Ida en Ida
En esta crónica del documental Ida Vitale, la directora María Arrillaga repasa los días de filmación con la poeta a través de la convivencia íntima con sus rituales cotidianos. La poesía de Ida Vitale se presenta aquí como una forma de estar en el mundo donde los gestos en apariencia más pequeños, los animales o las plantas interpelan a la escritora con sus misterios y se convierten en materia viva de su poesía.
Inés Vázquez, Ida Vitale y María Arrillaga. Foto de Daniel Mordzinski.
Por María Arrillaga
Para conocer a las luciérnagas hay que verlas en el presente de su supervivencia: hay que verlas danzar vivas en el corazón de la noche.
Supervivencia de las luciérnagas, Georges Didi-Huberman
¿Cómo era la luz el día que nos conocimos? Verde y azul como el verano. Del oro, al rojo, al púrpura, de algún «Otoño». Una «Cirugía de invierno». Para Ida «es imposible recordar cuándo vio por primera vez a alguien que pasó a formar parte de su vida». No sé cuándo nos vimos por primera vez, pero sí sé en dónde. En la casa de mi vida, la casa de Las Toscas donde vivían mis abuelos, sus grandes amigos. Ida reconoce en mí algo familiar. ¿Es el hecho de haberme visto crecer de a saltos? ¿Le recuerdo a mi abuela? ¿A mi madre? ¿A ella misma? Me preguntan: «¿Sos la nieta?». «Por elección», respondo. Hay un reconocimiento esencial al vernos, una sonrisa asegurada, una complicidad.
Ida en Ida es el título que no tuvo la película porque es imposible cambiar el nombre que calza en un retrato. Ida Vitale es Ida Vitale. Con esta crónica me propongo deshacer un discurso personal. Desandar el relato repetido que se transforma en piedra. Fijar una historia alrededor de algo tan vivo sería, de algún modo, matarlo. Desde que se estrenó la película, hay un cuento que reitero en las presentaciones, con más o menos precisión, según el día o la noche o las olas. Lo que digo no representa el impacto que Ida tuvo en mi vida. Su mirada no cabe en esas letras, no tiene límite, es un despliegue de colores, texturas, asociaciones libres. En su libro Léxico de afinidades, Ida selecciona las palabras que le cantan en torno a cada letra, y yo en esta crónica desdoblo las que me cantaron mientras hacía su retrato, subtexto de nuestro encuentro. El canto es el río y es la red.
Abracadabra
«Para empezar, la magia: / abraxas, abrasax, abracadabra. / ¿Pero acaso / ce beau mot / pour guérir la fièvre / abscindirá todo fuego desolador, / los cráteres que no escupen su lava?» (Léxico de afinidades, 1994).
Me resulta imposible separar el recuerdo del material filmado. El primer día que entré a su casa con la cámara de fotos y el antiguo lente Leica de mi padre, faltaban unas semanas para emprender nuestro viaje en avión. Era verano y el sol bajaba con varios propósitos: completar el discurso del Premio Cervantes, encontrar los botones adecuados para la confección del vestuario, tomar el té, conversar, inaugurar el préstamo de libros y firmar una dedicatoria para una persona muy querida. Ida tenía 95 años y yo un tercio de su vida.
Esa tarde, que se hizo noche, Ida no avanzó en su discurso, pero sí destapó cajas en busca de detalles para el vestuario de su galardón. Ese día, fue la primera vez de muchas cosas. Ida inauguró para mis ojos hilos a los que seguiría entrando con la misma admiración durante los meses y años subsiguientes: Enrique, México, El Fondo, Octavio, Bergamín, Gabo, Mutis, Galdós, la Biblioteca, Mme. Boimier, su diccionario, el café Sorocabana, el orden de sus libros.
Para empezar, la magia. El mundo se redujo a una tela, a un botón y luego a otro. Como una meditación visual en movimiento, entré en el túnel de su mirada. Ella me regaló, sin darse cuenta, la importancia, al igual que el mirlo de Vinciane Despret. Ida miró y yo la filmé mirar en un mismo movimiento. Encendí la cámara, la apoyé en mis rodillas, sentí la inseguridad del comienzo y una naturalidad discordante. El objeto encendido no interrumpió su forma de mirar, ese objeto que sería una presencia constante y periférica en nuestra relación durante tres años y medio. Ida encontró un botón en forma de hoja. «Vagamente dorado, un adorno independiente. Este parece un corte de árbol. Bueno, si tenés dónde ponerlo, llevalo.» Las prendas de amor comenzaron con un botón.
Ida se dirigió al placar y tomó la caja de flores forrada por su tía Deborah con una tela bicentenaria. La colocó sobre la mesa y en ese acto creó una zanja en la memoria. «Había una época en la que juntaba cosas tan inverosímiles, este galón por ejemplo.» Cada cinta, una historia. El té fue lo único tibio del día. La conversación de dos vidas que se encuentran y resuenan es impostergable. La danza de sus manos, la poesía vivida, el mirar con lupa (o con cámara), el tiempo detenido. Una mirada doble enalteciendo el detalle. «Hoy es el final de un día feliz», fue el remate que eligió Ida antes de cerrar la puerta de su casa.
