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Cuestionando al emperador: acerca de Sobredosis, de Diego Recoba, y Zurcidor, de Fidel Sclavo

nota tapa

Por Andrés Olveira

El prestigio del tedio

En agosto de 2007 el filósofo argentino José Pablo Feinmann, con motivo del fallecimiento de Ingmar Bergman, escribió para el suplemento Radar, de Página/12, un texto que tituló «El prestigio del tedio». Tan solo con el título es fácil deducir que estuvo lejos de significar un homenaje al cineasta sueco; muy por el contrario, Feinmann se dedicó a despotricar allí contra el mandato crítico y sus dictámenes, seguidos a rajatabla por los consumidores culturales que quieren darse dique de cultos o entendidos.

Las cartografías establecidas desde arriba, según el autor, devienen en preceptos difíciles de eludir: suponen un mapa de aquello que es contemplado como valioso desde una jerarquía intelectual y es reproducido por quienes no quieren quedar en offside o, lisa y llanamente, como ignorantes. Esta actitud pretenciosa, llamada esnobismo, se pone en juego cuando una persona acepta e imita de forma exagerada ciertas maneras de comportarse y de pensar que le llegan ungidas de prestigio por aquellos a quienes considera distinguidos.

Detrás de esta actitud, el argentino encuentra aquello que Martin Heidegger (1927/2003) sostiene en el parágrafo veintisiete de El ser y el tiempo, donde el filósofo alemán describe a aquellas personas que viven «bajo el señorío de los otros», aquel que «no es él mismo», porque «los otros le han arrebatado el ser». «Los otros», entelequia que disuelve las individualidades, alcanza este carácter impersonal al guiarse por lo que Heidegger llama el uno —el Das Man— y sus imperativos:

Disfrutamos y gozamos como se goza; leemos, vemos y juzgamos de literatura y arte como se ve y juzga; incluso nos apartamos del «montón» como se apartan de él; encontramos «sublevante» lo que se encuentra sublevante. El «uno», que no es nadie determinado y que son todos, si bien no como suma, prescribe la forma de ser de la cotidianidad (p. 143).

Quienes viven bajo el mandato del Das Man, según Feinmann (2007), son los que responden al «se dice». Entonces, si «se dice» que un artista es un genio, «tengo que decirlo también yo», algo que delata una «inseguridad no resuelta» que lleva a evitar el cuestionamiento o el pensamiento crítico, omisión perniciosa para cualquier actividad humana —nos dedicamos a asentir como los perritos que supieron engalanar los taxis hace algunos años—. Los «cultos» que veían las películas de Bergman no le parecían cultos a Feinmann, «sino pedantes insoportables, apologistas del aburrimiento y la solemnidad».

En «El traje nuevo del emperador», el clásico cuento de Hans Christian Andersen (1907), un par de estafadores itinerantes —los buenos estafadores siempre lo son— le aseguran al regente del título que le confeccionarán un atavío tan prodigioso que no podría ser visto por tontos o incapaces. El emperador, muy pagado de sí mismo, les dio el sí, confiado en que, con su nueva vestimenta, descubriría la valía de quienes lo rodeaban. Por supuesto que en el telar de los estafadores —que durante el falso proceso se embolsaban para sí la onerosa materia prima que solicitaban, además de sus honorarios— nada había: solo se dedicaban a la mímica, porque ninguno se atrevió a confesar que nada veían, ni los cortesanos ni el emperador, que callaron por temor a ser considerados tontos o incapaces. Hasta hubo un integrante del séquito que redobló la apuesta y sugirió el estreno del traje en el desfile que se avecinaba en cuestión de días. Por supuesto que el emperador no se negó, aunque aquello supuso que el día del desfile tuvo que subirse al carruaje desnudo —o en calzoncillos, en las versiones más pasteurizadas del relato—, ante la mirada de sus súbditos, que habían oído la fama de su vestido y tampoco osaron confesar que veían al susodicho tal como había venido al mundo. Así fue, hasta que un niño gritó espontáneamente lo que sucedía. Los demás súbditos, contagiados por la sensata ocurrencia del infante, repitieron a viva voz que el emperador estaba en pelotas, para decirlo en lenguaje vernáculo. El emperador, a pesar del desbarajuste, siguió desfilando erguido mientras sus asistentes sostenían la cola inexistente de su vestido.

