personas interesadas en la oferta, aunque luego quisieron saber las medidas, después la marca y, por último, el estado del instrumento. De todos ellos, hubo un muchacho que anunció una visita. Fue lo más cerca que estuve de encontrarle un dueño.
A fines de diciembre, vi a la abuela cubierta de sudor respirar el aire fresco que entraba apenas por una rendija detrás del piano. En ese instante resolví descuartizarlo. Al comentar la decisión, los mismos que me habían dado la espalda se escandalizaron y otra vez surgieron propuestas en apariencia sencillas, pero no me dejé engañar.
El 29 de diciembre se presentó el hombre con las herramientas y se lo oyó martillar toda la mañana. Decenas de arañas e insectos que habitaban en la trastienda de las teclas caminaron por encima de las maderas en busca de mejor sitio para resguardarse. Al quitar la tapa, resplandeció un sello de la casa Praos SA, especializada en importación de pianos, y un hierro dorado con la inscripción «Kohler & Campbell New York USA Warranted by Makers» que hoy cuelga como testimonio sobre la arcada del living.
El hombre colocó las teclas y los macillos por riguroso orden en un armario. La parte trasera con el bastidor de metal y las cuerdas se recostaron sobre la pared del fondo, debajo de la ventana. Los pedales, la tapa y el clavijero se acomodaron junto al parrillero.
Mientras escribo, llueve, llueve y vuelve a llover. El agua se agrupa en chorros que se deslizan más allá del dintel de la ventana antes de morir sobre el piano. Escucho la lluvia con sus múltiples sonidos informes o rítmicos y, de vez en cuando, creo oír un tin melancólico sobre las cuerdas. Todas las piezas sueltas de un piano no son un piano por más que sus teclas permanezcan en estricto orden, ni tú ni yo seremos alguien cuando las partes de nuestros cuerpos se desconecten entre sí, pero en casa todavía lo llamamos el piano del fondo.
1 Este texto fue publicado originalmente en la revista Dixit, núm. 16, en 2012. https://doi.org/10.22235/d.v0i16.349
Silvia Soler (Montevideo) es profesora de literatura y ha trabajado en varios medios de prensa. Publicó más de una decena de libros, entre otros: La leyenda de Yessie Macchi (2000), La carpera: memorias de una prostituta rural (2004), Crónicas de la nada (2010), Mientras tanto te escribo: cartas de amor de cinco presos políticos uruguayos (2012), Retratos: 12 mujeres extranjeras en Uruguay junto con el fotógrafo Pablo la Rosa (2019) y la novela breve Paisaje de mujer (2023).