Barca
«Mi barca tiene la esencial virtud de estar en un espacio irreal, accesible solo a lo benigno y desde el cual yo podría, reconfortada, atraer el mundo, fragmento a fragmento, excusarle sus fealdades, reconciliarme con él, levantarlo al nivel de la ilusión, improbable al despertar» (Léxico de afinidades, 1994).
Ida habita despierta en lo improbable. Descubrió el pasaje. Fragmento a fragmento, descompone el tiempo en detalles. Su espacio irreal es la atención sostenida en lo infinitesimal. Lee el mundo letra a letra y en voz alta. Esa lectura compartida invita al viaje a quien la escuche. Recorrer una cuadra, una página, un jardín, con una poeta que recuerda cómo mirar, qué atender, cómo oler es vaciarse y volver a crear cada sentido. Ida cultiva el asombro en una búsqueda constante de ver con ojos nuevos. Al nombrar, hace aparecer.
«Voy hacia mi límite sin modificar el hábito infantil del asombro ante el mundo que acompaña incluso a los humanos desentendidos de inútiles minucias. Su riqueza prodigiosa posibilita una extensión del alma que hoy pocas cosas ofrecen» (De plantas y animales, 2003).
La lectura constante, subrayada y repetida de su obra despejó en mí las interferencias de la realidad, como dos manos que bucean en el aire para dar paso a su mundo de las palabras. Sus versos se encendieron, tomaron cuerpo, salieron de las páginas e ingresaron en mis días. Era el verano de 2021 y después de leer el texto con el que inicia este fragmento, la b le pertenecía a barca. Esos días la cámara iba conmigo para atrapar el desdoblamiento poético irrefrenable. Entre un mar y un cielo de tormenta, los rayos dorados salieron de las nubes espesas y dibujaron un barco. Esa imagen generadora hoy no está en la película, tampoco la palabra barca. Las capas subyacentes de cada fragmento elegido en la versión final son infinitas y, como quien esculpe la piedra para sacar el excedente, lo figurativo fue dejando paso al azar, a la referencia sutil, en la mayoría de los casos. Otras, la tentación del juego se impuso.
Colibrí
«La resolana que vibra, / un breve sol en el seto / un ts ts que al aire libra / su peligroso secreto / y ya la flor disminuye / ante el prodigio de pluma / que surge y deslumbra y huye / y sólo alcanzo por suma / terca de años, en que presa / del hechizo, sigo en vano / la milagrosa destreza / que lo suspenda en mi mano / y entonces por un segundo/ sentir cómo late el mundo» (Procura de lo imposible, 1998).
Desde la idea inicial hasta el primer día que filmé a Ida transcurrieron meses. En ese período, se había volado el sombrero de la chimenea de Las Toscas y cada vez que entraba a la casa cerrada me recibía un pájaro. El primero fue un colibrí. Mi intrusión lo aterró. Estaba descontrolado. Se golpeaba contra el vidrio triangular una y otra vez en un suicidio asegurado. El alto techo a dos aguas era su zona de protección. Cuanto más me acercaba, más inquieto se ponía. Probé distintas estrategias: señalar la salida, predicar con el ejemplo y atravesar la puerta, ocultarme, darle paso. No nos entendimos. Busqué una escoba para que se apoyara en el palo. Citando a Ida, un colibrí no se queda quieto. Empecé a desesperar por su desesperación. Salí a buscar la escalera en ruinas, doble, atada con una cuerda. Me subí sin pensarlo. Para llegar a él tenía que lograr el equilibrio de los dos pies sobre la altura superior y ser precisa en mi caza. Lo conseguí. No puedo visualizar el instante en el que el pájaro entró al hueco de mis manos, pero sí el vibrar de esas alas encerradas, enloquecidas. Bajé en un equilibrio inédito para mis largas extremidades. Sentí su furioso aleteo y abrí las manos en la puerta para liberarlo hacia los cipreses. El pájaro desapareció dejando tres plumas. Una de ellas está en la mesa de luz de Ida.
Al volver del primer viaje, escuché el poema «Colibrí» grabado por Ida en 2008. Su voz irrumpió en la misma casa a la que había entrado el pájaro unos meses atrás. Aquel día atrapé entre mis manos el presagio de Ida; sentí por un segundo el latido de su mundo.
Despedida
«La piel no dijo adiós; / la mano fue a negar el vacío, / la mirada siguió mirando, / quiso argüir / desesperadamente. / Fue la alondra / o qué pájaro siniestro. / Algo gritó muy lejos de nosotros / y se partió la tierra / en dos mitades» (Oidor andante, 1972).
Enrique
Su palabra más feliz.
«Aceptar la vida sin discutirle cada nudo es el único modo de alcanzar cierto grado de calma dicha. Dentro de lo posible, éramos felices. Gracias a su don de gentes y a su capacidad de querer a quienes se lo merecían, sé que le debo a Enrique lazos definitivos» (Shakespeare Palace: mosaicos de mi vida en México).
Formentor
Inés Vázquez y yo nos conocemos desde que tenemos memoria. Sintonizamos en la búsqueda del arrebato y la belleza imprevista. En ese entonces no hubiese encontrado estas palabras, era una frecuencia compartida y anónima. Dada su experiencia y nuestros universos análogos, Inés era la productora ideal para sumarse al plan. Imposible prever el efecto inmersión Ida en su vida y que ellas se volvieran amigas. La afinidad fue total. Recuerdo tardes en las que éramos tres niñas revolviendo cajas, objetos, libros, fotografías de una vida que no envejece. Inés traía el detalle que Ida ofrecía y la experiencia se multiplicó.