El francés Robert Escarpit (1962) diría que en este relato el niño es el portador del sense of humour, una expresión de cuño inglés —como el término esnob— que se niega a traducir como «sentido del humor», porque significa algo más: quien posee este rasgo tiene la «conciencia natural, intuitiva, pero lúcida y deliberadamente sonriente de su propio personaje caracterial en medio de otros personajes» (p. 28), algo así como una perspectiva —en la que se incluye— desde la que observa con diversión el sostenimiento de roles dentro del sinsentido de la propia vida: alguien que ve el ridículo de quien se toma demasiado en serio. El niño, que aún no tenía internalizado el mandato y por lo tanto no cargaba con la mochila fatal de sus contraindicaciones —el riesgo paralizante de quedar ante los demás como tonto o incapaz—, tuvo la libertad para manifestarse desembozadamente, y develó el absurdo del suceso. Así, afuera de «los otros», perpetró con inocencia una transgresión que rompió el influjo de la convención temerosa. Ese espíritu juguetón es el que emulan los filósofos, los poetas y los comediantes, fabricantes de dispositivos que deconstruyen lo circundante para desbaratar, subvertir o crear nuevos sentidos.

No es casual que lo que se le pida a una persona cuando abandona la niñez para ingresar al mundo adulto —el imperio del «uno»— sea la asunción de diversas responsabilidades enmarcadas en el orden establecido, en el que resalta como virtud el no llamar la atención, o lo que, con pasiva agresividad, se ha convertido en un pedido común que lo gregario le solicita al individuo: no cuestionar lo dado o «no pasarse de listo». Así se ingresa en la medianía de lo aceptado, dejando la espontaneidad en un canasto que un innominado guardia —la autoridad— nos señala antes de atravesar el pórtico de las obligaciones mundanas, como si de un objeto metálico en el aeropuerto se tratara. Dentro de este paquete se encuentra la consabida solemnidad, característica que termina erigiéndose como coordenada obligatoria de la producción cultural, en un derrame que comienza desde la crítica y baja hacia los consumidores, que, con esnobismo, reproducen lo habilitado, «más papistas que el Papa».

A propósito de esto, Feinmann evoca un pasaje que Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares (1961/1996) escribieron a principios de los sesenta acerca de la literatura policial y su recepción: «Cabe sospechar que ciertos críticos niegan al género policial la jerarquía que le corresponde, solamente porque le falta el prestigio del tedio» (p. 250), aseveración que complementan señalando la paradoja de que «sus detractores más implacables suelen ser aquellas personas que más se deleitan en su lectura. Ello se debe, quizá, a un inconfesado juicio puritano: considerar que un acto puramente agradable no puede ser meritorio» (p. 250). En La distinción: criterios y bases sociales del gusto, Pierre Bourdieu (1998) ahonda en lo que llama «la repugnancia por lo “fácil”», refiriéndose a esta aversión que expresan los acólitos del gusto «puro», que:

Encuentran su principio en el rechazo del gusto «impuro» y de la aisthesis, forma simple y primitiva del placer sensible reducido a un placer de los sentidos […], abandono a la sensación inmediata que en otro orden distinto de la práctica toma la figura de la imprevisión (p. 496).

Este «rechazo de lo que es fácil en el sentido de simple», al decir de Bourdieu, consiste en considerarlo «sin profundidad, y que “cuesta poco”, puesto que su disfrute es cómodo y poco “costoso” culturalmente» (p. 496), lo que deriva «con naturalidad al rechazo de lo que es fácil en sentido ético o estético, de todo lo que ofrece unos placeres demasiado inmediatamente accesibles y por ello desacreditados como “infantiles” o “primitivos”» (p. 496). Al respecto, es paradigmática la «receta» propuesta por Feinmann (2007):

Para que los «cultos» lo reconozcan a uno: a) ser aburrido; b) ser hermético; c) dejar caer por aquí o por allá un par de «símbolos»; d) no tener humor; e) tomarse, absolutamente, en serio; f) ser la opción a algo que simbolice lo «comercial» o lo «popular».

Hecha esta introducción, vayamos al objeto de este texto: la reseña de dos libros de la colección Discos, de la editorial Estuario, dedicada a los trabajos más emblemáticos de la discografía regional, dirigida por Gustavo Verdesio, y en la que se le da vía libre al autor para que le insufle su impronta personal al objeto elegido. Es así como hemos encontrado acercamientos más tradicionales —como el de Andrés Torrón sobre Mediocampo, de Jaime Roos—, trabajos ficcionales —como Oktubre, de Carolina Bello, sobre el disco de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota—, ensayo —es el caso de Guitarra negra, de Ramiro Sanchiz, sobre el disco de Alfredo Zitarrosa—, o cruzamientos entre géneros —como el más reciente, de José Arenas, sobre el disco Pasajeros permanentes, de Laura Canoura.

