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De dirigibles y gauchos: los complejos entrelazados entre cine y literatura nacional

invitación

Ilustración: Luis Bellagamba

Por Agustín Acevedo Kanopa

El problema de la especificidad del cine

Toda adaptación encierra injerto y mutilación, asesinato y nacimiento. Es en este punto evanescente de intersección donde se halla la magia de algo que es tanto relleno como vacío, una especie de ojo del huracán donde por momentos todo parece plácido, mientras que a su alrededor hay un mundo dado vuelta, girando por los aires. En el cine esta idea de la adaptación (literaria o teatral) es un núcleo traumático de base, adosado a su misma ontología.

Ya desde sus mismísimos comienzos, diversos teóricos y realizadores incurrían en las disquisiciones sobre si el cine era una disciplina en sí misma, una derivación de ciertos lenguajes artísticos o la sumatoria de todas las artes. Es importante remarcar este contexto histórico por un aspecto crucial, que se regenerará una y otra vez, que es el de su especificidad artística: así como un país está obligado a diferenciarse de otros para definir su propia identidad nacional (retomaremos esto más tarde), hay algo crucial en el autorreconocimiento del cine como algo que trasciende el mero teatro filmado y que, a su vez, es más que literatura llevada a pantalla (o arte fotográfico en movimiento); es un estado de legitimación que tiene que ver con la asunción de su existencia, con la dignidad propia de un arte que durante mucho tiempo fue considerado un espectáculo de feria, algo limítrofe entre el espiritismo y el experimento científico.

Ya en el inicio mismo del dispositivo cinematográfico estaba esa disputa de dos paradigmas opuestos: el cine como una fascinante máquina de captar la realidad (especialmente en las filmaciones documentales de los hermanos Lumière) y el cine como elemento mágico y demiúrgico (representado por el ilusionista francés Georges Méliès, obsesionado con ciertas técnicas de fundidos y la creación de otros mundos posibles).

Esa primera disputa todavía estaba concentrada en exceso en la dimensión cognitiva y semiótica de lo cinemático, mientras quedaba en segundo plano la asunción de su especificidad artística. No mucho tiempo después, cuando el cine comenzó a tomar vida propia (y, sobre todo, a pulir su lenguaje y narrar sus propias historias), con una intelectualidad que se distinguió por ser parte del único arte que fue teorizado desde su mismo nacimiento,[1] sus discusiones trascendieron los terrenos de lo cognitivo. En este campo estratégico, en Europa (a diferencia de Estados Unidos) el cine intentó adaptar obras literarias para dotar a sus producciones de mayor respeto. Lo literario aparecía como un sello de seriedad, pero en esa misma obsesión fue que el cine norteamericano, más desatado de las «artes nobles», rápidamente encontró un lenguaje propio, con el montaje de Griffith como el origen de esta suerte de lengua que pronto se refinó y lo alejó cada vez más del teatro.

Los franceses de la nouvelle vague desde sus primerísimas publicaciones en Cahiers du Cinéma estaban obsesionados con las contraindicaciones de este afán novelizador, en tanto veían al cine norteamericano como algo mucho más salvajemente auténtico, alejado del encorsetamiento de la adaptación teatral o literaria. El cinéma de qualité o cine de papá —que tanto criticó François Truffaut en su demoledor artículo «Una cierta tendencia del cine francés» (y al que, paradójicamente, sucumbió no mucho tiempo después)— era una expresión de cansancio ante un arte nacional demasiado neurótico y pendiente de la validación, cuando al oeste del atlántico había otro que se embarcaba en nuevas formas de actuar y filmar, reformulando de manera constante, como quien no quiere la cosa, este lenguaje cinematográfico.

Esta discusión sobre la especificidad del cine como algo ajeno a la mera adaptación trascendió el fenómeno francés y tomó diversas formas en otros cines que tuvieron que incorporar las fuertes artes que la precedieron, así como diferenciarse de ellas. Podemos pensar en Japón y en cómo la tradición del teatro kabuki perduró en cierto estilo estático y ritualístico de su puesta en escena que apareció (para ser trascendida y reformulada después) en el cine de Kurosawa, Mizoguchi, Ozu y Shindō. O en la influencia específica del expresionismo en Alemania y en cómo esta tradición pictórica (junto al Kammerspiel de Max Reinhardt) también redefinió no solo el estilo, sino el contenido de varios de sus films más relevantes de los años veinte y treinta.

Las fundaciones fallidas

Al pensar la relación entre cine y literatura en nuestro país, nos encontramos con un fenómeno extraño. Si bien durante gran parte del siglo XX Uruguay supo gozar de una poderosa y reconocida impronta literaria, el cine tuvo múltiples intentos de despegue que, al nunca llegar a consolidarse del todo, quedaban varados, sin continuidad. Es así que, más allá del subsuelo artístico que existía en las letras, las artes pictóricas o el teatro, durante décadas el cine permaneció en una sisífica repetición de refundaciones, una especie de korsakoff artístico en donde cada nueva película era presentada como «la primera película uruguaya», hasta que todo volvía a sumirse en la oscuridad.

Como suele pasar en países pequeños, la estabilidad y el reconocimiento se pudieron construir recién a partir de la mirada extranjera. En este sentido podemos reconocer dos fundaciones: la exhibición de El dirigible, de Pablo Dotta, en 1994, que se configuró como una especie de suceso, ya que era la primera vez que nos encontrábamos con un film avalado por una mirada extranjera (nada menos que por el festival de Cannes y una hiperdiversificada financiación extranjera), y, siete años más tarde, el éxito de 25 watts (con múltiples galardones en Rotterdam, Cannes y San Sebastián).

Así, fue recién con el hecho iniciático, traumático y desconcertante de la primera proyección de El dirigible y después con la estabilización de una especie de minindustria audiovisual a partir de 25 watts que el cine de nuestro país, primero por la mirada ajena y luego por la nuestra, comenzó a coagular.[2]

Uno de los problemas con esta intermitencia de nacimientos, con todo un larguísimo período previo que incluye films tan diversos —como la iniciática Almas de la costa (Juan Antonio Borges, 1923), Del pingo al volante (Roberto Kourí, 1929), Como el Uruguay no hay (Ugo Ulive, 1960), Carlos, cine-retrato de un «caminante» en Montevideo (Mario Handler, 1965), El lugar del humo (Eva Landeck, 1979), Mataron a Venancio Flores (Juan Carlos Rodríguez Castro, 1982), Acto de violencia en una joven periodista (Manuel Lamas, 1988) o La historia casi verdadera de Pepita la pistolera (Beatriz Flores Silva, 1993)—, es que en cada uno de estos reseteos el cine no llegaba a configurar un corpus que debatiera sus relaciones con otras artes y que definiera del todo su especificidad artística. El cine —pobre, el cine— estaba ya demasiado complicado en poder existir en sí y no tenía tiempo siquiera de pensarse en su relación con la literatura o el teatro. Y así fue que nunca llegó a atravesar del todo este diálogo tan necesario para otros cines nacionales. El cine fue sucediendo, acomodándose de a poco hasta agarrar cierto ritmo, pero sin llegar a plantearse actos parricidas ni fundacionales con respecto a sus artes hermanas.

No es que no haya adaptaciones cinematográficas en Uruguay. En una lista inicial podríamos contar (apenas limitándonos a los largometrajes) con títulos tan disímiles como El viaje hacia el mar de Guillermo Casanova, que fusiona dos cuentos de Morosoli; En la puta vida de Beatriz Flores Silva, que toma referencias de la investigación periodística de El huevo de la serpiente de María Urruzola; Mal día para pescar de Álvaro Brechner, basado en el cuento Jacob y el otro de Juan Carlos Onetti; La espera de Aldo Garay, adaptación de la novela Torquator de Henry Trujillo; El almohadón de plumas de Ricardo Islas, inspirado en el cuento homónimo de Horacio Quiroga; Miss Tacuarembó de Martín Sastre, la duplicación posmoderna y camp de la novela de Dani Umpi, y Así habló el cambista de Federico Veiroj, basado en la novela del mismo nombre de Juan E. Gruber.

La lista podría ser mucho más amplia, pero  nos planteamos que hay un grado de interseccionalidades para nada secundarias entre cine y literatura uruguayos. La peculiaridad es que, al tener unos inicios tan intermitentes, el séptimo arte no pudo desarrollarse a la par y a su propio ritmo para pensar su relación con las disciplinas precedentes.