Cuando surgió la posibilidad de viajar a Formentor, a su mar y a sus montañas, no lo dudamos. En setiembre de 2019, nos subimos a un avión con un doble objetivo, acompañar a Ida y continuar la filmación de la película. Al objeto cámara se sumó otro: un micrófono con protector de viento que llamó la atención de Ida durante todo el viaje. La mascota iba entre las tres, era el gato, el perro misterioso que de vez en cuando Ida acariciaba.
Inés con su micrófono, yo con mi cámara, Ida con su poesía.
«Es inimaginable este lugar, el bosque, la montaña, el cielo, la naturaleza, el jardín hecho por el hombre, el mar atrás, el calor, el sol. Hay que acostumbrarse porque uno entra como a un cuento de hadas, imaginarlo es lindo pero vivirlo también, es excepcional. Ojalá nos volvamos particulares los escritores para hacer juego. Usted ya está en un mundo asimilado y yo estoy todavía en plena sorpresa. Me quedan capas. El que crea un jardín, está haciendo una realidad nueva para nosotros» (Entrevista a Ida en las Converses Literàries de Formentor).
Formentor fue nuestro paraíso. Durante nueve días recorrimos jardines que hoy no existen, descubrimos especies de plantas, perseguimos a un gato blanco, anduvimos en barca, conocimos los pueblos de la isla. Una forma no identificada voló al atardecer y nos preguntamos si el movimiento le pertenecía a una mariposa, a una libélula o a un colibrí. Chicho, el chofer del hotel, nos llevó a recorrer los misterios alejados del jardín en su buggy. Nos detuvimos ante un algarrobo y nos regaló tres algarrobas que aún hoy conservamos. Los gorriones del desayuno se multiplicaban alrededor de Ida. Cada mañana, ella les tiraba migas de pan y los contaba, con el gusto de descubrir un nuevo comensal en cada recuento. Ida buscó la flor roja y naranja de mi infancia para concluir que olía a gato y reírse de mis aficiones. Entró a una playa por el camino de madera que la condujo hacia el mar. Ensimismada entre los bañistas, sumergió sus pies. Observó el fondo, se agachó y recogió una a una sus piedras. Miró por la ventana de un barco vacío e imitó el movimiento de las olas con sus brazos. Intrigada por el escuadrón de jardineros, la poeta encontró al principal, que trabajaba en el hotel desde hacía cuarenta años. El hombre se levantaba cada día a cortar las flores para adornar los suntuosos espacios con vistas mediterráneas. Ida descubrió al pianista húngaro y se detuvo en una esquina del comedor ruidoso y multitudinario. Cerró los ojos y escuchó. «Música, música.» En la piscina, Inés y yo fuimos parte del universo mientras hacíamos la plancha e Ida escribía, bajo una palmera, un texto sobre L’infinito de Leopardi. Aurelio y Valerie. Dulce y Erandi. El salmorejo. El sabor de las trufas. El dedo verde.
El último día en Formentor, los escritores invitados al congreso literario habían partido. Ida se acostó en el pasto a contemplar los pinos inclinados hacia el Mediterráneo, Inés la siguió. Apoyé la cámara en el piso para filmar la escena y me uní al último respiro en la isla. Con el dorso de su mano en la frente y los ojos abiertos, la escuchamos decir: «Hay que ahorrar momentos como este para cuando falten».
Gorrión
«No respiran los pájaros: / por su canto respira el mundo» (Mínimas de aguanieve, 2015).
Gusto
«De chica, cuando empecé a leer por mi cuenta, me planteaba mucho, ¿esto es bueno? ¿me tiene que gustar? Me gusta, ¿pero está bien que me guste? Hay libros que no te dan ninguna referencia. Es un ejercicio importante. Ya cuando era adolescente, vivía en una zona cercana a la universidad y había una librería enorme de libros usados. El dueño no tenía nada que ver con los libros, entonces era totalmente arbitrario. De repente una guía del siglo, vieja, grande, pesada, era un libro caro y yo había descubierto unos libros chiquitos, unos libros franceses encuadernados en una tela especial. Una monada la colección y con títulos excelentes. El hombre los miraba y me decía, diez centésimos cada uno, así que yo me llevaba una cantidad de material por un precio ridículo. Vendía libros prácticamente al kilo, como las papas» (Entrevista para Tot el temps del món, TV 3).
Durante el rodaje, la poeta fue jurado de un concurso literario. Su apartamento estaba cubierto por resmas de hojas A4. Para Ida la palabra es el centro y esas páginas fueron fuente de dura crítica a través de semanas de lectura y selección. Una tarde pandémica fui a su casa a filmar la reunión de jurados por Zoom. Hoy es una escena de la película y una pincelada fundamental de su retrato: una abeja que suelta su aguijón de humor cuando se enfrenta a la corrupción del lenguaje.
«Son los dos extremos, el aburrimiento de lo repetido y la novedad de lo injustificado. Son dos opciones para elegir.»
«¿Notaron qué usual es que nos encontremos con gerundios mal utilizados? Hay una gerunditis generalizada por todo el concurso.»