Los libros que abordaremos en esta ocasión son contiguos en la colección —el número 12 y el 13, respectivamente— y en apariencia disímiles, pero vienen a confrontarnos con el prestigio del tedio a nivel local, cada uno a su manera. Porque ya lo dijo Horacio Ferrer (1964) en la mítica revista Peloduro, allá por la década de los sesenta del siglo pasado y bajo el seudónimo de Fray Milonga: «El snobismo es un mal que padecen los rioplatenses que quieren sentirse europeos o norteamericanos. Pero es un mal mucho más grave que sufren los rioplatenses que quieren sentirse rioplatenses» (p. 22).

Sobredosis, de Diego Recoba

El libro Sobredosis (2020), del escritor, editor y periodista Diego Recoba (Montevideo, 1981), tiene como norte el disco homónimo de Karibe con K, editado en 1989, cuando el conjunto tropical estaba encabezado por la tríada vocal compuesta por Yesty Prieto, Gerardo Nieto y Miguel Cufos, su formación escénica más importante.

Para el autor, este disco no solo «inaugura el fenómeno» suscitado por la banda, generadora de un fervor popular sin precedentes, sino que también está ligado al núcleo afectivo de su devenir personal. Cuenta Recoba (2020) que, antes de comenzar a encarar la escritura, Sobredosis «era un disco que había estado presente en cada etapa de mi vida y que me seguía emocionando como la primera vez que lo escuché en el equipo Toshiba del living de mi casa, de la calle Timote», en el barrio montevideano Nuevo París. Este punto será el comienzo de un recorrido en el que Recoba expondrá, a partir de sus vivencias, sus reflexiones acerca de la dicotomía entre buen y mal gusto, instaurada desde una jerarquía intelectual —academia, crítica— y reproducida por aquel público que busca distinguirse del resto —público que llama superficial, vulgar o terraja al conjunto de quienes no se adaptan a sus criterios de distinción—, y los efectos que esa brecha generó en el autor, que encarna un conflicto vivido por toda persona juzgada por no acoplarse al gusto validado desde arriba, dado que a la música tropical le ha tocado en suerte ser considerada una expresión «menor». Así, por ejemplo, la mirada sentenciosa de quienes detentan el buen gusto motiva la autocensura de un estudiante de Humanidades que no se atreve a «confesar» sus predilecciones frente a sus docentes o compañeros, reproductores de la «repugnancia» por aquello que no se ajuste a los parámetros definidos como meritorios.

Recoba traza órbitas que tienen a Sobredosis como centro, líneas que levantan vuelo a partir del impacto del disco, al que señala como «un acontecimiento histórico en la música uruguaya, en la cultura uruguaya en general», una coincidencia extraordinaria, «una alineación de planetas de esas que pasan cada mil años, y que son una megaexplosión de energía, tan grande e importante que nadie puede darse cuenta, en su justa medida, de lo que acaba de pasar». Al mismo tiempo, el autor narra el camino de aceptación con el que logró ser fiel a sus gustos y manifestarlos con orgullo, y aprovecha la ocasión para retratar un choque cultural: el hito de inusual colorido que supuso Sobredosis, símbolo opuesto a la proverbial «medianía uruguaya», que busca continuamente separarse «de lo exacerbado de la argentina», y le dio prioridad a una «racionalidad que en este país ha matado todo» (pp. 37-38). La irrupción de Karibe con K dentro de esta medianía absorbente y hostil, potenciada por la aridez que dejó la dictadura a su paso, supone para el autor una valiente interpelación a la propia realidad del momento:

Más de un mediocre que solo se sienta a criticar a Karibe no se hubiese llegado a poner una lentejuela de las muchas que ellos se pusieron para cambiarlo todo. Lo hubiesen descartado antes de intentarlo. Eso es Uruguay creo. Pensemos en el final de la década del 80, recordemos y viajemos a un Uruguay gris, aún en ruinas, edilicias y humanas, como si la dictadura y su pátina se resistieran a irse. Pensemos en el pesimismo de los libros que se escribían, de las canciones que se cantaban, de las películas que se filmaban. Pensemos en lo predecible y pacato de los medios, en lo conservador de sus propuestas. Pensemos en una sociedad que estaba dispuesta a juzgar cada vez más a los distintos pero no tuvo la decisión de votar para juzgar a los militares involucrados en el terrorismo de Estado (p. 134).

