Muestra de arte: Zoo
Autor: Horacio Guerriero
Lugar: Museo Zorrilla, José Luis Zorrilla de San Martín 96, Montevideo.
Fecha de exposición: junio a agosto 2023
Por Marcelo Casacuberta
Zoo: El laberinto hibrido
De entrada, Zoo nos instala en el misterio. Como un aperitivo visual, antes de pasar a la sala, se exhibe un video que introduce a la muestra, con la puesta en escena viva de uno de los cuadros más impactantes. Los dos bailarines danzan en la propia sala vacía, rodeados por las pinturas de Zoo, movidos por un tango ancestral. Son, como muchos de los que componen la muestra, seres parcialmente humanos, híbridos o mutantes que parecen incorporar partes de diversas especies. Anticipando a las pinturas que esperan en la sala, el video nos muestra personajes que parecen atrapados para siempre en circunstancias o destinos de los que aparentan no poder salir, repitiendo sus acciones cíclicamente. Cada cuadro de Zoo es, de alguna manera, una pecera.
Entrando a la sala la muestra sorprende y desafía. Allí esperan cuadros de gran formato, de entrada, se siente una tensión manifiesta en su temática, en los trazos y en la paleta. Los paisajes donde el autor desarrolla sus visiones son bosques secos o desiertos casi sin plantas, escenarios vacíos que regalan el protagonismo central a las criaturas que Guerriero nos presenta. Se ven animales que se resquebrajan, con cuerpos que se transforman en ramas muertas bajo cielos plomizos y cargados. Pero allí surge como contrapeso el color fuerte, un estallido cromático que desborda la escena con rojos, sepias y dorados.
A partir de su trazo certero en blanco y negro, Hogue va agregando manchas, salpicaduras, goteos de pintura en torno a criaturas híbridas, bestias salvajemente domésticas que se vinculan de alguna manera en simbiosis con ejemplares humanos.
En este conjunto de obras, se conjugan las múltiples facetas y lenguajes del artista. El dibujante, el caricaturista, el director de arte se funden en técnicas mixtas moldeando escenas simples y barrocas a la vez.
En este caso vemos cómo la vida del artista está íntimamente ligada al carácter de su obra. Guerriero ha tenido una larga carrera en la que ha cultivado diversos perfiles donde, al igual que en sus cuadros, ha desplegado varias capas y lenguajes creativos que vuelca en cada obra.
En sus comienzos fue diseñador de arte en rodajes publicitarios, donde cultivó el diseño y el manejo de los espacios. El propio Hogue declara que en muchos cuadros de Zoo que aparecen como inacabados se muestra el manejo del espacio con los huecos blancos que se imponían en su trabajo de diseñador de arte, de hecho, muchas obras a él le parecen más «diseñadas» que pintadas.
Tuvo una notoria actividad como caricaturista, trabajó en diarios y hasta en televisión, donde dibujaba en vivo sobre el tema que se estuviera discutiendo en un programa de debate político. Allí, con el seudónimo Hogue, pulió a fondo la capacidad de resolver sobre la marcha y en minutos una obra que debía corresponder a su visión sobre algo concreto, desarrollando gran capacidad de síntesis al plasmar en unas pocas líneas su visión sobre el tema. Un costado netamente figurativo, aunque lleno de metáforas.
Por otro lado, navega su perfil abstracto, su trabajo pictórico y de trazo más libre. Sus dos diferentes facetas pueden colapsar o integrarse y el propio pintor lo representa como un duelo entre Hogue, el caricaturista, y Guerriero, el pintor. El artista es entonces él mismo un bifronte. En esta pulseada entre sus dos hemisferios se ubica el centro de su búsqueda de identidad como artista.
Mientras encuentra el equilibrio, trabaja en sus obras combinando técnicas y desplegando muchas capas, como una cebolla que hay que ir pelando frente a cada cuadro para captarlo en su totalidad.
En esta serie, mientras uno recorre la hermosa sala del museo Zorrilla, se es testigo del duelo entre el ilustrador y caricaturista y el artista pintor, que se reparten porciones de cada cuadro, compitiendo o complementándose. De alguna manera, el conjunto de las obras expuestas es a la vez un retrato del propio Guerriero y de su camino interior. Como dice Oscar Wilde: «Cada retrato pintado con emoción es un retrato del artista, no del retratado».
De alguna manera, al caminar entre las obras, uno se siente como recorriendo un laberinto de aquellos donde se escondían monstruos y criaturas fantásticas que van apareciendo en cada recodo, mientras se transita a la vez por el laberinto interno del propio autor, que deambula por sus estilos, obsesiones y fantasías.
Guerriero nos abre en Zoo la jaula de su bestiario, profundamente simbólico, con especies en constante mutación y que viven en las fronteras de un estado de cierta seducción, que el autor describe como de voluptuosidad, con un erotismo que aparece como animal y primario, pero se muestra lleno de sutilezas pictóricas cuando uno se detiene frente a la obra.