Por fuera de la ya hipercitada tradición francesa, incluso en un país vecino como Argentina se pueden ver la continuidad y el desarrollo de este diálogo. Ahí tenemos un cine nacional que empezó muy atado a lo musical (heredero del tango y el music hall, pero también de la tradición operística tan particular de dicho país poblado por inmigrantes italianos) para después seguir un sesgo notoriamente literario y teatral (ya sea la fortísima tradición del radioteatro, que se filtra de forma subterránea en el cine de Leonardo Favio,[3] o la segmentación del teatro de revista, que se vuelve superevidente en los encuadres fijos —casi como si viéramos un escenario— de las películas de Olmedo y Porcel), que después fue denostado, asesinado de manera ejemplarizante, con los lineamientos del nuevo cine argentino.

Uruguay, por su parte, nunca terminó de tener suficiente material para reaccionar a un arte previo, mucho menos para hacer permear en lo colectivo sus manifiestos.[4] La «oficialización» de un cine nacional a partir de 25 watts (un proceso que llegó a su canonización a partir de la aún más premiada Whisky) no parecía del todo una reacción a un cine anterior y mucho menos a otras artes. Apareció y sentó sus propias reglas, pero estas estaban más conectadas con los lineamientos de cines de otros países —como el del finlandés Aki Kaurismäki o el norteamericano Jim Jarmusch— que con los de su mismo legajo nacional.[5]

Más allá de esto señalado, el cine y la literatura siempre estuvieron ahí, ya sea por la obsesión de ciertos escritores con el séptimo arte (desde Horacio Quiroga como ávido crítico de cine en Caras y Caretas hasta la predilección de Onetti por ciertos film noirs que terminaron moldeando en cierta medida parte de su creación), por algunas tempranas versiones cinematográficas dentro y fuera de país (cabe mencionar el hito que significó la adaptación de La tregua de Mario Benedetti, por parte del argentino Sergio Renán) o por la pregnancia natural de lo literario en cierto sentir nacional, que con el tiempo terminó por «contaminar» el resto de las artes. Así, asumiendo que lo nacional no es algo que viene dado, sino que se construye activamente a partir de ciertos personajes y ciertas obras,[6] se van diseminando algunos autores que terminan por definir escuelas o paradigmas específicos.

El onettiverso

Retomando el punto de partida de este texto, toda adaptación es una relación de ida y vuelta con respecto a una especie de vacío, algo intraducible entre un arte y otro. Las estrategias clásicas obedecen a rellenar este agujero o redefinir sus bordes. Así, por ejemplo, es común que varias adaptaciones intenten agregar imágenes y contenido a lo que en la obra original aparece aludido, casi como una aclaración (no pocas veces cayendo en redundancias u obviedades). Otras veces, ante la profusión de imágenes y subtramas llenas de bucles y meandros que presenta una novela, un film puede, por el contrario, recortarla, tratar de resumir el asunto a lo esencial (también muchas veces perdiendo parte de la clave de lo que hace recordable a la novela). Así, muchas veces, la única forma de hacer una buena adaptación es traicionando el material de base, como por ejemplo la adaptación de El resplandor de Stanley Kubrick, que enfureció tanto a Stephen King que terminó por impulsarlo a hacer una versión propia mucho más ajustada a la original —que resultaría notoriamente inferior a la de su obsesivo adaptador—.

Esto es un drama intrínseco a las diferencias y límites de lenguaje de ambas artes: por un lado, en el plano del cine ya está todo (incluso lo que está fuera del plano, ya que está aludido y forma parte de un campo cinematográfico mayor) y corre por cuenta del espectador elegir qué prioriza enfocarse en ese todo. En la literatura, por el contrario, uno sabe que ante cada palabra que hay en el papel hay una decisión, una voluntad explícita del escritor de dejarla ahí, estampada para la eternidad. Así, en el cine —al menos desde una perspectiva baziniana, casi opuesta a la de los montajistas soviéticos— la realidad está ahí (rescatada, recortada y montada, pero realidad al fin), mientras que en la literatura la realidad siempre está referida y en su misma naturaleza siempre aguarda una especie de rito de invocación. Uno podría pensar, así, en el cine como un arte más puro o menos mediado, pero, como contraparte, también habría que reconocer cierta intraducibilidad natural de la voz de un autor al lenguaje cinematográfico. De esta manera, hay un montón de obras literarias magistrales que, en su traducción directa a lo audiovisual de la anécdota, pierden por completo aquello que las hace geniales.

Se puede encontrar en Juan Carlos Onetti el máximo exponente de esta peculiar ambivalencia de base. Por un lado, lo onettiano es una estampa tan clara que ya permanece injertada en el sentir nacional: un universo en el que la ficcional Santa María, más que una condensación armada de a retazos de Montevideo y otras ciudades, se convierte no tanto en un lugar geográfico como en un auténtico estado de ánimo. De este modo, el universo onettiano, con esos seres arrastrados por algo terrible que no hace más que recalcar la incomunicación radical del ser humano y esos escenarios siempre entre sucios, pringosos y eternamente húmedos, se vuelve una metáfora de ese Uruguay decadente, ya lejos de las promesas del modernismo de los albores del siglo XX. Onetti es, así, un heraldo melancólico radical del fracaso de ese proyecto de país impulsado por el batllismo.[7] A diferencia de Benedetti, que debajo de su ensayo salvajemente crítico de El país de la cola de paja y su también negativo —aunque icónico— retrato del oficinismo gris de lo uruguayo en Montevideanos guardaba una especie de convicción optimista de izquierda, Onetti nunca salió del todo de ese duelo del proyecto batllista que nunca pudo ser. Una especie de Ítaca a la que nunca más se puede llegar.

Hasta el día de hoy es difícil evaluar la implicancia que su obra tiene en la autopercepción del uruguayo como un ser desesperantemente melancólico y gris. Ahí, lo nacional y lo onettiano terminan por circular por una banda de Moebius en donde ya es difícil precisar qué vino antes, dónde empieza uno y dónde termina el otro.

Sin embargo, más allá de esta omnipresencia de lo imaginario que brinda el universo onettiano, hay, por el contrario, una suerte de intraducibilidad radical del sistema de su prosa en la textura fílmica. En una película se pueden conseguir, sí, esos escenarios decrépitos, el rosedal de óxidos entrelazados de hangares y salas de máquinas, el mármol de las barras de cantinas pegoteadas por anís derramado y las paredes descascaradas de las pensiones henchidas de nuevas goteras, pero hay algo en la cadencia faulkneriana, en el jugueteo de las palabras y en el encadenamiento de metáforas que siempre termina por percudirse al ser traducida a pantalla.[8]

Entre las obras de Onetti adaptadas al cine, al menos las que manejamos para este artículo, se encuentran: Mal día para pescar (Álvaro Brechner, 2009), la francoportuguesa Nuit de chien (Werner Schroeter, 2008) y las argentinas El astillero (David Lipszyc, 2000) y El infierno tan temido (Raúl de la Torre, 1980). Todas, a su manera, mantienen esa relación asintótica con la obra de Onetti: en la medida que se quiere reducir la historia a lo esencial hay algo de su universo que se disuelve y, cuando uno quiere regirse por las reglas de ese universo, lo narrativo se vuelve caótico y trunco. Casi podríamos decir que en la adaptación onettiana uno o pierde a Santa María o se pierde en Santa María.

Como primer caso tenemos la obra de Álvaro Brechner. Si algo caracteriza el estilo del director uruguayo es su pragmatismo: en todas sus películas siempre parece verse una mano que coloca lo narrativo por encima del sello autoral, lo que no significa que su cine sea de perfil bajo. Muy por el contrario, detrás de esa sujeción estricta de lo narrativo, por encima de todo, parece vislumbrarse el proyecto de un cine auténticamente popular, un anhelo quizás más claro que el que se vislumbra en el resto de sus realizadores compatriotas.[9] Para ello, a diferencia de contrapartes nacionales donde hay una mayor opacidad en los personajes y motivaciones, el cine de Brechner es un cine de la transparencia, donde los protagonistas suelen encarnan ciertos valores específicos o donde la obra está pensada, por encima de todo, como un drama más abierto sobre los vaivenes de la condición humana.[10]

El problema —no uno malo, sino uno interesante— es que este humanismo brechneriano no se adapta del todo al del universo onettiano. Tal como señalaba María Esther Gilio en la película Jamás leí a Onetti (Pablo Dotta, 2009), hay en los personajes onettianos algo estático, algo que parecería señalar que la suerte está echada y que no hay nada que los pueda mover de ese destino. Los personajes de Brechner, por el contrario, tienen mucho más poder de agencia y está en la reescritura de su destino la épica del relato.