Más allá del período particular en que sucedió Sobredosis, Recoba confronta los mandatos éticos y estéticos uruguayos, junto a los mitos consolidados a partir de la generación del 45 y sus adláteres, sobrevolados por hombres recios (Zitarrosa, Onetti) adoptados como paradigmas de lo que es un «verdadero» artista. Este paquete de uruguayez prestigiosa es la base sobre la cual se apoya esa fama de «público difícil» que regocija a tantos consumidores culturales locales, agentes de a pie que aprovechan para poner en juego un espíritu crítico que Recoba considera «raro» por la dureza con la que reacciona en algunas ocasiones, que enumera dando ejemplos literarios: si «es algo escrito por mujeres», «la primera obra de alguien desconocido y que no cuenta con el padrinazgo de nadie del ambiente» y si «se escapa de cierto tronco común de la literatura uruguaya» (p. 82).

Para Recoba, que habla desde un nosotros, esta adherencia está motivada por un temor que describe con minucia y crudeza, y desafía la creencia establecida de que somos una sociedad conservadora o reacia al cambio por moderación, tradición o sobriedad: para él, la razón de esto es que «estamos paralizados de miedo» (p. 137). En las últimas páginas de Sobredosis, Recoba se dedica a desgranar el tema, y desemboca en lo que podríamos llamar un «tratado sobre el miedo», este temor a contradecir lo establecido.

Para el autor, el miedo es la razón por la que «juzgamos» y tendemos a encadenarnos a una «estética dominante» que reproducimos en diversas actitudes, que ejemplifica: «Cuando contamos una historia explicamos todo, de mil formas, subrayamos, redundamos, porque tenemos mucho miedo de que no nos entiendan», pero «si nos entienden fácilmente nos da mucho miedo que nos tilden de llanos, entonces complejizamos todo innecesariamente creyendo que la complejidad por sí sola es un valor artístico». Todo esto mientras «callamos nuestro artista riesgoso, nuestro artista más juguetón», sin animarnos a probar cosas nuevas por miedo a «que no nos lean, no nos publiquen, no nos festejen, no nos inviten» o no ganemos un concurso o premio, nos abstenemos de mostrarnos como artistas o participantes del hecho artístico, «porque nos da miedo que se nos vea el miedo que tenemos».

Recoba nos recuerda el alejamiento con respecto al niño de «El traje nuevo del emperador», aquel aún no atraído por la fuerza gravitatoria del «uno»: «No jugamos más por miedo», razón por la cual nos tornamos «serios, graves y dramáticos» (p. 138). Es así que comenzamos a seguir referentes a quienes «les celebramos todo» y «endiosamos al instante», dejando de lado la discusión, la polémica o el debate, al tiempo que vilipendiamos «al desinhibido, al extrovertido, al que habla fuerte, al sincero, al pasional», e ironizamos sobre «los libros, las obras de teatro, las canciones y las películas sensibles, íntimas, personales», burlándonos «de todo aquello que no sea inteligente, racional, ingenioso, intelectual, porque esas cualidades nos sirven para ocultar nuestro miedo». Por eso concurrimos «a los recitales y no cantamos, vamos a las fiestas y no bailamos»: «Somos adolescentes hasta los 35 y ahí nos volvemos viejos fachos porque ser adultos nos da miedo». En resumen, sostiene Recoba, devenimos «esnobs, nos volvemos sabelotodo» (p. 139): «Nos formamos en ser expertos en temas de conversaciones que nos dejen como regios y que a la vez impidan que hablemos de nosotros» (p. 139). Así, discurrimos a viva voz sobre «cervezas artesanales», «cine uzbeko», «tabacos», o «filósofos alemanes del siglo XVIII» (p. 139), defendiendo la delimitación e intentando sumar nuevos acólitos al territorio predecible del prestigio:

Desde hace un tiempo se puso de moda el término «zona de confort», y no sé quién desarrolló el concepto pero sin dudas se le ocurrió viéndonos vivir. Todo lo llevamos a la zona de comodidad. Me quedo con esta forma de hacer películas, con estas dos o tres formas de escribir, con esa idea del teatro, de la música, de la fotografía, de las artes plásticas, del amor, del sexo, de cocinar, de hablar, de vestirme. Me quedo acá y no me muevo. Y no solo no pienso moverme de ahí, sino que voy a tratar de arrimar a mis seres cercanos a esta zona, y no solo eso, voy a dedicarme, a través de un diario, una charla de bar, un posteo en las redes, a desacreditar todo aquello que se corra de ese campo (pp. 140-141).