El artista genera aquí su propia mitología, su constelación de divinidades, seres fantásticos con constantes cruzas entre especies. Son animales que van más allá de las metáforas lineales de las fábulas de Esopo, acá hay una vuelta de tuerca y un juego de espejos donde también se cuestiona la propia ubicación de la especie humana, que aparece retratada en toda su animalidad, con un erotismo basado en un instinto ancestral.
Hay también un elemento híbrido en la combinación de zonas trabajadas con profusión de detalles y pinceladas que luego derivan en trazos gruesos e inconclusos, que simulan ser bocetos o apuntes para una obra futura, como si se decidiera a abandonar la pintura por la mitad, ya habiendo revelado lo suficiente. Hogue parece insinuar mostrando tal vez la punta de la baraja, para dejar latente todo lo que no se muestra y queda oculto.
El montaje en sí es primitivo y simple, con las obras sin enmarcar, fijadas directamente a la pared con pequeños imanes, una propuesta despojada y espartana que centra la mirada en las obras, sin distracciones. El de Zoo es un mundo descarnado y sin maquillajes.
Hay un elemento de metamorfosis que sobrevuela la exposición, en los motivos, en las técnicas y hasta en la presencia de máscaras que nos muestran que nada es lo que parece ser y siempre hay un velo más por levantar.
Esta muestra se trata de una serie de cuadros no concebidos inicialmente para constituirse en exposición, sino que surgen en pandemia, como necesidad de buscar una salida mental, una puerta creativa al encierro sanitario. Bien vale acá la frase de Nietzsche: «Tenemos arte para no morir de realidad». Sin embargo, más allá de haber cumplido puntualmente con su papel de desahogo artístico ante el aislamiento, la trama narrativa sobrevivió y se fue desarrollando como una serie de línea expresiva definida, muy emocional y con gran fuerza cromática y vital.
En el fondo de la sala, el hombre venado y la mujer con máscara bailan una danza inmóvil que no va a ninguna parte, ya que un pie del hombre se transforma en rama, anclada al piso como una de las raíces del bosque. Hay dinamismo en la luz cenital, casi fotográfica, y en la postura erótica de acróbatas que, sin embargo, permanecen congelados en un tango de sal. Una vez más la ambigüedad de lo anfibio se instala.
En un paisaje por momentos apocalíptico, reinan los colores intensos, con una paleta que recuerda al universo de la tauromaquia, ese escenario de coliseo donde bestias y hombres combaten y se igualan. No en vano el toro ya ha sido un personaje dominante en sus anteriores exposiciones.
A pesar del dramatismo de algunas telas, hay una fuerte carga lúdica en el trazo, tal vez un puente con Goya, que también fue caricaturista, y un manejo del humor que da un respiro al mundo oscuro, el propio Guerriero declara que «debe divertirse» cuando se enfrenta al cuadro. Esa actitud de entrar al atelier como quien sale al recreo le lleva a la inventiva de sus seres improbables y mutantes, como el hombre-pera, y en el surgimiento de elementos abstractos en el cuadro, libertades del trazo, convivencia de diferentes perspectivas y hasta chanchos bifrontes, solo la expresividad del trazo del artista y su potente fantasía pueden generar el guiño de un héroe mitológico, creando casi un centauro a partir de un doméstico palillo de ropa.
Se trata por cierto de un universo de significado abierto, al punto que el autor no titula sus obras, para dejar la posible interpretación libre, sin las pistas o el condicionamiento que puede despertar muchas veces un nombre. Prefiere que quien mira la obra se la apropie y encuentre figuras humanas, monstruos o flores donde Guerriero solo puso unas manchas indefinidas.
La lograda fusión que encuentra el autor en este momento de su vida, potenciando todos sus canales, técnicas y fantasías en una misma muestra, es lo que seguramente lo lleva a decir que es la «obra más fuerte que he generado hasta ahora».
Hay una decadencia con humor en el chancho que se ríe del ángel descabezado que lo cabalga y en la mujer jineta que rompe su propio caballo de Troya. Hay un desparpajo, una provocación alegre al visitante, con una sorpresa irreverente y fuerte, pero con un guiño cómplice que no lo deja afuera. El espectador es invitado a sumarse a la farsa. Será decisión de quien concurre al museo si decide atreverse a entrar en el mundo de Guerriero Hogue y habitar este universo siendo parte de Zoo.
La exposición estará abierta al público durante dos meses y es una muestra que se vuelve necesaria para conocer a fondo a un artista que siempre parece dispuesto a incorporar nuevas capas a su obra, un eterno renacuajo a punto de metamorfosearse en mariposa.
Marcelo Casacuberta es fotógrafo y realizador audiovisual . Trabajó muchos años en prensa, en múltiples diarios y revistas uruguayos, así como también publicó y colaboró en libros de divulgación científica. Ha participado en varios salones artísticos y exposiciones individuales y colectivas. También ha filmado y dirigido documentales de naturaleza y fauna, temas sobre los que ha dado charlas en liceos y escuelas de todo el país.Actualmente, registra con fotos y videos la actividad científica del Instituto Clemente Estable.