He aquí el punto crucial a la hora de comparar Mal día para pescar con el cuento Jacob y el otro. En una lectura general es una obra peculiarmente fiel al cuento: no agrega ni quita casi nada y hasta su estructura como un gran flashback, donde el misterio radica en quién es el personaje que está debatiéndose entre la vida y la muerte en la sala de quirófano, respeta el modelo original con minuciosidad. Sin embargo, hay algo ahí, en el tono, que cambia. Es posible que la clave se encuentre en la escena apoteósica del film, donde el gran Jacob (el forzudo campeón del mundo, devenido en patético espectáculo de feria), luego de poner el dinero faltante para la misma pelea en la que tiene que participar, vence todas las expectativas y arroja fuera del ring a su más joven y fuerte contrincante.

En la película es un momento de gloria, algo propio de las grandes gestas deportivas en cine, como podría ser Rocky. En el libro, sin embargo, el desenlace de la pelea ocupa apenas la última página del cuento y el suceso se presenta casi como algo pormenorizado que funciona para subrayar la absurdidad trágica de la situación, con un tono mucho más cáustico. Tanto en la película como en el libro tenemos a un mismo protagonista, el príncipe Orsini, que mintiendo sobre las virtudes de su gladiador (en primera instancia intentando convencer a la esposa del retador para arreglar la pelea y, en segunda, para que se retire de esta) termina por decir una verdad (que efectivamente el gigante puede dejar a cualquier retador al borde de la muerte). La diferencia es que la revelación de esa verdad en la película de Brechner es una confirmación de cierto heroísmo perdido de Jacob, mientras que en la de Onetti es la conservación de un destino prescrito y cáustico.

Así también, es inevitable que cierto humor costumbrista de Brechner se filtre en la recreación de Santa María. El periodista encarnado por César Troncoso es mucho más elocuente que siniestro y todos los personajes tienen algo un poco más absurdo —como el interpretado por Alfonso Tort— que le resta un poco de la gravedad al tono. Aun rigiéndose al pie de la letra, la Santa María de Brechner goza de detalles más kitsch que la acercan más al mundo de Manuel Puig que al de Juan Carlos Onetti.

Quizás por su formación en arquitectura, en todos los films del director hispano-uruguayo hay una particular estetización de los espacios (recuerdo, en particular, cómo cada celda de los presos de La noche de 12 años tiene su estética individual, como si tuvieran reglas internas y paleta de colores propia). La Santa María de Mal día para pescar, aun cuando quiere señalar cierta decadencia propia de los pueblos del interior, siempre se las arregla para aparecer con una pared azul índigo que brilla en la pantalla, con el prop de una cigarrera meticulosamente elegido o con la interacción activa del escenario con sus personajes (la escena —inventada para la adaptación— de Jacob jugando en la fuente justo antes de colapsar). Así, sumando y restando, uno puede encontrar en Mal día para pescar una digna y efectiva adaptación de Jacob y el otro, pero hay algo que se pierde ahí, algo de lo tonal que —incluso en el formato de cuento, en el cual el escritor suele brindarse a las bondades del género policial sin la cota más brumosa y metafísica de sus novelas— parece quedarse a medio camino de Santa María.

El astillero, de David Lipszyc, podría decirse que es casi el caso contrario, el reverso perfecto de los criterios de adaptación de Brechner. En su película, el argentino (ayudado con la adaptación de guion por Ricardo Piglia) toma varios de los elementos base de la novela, pero parece sumergirlos en un arroyo cenagoso. Así, El astillero tiene el logro de hacer que las brumas sean tan espesas que puedan cortarse con un cuchillo y que la lluvia sea tan fría y devastadora que uno pueda sentirla goteando en la base de la nuca. Todo lo referente a Santa María es, plano por plano, igual de sórdido, sucio y frío que la de Onetti y no hay un ápice de espacio que no parezca arrasado por una especie de menoscabo bíblico, un paralelismo psicocósmico constante con sus personajes, grotescos, deprimentes, asquerosos y terribles.

Pero uno puede percibir en la adaptación de Lipszyc un anhelo de ser más papista que el papa: todo lo que marca la cosmogonía de Santa María está presentado casi que, en su versión con anabólicos, encontrándose el punto más crítico en la representación de los personajes. El Larsen de Ricardo Bartis es una versión mucho más despiadada y salvaje del Larsen de Onetti, un tipo que parece más dominado por la ira demente de Klaus Kinski o la expresividad de Denis Lavant que por esta especie de derrotismo radical del personaje en papel. Cuando se cita con sus antiguas prostitutas y toma leche del pecho de una de ellas se parece, más que Larsen, al Frank Booth de Terciopelo azul (David Lynch, 1986) entregándose desquiciadamente a sus rituales pseudoincestuosos con la mujer que tiene secuestrada. Tal como señala Juan José Becerra en su copete sobre la película en los especiales de Libros de película:

La adaptación es un mecanismo con matices, se puede adaptar mucho o poco […], pero ¿adaptar es inventar? De algún modo sí, el elemento de traspaso más importante entre la novela de Onetti y la película de Lipszyc es un hecho que no está en el libro: Larsen le pega a las mujeres. Pegarle o no pegarle a una mujer no es una diferencia banal, y si la película quiere hacer esa diferencia con Larsen es porque no lo quiere absolver. No es lo mismo un melancólico que un melancólico golpeador (Canal Encuentro, 2023).

Hay, así, en la película un juego mucho más extremo que por momentos pone todo patas arriba y altera la misma narrativa. La película, dominada por la condición irascible de Larsen y las peculiaridades de esa Santa María terrible, parece perderse en repetidas ocasiones, como si esa misma bruma la dejara a la deriva. Hay algo en El astillero que hace recordar a ese universo no encadenado de forma causal, que domina la espera absurda de Zama (la adaptación de Lucrecia Martel de la novela de Antonio Di Benedetto). Sin embargo, a diferencia del poder visual y sonoro de Martel, hay algo que nunca llega a cuajar entre las imágenes de la película de Lipszyc, por más evocativas que sean.

Un destino parecido, pero no idéntico, ocurre en Nuit de chien. Hay ciertos problemas de traducción, desde esa Santa María en clave grotesca hasta un escenario militarizado y a medio camino entre lo ibérico y lo latinoamericano, pero sobre todo se resiente con una puesta en escena donde prevalece un extraño formato teatral.

Finalmente, ya en la adaptación de El infierno tan temido hay una pulsión adrede de quedarse con la historia, pero quitarle todo lo de Santa María a la película. Por el contrario, las referencias constantes a lo argentino (como los pósters de la selección de fútbol en la redacción del diario) parecerían querer «colonizar» esta cosa más indescifrablemente rioplatense de Onetti. Lo argentino se impone a cada rato, casi en forma obsesiva, tanto como el tango, que en el cuento del uruguayo brillaba por su ausencia, pero que en la película está revisitado una y otra vez.

El infierno tan temido es mucho más benedettiano que onettiano y muchas de sus decisiones artísticas parecen estar más movidas por ciertas participaciones estelares que por un concienzudo diálogo con su inspiración de base. Así, la música de Piazzola parece no dejar aire para que cualquier emoción y suceso se den en sus propios ritmos y la participación de Graciela Borges condiciona mucho más la construcción de un personaje femenino más psicologicista y —fallidamente— complejo, mientras que en el cuento de Onetti es más opaco, un dispositivo, una fuerza de la naturaleza mucho más misteriosa que, con radicalidad, se embarca en arruinarle la vida al protagonista del cuento. Hay en la película argentina una base en la que uno podría leer simplemente la historia de un amor que desemboca en el odio y la tragedia; en el cuento de Onetti, por el contrario, hay algo más puramente maligno y trágico en la forma en que la exmujer de Risso persiste en mandar, primero a él, luego a sus colegas y por último a su hija, las fotografías con diversos amantes.