«En realidad, debería ser un punto de conflicto, ¿no? ¿Aceptamos poemas con faltas de ortografía, sin puntuación de ninguna especie? Lo cual parece no implicar un criterio, sino un estado de paciencia o impaciencia… Los que te escriben “ha” de haber sin “h” o palabras misteriosas… ¿No encontraron palabras que no se sabe de qué idioma vienen?»
«Una cosa es que uses una palabra cuando no tenés una palabra en tu lengua, pero cuando tenés dos o tres, a mí me parece un esnobismo. No hago descansar todo en eso, pero yo trato de no hacerlo.»
Historia
¿Existe algo así como el cariño heredado? Es sin duda un camino señalado que invita a ser recorrido. Una puerta entreabierta que abduce o no la atención particular, entre tantas posibilidades, y adelanta o ahorra una construcción de confianza que, en general, regala el tiempo. Reconocer a Ida desde otra edad fue volver a conocerla, fue también verla por primera vez y descubrir en ella algo que hay en mí. Ida y yo partimos de cimientos construidos por otros, y por nosotras en menor medida, sobre los que nos encontramos.
Mientras le colocan un micrófono inalámbrico, Ida habla con dos escritores. Está a punto de entrar a una conferencia en una facultad de Filología de Madrid. Ida cuenta que soy nieta de los Maggi y resume la historia: «Cuando nos casamos las dos parejas aspirábamos a jardines y no daba el dinero, entonces Maggi, que era el hombre de las ideas brillantes, dijo, bueno, no hay más que buscar una casa que sea divisible entre dos, entonces nos fuimos dos parejas amigas a vivir juntas, así que los hijos están ahí». Ida mira la cámara y dice: «Nietos, más bien nietos». Los técnicos apuran a Ida y le indican el camino hacia la conferencia. Le advierten sobre los escalones, pero Ida ya había mirado antes de que alguien le dijera que mirase.
Ida y mis abuelos, Carlos Maggi y María Inés Silva Vila, comenzaron su amistad a los veinte años. Compartieron la escena de los cafés, la crítica extrema a Felisberto, a Bergamín y a Onetti. Un espíritu joven inalterable a pesar de las décadas, una entraña viva. Coincidieron en el año de su casamiento y alquilaron la casa de la calle Martí en la que nació mi madre, Ana María, y la hija mayor de Ida y Ángel, Amparo. Más tarde, un divorcio, un amor, Enrique, el exilio y una amistad que continuó por correspondencia y visitas esporádicas. Arribos y partidas. Crecí escuchando anécdotas de Ida y María Inés, mujeres distraídas que habitaban dos universos a la vez y encontraban sus lentes en la heladera.
La casa de mis abuelos en Las Toscas era el escenario usual al que Ida y Enrique llegaban desde su vida en el extranjero. En mi memoria hay cuadros salpicados, momentos especiales con esa pareja entrañable. Todos transcurren en verano, la estación de la infancia y la felicidad. Ida aterrizaba con sus regalos, un té chino blanco en una lata lila, un pañuelo rojo mexicano, un jabón que inundaba la casa con su aroma a jazmín. Ella estaba en los detalles únicos, él en la atención humana. Ambos en el humor afinado. Ida y Enrique traían frescura, aires de sus mundos internos y externos, únicos e inolvidables. Un entusiasmo especial que yo todavía no podía aprehender.
Ida
Ida sostiene el libro Poesía reunida, recostada en una reposera de Formentor.
Yo. ¿No querés ponerte el pañuelo en la garganta?
Inés. ¿O un vaso con agua?
Ida. Me cuidan la garganta porque hay que grabar.
Las tres nos reímos.
Inés. No es eso.
Yo. Es porque es mi parte más débil. ¡Qué horrible!
Ida. Pero incluso es una lata tener mucho material.
Yo. Claro, hay que elegir, ya elegimos todos estos poemas del libro, después va a haber que elegir cuáles de estos van en la película.
Las carcajadas continúan.
Ida. Mirá, yo ya te conté cuando adaptábamos Las almas muertas de Gogol y Laura [Escalante] decía: «No, dejá todo, está perfecto. No se puede tocar nada». Y duró cuatro horas y pico el espectáculo.
Yo. Cualquier persona se puede quedar cuatro horas oyéndote.
Ida. No, oíme…
Inés. Yo lo haría, por lo pronto.
Yo. Yo también.
Ida. Una película que te pasa…
Yo. Una hora y media…
Ida. Ya es mucho.
Ida encuentra un papel que sobresale del libro y lo abre.
Ida. ¿Cuál? ¿Vórtice?
Yo. Sí.
Ida se distrae con algo.
Yo. ¿Estás cómoda?
Ida. Sí, pero estoy mirando que…
Yo. ¿Qué?
Ida. No, creí que había venido gente. Ah, no, es que hay una escalera, bueno, «Vórtice: La hoja en blanco / atrae como la tragedia, / traspasa como la precisión, / traga como el pantano, / te traduce como lo hace la trivialidad, / te engaña como tú mismo puedes hacerlo. / Atrapa con la dominación del delirio, / encierra todo el dolor / o la ya tan difícil exaltación. / Sobre todo cumple pretorianamente / tu encomienda: te veda la justicia por propia pluma». ¿Ta?
Yo. ¡Ta! Ese ya está.
Ida. ¡Ese ya está!