Campo o territorio que Recoba bautiza como «burbuja de miedo», burbuja a la que nos volvemos leales, y condenamos como «alta traición» todo «gesto de desmesura, audacia, pasión exacerbada, color e impulso», reproduciendo la creencia en «la Literatura, el Cine, la Música, el Teatro, así, con mayúsculas», al tiempo que relegamos «al sector de las minúsculas» los productos que demuestren un poco de audacia y desmesura, que son «arte, pero no el Arte» porque este «tiene que ser serio, grave, solemne» (pp. 140-141). Entonces, sentimos que «toda esa gente que hace cosas distintas a nosotros» amenaza con corrernos de «nuestro lugar de comodidad» y cambiar las estructuras.

En este contexto en el que desmenuza el esnobismo que provoca la marginación de algunos productos de la cultura popular, colocados como indignos de ser contemplados desde una mirada profunda —sin dudas, la elección del objeto de estudio de Recoba generó alguna resistencia o mirada socarrona de especímenes con monóculo—, el autor revaloriza el aporte de Karibe con K, y concluye con un emotivo cierre:

Seguramente esos jóvenes, algunos saliendo de la adolescencia, que fueron a la casa de un tipo que era conocido por ser un productor vinculado a la movida tropical, se morían de miedo. Y cuando ese tipo les contó su idea, que consistía en salir por las noches, vestidos como parodistas, de pelos largos y lentejuelas, cantando plenas pero también canciones románticas, el miedo fue aún mayor. Para mí esos pibes son mis héroes, y no porque sean perfectos y la hayan tenido clarísima, sino porque se morían de miedo, como todos nosotros, y salieron a la cancha, a pesar de todo, sin importarles ser los raros, ser juzgados por sus colegas, ser tratados de terrajas por los embajadores del buen gusto. Solo hombres que se animan, y que son, no solo para mí, mucho más que héroes de película (p. 142).

De esta forma, Recoba levanta el testimonio dejado por el político, escritor y periodista Manuel Flores Mora —conocido como Maneco—, que en «Fantasma tímida», texto publicado a principios de 1953 en Marcha, se dedica a rescatar la figura de Arthur Núñez García, de seudónimo Wimpi, un escritor humorístico de gran popularidad que nunca gozó del favor crítico o intelectual:

¿Por qué será que siempre, como pasó con Shakespeare salvando las distancias, el pueblo cegatón, ignorante y alegre, reconoce de inmediato a sus auténticos artistas, mientras que las élites, los cultos, los eruditos y los que hablan francés (o inglés) se demoran hasta un siglo delante del arte sin darse cuenta de que es arte? (p. 16).

Curiosamente, apenas cinco meses después, en la revista Asir, y desde su pedestal intelectual, el pedante crítico Washington Lockhart (1953) se dedicaba a fustigar a Wimpi, acusándolo de traficar temas con los que no debería meterse, como la filosofía, la literatura o la historia, refiriendo algo así como que de este modo el humorista le «bajaba el precio» a lo profundo. En otras palabras, lo reprendió desde sus alturas de emperador por «pasarse de listo» con «cosas serias» que a un mero satirista no le competen, pues, como la música tropical, el humorismo es un arte con minúsculas, un mero pasatiempo superficial con el que el pueblo se distrae mientras los pensadores reales —aquí en la doble acepción: la monárquica y la de realidad— se dedican a elucubrar sobre lo verdaderamente importante. ¿Suena familiar?

Zurcidor, de Fidel Sclavo

En Zurcidor (2021), el artista visual y escritor Fidel Sclavo (Tacuarembó, 1960), amigo personal de Eduardo Darnauchans, nos ofrece una mirada diferente sobre el cantautor a partir de uno de sus mejores trabajos, editado por el sello Sondor en 1981. Al Darno, como era llamado por sus escuchas y amistades, al contrario que Karibe con K, le tocó figurar dentro de la esfera de prestigio, de la cartografía donde figura lo validado intelectualmente. Sin embargo, le tocó sufrir un daño colateral de este posicionamiento: quedar encasillado como sinónimo de tristeza.

El editor de la colección Discos, Gustavo Verdesio, resalta en Zurcidor el carácter personal de su escritura, con la que Sclavo (2021) trasciende el aporte convencional en un libro que «contiene momentos fuertemente autobiográficos» (p. 6) que están puestos «al servicio de una tarea diferente: recrear momentos y anécdotas, reconstruir genealogías que nos ayuden a conocer y entender más profundamente ese momento creativo de Eduardo Darnauchans que culminó en la producción de este gran disco suyo» (p. 6), y ofrece «un retrato del cantautor y una polaroid (hoy podría ser una captura de pantalla) de esa etapa de su carrera» (p. 6). Así, continúa Verdesio, Sclavo nos ofrece un retrato en el que:

Vemos emerger un Darnauchans poco conocido por aquellos que no tuvieron el privilegio de su amistad (es decir, para aquellos que solo conocieron al personaje público y al yo propuesto por sus canciones, que suele ser considerado triste, pesimista y oscuro) (pp. 7-8).