Como vemos, el universo onettiano, en particular, es complicado de llevar a la pantalla. Quizás la explicación pueda encontrarse en la misma declaración de principios estilísticos que aparece tempranísimamente en El Pozo: «me gustaría escribir la historia de un alma, de ella sola, sin los sucesos en que tuvo que mezclarse, queriendo o no» (Onetti, p. 12). Gran parte de la obra onettiana se basa en bordear el agujero existencial radical de los humanos, por fuera de los sucesos. El hombre es algo insignificante y movido por cordeles invisibles que lo llevan a su trágico destino, pero en vez de dejarlo en esa nada, Onetti se sumerge en él y en su estatismo, como si le realizara un corte axial, y explora todos esos valores y filosofías privadas que lo convirtieron en el hombre que es (o en el mundo que lo convirtió en eso).

El dirigible o el buraco imaginario de la uruguayez

Sin ser una adaptación literaria de ninguna de sus obras, la película que quizás haya entendido mejor este drama intrínseco que plantea Onetti sea El dirigible. La película de Pablo Dotta se presenta en su concepción como una suerte de narración experimental que parte de una famosa fotografía y, a partir de ahí, traza una extraña triangularización.

En primera instancia, tenemos la foto de Baltasar Brum, escoltado por sus hombres de confianza minutos antes de que se suicide al grito de «¡Viva Batlle, viva la libertad!». Lo peculiar de este documento —y que será el leit motiv de la película— es que, habiendo tantos fotógrafos, no hubo ninguno que supiera registrar el suceso en sí. Lo que hace Dotta a partir de ahí es un curioso detournement,[11] una intervención semiótica en la fotografía. Al costado inferior derecho de la foto tenemos un póster que anuncia la película Dirigible (Frank Capra, 1931) y lo que hace Pablo Dotta es unir, a partir de ese póster, dos sucesos que no llegaron a darse en simultaneidad, que son el acontecimiento de ese suicidio (1933) y el avistamiento del Graf Zeppelin alemán por la capital de nuestro país (que en realidad sucedió en 1934).

Dotta sutura estos dos eventos y casi logra que el sobrevuelo de la nave aerostática sea la que distraiga a los fotógrafos, justo en el momento en que el presidente decide llevar la boca de su revólver a su corazón. Pero, como si estuviésemos en una matrioshka semiótica, la película parece hacer una especie de zoom out, hasta dar con la imagen de Juan Carlos Onetti sosteniendo esa misma foto ante la cámara, desde la icónica cama / madriguera de su cuarto de Madrid, donde permaneció hasta el fin de sus días. Así, el director utiliza estos tres elementos y los hace jugar, no como el rompecabezas de una imagen total a reconstituir, sino una especie de tangram en el que, dependiendo de cómo se reordenen las piezas, se van formando diversas figuras. Lo único verdadero que las une es el vacío de lo uruguayo, eso que vuelve una y otra vez, cuestionándose a sí mismo.

En la película, la figura de Onetti ocupa tanto el núcleo filosófico que la gobierna como un evidente McGuffin que la mantiene andando. [12] Llega a nuestras tierras una francesa (Laura Schneider) que dice haber entrevistado al escritor uruguayo, quien al parecer ingresó a nuestro territorio de forma clandestina. La prueba definitiva de que Onetti está en Uruguay se encuentra en un aparatito (nunca más corporizada en su absurdidad esta idea de McGuffin hitchcockiano) que contiene una entrevista realizada por la enigmática mujer, pero al poco tiempo este objeto indefinido es robado. A partir de ahí la película se configura como una especie de policial abstracto, donde rápidamente como espectadores comprendemos (o no comprendemos nada, como se quejó la mayoría de los que asistieron a su estreno) que la búsqueda del aparatito es fatua en comparación a las imágenes que convoca su búsqueda. Ese aparatito, ese ojo del huracán, es Onetti, pero también es Uruguay. Tal como dice el narrador Linacero en El pozo:

Fuera de todo esto, que no cuenta para nada, ¿qué se puede hacer en este país? Nada, ni dejarse engañar. Si uno fuera una bestia rubia, acaso comprendiera a Hitler. Hay posibilidades para una fe en Alemania; existe un antiguo pasado y un futuro, cualquiera que sea. Si uno fuera un voluntarioso imbécil se dejaría ganar sin esfuerzos por la nueva mística germana. ¿Pero aquí? Detrás de nosotros no hay nada. Un gaucho, dos gauchos, treinta y tres gauchos (Onetti, p. 34).

Ese vacío histórico de Uruguay dialoga con el Zeppelin germano sobrevolando con su esvástica hitleriana por nuestro cielo, como una amenaza que avanza casi dormida. Sin embargo, la insistencia en este vacío (un vacío iconográfico) aparece una y otra vez. Tenemos la letra de “La casa de al lado” de Fernando Cabrera: «no hay tiempo, no hay hora, no hay reloj / No hay antes ni luego ni tal vez / No hay lejos, ni viejos, ni jamás / En esa olvidada invalidez» o la estrofa «Acá en esta cuadra viven mil / Clavamos el tiempo en un cartel / Somos como brujos del reloj / Ninguno parece envejecer» (1993). También el Palacio Salvo, como una superficie eviscerada, vaciada por dentro, tan lejana a la imagen optimista y fascinada de Juvenal Ortiz Saralegui. Todo lo que promete ser una referencia, un marco para señalar su relación con una identidad nacional, pronto muestra su costado vacío, de mampostería.

Incluso figuras insignes de la imaginería uruguaya, como Ricardo Espalter, son dinamitadas de su iconicidad: en la escena más escandalosa del film, el Moco, un menor infractor, a punta de pistola obliga a la figura uruguaya —que interpreta a un detective que va tras sus pasos— a que le practique una fellatio. En esta especie de provocación, Dotta incurre en la traumática función de agarrar una figura familiar y entrañable de la televisión uruguaya para hacerla sucumbir a una violación sin precedentes. Hasta la lluvia —la famosa lluvia onettiana— se revela como artificial en El dirigible, con unos bomberos que están todo el tiempo largando fuertes chorros desde su manguera, sin poder precisarse hacia dónde y por qué.

Con todo esto dicho, más allá de la poética fotográfica lograda en el film (casi podría decirse inigualada en casi toda la filmografía de nuestro territorio), El dirigible encontró su continuidad en el escándalo que generó. Planificado o no, más que una película fue un happening que hizo caer de bruces a los espectadores que querían ver a Uruguay retratado por primera vez.[13] Importante es señalar, incluso, que durante toda la década de los noventa y parte de los 2000 ese anhelo de ver a Uruguay en pantalla era algo que seguía rondando por las exigencias de casi cualquier película que se exhibía. Es recién después de un buen trajín que un más aceitado circuito festivalero y centros de financiación generan la suficiente cantidad de películas para empezar a exigir otras cosas —muchas veces casi lo contrario, que las películas empiecen a parecerse a las de otros países—, pero toda la recepción de El dirigible estuvo marcada por esa ausencia radical que es, en definitiva, parte central del corpus onettiano (un escritor que dijo su famosa «Si Santa María existiera es seguro que haría allí lo mismo que hago hoy. Pero, naturalmente, inventaría una ciudad llamada Montevideo») (Onetti, 1975).

La sobrevida de lo literario por fuera de la adaptación

Lo onettiano, su recepción y su integración —aun cuando su base es justamente la de un vacío radical—, en el imaginario uruguayo complejiza aún más las nociones de la interrelación entre lo literario y lo cinematográfico. Por un lado, tenemos autores como Henry Trujillo que en algún sentido funciona como una depuración de ese universo literario, conservando la atmósfera de su predecesor, pero alisando su narrativa y ajustando un poco más sus historias a las convenciones del género. Radica ahí una de las claves de su temprano éxito con Torquator (1993), El vigilante (1996) y, un poco más tarde, Ojos de caballo (2004). Se conserva cierto aire decrépito y esa especie de irradiación de un pesimismo metafísico, pero las historias están más centradas en lo que hacen los hombres que en lo que les pasa por dentro.

Es así que, por esta herencia o esta polinización cruzada, cuando uno ve La espera (2002) de Aldo Garay no puede dejar de pensar en Onetti, más allá de que la obra está inspirada en Torquator de Henry Trujillo. En la película, la decrepitud de los interiores y de la vida misma de la protagonista coincide con la de una ciudad casi reducida a escombros. Uno podría referir a esto como reflejo de la rampante crisis del 2002, que aparece agazapada en la Montevideo de fábricas menoscabadas de Whisky (Juan Pablo Rebella y Pablo Stoll, 2004), así como también en esa capital de golpe invadida por una metástasis de iglesias pentecostales en Alma mater (Álvaro Buela, 2004).