Juzbado
Hay una maratón en Madrid y la ciudad está cortada. Ida y Amparo bajan las escaleras del metro. Viajamos bajo tierra con Fernando, el alcalde de Juzbado, que nos llevará hasta su pueblo. Logramos llegar al auto y nos alejamos del caos a través de túneles, rutas, campos, ovejas y un cielo azul.
Las carpas grises nadan con los reflejos del mediodía. Saltan para atajar el pan y se sumergen. Asomada a una baranda de madera, Ida deja caer migas y sonríe cada vez que un pez conecta con su intención. Un escritor, que acaba de conocer, se acerca. Ella le cuenta que en su casa nadie hubiese definido como útil la atención puesta en algunas criaturas poco decorativas que las ciudades erradican al crecer.
Llegamos a la plaza central de Juzbado, que homenajea a Ida durante el fin de semana. Sus doscientos habitantes la esperan con un aplauso eterno. Suena una campanada. Fernando le entrega el micrófono a Ida. «¿Qué pasa, no se oye? Es que todavía no hablé. No sé si hablar de poesía tiene sentido, estamos metidos dentro de un poema, pienso que tendría que haber escrito toda mi vida poesía bucólica, poesía que hiciera juego con esto, ojalá pudiera recibir a cada uno de ustedes en Montevideo.» Los presentes se acercan a saludarla. Doscientos abrazos.
La pierdo. Atravieso la multitud y llego a ella cuando destapa la primera de las tres placas instaladas en su honor. Lee el poema «Misterios». «Entre desconocidas calles iba, / bajo cielos de luz inesperada. / Miró, vio el mar / y tuvo a quién mostrarlo. / Esperábamos algo: / y bajó la alegría, / como una escala prevenida.» «El misterio mayor es que yo esté aquí y eso en una pared.» El pueblo sigue a Ida por callejones de piedra. Una procesión a la que hay que estar atenta. Me lleva la corriente lenta del traslado. Pido permiso. Avanzo. Ida se recuesta al lado de la siguiente placa cubierta. Arregla su pañuelo y mira a la gente llegar. Observa hacia un lado, hacia el otro. No le dan los ojos. Descubre dos flores alrededor de la placa y las exhibe ante un público ubicado a treinta centímetros. Recuerdo la cercanía porque coincide con la distancia de foco mínima que tiene el lente. «¿Qué es esta hermosura? ¿Dalia? ¿Cruza de dalia con rosa?» Ida destapa la segunda placa con el poema «Fortuna». Fernando le entrega el libro Poesía reunida. «Como es evidente, él sabe el libro de memoria», dice Ida y muestra el papel que marca el poema. El ambiente de bienestar y buen humor está en el aire y en cada persona. La poeta se saca los lentes y lee: «Ser humano y mujer / ni más ni menos».
Ida se distrae con un árbol, sigue su camino, baja una pendiente y se acerca a la tercera placa. «Uno no está acostumbrado a agradecer las maravillas de la vida, toma un vaso con agua y no le agradece al grifo... pero esto es la cereza arriba del helado, como dicen en mi tierra. No hay otra manera de sentir esta comunión, que viviéndola. Quizás el alcalde lo más sensato que ha hecho en su vida sea traerme a mí.» Ida y Fernando descubren el poema «Reunión».
Las sombras largas, la luz amarilla, el sol que cae.
Cambio de planes. Uno a uno, los vecinos salen del ayuntamiento con una silla y la trasladan a la plaza en una organización espontánea y perfecta. La charla cambia de locación a último momento porque la concurrencia supera la capacidad del lugar. Ida deja el ayuntamiento del brazo de nuevas conocidas. Llegan a la plaza al comienzo del atardecer. «Siempre que leo, leo al azar, a veces agarro para un lado, a veces para otro, a veces aparece un tema en el cual no pensé y como igual el azar yo creo que es el que maneja el mundo, cada cual va a elegir aquello que le caiga mal». El alcalde le pasa un libro abierto. «Aquí aprendí a ser obediente, en Juzbado.» Ida lee el poema indicado: «Nombre en el viento».
«A veces me preguntan por qué escribo, no hay una explicación. Esto que leí puede ser una explicación. A veces todo nace de una curiosidad ante una palabra y aparece el diccionario como algo imprescindible que debe formar parte de toda vida. Creo que en el fondo, todo eso que uno no sabe por qué escribe, por qué viene a ser escrito es porque…» En ese instante suenan las campanas de la iglesia. Ida levanta la mirada hacia el campanario y responde al enigma de la escritura a través del sonido que se presenta.
Los habitantes se organizan en una fila. A pesar del frío, Ida dedica un libro a cada uno. Un niño juega a la pelota contra la pared de piedra al anochecer.
El tiempo no existe.
Fernando y Pilar, su compañera, nos reciben en su casa. Le muestran a Ida su colección de instrumentos de cuerda antiguos. Mientras Fernando va a buscar las partituras, Ida toca las cuerdas del laúd como una picardía secreta entre ella y la cámara. La pareja nos dedica un concierto familiar con una voz inolvidable. Mientras Fernando toca y Pilar canta, Ida tararea emocionada. Cierra los ojos, se deja invadir por la música y viaja hacia otras vidas. Al terminar, pide que canten otra y otra. Su energía es renovable.