Como resultado, Sclavo confronta la imagen más conocida de Darnauchans y consigue rescatar a «un hombre jovial, lleno de luz; proveedor de momentos felices», algo que «nos ayuda a agregar capas de complejidad a un artista cuya obra […] fue interpretada y consumida de modo acaso demasiado sesgado» (pp. 7-8).

En este íntimo trayecto propuesto por Sclavo, el autor suelta, como pequeñas pero potentes coordenadas, postales de textura granulada, como viejas fotografías guardadas en una caja de zapatos que nos invita a mirar con él. No obstante, el autor también manifiesta los pruritos surgidos durante la tarea: «No sé si soy el más indicado para escribir este libro. Seguramente no» (p. 59), confiesa en una de las entradas, develando las inseguridades propias de quien habla de un ser querido con el temor de no poder honrarlo.

La amistad entre Sclavo y Darnauchans comenzó en Tacuarembó, ciudad de la que son oriundos, y se mantuvo durante toda la vida de Eduardo. En el curso de la lectura somos testigos de las grabaciones en casete de los primeros esbozos del Darno, del agobiante calor del verano tacuaremboense y de las escapadas refrescantes al balneario Iporá, o de la noche lluviosa de un sábado regado de vino en la que Darnauchans y Sclavo, junto a otros amigos, confeccionaron cadáveres exquisitos que Fidel encontró en una carpeta marrón varias décadas después, cuando se maravilló por los resultados y compartió el descubrimiento con sus lectores. Como estos, Sclavo nos ofrece destellos de una memoria perlada por vívidos y bonitos detalles, como puede apreciarse en el siguiente fragmento:

Darno me enseñó a jugar al ajedrez, cuando venía a visitar a mi hermana, de quien era novio entonces. Ella hacía la tarta con gelatina de frutillas y banana cortada en trozos dentro de la gelatina que bailaba sobre la masa de manteca. Se sentaban en el sillón negro, escuchaban discos de Donovan o The Hollies y comían la tarta de gelatina color rojo. Una de esas tardes, acaso cansado de la rutina, o simplemente por cariño, me enseñó a jugar al ajedrez. Y luego otro día. Y así (p. 31).

«Dolor: ¡qué callado vienes!», el primer verso de «La balada de la vuelta del juglar», poema del mexicano Luis G. Urbina musicalizado por Eduardo Larbanois y tercer track del lado A de Zurcidor, fue pensado por Sclavo al comienzo de su pesquisa «como un buen título para este libro». No obstante, el autor desechó esa opción porque, más allá de que esa frase representa «una enorme cantidad de cosas que tienen que ver con Darno y todos nosotros», se resistió a «esa idea de relacionarlo simplemente con la tristeza, el dolor, el bajón, el desconsuelo, la oscuridad recurrente, las flores del mal», características que fueron señaladas con demasiada insistencia a pesar de que, como señala Sclavo: «Todos somos eso en alguna medida», salvo que Darno ponía «luz sobre ese sentimiento, como tanta otra gente antes, tan poetas como malditos». Oponiéndose a esto, Sclavo decidió rescatar al Darnauchans que conoció, que «en lo personal, en el trato diario, estaba dotado de un humor como poca gente he conocido»:

De hecho, cada vez que nos veíamos, lo primero que surgía en él era una sonrisa casi risa, a manera de saludo o primera frase para comenzar una conversación cualquiera que iba a venir después. Y en muchos casos era la risa, llanamente, por alguna tontería de ocasión o circunstancia: una bufanda, el color de una camisa, un peinado, el ruido de una moto que pasaba. Veíamos la alegría en cada pequeña cosa que era el disparador de una conversación que luego derivaba hacia lugares imprevisibles y podría hacerse más intensa o no. Pero jamás el comienzo de una queja depresiva o lamento. Todo lo más, como dicen las traducciones castizas para decir todo lo contrario (p. 43).