Sin embargo, tan solo basta con ver muchas películas de toda esa época —e incluso antes— para darse cuenta de que ese despojo, esa destrucción, parece estar todo el tiempo subrayado. Podemos pensar en la Ciudad Vieja infecta de Vida rápida (Grupo Hacedor, 1992), en la Montevideo momificada y vaciada de Tahití (Pablo Dotta, 1988) o incluso en esa Montevideo feísima que se cuela en la pantalla, más allá del ingenuo entusiasmo emprendedurista del interés romántico de Acto de violencia en una joven periodista (Manuel Lamas, 1988) (casi podría decirse que cuanto más empeño le pone el director en mostrar la novedad y el avance económico de Uruguay —en propagandas descaradas a restaurantes, hoteles o productos de consumo —, más se afirma su decadencia). Uno podría decir que, en definitiva, esa fue la Montevideo que dejó, durante un buen tiempo, la dictadura uruguaya, pero en todos estos films de los noventa y el primer lustro de los 2000 hay un particular hincapié en resaltar esas costuras de la ciudad.[14] Nada de esto es explícitamente onettiano, pero en el imaginario colectivo se genera una matriz, una máquina axiomática que hace atravesar todo a partir de esa referencia.

Así, lo onettiano y la referencia a lo uruguayo (y, por extensión, a su cine) como algo gris se vuelven en una lectura casi invariable del imaginario local. No hace falta recurrir a artículos académicos: entre no especialistas uno suele decir «película uruguaya» y lo uruguayo de golpe es teñido por un dejo de sospecha, de que eso que vamos a ver en sala es un drama circunspecto y denso.

Como señalaba más arriba, pueden considerarse varias películas como onettianas, más allá de su verdadera inspiración literaria o su ambiente. Hay un dejo onettiano en Whisky y sus escenarios húmedos y gélidos de Piriápolis, pero también en el extraño universo de Manolo Nieto, especialmente en El lugar del hijo (2013), en donde, tras el retorno a sus pagos luego de la muerte de su padre, el protagonista (Felipe Dieste) tiene que tomar las riendas, sin noción alguna, del negocio agropecuario familiar —algo que nos retrotrae mucho a la historia de Larsen volviendo a Santa María para encargarse del astillero de Petrus.[15] Hay más films de esta línea: Montevideoproust (Hermes Millán Redin, 1997), que se lanza a realizar desmontajes históricos y artísticos similares a los de El dirigible (pero desprovisto por completo de su efectividad poética), la fallidísima El lugar del humo (Eva Landeck, 1979) o la críptica, aunque filmada de manera magistral, Los enemigos del dolor (Arauco Hernández, 2014). Sin embargo, cuando uno revisa el listado del archivo fílmico empieza a ver que no solo no hay tantas películas que compartan esto onettiano, ya sea en referencias directas o apenas ambientales, sino en muchos casos hay una reacción contraria.

El cine de género, casi siempre vendido como uno más enfocado en entretener sin pretensiones ni planchazos autorales, es curiosamente el que más statements políticos viene haciendo al momento de planear su estrategia de difusión. Así como antes del hito de 25 watts cada película que aparecía era presentada como la primera película uruguaya, cada vez que aparece en cartelera una comedia romántica es presentada como la primera comedia romántica, cuando ya desde Una forma de bailar (Álvaro Buela, 1997) hay un largo trajín de estos films.[16] Lo mismo puede decirse con la cada vez más creciente cantidad de películas de horror y terror (que encuentran en Ricardo Islas su referente histórico, un autor que casi sin salir de Colonia —para después radicarse en Chicago— realizó un corpus autoral inigualado en su cantidad, aunque a veces de discutible calidad), que, por un lado, no la tienen tan fácil en el reconocimiento festivalero, pero que, como contrapartida, por su universalidad tienen más facilidades de vender el guion, como sucedió con La casa muda (Gustavo Hernández, 2010).[17]

Así, a la hora de analizar este terreno contrafáctico con la idea de lo uruguayo como algo meramente gris y lacónico, uno tendría que pensar qué movimientos ideológicos operan de fondo. La primera hiancia o marca a tomar en cuenta es la del llamado nuevo uruguayo. Con un concepto que comenzó en el terreno de la publicidad, pero que sirvió para posteriores análisis de parte de pensadores nacionales baudrillarianos como Sandino Núñez, la idea del nuevo uruguayo está plenamente ligada a un nuevo consumidor, alguien capaz de dejar de escatimar en gastos y rendirse de manera optimista a un universo mucho más colorido y liviano.

El concepto de “nuevo uruguayo” surgió justo en el momento de las exportaciones récord de Uruguay, circa 2007, año en el cual el país llegó no solo a un insospechado punto alto de su economía (al menos comparándola en los tiempos postdictadura), sino a una inusitada apertura del mercado internacional. Uno puede ver los productos publicitarios de los noventa envagonados al frenesí neoliberal que invadió Latinoamérica (y que rápidamente pasaría factura en todas las crisis que se dieron a comienzos del siglo XXI) y puede percibir que había una especie de anhelo torpe de pertenecer al mercado, de jugar las reglas de los grandes. Queríamos los mismos productos, el mismo estilo de vida, pero —todavía sin internet mediante— todo parecía un extraño remedo, una idea de novedad que funcionaba como un teléfono descompuesto de lo que nos contaba la gente que volvía de Europa o de Estados Unidos.[18]

El Uruguay del nuevo uruguayo es distinto, la comunicación vía internet y redes sociales parece estar emparejada con el resto del mundo, los vuelos salen cada vez más baratos, hay una explosión del crédito que permite más consumo (incluso a las clases sociales a las que aquello, unos años atrás, les parecía imposible), el crecimiento de China abarata la ropa, los automóviles y un montón de productos antes difíciles de acceder y el mundo de la publicidad adopta a la ciudad de Montevideo como gran friso de producciones tanto nacionales como internacionales.

Hay algo de ese optimismo, de esa euforia mercantil, que contrasta con el universo onettiano. Es así que muchos de estos productos y películas que habían sido envueltos de mayor seriedad empezaron a ser vistos con mayor desconfianza y se consolidaron mitos, incluso contrafácticos, del cine uruguayo como algo unívocamente serio y deprimente.

Todo arte nacional encierra una cadena de parricidios; en las letras uruguayas el último o más reconocible fue el que Gustavo Escanlar, Elvio Gandolfo y otros[19] realizaron a la figura de Mario Benedetti, no tanto por la idea de esa pequeñez tristona y mediocre del mundo del empleado público, sino por una cuestión un poco meliflua, algo cursi y concienzudamente costumbrista de su literatura (sobre todo su poesía). Sin embargo, a partir de ahí nunca pareció haber ninguna otra gran ejecución pública.

Por el contrario, diversos escritores de una generación actual (posterior a estos enfants terribles) no demoraron en recaer en conductas parricidas hacia Benedetti, como si fuera un asesinato al cuadrado de algo que no suele reformularse. Sobre Onetti nunca cayó esa suerte de abierta venganza generacional, pero uno piensa si esa velada crítica al uruguayo gris y solemne (en todas sus acepciones) de parte de los representantes del nuevo uruguayo no oficia, de alguna manera, como una especie de parricidio velado, indecible.

La permeabilidad de los universos literarios

Hay, como se mencionó más arriba, otros autores uruguayos adaptados en la cinematografía local, pero no muchos que dejen estas estelas estéticas y narrativas tan a la vista. Las razones son varias. Por un lado, por fuera de la calidad misma de las obras, hay algo del universo que expande un autor que no se puede continuar si no hay un corpus suficientemente extenso; podemos pensar en Así habló el cambista, de Federico Veiroj (2021), que si bien es una adaptación dúctil y profesionalísima —sobre todo en cuanto a recreación de época— de la novela de Juan E. Gruber, el creador literario no tiene tantos libros y pregnancia como para hablar de un universo Gruber. Por otro, hay libros que ofician o son tratados más como documento que como obra cerrada en sí misma; pienso tanto en los que inspiraron a La noche de 12 años (Álvaro Brechner, 2018), como en Matar a todos (Esteban Schroeder, 2007) o en En la puta vida (Beatriz Flores Silva, 2001), donde las fuentes literarias son más un material de investigación que un producto literario traducido en el film.

