e r m : revista de periodismo cultural

Fragmento de «En el bosque de Araminda»

Fragmento de “En el bosque de Araminda”

Por Cecilia Ríos

El olor del bosque invade a Joaquín como una cucharada de remedio para el dolor de garganta, llega hasta sus pies que titubean sobre el terreno arenoso y promete acompañarlo durante la caminata. ¿De dónde proviene ese olor? ¿Será de la maraña verde que ahora pisan o del cielo? Los árboles están en el camino y no en sus costados, como en los dibujos; hay que contorsionarse para pasar entre uno y otro. No tienen el tronco largo, son bolas llenas de hojas que pinchan y las ramas son cordones pesados que buscan el suelo.

Griselda tiene tres años y podría caminar. Caminó llorando hasta que el sendero se hizo más angosto y Él la tomó en brazos. Su nombre es Ernesto, aunque cuando el padre llama, después de saludar pregunta ¿Está Él

El chocolate frío del desayuno persiste en su garganta, estornuda y tose.

El volumen del llanto de Griselda disminuye. Lloriquea en una especie de canto con una sola estrofa, cuatro aes y dos breves suspiros que dan ritmo a la caminata. Él pronuncia frases de consuelo dirigidas a la niña. A veces se da vuelta para ver si Joaquín sigue allí.

El bosque parecía estar lejos cuando llegaron a la casa, a inicios del verano. Pronto se acostumbraron a tenerlo allí, cerca de sus miradas. Lo atravesaban para ir a la playa y en el camino veían lagartijas esconderse bajo las piedras, pequeños conejos a los saltos, pájaros que levantaban vuelo a su paso.

—Las vacaciones terminarán pronto y está demasiado frío para ir a la playa —dijo la madre—. Vayan a pasear. Me apena que se queden encerrados por mi culpa. Respiren hondo para que el aire limpio los purifique.

Ella está en cama desde el día anterior. Ha vomitado varias veces. Él dijo que podrían volver a la ciudad ese mismo día y ella contestó que no quería arruinarles las vacaciones a los niños. Griselda y Joaquín entienden que volver antes a casa es malo.

El monte lo llama Él —el bosque, dicen los cuentos—es un lugar que se hace aburrido y oscuro al caminar. Los mosquitos se prenden a sus orejas pesar de la capa de repelente sobre su cara y manos. Ramas secas golpean sus pantorrillas. El terreno está salpicado de raíces bajo las hojas caídas. Joaquín no ve el camino perdido entre la hojarasca y las ramas atravesadas. ¿Cómo hace Él para verlo desde tan arriba? Su padre, si estuviera allí, también vería el camino y lo cargaría sobre sus hombros. Él solo cuida a Griselda porque es nena, es chica y la quiere.

Su amigo Bruno tenía libros de cuentos de tapas duras, con dibujos de colores fuertes y contornos definidos. La madre de Bruno dijo que podía llevarse uno a casa y devolverlo después. Su madre guardó el libro encima de la heladera y se lo devolvió a su amigo en la siguiente visita.

—Nosotros preferimos otro tipo de libros, más didácticos, sin violencia. Creemos que los cuentos tradicionales no son buenos para los niños.

Bruno comenzó a tener, como él, libros delgados, con nombres largos y dibujos raros. Los viejos fueron a dar al estante más alto del armario. Si están solos, hojean aquellos libros de tapas duras donde existen los ogros, las hadas, los duendes y las brujas.

Griselda aceptó enseguida el paseo y la madre y Él organizaron la partida sin darle tiempo a protestar. Joaquín habría preferido quedarse. Las ruedas de sus autitos nuevos giran rápido y no se atascan nunca. Le gusta seguirlos mientras atraviesan las habitaciones, empujándolos cuando pierden velocidad. Su madre le prendió la campera y le puso una galleta en el bolsillo. Es de las chatas y redondas de la panadería del balneario, que tanto le gustan. Mete la mano en el bolsillo y la rodea con sus dedos, que se entibian al contacto.

—¿Adónde vamos?

—A un lugar muy lindo, ya verás. Es una sorpresa.

En algunos tramos el cielo apenas se ve. Las hojas brillan sobre sus cabezas y breves reflejos atraviesan el camino, al compás del viento. Le llega el olor a humedad de la tierra arenosa, los trinos de diferentes pájaros que Él nombra.

—Ese es un chingolo… Aquel un sabiá… Un pájaro carpintero.

Dice que hay colibríes pero no han visto ninguno. El año anterior su padre les había regalado un tubo con una flor roja, donde los colibríes chupaban el agua azucarada. La madre no quiso traerlo este año porque el azúcar les da dolor de panza a los pajaritos.

—¿Hay víboras?

—No, solo lombrices, y están bajo tierra.

La galleta ya no entibia su mano y decide comérsela, más por desolación que por hambre, y mientras la muerde caen pequeñas migas que se pierden en el suelo crujiente. Esta vez no hay palomas que se coman las migas. Desarma la galleta en pocos metros. Lo que imaginó marcas del camino se convierten en cuatro montoncitos a una distancia de tres pasos uno del otro.

 

Cecilia Ríos

 

Cecilia Ríos es autora del libro de poesía Crecida, mención premio Onetti 2016;  Fotos ajenas (junto a José Assandri), segundo Premio Nacional de poesía 2022; de las novelas Volver de noche (Premio Lussich 2017, finalista Bartolomé Hidalgo 2018, mención MEC 2020) y Apenas lo conocía. También es autora de la obra Cuatro mujeres de campo (3er premio Nacional de Dramaturgia inédita 2017), de los libros de cuentos Sigiloso Dinosaurio (Civiles iletrados 2011),  No fumes ni vayas a la guerra (Premio Narradores de Banda Oriental 2019) y de Un desperfecto en la carretera (incentivo a la edición de cuentos Felisberto 2022).

 

 

 

 

 

Volver a la revista

Etiquetas