Edité esa escena decenas de veces y no logré transmitir lo que fue. Hubiese implicado una película aparte, un día en Juzbado.
Km
Ida encuentra distintos mazos de cartas en una caja de mudanza. Los distribuye por color. «Esta K debe pertenecer al rojo. Estas corresponden al azul, pero igual están muy incompletas. Con un mazo solo no se juega. De repente encontrás y de repente se ausentan todas. Todas las que faltan, faltan y faltan y vuelven a faltar.» Ida se repite y canta «faltan y faltan y vuelven a faltar».
La cámara sube a su rostro. Los lentes, que no usa para ver de cerca, le cuelgan de la oreja como una escuadra. Filmo sus manos y sus anillos. «Ah, este no es de acá, no corresponde. Algunos están, dos reyes, dos reinas y después ya resulta que te falta el caballero. Bueno, las dejo en orden por si algún día aparecen en otro lado. Un poco absurdo. Todavía no reduje las cajas porque está todo en el aire. Por lo menos esto ya se sabe que está incompleto.»
Ida continúa escudriñando los mazos. «Están incompletos de manera tan rara. Falta un mazo, eso es lo que le falta. Hemos jugado a las cartas en tantos lados y después cuando llegaba el momento de tirar, guardábamos.»
Ida coloca las cartas en la caja para las sobrinas de Enrique. «Las dejamos ahí por si encuentran otros juegos que puedan valer.»
Laberinto
«El día, un laberinto / donde sólo tienes la luz / unos minutos. / Te asomas a la mesa que marea, / miras papeles, / mares que se ajan, / letras confusas, / hojas de otro otoño, el registro del día, / el laberinto, / donde sólo tuviste luz / unos minutos» (Procura de lo imposible, 1998).
Música
Ida observa un cd que no funciona. Intenta descifrar el motivo de su silencio, desentrañar el error, pasar más allá de la materia para comprender y, a la vez, hilvanar versos mientras mira. Como si en ese círculo que esconde su música preferida hubiese un misterio, algo a atravesar, una voluntad de entender lo incomprensible y descubrir la poesía, en una misma nota.
Novela
Ida cuenta que treinta años atrás comenzó una novela que nunca terminó. Le faltarán diez, quince o cinco páginas. Es un abandono deliberado. La novela está durmiendo hasta que se le olvide todo porque prefiere evitar la tentación de ceder a lo que ya hizo. Escuché esta historia en varias entrevistas que le hicieron durante el viaje cervantino.
Meses después llegué a su casa y sobre la mesa del living me esperaba una caja abierta. Ida me dejó sola un momento y fue a la cocina a encender la hornalla para calentar agua.
Yo. ¿Qué es?
Ida. La novela.
Yo. ¿La novela?
Ida. La novela que nunca terminé.
Yo. ¿Leerías la primera página?
Ida se acerca a la caja y observa la copia.
Ida. La primera página son citas.
Yo. Entonces la segunda.
Ida. Lo otro así suelto no se entiende un cuerno creo.
Mira a su alrededor.
Ida. Estás filmando el caos. Bueno, todo es posible.
La cámara se mueve al ritmo de la risa.
Ida. Bueno, ¿qué hago?, ¿leo?
Yo. Sí.
Ida mira hacia la cocina mientras se sienta a leer.
Ida. Se nos va a acabar el agua. «Cortesía a la puerta de una novela. Trepamos por una página anodina o vamos arrebatados si es admirable. De pronto, el vértigo de un vacío nos llama. Una historia que no existe, quiere nacer, ser escrita…» Lo dejamos ahí, ¿no?
Ida se levanta y corre a la cocina para apagar el fuego. No es la única caja abierta en su casa. En el sillón hay postales de los distintos viajes que hicieron con Enrique, sobres rotos, libros repetidos, papeles de distintos tamaños. El archivo de dos vidas, un caos imposible de clasificar.
Ñ
Ñacurutú.
Otra
Cuando la película era otra película, imprimí fotografías y las sometí a experimentos. La primera fue una foto en blanco y negro de Ángel, María Inés, Carlos, José Pedro Amanda, Chacha, Maneco y una Ida de ojos cerrados, más atenta a su interior que a la cámara. La clavé en la arena en un día de viento y filmé hasta que los granos la cubrieron por completo. La escena estaba inspirada en este poema.
«La tú misma con la que te rozaste, / la que no podrá llegar a ser / en lo poco que queda, / la que quiso haber sido / y una suma de instantes astillados / de la vida apartaron / de los sin duda sueños: / ¿cuál cierta entre lo incierto? / Ya no claves: candores / y epidermis más o menos expuesta. / Y un silencio de gruta / bajo el bosque estridente. / Soñabas en el claro embrujado / en el centro de lo enredado oscuro, / en las señas intactas y la guías / y el portal todo luz. / Ése por donde se volvía / al comienzo, / a la voz sin fractura. / A la feliz, irracional certeza» («Trema», 2005).