El universo benedettiano, por su parte, parece haber extendido sus raíces mucho más efectivamente en cierto cine argentino de los setenta y ochenta (sobre todo a partir de su profunda e indisoluble alianza con ciertas figuras actorales de renombre), pero quedó algo perdido, con los mismos dejos de tirria parricida, luego de la irrupción del nuevo cine argentino.

Felisberto Hernández es, por su parte, un autor aún más intraducible a lo cinematográfico que Juan Carlos Onetti, una empresa casi fallida desde el vamos porque hay algo metaliterario, cerrado en sí mismo, que es sumamente complicado de traducir a lo audiovisual sin que quede todo perdido en la traducción de sus diferentes lenguajes (un buen candidato a una posible adaptación de Felisberto hubiera sido Raúl Ruiz —que tan bien había entendido a Proust—, pero nunca lo sabremos).

Es posible que el último autor de las letras uruguayas con un metauniverso mundialmente reconocido sea Mario Levrero, quien logró ser un autor cuyas trazas de fondo pueden identificarse en varios films uruguayos —aun sin ser explícitas adaptaciones del escritor—.[20] Hay un notorio dejo levreriano — de La ciudad o El lugar— en Hiroshima (2009) de Pablo Stoll, sobre todo en la manera en que el mapa se convierte en algo mucho más dúctil, lleno de agujeros de conejo, donde la cámara —jugando con el estilo de cine mudo— parece estar todo el tiempo siguiendo como un perro fiel al protagonista que entra y sale de casas, cambia de trabajos, propuestas y personas como si atravesaran escaleras escherianas.

Algo similar a esto puede tomarse de la compleja Chico ventana también quisiera tener un submarino (Alex Piperno, 2020), donde el realismo psicológico está barrido en favor de personajes / modelos que transitan de Montevideo a las Filipinas y de las Filipinas a un crucero que atraviesa el extremo sur del continente, como si fuera a través de una serie de wormholes. Hay algo en esta dimensión juguetona de las realidades, de una extraña conjunción de lo idiosincrático uruguayo con lo místico y la ciencia ficción, que parece hacer resonar la figura de Levrero, quien también fue un asiduo espectador de cine.[21]

Morosoli como otra forma de entender el vacío

Juan José Morosoli fue un escritor que en la tradición literaria tuvo una lenta asimilación. Durante mucho tiempo había sido denostado a un lugar menor, más que nada atado a una noción regionalista y asociado a la enseñanza en la educación media, gracias a su estilo directo y casi etnográfico de los pueblos del interior.[22] Parte de esta intermitencia tiene que ver con cierto alineamiento capitalino de la llamada generación crítica (y a su vez cierto manto de duda tendido sobre los icónicos escritores ruralistas), pero también por el mero hecho de que Morosoli nunca llegó a abandonar, geográficamente, su realidad minuana natal.

Sin embargo, había algo agazapado en la literatura morosoliana que parecía ideal para la adaptación literaria: un notorio estilo oral que, por momentos, parecía emular la forma del guion. Así, sus historias sencillas, de pequeños hombres (impasiblemente sedentarios o estoicamente vagabundos) que avanzan por la vida sintiéndose diminutos frente al trajinar y los avances del mundo, resultaban redondas para su adaptación, debido a su narrativa. Esto ocurrió cuando Guillermo Casanova realizó El viaje hacia el mar (2003), película al borde de lo transicional entre el viejo y el nuevo cine uruguayo.

Las adaptaciones camperas uruguayas del pasado tenían aquello mismo que Morosoli criticaba de los escritores rurales que lo precedían. Tanto en Martín Aquino, el último matrero (Ricardo Romero, 1994), como en Patrón (Jorge Rocca, 1995) y, en cierta medida, en Mataron a Venancio Flores (Juan Carlos Rodríguez Castro, 1988) había, en la recreación histórica y el subrayado de grandes gestas individuales, eso mismo que Morosoli miraba con desconfianza en Reyles y otros. Tal como dice Ruben Tani en Etapas del pensamiento en Uruguay 1910-1960:

El proyecto de Morosoli consiste en superar un intento anacrónico; reproducir una épica gauchesca como la de Acevedo Díaz; la temática de Reyles, y la estancia cimarrona de Javier de Viana. En su opinión, se trata de representar «el gran personaje cósmico» y el proletariado rural y trashumante […] así, el gaucho rebelde y la estancia cimarrona ceden espacio a un dramático personaje neorrealista que habita en los suburbios a mitad de camino entre la ciudad y el campo, documentando un tiempo en disolución (2013, pp. 105-106).

El viaje hacia el mar es una suerte de fusión de dos cuentos del autor minuano (el homónimo y El largo viaje de placer) que trabajan sobre los hombres y el viaje. Sin ser un film parteaguas como 25 watts, estrenada solo un par de años antes, en su momento fue bien evaluada por sus aspiraciones concretas y también por un tono un tanto más amable, diferente al universo más duro del que hablábamos más arriba (casi como un anhelo de que el cine vuelva a lo sencillo, que se limite a «contar historias», para evitar riesgos de devaneos intelectuales o demasiado peso en lo atmosférico). Sin embargo, pese a su modesta presentación (y también a tibias reacciones críticas), este enfoque morosoliano —sobre todo en la construcción de personajes y en cierta predilección hacia el minimalismo y ese pujante equilibrio entre regionalismo y universalidad— fue el que sorprendentemente más pregnó en el cine uruguayo de los últimos veinte años.

Así nomás es difícil verlo, sobre todo porque lo rural, si bien no es algo ausente en la cinematografía nacional, dista de ser omnipresente. Sin embargo, cuando uno se enfoca en la forma en que la cámara observa y trata a los personajes, se puede percibir que hay una poderosa influencia de Morosoli en esta mirada.

En primera instancia, esta especie de dimensión metafísica del viaje se filtra en la casi exagerada cantidad de películas nacionales armadas como road movies o en las que el viaje de un lugar a otro es un elemento crucial. Casi podría decirse que, pese a la fuerte predominancia capitalina de muchas expresiones artísticas, en el cine parecería que los personajes tuvieran una especie de alergia a permanecer en Montevideo. Solo como ayuda para la memoria, acá algunos films con personajes yéndose de la ciudad: Rincón de Darwin, El lugar del hijo, Whisky, La perrera, Joya, Hiroshima, Flacas vacas, Tanta agua, Mr. Kaplan, Alelí, Clever, Las toninas van al este y Nina y Emma. Más que nada, podría decirse que el cine nacional actualizó esa huida hacia afuera sustituyendo el campo por la costa. En la gran mayoría de estas películas, todos los personajes tienen su especie de viaje hacia el mar, esperando que algo se transforme dentro de ellos.

Sin embargo, el elemento principal, la razón que sospecho más crucial en la forma en que lo morosoliano gotea hacia lo cinematográfico, es la relación de sus personajes con respecto a ese mismo vacío (existencial, pero también nacional), el que se convirtió en el leitmotiv de este trabajo. En esta soledad radical y estatismo existencial de los personajes morosolianos hay una referencia a la absurdidad de lo que es uno frente a la naturaleza y el mundo que se ha vuelto una característica crucial de cierto tono del cine local. Los personajes de Morosoli comprenden su nimiedad, pero no llegan a angustiarse por ella. En esta noción de escala, en El largo viaje de placer, al preguntársele a uno de sus personajes dónde queda Rocha, dice «Calculo que está lejos porque allí nace el sol… Y el sol tiene que salir lejísimos… Ese es el dato que te puedo dar…». Lo mismo en la escena final de El viaje hacia el mar, concentrada en la charla entre Rataplán y el conductor del Ford al preguntarle si le parece grande el mar:

Es —respondió y volvió a repetir— es. Pero no tiene barcos… Y para mí un mar sin barcos es como un campo sin árboles… ¿Entendés lo que te quiero decir?… Pintás un campo y si no le ponés un rancho o un árbol no te representa nada…
Eso ya era algo. Rodríguez se consideró obligado a explicarle a aquel infeliz que no sabía nada del mar, algunas cosas del mar:
—Mirá: los barcos pasan por el canal. Como a dos leguas de aquí… Ahora mismo estará pasando alguno.
Rataplán trató de pararse en puntas de pie y miró en la dirección que señalaba Rodríguez.
—Yo no veo nada, dijo.
—No los ves porque la tierra es redonda… Se disponía a seguir cuando Rataplán, con sorna, preguntó nuevamente:
—¿Y el agua es redonda también? (Casanova, 2003).