Darnauchans, nos confía Sclavo, «era una persona llena de alegría íntima, de un humor refinado y una esperanza mucho más grande e innombrable» que la que se le atribuye (p. 43), porque: «No es lo mismo ser triste que ver la belleza en la tristeza. Encontrarla ahí donde otra gente gira la cabeza o escapa». Sclavo ve en el arte de Darnauchans el gesto de «alguien que puede ver rastros de luz donde solamente parece haber oscuridad», actitud que «no corresponde a un deprimido, sino a un optimista con sobretodo, lleno de ilusión, renovando la esperanza cada día en su anhelo de encontrar el cáliz escondido» (p. 46). Sclavo reitera, para que quede bien claro: «Para mí —y no lo digo como una frase hecha para llevar la contra—, de verdad, él era la alegría». Una alegría que se opone a sus propias tristezas cuando mira en retrospectiva, revalorizando la coincidencia con su amigo: «Uno de los pocos motivos de alegría era justamente la aparición de Darno en la puerta. Ni siquiera eso. Bastaba con la noticia de que había llegado a la ciudad o que estaba cerca», cercanía productora de momentos mínimos pero entrañables:

En Montevideo, cuando fijábamos un encuentro fuera de su pensión frente a la Asociación Uruguaya de Fútbol en la calle Guayabo, con el número de teléfono 900 29 29, que él insistía en una manera de recordarlo que lo convertía instantáneamente en inolvidable: Bertolucci, ñoquis, ñoquis. O cada vez de una presentación, en el Shakespeare Café Concert de la calle 21 de Setiembre, en la Alianza Francesa, el Notariado, Solís. O simplemente encontrarnos y saludarnos con la risa, diciendo el tipo siempre ahí, ¿no? O el tipo va y agarra y viene. Esas cosas. Demasiado inconspicuas para el verso, dijera Borges (p. 58).

Del mismo modo, nos encontramos en el libro con aquel Darno que en el bar Facal le escribió a Sclavo —al reverso de una foto de Víctor Cunha que sería contratapa de Zurcidor—: «A ver si me hacés una carátula, gran patán. ¿Estamos?» (p. 33). O el de la sugerencia «cada seis palomas, un cuervo», una «fórmula que Darno esperaba que yo cumpliera», cuenta Sclavo, que se encontraba en un período en el que «dibujaba mujeres con acuarela, que eran atravesadas por palomas que iban y venían»; cada vez que terminaba una composición, «Darno miraba y volvía a repetir la fórmula asignada: cada seis palomas, debe haber un cuervo» (p. 33), proporción que pinta más el ethos y pathos darnauchaniano que cualquier pormenorizada biografía o sucesión de morbosas historias médicas, tan buscadas en las biografías de los «malditos». En cambio, en Zurcidor atisbamos, por el ojo de la cerradura que nos libera Sclavo, la jocosa creatividad de un artista que podía reírse hasta de la revista de la televisión de abonados:

Lo he contado otras veces, pero no me canso de citar esa muestra de humor y poder de síntesis de Darno. Era un lector minucioso de aquellas revistas editadas mensualmente con la programación de la televisión por cable, que traía un breve resumen de dos líneas con la síntesis argumental de cada película, además de los créditos de elenco y director. Él se reía de lo caprichoso de esa síntesis, que muchas veces traicionaba el espíritu de la película o condensaba su argumento de una manera inesperada. Solía decir que, si tuvieran que describir al Martín Fierro, dirían lo siguiente: gaucho mata a negro y es perseguido por la policía. Una lección de minimalismo desde el absurdo, quitándole todo lo que importa y dejando un hueso seco, inservible, pero a la vez sin faltar a la verdad o decir algo que no se corresponda con la trama (p. 113).

Entonces, uno comprende que el Darno persona se parece al que en el disco en vivo Entre el micrófono y la penumbra (2001) le cambió los versos al trágico poema «Cápsulas», del colombiano José Asunción Silva —originalmente en Sansueña (1978)—, para risa del público, participante del juego. Algo similar al sentido del humor demostrado en vivo por su admirado Leonard Cohen, también encasillado como solemne y portador de un gran sentido del humor que las cartografías no acreditan, por aquello del prestigio del tedio.

En otras palabras, Sclavo nos humaniza al Darno, le quita el sobretodo sartreano y lo viste con ropas cotidianas, confortables y cercanas. Testigo privilegiado del crecimiento del artista desde que era un cachorro, Sclavo le hace justicia a la singularidad de Darnauchans con su mirada sensible. Nos saca de nuestra «zona de confort»: el perezoso encasillamiento en el que atascamos al Darno, guiados por el precepto acuñado por Bioy Casares y Borges, aquel «prestigio del tedio» que es pesado incluso para sus beneficiarios.