Premio
«Con lluvia modere la velocidad», recomienda el aviso lumínico camino a la Universidad de Alcalá. Es el día de la entrega del Premio Miguel de Cervantes. En la puerta del evento, Ida está nerviosa. No encuentra dónde situarse. La idea de recibir a los reyes como dueña de casa no le hace gracia y lo expresa. Se mueve hacia un costado. La acomodan en el lugar previsto. Ida tiene frío y obedece. Del otro lado de la cámara estoy rodeada de periodistas acreditados que me mueven de un lado a otro. Fuera de campo, se los escucha nerviosos, masculinos, buscando el mejor plano para salir al aire. Mi cámara se mueve torpe, busca a Ida, intenta evitar a los periodistas inevitables. En una danza visual accidentada, pregunto: «¿Dónde me puedo poner? ¿Puedo ir delante de los cables?». Ida y yo, inquietas, no hallamos acomodo. De repente sucede el encuentro. Ida me mira por un instante y sonríe. Llegan los reyes y las fotografías ansiosas, siempre a destiempo, del tiempo de Ida. Ella se deja llevar, entra después de Su Majestad. Me quedo filmando fuera de la puerta, el límite permitido con una cámara encendida. Para pasar debo entregarla o asegurar su oscuridad. La tve tiene la exclusividad de imagen y sonido de este hito en su biografía.
Quizás
«Quizás por eso anda mirándolo todo con ojos que también son lengua y tacto y oídos y sexo, dejándose penetrar por el mundo y lamentando apenas no tener una mágica memoria donde quepa para siempre todo lo visto y entrevisto y lo leído en las prodigiosas coagulaciones del alfabeto» (El ABC de Byobu, 2004).
Risas
Durante el rodaje, Ida demuestra su ocurrencia en los eventos más mínimos.
De hojas secas: «Estas no condicen con la estación».
De menú borroso: «Me gusta la distinción entre la papa aplastada y el puré de papa».
«Cuando pierdo los lentes empiezo a buscarlos por la heladera.»
Té en el aeropuerto: «Donde naufraga un té. No hay nada menos tentador que esto».
«Hace mucho que decreté que mi modo de viaje favorito es el ferrocarril pero nunca me toca.»
«Esto es como una almohada al pan zambullida en un gusto raro.»
«Pasaron varias personas que miraron y yo me sumergí en la sopa, porque si encima tengo que hablar.»
«Tiene la cara de un chiquilín que envejeció de golpe.»
Sílaba
La aparente distracción es una profunda concentración en su atención. Ida avanza de sílaba en sílaba, sin rumbo, serpenteando, sin meta ni trascendencia ni narración. Toca una telaraña, la araña, para concluir después de moverse y nombrar que el bicho murió de vejez porque está quieto. Ida tiene talento para atender lo que nadie atiende y así traducir lo invisible.
Tiempo
«Caminar despacio, a ver si, tentado el tiempo, hace lo mismo» (Antepenúltimos, 2017)
Nunca tuvo diarios íntimos ni relojes que duraran. Ida está en el tiempo y fuera de él, en el espacio que hay entre las letras. Los relojes inexactos la obsesionan y son los únicos que hay en su casa, como si su buen funcionamiento la anclara al tiempo que ella ignora. Son seis y están averiados. «Le falta una rosquita. ¡Este era de Enrique! ¿Dónde estará la cuerda? ¿Cómo se abre? ¿Se habrá quedado sin pilas? ¡Aquel es un misterio!» Cada uno obra a su manera para hacerla olvidar las agujas.
Unidad
«No es casual lo que ocurre por azar: / un fragmento de nada se protege / del no ser, se entrecruza / de signos, impulsos, / síes y noes, atrasos y adelantos, / trazos de geometría celeste, / coordenadas veloces en el tiempo / y algo ocurre. / Lazos para nosotros pálidos, / son obvios para lo que no vemos, / y nosotros la ventana abierta / desde donde la tela blanca vuela / cubierta de diseños. / Pero uno llama azar / a su imaginación insuficiente» (Mella y criba, 2010).
Viajes
«Corta la vida o larga, todo / lo que vimos se reduce / a un gris residuo en la memoria. / De los antiguos viajes quedan / las enigmáticas monedas / que pretenden valores falsos. / De la memoria / sólo sube un vago polvo y un perfume. / ¿Acaso sea la poesía?» (Sueños de la constancia, 1984).
Un festival literario nos recibe en el antiguo convento de la ciudad y actual hotel Sofitel. Aterrizamos con el vapor nocturno del Caribe. Entramos a la ciudad amurallada, a sus calles de colores, ritmos y paraguas colgados. Un éxtasis sensorial con 40 °C. Dentro del hotel hay una selva (una primera impresión exagerada). Después de largar las cosas en las habitaciones, Ida, Inés y yo salimos a explorar. El patio central está atravesado por pasajes de mármol y canales de agua. Ida se vuelve colibrí al descubrir las distintas especies de plantas. Mientras escribo escucho el eco de su voz: «Mirá aquella hoja cómo hace, parece una cuna. Mirá esa, qué divina, esa es notable, mirá mirá, mirá la flor... ¿Y esa otra? mirá la hoja dónde nace». Ida se mimetiza con el lugar, todo lo mira, lo toca, lo huele, lo imita con su cuerpo, el salmón de las paredes, las distintas tonalidades de verde, los ventiladores de techo frenéticos, los pájaros negros María Mulata que saltan de un puente a otro. En el camino a la habitación, Ida se detiene a leer la portada de un periódico que menciona el coronavirus. Era enero de 2020 y ese nombre era una incertidumbre reciente.