Ya sea desde la inocencia radical o desde la certeza serena de la infinitud, los personajes morosolianos siempre son nobles y, a la vez, diminutos frente a la dimensión de la naturaleza y el tiempo.

Lo mismo puede decirse con respecto a una cantidad importantísima de personajes uruguayos. Casi en oposición al personaje onettiano, atravesado por la lanza de Longino de la tragedia y la mano algo cruel y poderosa de su escritor, el personaje morosoliano es registrado, capturado en su naturalidad, casi como lo había hecho el mismo Morosoli cuando se dedicó a transitar dentro del campo y recoger el estilo oral de los minuanos. Ante ese vacío, el existencial y el de la nación y la historia, el mundo de Morosoli es sobre lo chico que somos ante ese vacío y el mundo de Onetti es sobre lo hondos e infranqueables que somos en ese vacío.

Así, contra todos los pronósticos de ese prejuicio del cine uruguayo como una cosa tremebunda y severa, el cine de las últimas décadas se ha centrado más notoriamente en personajes pequeños, con escaso poder de agencia, que quizás apenas puedan cambiar una forma de ver y pararse ante la inmensidad de la maquinaria que los envuelve. Es una posición que se suele filtrar en la forma en que están articuladas las comedias: casi nunca nos encontramos con personajes épicos, casi nunca nos reímos con ellos, sino más bien de ellos (aquí una subversión de lo morosoliano, que aún en el remarque de su poca instrucción o inocencia, los personajes gozaban de una curiosa dignidad propia, no tan así los del cine uruguayo). Pero si vemos la marca de agua de un porcentaje del cine actual, el tono es más bien plácido y acompaña a los personajes en un problema que casi siempre se presenta como pequeñísimo, nunca más lejano de lo épico. Personajes como el de La teoría de los vidrios rotos (Diego Fernández Pujol, 2021), que se sumerge en un absurdo mundo de seguros de automóviles y quema de autos en un pueblo perdido del interior, o los de Rincón de Darwin (Diego Fernández Pujol, 2013), casi todos marcados por un problema radical de comunicación que intenta ser saneado en el viaje, o la convicción algo absurda de Jacobo Kaplan (Mr. Kaplan, Álvaro Brechner, 2014), que en plena jubilación decide ir tras la caza de un supuesto criminal de guerra nazi.

Hay en la mayoría de estas películas una suerte de costumbrismo algo dulce, un intento de mantener su mundo en velocidad crucero, sin permitirles a sus personajes que vayan a más, dejándolos girando dentro, como bailarinas en su cajita de cristal. Así, a diferencia del sentir común, el cine uruguayo de la última década, más que lóbrego y profundo, suele estar presentado de una forma más sencilla y sobre todo amable, llena de detalles peculiares encarnados en algún prop del diseño de arte —hay una gran predilección por la estética de los cincuenta y sesenta, casi como una nostalgia lejana del Uruguay predictatorial— o en música de acordeones que están todo el tiempo reafirmándonos que nada malo puede pasar. Los cineastas que más han encarnado esta estética amable son el ya citado Guillermo Casanova (El viaje hacia el mar y Otra historia del mundo), Germán Tejeira (Una noche sin luna)[23] y Diego Fernández (Rincón de Darwin y La teoría de los vidrios rotos), pero muchos gozan de ciertos lineamientos de este escenario y esta forma de presentar y tratar a sus personajes que parecen de herencia morosoliana.

Ante todo este material hipotético y desarrollado en este trabajo, cabe mencionar que estas referencias literarias son apenas un esbozo de cartografía de ciertas sensibilidades propias del cine actual. Desde el vamos, la mera idea de cine nacional parece un poco escurridiza, ya sea por las constantes refundaciones que mencionamos al comienzo, como también por su relación un tanto intermitente con las otras artes en su lucha por su especificidad. Gran parte de los directores tratados acá no tienen en su haber más de dos, tres o cuatro films, cosa que hace hasta cuestionable el esfuerzo de circunscribirlos a cierta dimensión autoral. Incluso hay directores de mayor factura que son particularmente difíciles de encorsetar a una sola idea o un solo universo. En este sentido, no pueden ser más diferentes en la obra de Federico Veiroj sus películas Acné (2008), Belmonte (2018) y Así habló el cambista (2019).

También hay, a su vez, películas que incluso siendo adaptaciones trascienden una sola referencia literaria (como La noche que no se repite de Aparicio García y Manuel Berriel, que, inspirada en la novela del maragato Pedro Peña, tiene tanto de literatura de interior profundo como de guiños a cine de género de Guy Richie e irreverencia asimilable al cine de Manuel Facal).

De la misma manera, el cine de género se muestra como otra vía para enfrentarse a ese vacío de representación nacional: ya no ahondar en el vacío (en la tradición onettiana) ni asumirlo desde nuestra pequeñez o engranaje (la morosoliana) ni bordearlo y teorizar sobre él (como lo intentó realizar Pablo Dotta), sino simplemente esquivarlo, dejarlo como un cráter abandonado, para tratar de emular un estilo transnacional, por fuera de estas disquisiciones.

El destino todavía no está escrito, pero algo importante para seguir avanzando en la forma en que imaginamos —y por extensión, realizamos— el cine nacional es cuestionar nuestros mitos que, en determinado momento, dejaron de ayudarnos a pensar para simplemente pensar por nosotros.

[1]Notas

 A diferencia de las artes pictóricas, la música, la danza, la literatura o el teatro, que tuvieron una prolongadísima práctica popular antes de empezar a ser problematizadas desde lo teórico.

[2] Es importante señalar también la consolidación de ciertas escuelas de cine, el relativo abaratamiento y mayor disponibilidad de equipos de filmación y, fundamental, la creación de diversos fondos e instituciones que comenzaron a hacer posible la financiación de ciertos proyectos que en una instancia anterior solo se daban de forma privada.

[3] Importante es remarcar que Favio es un fenómeno curiosísimo, casi único, que película a película reformula su propio lenguaje, cada vez entrelazándolo más con una especie de noción de arte popular (algo que escapa a los límites de esta nota).

[4] Lo que no significa que no se teorizara sobre la función política y teórica de un cine nacional, algo que se venía dando desde muchísimo tiempo atrás, con directores como Ugo Ulive, Mario Handler o el Centro de Medios Audiovisuales (CEMA).

[5] Otro elemento que podría remarcar este internacionalismo de la refundación del cine uruguayo podría encontrarse en las curiosas similitudes con otra película: Los días con Ana (Marcelo Bertalmío, 2001), que fue estrenada un año antes que 25 watts y que también presentaba, no solo en el film, sino en las declaraciones de su dirección, un marco de referencias cinematográficas muy parecido a las de Juan Pablo Rebella y Pablo Stoll. Al preguntársele, años después, a algunos de los actores de este film, un tanto más olvidado por estas coincidencias, varios reconocieron que más allá de no conocer los entretelones de ambos rodajes —que sucedieron casi en simultáneo—, Aki Kaurismäki era un fenómeno particular de la Cinemateca Uruguaya, un director que en ese submundo se había convertido en una referencia ineludible, tal como lo fue Ingmar Bergman para la intelectualidad uruguaya en los sesenta, cuando Homero Alsina Thevenet fue proclamado como una suerte de «descubridor» oficial. En pocas palabras, esta nota sirve para reconocer que, en muchos casos, las cinematecas locales ofician como una suerte de pseudonaciones con sus referencias y sus tradiciones, incluso cuando ellas resultan foráneas para el público fuera de estas instituciones.

[6] Muchas de ellas expresamente dedicadas a elaborar esta especie de consciencia nacional, como pasó a partir de las celebraciones del primer centenario de Uruguay, a partir del cual un montón de intelectuales se disputaron la tarea de tratar de definir los hitos y la idiosincrasia del país.

[7] Cabe recordar que Onetti le dedicó su novela El astillero a Luis Batlle Berres, el último batllista de un proyecto cuasi dinástico que ya por entonces había entrado a perder brillo, lejos de la nación de las vacas gordas y la sala de experimentos de América y más cerca de un estado que empezaba a dar sus primeras señales de anquilosamiento (en conjunto de muchas denuncias de clientelismo rampante).