Conclusiones

¿Qué podrán tener que ver los abordajes de dos artefactos culturales en apariencia tan disímiles como Sobredosis y Zurcidor?, podrá preguntarse algún lector al que la introducción del artículo no le resultó suficiente, un lector no necesariamente malintencionado como el esnob que fiel a sí mismo ha leído con ironía esta redacción regada de indignos gerundios —no esperamos menos de un buen esnob—, sino todavía respondiendo a los compartimentos en los que han sido encasillados ambos productos.

Pues bien, para cerrar, le sugeriremos al lector no necesariamente malintencionado —y al esnob también, por qué no— que tanto Sobredosis de Recoba como Zurcidor de Sclavo se proponen contradecir al prestigio: el primero de forma «exógena» (porque lo hace a partir de un objeto ubicado fuera del mapa del prestigio) y el segundo de manera «endógena» (porque se dedica a confrontar una caracterización dada dentro del territorio del prestigio).

Para continuar con la metáfora del cuento de Andersen, podemos tomar a Sobredosis y a Zurcidor como cuestionamientos al mandato del emperador, reproducidos por sus súbditos temerosos de quedar como tontos o incapaces. Para ello, cada autor estableció recorridos personales que le suman a sus trabajos valor como testimonios: la individualidad de sus voces potencia su carácter disruptivo con respecto a la homogénea voz del «uno», de Heidegger. Ambos libros tienen un fuerte contenido autobiográfico: Recoba y Sclavo abren su cocina, los hilos, fragmentos, dudas y desafíos con los que se toparon para construir sus trabajos. Al mostrar sus fisuras también muestran un granulado que se opone al liso bloque de certezas que confrontan: la música tropical como «terraja», al cantautor como solemne por antonomasia —palabra que no por nada parece el nombre de una tía severa. También rescatan, cada uno con su estilo, el valor de lo lúdico: el colorido, las lentejuelas y rebeldía de quienes le cantaron al vilipendiado amor, los juegos de palabras con los que el «poeta maldito» irradiaba de dicha sus días.

En conclusión, ambos combaten la pereza crítica e invitan a difuminar las fronteras. Nos dicen que la mera reproducción de encasillamientos es negativa dentro y fuera del mapa: contentarse con la opinión prefabricada provoca la suspensión del pensamiento crítico y desmotiva la apropiación personal de un hecho artístico. Esta vez, Recoba, Sclavo, Karibe con K y Darnauchans se unen en una comunión que debería dejar de ser insólita: ser los niños que no responden al miedo de los adultos.

Referencias bibliográficas

Andersen, H. Ch. (1907). Fairy Tales. Londres: J. M. Dent & Co.

Bioy Casares, A., y Borges, J. L. (1996). ¿Qué es el género policial?. En J. Lafforgue y J. B. Rivera, Asesinos de papel: ensayos sobre narrativa policial (pp. 249-250). Buenos Aires: Colihue. (Obra original publicada en 1961) 

Bourdieu, P. (1998). La distinción: criterios y bases sociales del gusto. Madrid: Taurus.

Escarpit, R. (1962). El humor. Buenos Aires: Eudeba.

Feinmann, J. P. (5 de agosto de 2007). El prestigio del tedio [Suplemento Radar]. Página/12. Recuperado de https://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/radar/9-4010-2007-08-05…

Ferrer, H. (6 de agosto de 1964). Fraseítos de zurda. Peloduro, 23, 22. Recuperado de https://anaforas.fic.edu.uy/jspui/handle/123456789/40810

Flores Mora, M. (enero, 1953). Fantasma tímida. Marcha, 656(XIV), 16.

Heidegger, M. (2003). El ser y el tiempo. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica. (Obra original publicada en 1927)

Lockhart, W. (junio, 1953). El humorismo de Wimpi. Asir, 32-33,13-18.

Recoba, D. (2020). Sobredosis: Karibe con K. Montevideo: Estuario (colección Discos, 12).

Sclavo, F. (2021). Zurcidor. Montevideo: Estuario (colección Discos, 13).

Andrés Olivera

 

Andrés Olveira (1986) es licenciado en Bibliotecología y escritor. Ha publicado Ferrocarriles franceses (2016), El insoportable sobrepeso del ser (2017), ¿De qué sirve una casa? (2020), Doble de riego (2021) y Porno de pyme (2022), libro seleccionado en el llamado Amanda (incentivo a la edición de obra poética del Inlet). Trabaja en la biblioteca de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, Universidad de la República.

 

 

 

 

 

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