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Enciendo la cámara y le entrego a Ida un sobre de manila. Ella lo abre y descubre el manuscrito de Cuarenta y cinco por uno, libro escrito por María Inés Silva Vila o Pocha, como solía llamar a su amiga. Lo hojea con atención. Levanta la mirada y va hacia su biblioteca. Señala un portarretratos.
Ida. ¿La reconocés?
Ida acerca la foto a la cámara. No logro enfocar.
Ida. Tu abuela.
Yo. Claro.
Es una foto desteñida, casi fantasmagórica, de las dos mujeres. Ida la deja en su lugar.
Ida. Todo el libro no voy a leer.
Yo. Solo esa parte.
Apoya las hojas en la mesa del living y lee el fragmento señalado.
Ida. «El tiempo para Ida es siempre una sorpresa, algo que viene de afuera como un golpe de viento y que por lo general asusta un poco. Decir la hora en su presencia es un pecado: jamás puede creer que son las cinco cuando son las cinco. Siempre ha sido así, encantadora y única en su desconcierto. Una mujer sin reloj, aunque lo lleve puesto.»
Mi abuela escribió esas palabras décadas antes de que iniciáramos la película.
Yuxtaposición
«Siempre sumar, nunca dividir»: una enseñanza directa que Ida me entregó junto a una calculadora en desuso.
Z
«Imagina una teoría de puntos finales. Pero ya se sabe. Muchos puntos seguidos se transforman en puntos suspensivos» (El ABC de Byobu, 2004).
Ida se despierta y me pregunta: ¿Cómo suena el aleteo de una mariposa?
¿Será ese su próximo poema?
En mi familia no se habla de tragedias ni está permitido el humor negro. Ida me regaló una naturalidad para hablar de ciertas cosas. O todavía no, pero casi. Ella nombra a la muerte con recurrencia y picardía.
Algunos ejemplos:
24/04/19 - Residencia de estudiantes de Madrid
«Tendría que empezar por decir que no soy yo, yo soy una especie de fantasma que todavía no entiende en qué consiste la realidad, cuánto dura, cómo termina y si cuando termine yo sigo siendo yo.»
25/04/19 - Instituto Cervantes
«La próxima vez pasaré como fantasma.»
22/06/19 - Escuela República Argentina
«Aparezco de fantasma a averiguar si leyeron o no.»
12/09/19 - Exposición en el Centro Cultural de España de Montevideo
«Se supone que pronto me cortarán el permiso para estar en el mundo. Sentir la gratitud inesperada de la gente me hace pensar que debo seguir en la tierra un tiempo más para agradecer todo esto. Ese grupo que recibe el nombre de la Generación del 45, nombre discutido… como sea, integrarse a una generación tiene sus pro y sus contra, el pro es sentirnos parte de una realidad, la contra es sentir que esa realidad ya está yéndose y que uno está ahí todavía rezagada sin cumplir con su deber total que es desaparecer, como desaparecieron los otros. No me apuro todavía porque todo esto me hace sentir que tiene sentido estar viva y de vuelta en Montevideo.»
El 2 de noviembre de 2023, el Día de los Muertos, Ida cumplió cien años. Desde el comienzo era un misterio, una incertidumbre prever cuánto de este proceso íbamos a recorrer juntas. Lo recorrimos entero: Ida, Inés y yo. La propuesta original en un almuerzo cinco años atrás, el primer viaje, las tardes en su apartamento, Formentor, la feria del libro de San José, la escuela, el teatro de Durazno, Cartagena de Indias, la pandemia, el equipo de los sueños, Sylvia Meyer, Martín Batallés, Gabriela Costoya, Marta García, Daniel Yafalián, Stefanía Reta, Pablo Maytia, la última versión de la película, el humor de Ida al verla, el preestreno en DocMontevideo en un Teatro Solís completo, el lanzamiento internacional en el Festival de Cine de Málaga, el estreno montevideano, la gira por el interior del país, el festejo global de su cumpleaños número cien… Hay seres que despiertan la magia en el mundo y en las personas. Ida es ese tipo de seres…
Para concluir esta crónica transcribo las primeras palabras que escribí sobre la película:
«Esta libreta está destinada a Ida y si me arrepiento tiene la facilidad de permitirme arrancar las hojas a través del camino prerrecorrido por una máquina.»
No sabía que con Ida «el tiempo de la duda había terminado» ni que estaba entrando a una continuidad de años de una o dos o tres biografías. Años atravesados por una película; años de película.…
«La palabra infinito es infinita, / la palabra misterio es misteriosa. / Ambas son infinitas, misteriosas. / Sílaba a sílaba intentas convocarlas / sin que una luz anuncie su dominio, / una sombra señale a qué distancia de ellas / está la opacidad en que te mueves. / Van a algún punto del resplandor y anidan, / cuando las dejas libres en el aire / esperando que un ala inexplicable / te lleve hasta su vuelo. / ¿Es más que su sabor el gusto de la vida?» (Procura de lo imposible, 1998).
María Arrillaga 1986, Uruguay. Directora, fotógrafa y montajista. Entre sus obras destacan el videoarte Global Myopia junto a Marco Maggi, el film de "Heterotopia I" sobre la obra de Peter Halley. Dirigió, filmó y editó su ópera prima Ida Vitale que participó del Festival de Málaga, SANFIC y la 47ª Mostra Internacional de San Pablo. Licenciada en Comunicación Social.