[8] El que mejor ha sabido captar esta dimensión irreproducible del texto en otros lenguajes es Roberto Appratto, que en su colección de artículos Impresiones en silencio dice con respecto a las historias, personajes y estilo narrativo de Onetti:

Uno ve, a la luz de la prolongación y multiplicidad de imágenes, la necesidad de escribir, no sobre, sino en eso mismo que se dice haber vivido, es decir, la solidez de la experiencia en sí misma, como un residuo de la historia contada que se convierte en formulación verbal antes de que desaparezca, como las resonancias de una sola tecla grave en un piano (2011, p. 88).

[9] En muchos sentidos, algo del humor y cierto humanismo costumbrista de base en sus obras hacen pensar en Brechner como un realizador con ciertos horizontes parecidos a los del argentino Juan José Campanella.

[10] Cabe destacar este término, ya que fue algo en lo que el director hizo particular hincapié al conversar sobre su adaptación cinematográfica de Memorias del calabozo (Mauricio Rosencof). En numerosas ocasiones, al preguntarle por la referencia a los presos políticos de carne y hueso en que se basaba la obra, el director remarca, como en una entrevista en La Diaria:

Me cuesta escuchar que esta película es sobre la dictadura. Hay un marco, cierto, sobre unos años de este país en que hubo una dictadura, pero salvo el hecho de saber que los militares están en el poder, y verlos, la película maneja más bien un marco kafkiano para posibilitar un debate absolutamente existencial sobre tres tipos que, reducidos al mínimo, empujados a ese viaje a las tinieblas, son sometidos a sus límites hasta ver la cara de la Gorgona, el acantilado de las profundidades de la locura (Acevedo Kanopa, 2018).

[11] Término acuñado por los situacionistas franceses.

[12] El McGuffin es un término popularizado por Alfred Hitchcock, en relación con una excusa argumental que motiva a los personajes y al desarrollo de la historia; muchas veces es encarnado por un objeto o un elemento de la trama que es meramente funcional o incluso vacuo. El ejemplo más clásico suele darse en films de espionaje, donde el contenido de un maletín, una fórmula que es disputada de mano en mano por bandos antagonistas o algún otro objeto milagroso es lo que lleva la historia de las narices, más allá de que lo más importante del film se convierta el ida y vuelta de un vínculo romántico entre los protagonistas que circulan alrededor de dicho McGuffin (como en Notorious) o algún mensaje o valor ulterior.

[13] Este «por primera vez» está, por demás decirlo, sostenido en esa suerte de olvido representacional sistemático del que hablábamos al comienzo de este texto.

[14] Volviendo a La espera, más allá de la imagen tremebunda y, por otro lado, duramente real, de la joven protagonista (Verónica Perrota) teniendo que cambiarle el pañal cagado a su madre, una de las que más me impactó fue la escena en que se topa con un interés romántico (Roberto Suárez) en un casamiento y buscan un rincón en un descampado para tener sexo. La sensación del descampado lleno de escombros, apenas a metros de la fiesta, es la de una cuasi posguerra que retrotrae a esos no lugares devastados que atravesaban muchos personajes del neorrealismo italiano, antes de que el plan Marshall comenzara a avanzar en la reconstrucción del país.

[15] Podría decirse que lo que realmente encarna esta dinámica emulada de El astillero no es la producción agropecuaria, sino la militancia: así como todos, tanto el dueño como los trabajadores del astillero son parte de una misma mentira en donde todos simulan que aquello realmente funciona, el protagonista del film solo tiene una inscripción simbólica verdadera en el mundo de los sindicatos estudiantiles y en la dinámica universitaria se da una especie de equilibrio similar de mentiras, con el protagonista haciendo como que estudia y la universidad haciendo como que enseña.

[16] En este sentido, la película más en pie de guerra con esta especie de imaginería del cine uruguayo fue Los modernos (Marcela Matta, Mauro Sarser, 2016), en la cual, en un momento del film, aparece una suerte de película que intenta emular con sarcasmo ese cine intelectualoide y lleno de silencios que supuestamente circula en el establishment.

[17] Una referencia literaria interesante a mencionar con respecto a este cine de género es Horacio Quiroga, cuyos cuentos suelen ser elegidos por estudiantes de cine a la hora de realizar sus primeros cortos —casi como si se continuara en lo cinematográfico ese aprendizaje impartido por el salteño en Manual del perfecto cuentista —, pero que, salvo por la adaptación de Almohadón de plumas a manos de Ricardo Islas y la de El hombre muerto de Julián Goyoaga y Germán Tejeira, no suelen trascender a pantallas oficiales o festivales de cine.

[18] La película que mejor supo captar esta ingenuidad y sentir regional es posiblemente Silvia Prieto de Martín Rejtman (1999), en la que los personajes son casi que mediados y hablados por las marcas que consumen, como si ellos fueran meros recipientes y reproductores de jingles publicitarios.

[19] Sobre todo los jóvenes de los ochenta que se sintieron desplazados del mapa cultural cuando en la reapertura democrática se recibió con bombos y platillos a los intelectuales exiliados de la dictadura.

[20] Aunque las hay, como en el mediometraje El hombre de Walter (Carlos Ameglio, 1995) y el corto Los muertos (Guillermo Casanova, 1992)

[21] Aunque tampoco está exento, como Onetti, de su difícil traducibilidad de lo textual a lo visual, tal como se puede ver en una reseña de Jorge Ruffinelli:

Los textos de Levrero son imposibles de filmar. Al menos, Los muertos fue imposible de filmar, como lo muestra este digno «fracaso de adaptación al cine. ¿Por qué es imposible? Al menos, Los muertos (como gran parte de los relatos de este escritor) se escribieron en primera persona, lo que en cine sería, si se pudiera, la «cámara subjetiva» y el relato en off. Sin un narrador que explique la cadena de hechos, estos aparecen como una serie de elementos anecdóticos arbitrarios. El de Levrero también era «arbitrario», pero el lenguaje, la sintaxis, el «encantamiento» narrativo es lo que funciona para los lectores. Lo que hizo Casanova, con el beneplácito del escritor, fue tomar el esqueleto de la acción y llevarlo a la imagen visual, con lo cual aligera el texto y acaba traicionándolo (Ruffinelli, p. 450-451).

[22] Ideal para los niños, con un material tanto fácil de leer como ciertamente didáctico en cuanto al pasado campestre uruguayo.

[23] Aunque, bien está decirlo, su otra película Ojos de madera —codirigida con Roberto Suárez— dista de seguir esta estética y tono.

 

Referencias bibliográficas

Acevedo Kanopa, A. (21 de septiembre de 2018). Con Álvaro Brechner, director de La noche de 12 años: «El cine no es ajuste de cuentas». La Diaria. Recuperado de https://ladiaria.com.uy/cultura/articulo/2018/9/con-alvaro-brechner-dir…
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Cabrera, F. (1993). La casa de al lado. En Fines [Álbum musical]. Montevideo: Ayuí/Tacuabé.
Canal Encuentro. (2023, mayo 22). Libros de película: El astillero (copete inicio) - Canal Encuentro [Archivo de video]. Recuperado de https://www.youtube.com/watch?v=-lT91F5Dgj0&t=91s&ab_channel=CanalEncuentro
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Onetti, J. C. (1975). Réquiem por Faulkner y otros artículos. Montevideo: Arca.
Ruffinelli, J. (2015) Para verte mejor. El nuevo cine uruguayo y todo lo anterior. Montevideo: Trilce.
Tani, R. (2013). Etapas del pensamiento en Uruguay 1910-1960. Montevideo: HUM.

 

invitación

 

Agustín Acevedo Kanopa (Montevideo, 1985) es periodista, escritor y psicólogo, escribe semanalmente sobre cine y música en La Diaria desde 2008 y colaboró en otros medios como BBC Culture, New York Times, VICE Magazine, Caligari, Lento y Quiroga, donde se publicaron perfiles, crónicas y ensayos de su autoría. Fue jurado oficial en la Federación Internacional de la Prensa Cinematográfica y en varios festivales internacionales y publicó dos novelas y dos libros de cuentos. Actualmente se desempeña como profesor de historia del cine en la Escuela de Cine del Uruguay.

 

 

 

Luis Bellagamba

 

Luis Bellagamba (Montevideo, 1975) es diseñador gráfico e ilustrador. Estudió diseño gráfico con Hugo Alíes e ilustración con Mingo Ferreira.
Su trabajo se ha desarrollado en el sector cultural, mayoritariamente para el rubro cine.
Es el autor de numerosos afiches de películas nacionales.

 

 

 

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